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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Ficción Historica

El Asombroso Viaje De Pomponio Flato (8 page)

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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Acepto con alacridad y nos ponemos en marcha. Mis desviados pasos no me habían alejado demasiado de nuestro destino y al cabo de poco avistamos la casa. Por el camino, para no corresponder con falsedad a la generosidad de aquella hermosa mujer, le revelo la causa de la anterior visita, así como mi intención de recabar su testimonio acerca del homicidio, la víctima y sus allegados.

—De todo ello hablaremos a su debido tiempo —dice—. Primero comer y luego filosofar. Tú estás a punto de desfallecer y los niños también deben de estar hambrientos.

Los niños habían estado jugando y correteando detrás del corderito y hubo que levantar la voz para obligarles a interrumpir la diversión y el griterío. Sucio, despeinado, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, el niño Jesús parecía haber olvidado el asunto que nos había conducido a aquel lugar y ni siquiera se interesó por el resultado de mi gestión. Cuando le conté lo ocurrido en el Templo y le di noticia de su padre, recobró la seriedad habitual y se mostró muy agradecido por el buen resultado de mi intervención.

—El mérito —dije— no ha sido mío sino de la veleidosa Fortuna. ¿Y tú, has conseguido averiguar algo?

Respondió que no: la niña era demasiado pequeña para saber nada. A decir verdad, se habían puesto a jugar en cuanto se quedaron solos y se les había pasado el tiempo sin sentir. Estaba avergonzado de su negligencia y hube de consolarlo y explicarle que a su edad era natural anteponer el juego al deber.

Mientras tanto, la hermosa mujer, que ha entrado en la casa para guardar las provisiones y empezar a preparar la cena, sale y ordena a los niños encerrar al corderito en un pequeño establo de madera adjunto a la casa y hacer las abluciones antes de sentarse a la mesa. Luego vuelve a entrar y yo la sigo. El interior de la casa consta de una sola pieza, decorada con gusto recargado, pero sin la empalagosa ostentación propia de los orientales. En un extremo hay un lecho amplio, cubierto por una piel curtida, y en el centro, una mesa con cuatro cuencos de barro, cuatro copas de estaño y una hogaza de pan. Suspendido sobre las brasas del hogar humea un caldero. Le reiteré mi hiperbólica gratitud y exclamó:

—Dicen que a cada cual lo ha puesto Yahvé sobre la tierra con algún fin. El mío es satisfacer necesidades ajenas.

Le pregunto si es de Nazaret y responde que no. Pertenece a una familia de cortesanas errantes, como suelen ser esta clase de mujeres, a quienes su oficio a menudo obliga a abandonar precipitadamente el lugar donde viven y a no regresar jamás a él. No está censada en ninguna población, ni paga tributos, ni tiene nombre propio, lo que le permite, llegado el caso, desaparecer sin dejar rastro. Reside en Nazaret desde hace dos años y ha adoptado el pseudónimo de Zara la samaritana. Unos años antes, en Éfeso, cuando ella tenía diecinueve y vivía allí con su madre, conoció a un gladiador y concibió de él a su hija. Luego siguieron caminos distintos y nunca volvió a tener noticia del gladiador. Probablemente ha muerto en algún circo miserable de una remota provincia, porque cuando lo conoció ya había dejado atrás la juventud, y la robustez se iba transformando en una corpulencia que auguraba obesidad. A la niña le ha puesto por nombre Lalita. En Nazaret ha encontrado tolerancia y cierta prosperidad, al menos durante un tiempo. Ahora, sin embargo, a raíz del asesinato del rico Epulón, ya está haciendo planes para cambiar una vez más de residencia.

No relató esta historia con pena, ni siquiera con resignación, lo que incrementó la consideración que sentía por ella, pero no me hizo olvidar el motivo de mi presencia en aquella casa.

—De lo que acabas de decirme —dije—, no me cuesta inferir, oh Zara de hermosos tobillos, tu relación con el difunto.

—En verdad —respondió— en una ciudad de estas dimensiones, donde todo se sabe, y muy en especial las actividades de los ricos, no es un secreto que el rico Epulón me visitó en varias ocasiones. Esto no significa que yo sepa quién lo mató. No sospecho de nadie y, por consiguiente, no excluyo a nadie de mis sospechas, ni siquiera a José el carpintero.

—Y el propio Epulón, con quien tenías frecuente trato, ¿dijo algo digno de mención en los días previos a su muerte?, ¿hizo alusión a algún enemigo?, ¿mencionó alguna inquietud o un cambio repentino en sus planes?, ¿refirió un encuentro o un reencuentro inesperado?

—Son muchas preguntas, Pomponio —rió la samaritana de hermosos tobillos.

—Puedo repetirlas de una en una.

—No es preciso. Epulón solía contarme sus preocupaciones, tanto las relacionadas con los negocios como las relacionadas con las personas, y puedo asegurarte que en los últimos tiempos no hubo variación alguna.

—¿Cuáles eran las preocupaciones habituales? Según tengo entendido, los negocios marchaban a la medida de sus deseos.

—En efecto, sus riquezas aumentaban constantemente y la veleidosa Fortuna nunca se le mostró esquiva.

—Quedan, entonces, las personas.

—Tampoco es un secreto la desavenencia permanente entre Epulón y su hijo, el joven Mateo.

—Todo es un secreto para un extranjero como yo. Dime, oh Zara, en todo semejante a una diosa, la causa de la discordia, si la conoces.

Habían entrado los niños y se habían sentado a la mesa. Zara, junto al fuego, bajó la voz y prosiguió diciendo:

—Mateo gastaba mucho dinero del erario familiar. Como era hijo único, su padre no se lo impedía ni se lo reprochaba. Atribuía la prodigalidad del muchacho a la inconsciencia de la juventud y suponía que derrochaba el dinero en apuestas, ropa, ungüentos, caballos y mujeres.

—Hasta que descubrió que no era así…

—Sí.

—Hace un rato le vi montar con maestría consumada un hermoso caballo. ¿Eran acaso las mujeres lo que no le atraía? ¿Acaso prefería el trato con jovenzuelos de redondas nalgas?

—No, el joven Mateo nunca ha practicado el acto nefando. El dinero que gastaba sin tasa iba destinado a otros fines.

—¿Sabrías decir cuáles eran esos fines, que comparas desfavorablemente con las prácticas a que me he referido antes?

Zara, la de hermosos tobillos, bajó más la voz:

—En Israel no todo el mundo ve con buenos ojos la presencia de Roma. Unos se limitan a manifestar su descontento de palabra. Otros…

—¿El joven Mateo forma parte de una secta subversiva?

—Él lo llama un movimiento de liberación. Epulón se oponía con firmeza a cualquier forma de revuelta. Afirmaba, no sin razón, que este país nunca había gozado de un periodo de paz, libertad y abundancia tan prolongado como el actual y decía que alzarse contra Roma nos conduciría inexorablemente a la ruina.

—¿Y cuál es tu opinión al respecto?

—Ninguna. Las mujeres como yo sólo establecemos vínculos personales y medramos en cualquier coyuntura. Nuestro enemigo es el tiempo, contra el que no cabe insubordinación.

Por primera vez una nube pasajera ensombreció su frente, en todo semejante a la de una diosa. De inmediato, sin embargo, sacudió su hermosa cabellera, también semejante a la de una diosa, emitió una risa chispeante y concluyó diciendo:

—Puedes hacer uso de lo que te he contado, con prudencia y sin revelar la fuente de tus conocimientos. La verdad es que apenas escucho lo que me cuentan los hombres.

—Yo creía que escuchar era parte esencial de tu oficio.

—No lo es —dice—. Los hombres no pagan para que yo les escuche, sino para escucharse a sí mismos en presencia de un testigo paciente. Yo sólo tengo que fingir, y ni siquiera mucho. Esto y lo demás lo hacen ellos solos. El mío es un oficio descansado y no muy distinto del de los sacerdotes. Esto tampoco debes repetirlo. Y ahora, dejemos de lado este infecundo diálogo y hagamos algo realmente útil. La cena está lista.

Los alimentos eran deliciosos, tanto por la maestría con que habían sido cocinados como por la abundancia de especias, y la conversación de nuestra anfitriona, inteligente, alegre y versátil. Contó anécdotas divertidas relacionadas con el ejercicio de su profesión y afirmó que, además de ser una cortesana complaciente, sabía leer y escribir, cantar y bailar, y para demostrarnos esto último, una vez concluido el ágape, sacó del cofre una lira, se puso a tañerla y ejecutó con mucha gracia unos pasos de la danza de los siete velos, que goza de mucha popularidad en esta región, mientras su hija marcaba el ritmo con una pandereta y el niño Jesús aporreaba un tamboril. Cuando iba por el cuarto o quinto velo, Zara la samaritana ordenó a los niños ir a dar forraje al cordero y, apenas hubieron salido, cerró la puerta con llave, me condujo al lecho y en un instante, con gran pericia, alivió mi desasosiego y consoló mis penas. Tras lo cual dijo:

—El sueño que tuviste es fácil de interpretar. La zorra y el cuervo son tu entendimiento y tus pasiones; lo que está arriba y abajo, antes y después de la muerte, soy yo; el queso es el queso. El resto del mensaje, si hay alguno, no está en nuestro poder conocerlo hasta que el tiempo ordene su cumplimiento.

Se levantó, abrió la puerta y dejó entrar a los niños, que regresaban en aquel momento. Por mi gusto nunca me habría ido de allí, pero se había hecho muy tarde y supuse a José y a María inquietos por la prolongada ausencia de su hijo, de modo que deshaciéndome en elogios y expresiones de agradecimiento y prometiendo volver a visitarlas tan pronto como nos fuera posible, abandonamos la casa y emprendimos el camino de regreso.

El niño Jesús estaba rendido de cansancio, pero la excitación le mantenía despierto y locuaz.

—No debería decir esto —me confesó cuando ya habíamos entrado en la ciudad—, pero comparadas con mi madre, Zara y Lalita son mucho más divertidas.

—Si no fuera así —respondí para atemperar su entusiasmo—, pocos clientes tendrían los lupanares. Pero no te dejes engañar por las apariencias ni aconsejar por la vanidad. Los placeres que hemos experimentado son superficiales y pasajeros, y la amabilidad que nos ha sido mostrada, frágil y meretricia. Sólo la sabiduría y la virtud permanecen y su valor se acrecienta con el paso del tiempo. No te olvides nunca de este principio. Dicho lo cual, no niego que lo hemos pasado muy bien, como ocurre siempre cuando todo se pone al servicio de los sentidos: la decoración, los condimentos, la música, el incienso…

Jesús guardó un rato de silencio y luego dijo:

—He estado pensando y he decidido que cuando sea mayor me casaré con Lalita. Ya sé que su madre es una pecadora, pero como ahora yo soy hijo de un criminal, no creo que haya impedimento. También he pensado cambiar de nombre y llamarme Tomás. ¿Tú qué opinas,
raboni
?

—No sé si es una buena idea. Durante la cena he observado que la madre corregía discretamente los modales de la niña, de lo que deduzco que la está preparando para que siga sus pasos en cuanto alcance la edad nubil, o antes, si hay alguien dispuesto a costearse el capricho. Yo de ti no me preocuparía demasiado por lo que harás en el futuro. Nadie sabe lo que nos tiene preparado el destino y, además, todavía sois muy crios los dos.

Volvió a guardar silencio y caminamos un rato callados y concentrados en las dificultades del camino, porque no había luna y debíamos avanzar por el laberinto de calles y plazas a la escasa luz de las estrellas. Finalmente avistamos la casa de Jesús, en cuya puerta se recortaba una silueta que resultó ser la de su madre, inquieta por nuestra tardanza.

—¿Lo ves? —le dije en voz baja—. Nadie volverá a sentir por ti tanta preocupación. Corre a tranquilizarla, muéstrate cariñoso con ella y no le cuentes los pormenores de nuestras andanzas.

CAPÍTULO X

Caí dormido en cuanto mi cuerpo fatigado se derrumbó sobre el tosco jergón del establo de la arpía, pero repetidas veces durante la noche fui presa de agitación y de nuevas e inquietantes catarsis, la mayoría de las cuales tenían como protagonista a Zara la samaritana, en todo semejante a una diosa, incluido el precio, pues las diosas, al no haberse de preocupar por el sustento, suelen entablar trato con los humanos guiadas únicamente por el corazón, por la concupiscencia o incluso por la piedad, sin reclamar a cambio ningún estipendio. De estos raptos me despertaba súbitamente, ora a causa de mi persistente afección intestinal, ora por bruscos ruidos provenientes de la calle, ora por los empellones de las cabras que, no obstante los malos tratos recibidos aquella misma mañana, mostraban una afición hacia mi persona que hacía aún más doloroso el contraste entre el mundo real y el onírico. Entonces, a la luz de la fría lógica, comprendía lo absurdo de mis anhelos y lo inviable de mis esperanzas.

Me levanté al despuntar la Aurora de espléndido trono con el cuerpo dolorido, el ánimo abatido y la mente embotada. Procurando evitar un encuentro con la arpía, que sin duda me reclamaría, bien el pago del hospedaje, bien un trabajo compensatorio, salí a la calle y me dirigí directamente al Templo con la intención de suplicar a Apio Pulcro que me proporcionara los medios necesarios para abandonar cuanto antes una ciudad en la que sólo podía ocasionar quebrantos y cosechar desengaños y a la que no me ataba ninguna obligación ni afecto, pues no habiendo percibido de Jesús los honorarios establecidos por mi cooperación, nada podía serme reclamado en nombre de la moral ni del derecho.

En la puerta del Templo acompañaban a la guardia del Sanedrín cuatro legionarios armados como si se dispusieran a entrar en combate. Pregunté la causa y respondieron:

—Por Marte, Pomponio, debes de ser el único que ignora lo sucedido anoche, bien por estar en brazos de Morfeo, bien en otros brazos, reparadores de ansias más profundas.

Recordé los ruidos que en varias ocasiones me habían despertado y dije:

—Refiéreme, pues, lo ocurrido.

Lo ocurrido era lo siguiente: poco después de ponerse el sol, Apio Pulcro había acudido a la taberna donde la noche anterior había cenado en mi hambrienta compañía. Por imprevisión o por exceso de confianza, sólo le había acompañado un soldado, portador del estandarte. De regreso al Templo, entrada ya la noche, al cruzar una plaza se vieron rodeados por un grupo de individuos que, armados de hoces, azadas, rastrillos y otras herramientas, se pusieron a gritar: ¡Muera el César! ¡Viva el Mesías!, mientras propinaban repetidos golpes al tribuno y al portaestandarte. Luego se retiraron por las tortuosas calles adyacentes sin dejar de proferir su consigna. Magulladas pero íntegras, las víctimas de la agresión regresaron al Templo sin más novedad.

BOOK: El Asombroso Viaje De Pomponio Flato
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