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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (6 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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—¡Tan promiscuo como los conejos! —dijo Hammond.

—¿Por qué no? ¿Qué tienen de malo los conejos? ¿Son peores que una humanidad neurótica y revolucionaria, llena de un odio histérico?

—Aun así, no somos conejos —dijo Hammond.

—¡Precisamente! Yo tengo mi cerebro: tengo que hacer ciertos cálculos sobre ciertos asuntos astronómicos que me importan casi más que la vida o la muerte. A veces la indigestión se me cruza en el camino. El hambre se me cruzaría en el camino de una forma desastrosa. Y lo mismo sucede con el hambre de sexo. ¿Y entonces qué?

—Y yo que me imaginaba que lo que te traía problemas era la indigestión sexual por exceso —dijo Hammond irónicamente.

—¡Eso sí que no! Ni como en exceso, ni jodo en exceso. Pasarse en la comida es algo que depende de uno mismo. Pero a ti te gustaría matarme de hambre.

—¡En absoluto! Puedes casarte.

—¿Y cómo sabes que puedo? Podría no irle bien a mi proceso mental. El matrimonio podría atontar…, atontaría sin duda…, el proceso de mi espíritu. Yo no estoy hecho así…, ¿y por eso van a tener que encadenarme a una perrera como un fraile? Es una solemne tontería, chaval. Tengo que vivir y desarrollar mis cálculos. A veces necesito mujeres. Y me niego a convertirlo en un drama y rechazo las condenas morales o las prohibiciones de quien sea. Me avergonzaría de ver a una mujer por el mundo con la etiqueta de mi nombre pegada encima, con la dirección y la estación de destino, como un baúl.

Ninguno de los dos había perdonado al otro el asunto de Julia.

—Es una idea divertida, Charlie —dijo Dukes—, ésa de que el sexo sea simplemente otra forma de hablar en que se ponen en acción las palabras en lugar de decirlas. Supongo que es cierto. Creo que podríamos intercambiar tantas sensaciones y emociones con las mujeres como ideas sobre el tiempo y demás. El sexo podría ser una especie de conversación física normal entre un hombre y una mujer. No se habla con una mujer si no se tienen ideas comunes: mejor dicho, no se pone ningún interés en lo que se habla. Y de la misma manera, a no ser que se tuviera alguna emoción o simpatía en común con una mujer, uno no se acostaría con ella. Pero si se tuviera…

—Si se siente la atracción que hace falta o la simpatía necesaria por una mujer, tendría uno que acostarse con ella —dijo May—. Es lo único honesto, acostarse con ella. Igual que cuando se tiene interés en hablar con alguien lo único decente es tener esa conversación. No cae uno en la mojigatería de meter la lengua entre los dientes y morderla. Se dice lo que se tenga que decir. Y lo mismo en lo otro.

—No —dijo Hammond—. Ese es un error. Tú, por ejemplo, May, malgastas la mitad de tu fuerza con las mujeres. Nunca llegarás a donde debieras con un talento como el tuyo. Una parte demasiado grande de él se va por el otro lado.

—Quizá sí…, y del tuyo se va una parte demasiado pequeña, querido Hammond, casado o no. Puede que mantengas la integridad y pureza de tu cerebro, pero se te está acorchando. Tu cerebro, tan puro, se está quedando tan seco como las cuerdas de un violín, por lo que puede verse. Lo único que haces es taparle la boca.

Tommy Dukes estalló en una carcajada.

—¡A la carga, cerebros! —dijo—. Miradme…, yo no hago ningún trabajo mental puro y elevado, simplemente garrapateo algunas ideas. Y a pesar de todo, ni me caso ni corro detrás de las mujeres. Creo que Charlie tiene razón; si quiere andar tras las mujeres está en su derecho de no hacerlo muy a menudo. Pero yo no le prohibiría que lo hiciera. En cuanto a Hammond, tiene un sentido de la propiedad, así que naturalmente el camino recto y la puerta estrecha están bien para él. Le veremos convertirse en el auténtico hombre de letras inglés antes de extinguirse; A. B. C. de la cabeza a los pies. Luego vengo yo. No soy nada. Un escribano. ¿Y tú, Clifford? ¿Crees tú que el sexo es un motor que ayuda al hombre a tener éxito en el mundo?

Clifford no solía hablar mucho en estas ocasiones. No aguantaba el ritmo; sus ideas no eran lo bastante vitales, era demasiado confuso y emotivo. Ahora se sonrojó y pareció sentirse incómodo.

—¡Bien! —dijo—, dado que yo estoy
hors de combat
, no creo que pueda decir nada sobre el asunto.

—De ninguna forma —dijo Dukes—, tu parte superior no está en absoluto
hors de combat.
Tu vida mental está sana e intacta. Así que cuéntanos lo que piensas.

—Bueno —tartamudeó Clifford—, aun así creo que no tengo mucha idea… Supongo que «casarse-y-asunto-concluido» corresponde bastante con lo que yo pienso. Aunque, desde luego, es una cosa magnífica entre un hombre y una mujer que se quieran.

—¿Una cosa magnífica en qué? —preguntó Tommy.

—Oh…, perfecciona la intimidad —dijo Clifford, tan incómodo como una mujer en aquella conversación.

—Bueno, Charlie y yo pensamos que el sexo es una especie de comunicación como el hablar. Que cualquier mujer empiece una conversación sobre el sexo conmigo y me parecerá natural ir a la cama con ella para terminarla, cada cosa a su tiempo. Desgraciadamente, ninguna mujer parece interesada en entrar en materia conmigo, así que me acuesto solo, y no me va mal así… Por lo menos lo espero, porque ¿cómo voy a saberlo? En todo caso no tengo cálculos astronómicos que puedan interrumpirse ni obras inmortales que escribir. No soy más que un individuo que se oculta en el ejército…

Se produjo un silencio. Los cuatro hombres fumaban. Y Connie, sentada allí, dio otra puntada a su bordado… ¡Sí, allí estaba! Muda. Tenía que estar callada como un ratoncito para no interrumpir las altas especulaciones mentales de aquellos sabios intelectuales. Pero tenía que estar allí. La cosa no salía tan bien sin ella; las ideas de aquellos hombres no fluían con la misma facilidad. Clifford era mucho más brusco y nervioso, se le enfriaban antes los ánimos en ausencia de Connie y la conversación no funcionaba. Lo mejor era para Tommy Dukes; la presencia de ella le inspiraba. A Connie no le gustaba Hammond; parecía muy egoísta en un sentido mental. Y, aunque algo de Charlie May le gustaba, le parecía un tanto desagradable y desordenado, a pesar de sus estrellas.

¡Cuántas tardes había tenido que estar sentada escuchando lo que decían aquellos hombres! Aquellos y uno o dos más. Que aparentemente no llegaran nunca a nada, no parecía molestarla en absoluto. Le gustaba escuchar lo que tenían que decir, especialmente cuando Tommy estaba allí. Era divertido. En lugar de besarte y tocarte con sus cuerpos, descubrían sus mentes ante ti. ¡Era muy divertido! ¡Pero qué mentes tan frías!

Y por otro lado todo aquello era algo irritante. Ella sentía más respeto por Michaelis, cuyo nombre trataban todos con desprecio, llamándole mono arribista y hortera inculto de la peor especie. Mono y hortera o no, iba derecho a sus propias conclusiones. No se reducía a pasearse alrededor de ellas con millones de palabras en una exhibición de vida intelectual.

Connie no era ajena a la vida del espíritu; era algo que la apasionaba. Pero creía que exageraban un poco. Le gustaba estar allí, envuelta en las nubes de tabaco de aquellas famosas veladas de los «compinches», como los llamaba para sí. Le divertía infinitamente y la enorgullecía que ni siquiera pudieran hablar sin su presencia callada. Ella sentía un enorme respeto por el pensamiento…, y aquellos hombres intentaban por lo menos pensar honestamente. Pero era como si en algún lugar hubiera un gato encerrado que no se decidía a saltar nunca. Se parecían todos en que hablaban de algo, pero lo que ese algo significaba para la vida o para ella no podría decirlo. Era algo que Mick no era capaz de aclarar tampoco.

Aunque Mick, por lo menos, no trataba de hacer nada más que salir adelante en la vida y poner tantas zancadillas a los otros como los otros le ponían a él. Era verdaderamente antisocial, que era lo que Clifford y sus amigos le reprochaban. Clifford y sus amigos no eran antisociales; trataban más o menos de salvar a la humanidad, o en último caso de instruirla.

Hubo una conversación admirable el domingo por la noche, cuando de nuevo tocaron el tema del amor.

—Bendito sea el lazo que une nuestros corazones al unísono o algo así —dijo Tommy Dukes—. Me gustaría saber qué es ese lazo… El lazo que nos une en este momento es la fricción mental de uno contra otro. Y, aparte de eso, poco lazo hay entre nosotros. En cuanto nos separamos decimos cosas horrorosas de los demás, como todos los puñeteros intelectuales del mundo. En realidad toda la puñetera gente, si vamos al caso, porque todo el mundo hace igual. O, si no, nos separamos y ocultamos todo el desprecio que sentimos los unos por los otros diciendo piropos de mentira. Es algo curioso que la vida intelectual parezca tener las raíces hundidas en el desprecio, un desprecio inefable e inconmensurable. ¡Siempre ha sido así! ¡Mirad a Sócrates, en Platón, y toda la banda que le rodeaba! Puro desprecio, una tremenda alegría en destrozar a quien sea… ¡A Protágoras o a quien quiera que le tocara el turno! ¡Y Alcibiades y todos los demás cerdos de discípulos echándose de cabeza a la pelea! Tengo que decir que le hace a uno preferir a Buda, sentado tranquilamente bajo un árbol, o a Jesús contándoles a sus discípulos pequeños cuentos de catequesis, pacíficamente, sin fuegos artificiales de intelectual. No, hay algo radicalmente equivocado en la vida intelectual. Está basada en el desprecio y la envidia, la envidia y el desprecio. Conoceréis el árbol por sus frutos.

—No creo que nosotros seamos tan despreciativos —protestó Clifford.

—Querido Clifford, fíjate en cómo hablamos nosotros mismos los unos de los otros, todos nosotros. Yo soy peor que cualquiera. Porque prefiero absolutamente la malevolencia espontánea a los piropos repensados; son veneno; si empiezo a decir qué tío tan estupendo es Clifford, etcétera, habría que sentir lástima por él. Por Dios, decid todos lo peor que se os ocurra sobre mí y yo estaré seguro de que me seguís apreciando. No cantéis mis alabanzas, o será que estoy acabado.

—Pero yo creo que todos nos apreciamos de verdad —dijo Hammond.

—¡Necesariamente… nos decimos cosas tan horribles y contamos cosas tan desagradables cuando alguno no está! Yo soy el peor.

—Y yo creo que confundes la vida del espíritu con la actividad crítica. Estoy de acuerdo contigo. Sócrates le dio a la actividad crítica un gran impulso, pero hizo más que eso —dijo Charlie May un tanto magistral. Los amigos eran de una curiosa pomposidad bajo su pretendida modestia. Todo se decía ex cathedra, a pesar de las apariencias de humildad.

Dukes se negó a entrar en el tema de Sócrates.

—Exactamente, crítica y conocimiento no son lo mismo —dijo Hammond.

—Desde luego que no —intervino Berry, un joven moreno y tímido que había venido a visitar a Dukes y pasaría allí la noche.

Todos le miraron como si hubiera abierto la boca un asno.

—No estaba hablando sobre el conocimiento… Estaba hablando de la vida intelectual —rió Dukes—. El conocimiento real parte del todo de la consciencia; del vientre y del pene tanto como del cerebro y la mente. La mente sólo puede analizar y racionalizar. Si se deja que la mente y la razón manden en el gallinero, lo único que pueden hacer es criticar y acabar con todo. Repito, lo único que pueden hacer. Esto es de una gran importancia. ¡Dios, y cómo necesita hoy el mundo la crítica…, una crítica implacable! Por tanto, vivamos la vida mental y la gloria en nuestra malignidad y acabemos con la inútil farsa. Pero, cuidado, la cosa es así: mientras se vive la vida se es de alguna manera un todo orgánico con la vida toda. Pero una vez que se entra en los caminos de la vida mental se recoge el fruto. Se ha cortado la relación entre la manzana y el árbol: la relación orgánica. Y si no queda nada en la vida más que la vida de la mente, se convierte uno mismo en una manzana cortada del árbol… caída a tierra. Y entonces se convierte en una necesidad lógica ser despreciativo; de la misma manera que la necesidad natural de la manzana caída es pudrirse.

Clifford abrió mucho los ojos: para él era todo palabrería. Connie se reía para dentro en secreto.

—Así que somos todos manzanas caídas —dijo Hammond con una cierta acidez y petulancia.

—Convirtámonos en sidra —dijo Charlie.

—¿Pero qué piensas del bolchevismo? —dijo el moreno Berry, como si todo hubiera llevado a aquella cuestión.

—¡Bravo! —estalló Charlie—. ¿Qué piensas del bolchevismo?

—¡Venga! ¡Vamos a destrozar al bolchevismo! —dijo Dukes.

—Me temo que el bolchevismo es un tema demasiado amplio —dijo Hammond moviendo la cabeza gravemente.

—A mí me parece que el bolchevismo —dijo Charlie— no es más que un odio exagerado a lo que ellos llaman lo burgués; y qué cosa es lo burgués, eso no está nada claro. Es el capitalismo, entre otras cosas. Los sentimientos y las emociones son tan decididamente burgueses, que habría que inventar un ser humano que no los tuviera. Así el individuo, especialmente el hombre persona, es un burgués: de modo que hay que suprimirlo. Uno debe desaparecer engullido por algo más grande, el conglomerado social soviético. Un organismo, incluso, es burgués: así que el ideal debe ser mecánico. La única cosa que es una unidad, no orgánica, compuesta de muchas partes diferentes y sin embargo esencialmente iguales, es la máquina. Cada hombre es una pieza de la máquina y el motor de la máquina el odio, odio a lo burgués. Eso, para mí, es el bolchevismo.

—¡Totalmente! —dijo Tommy—. Pero ésa me parece una descripción perfecta del ideal industrial. Es, en embrión, el ideal del dueño de fábrica, excepto que nunca reconocería que el odio sea la fuerza motriz. Y es odio, se diga lo que se diga: odio a la vida misma. Basta mirar estos Midlands para verlo con toda claridad… Pero todo ello es parte de la vida de la mente, es una consecuencia lógica.

—Niego que el bolchevismo sea lógico; rechaza la mayor parte de las premisas —dijo Hammond.

—Pero, querido, admite la premisa material, y eso mismo es lo que hace la mente pura… exclusivamente.

—Por lo menos el bolchevismo ha ido hasta el fondo del asunto —dijo Charlie.

—¡Al fondo del asunto! ¡El fondo que no tiene fondo! Los bolcheviques tendrán dentro de poco el mejor ejército del mundo, con el mejor equipo mecánico.

—Pero esto no puede seguir…; todo este odio. Tiene que haber una reacción —dijo Hammond.

—Bueno, hemos esperado muchos años… Seguiremos esperando. El odio es algo que crece como cualquier otra cosa. Es el resultado inevitable de imponer las ideas a la vida, de violentar nuestros instintos más profundos, y violentamos nuestros instintos más profundos de acuerdo con determinadas ideas. Hacemos que sea una fórmula la que nos mueva, como máquinas. La mente lógica pretende guiar el rebaño y el redil se convierte en puro odio. Todos somos bolcheviques, sólo que somos hipócritas. Los rusos son bolcheviques sin hipocresía.

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