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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (5 page)

BOOK: El camino de los reyes
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El balcón se desgajó, el rey alzó aturdido la cabeza mientras perdía pie. La caída fue breve. A la luz de la luna, Szeth lo observó solemnemente, con la visión todavía turbia, cegado de un ojo, mientras la estructura caía hacia el suelo de piedra de abajo. La pared del palacio tembló, y el estrépito de la madera rota resonó en los edificios cercanos.

Todavía de pie en la pared, Szeth se incorporó con un gemido. Se sentía débil. Había agotado su luz tormentosa con demasiada rapidez, forzando su cuerpo. Bajó por el lado del edificio y se acercó a los restos del balcón, apenas capaz de permanecer en pie.

El rey aún se movía. La armadura esquirlada lo había protegido, pero solo en parte; un gran trozo de madera ensangrentada asomaba por el costado de su cuerpo. Szeth se arrodilló a inspeccionar el rostro dolorido del hombre. Rasgos fuertes, barbilla cuadrada, barba negra moteada de canas, ojos verdes sorprendentemente claros. Gavilar Kholin.

—Yo…, esperaba que…, vinieras —dijo el rey entre jadeos.

Szeth palpó bajo el peto de la armadura en busca de las correas. Las soltó y retiró la coraza, revelando las gemas de su interior. Dos se habían roto y estaban apagadas. Tres brillaban todavía. Aturdido, Szeth inspiró profundamente, absorbiendo la luz.

La tormenta empezó a rugir de nuevo. Más luz surgió del lado de su cara, regenerando su piel y sus huesos lastimados. El dolor apenas si mermaba: la cura proporcionada por la luz tormentosa estaba lejos de ser instantánea. Pasarían horas antes de que se hubiera recuperado.

El rey tosió.

—Puedes decirle…, a Thaidakar…, que llega demasiado tarde.

—No sé quién es ese —dijo Szeth, poniéndose en pie. Se llevó las manos a un costado, invocando su hoja esquirlada.

El rey frunció el ceño.

—¿Entonces quién…? ¿Restares? ¿Sadeas? Nunca pensé…

—Mis amos son los parshendi —respondió Szeth. Pasaron diez segundos y la espada apareció en su mano.

—¿Los parshendi? Eso no tiene sentido. —Gavilar volvió a toser y dirigió una mano temblorosa a un bolsillo de su pecho. Sacó una esfera pequeña y cristalina atada a una cadena—. Coge esto. No debe ser…, suyo —añadió, aturdido—. Dile…, a mi hermano…, que tiene que encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre… —Guardó silencio y se quedó inmóvil.

Szeth vaciló, pero luego se arrodilló y cogió la esfera. Era extraña, diferente de cuanto hubiera visto antes. Aunque era completamente oscura, parecía desprender una especie de resplandor negro.

«¿Los parshendi? Eso no tiene sentido», había dicho Gavilar.

—Nada tiene sentido ya —susurró Szeth, guardando la extraña esfera—. Todo se desencadena. Lo siento, rey de los alezi. Pero dudo que te importe. —Se levantó—. Al menos no tendrás que ver el fin del mundo en compañía de nosotros.

Junto al cuerpo del rey, su hoja esquirlada se materializó en la bruma y, ahora que había muerto, chocó contra las piedras del suelo. Valía una fortuna: reinos enteros habían caído en la lucha por poseer una sola espada esquirlada.

Del interior del palacio llegaron gritos de alarma. Szeth tenía que irse. Pero…

«Dile a mi hermano…»

Para el pueblo de Szeth, la petición de un moribundo era sagrada. Cogió la mano del rey, la hundió en la sangre del hombre, y la usó para garabatear en la madera: «Hermano, debes encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre.»

Con eso, Szeth escapó hacia la noche. Dejó la espada esquirlada del rey: no tenía ninguna utilidad que darle. La hoja que Szeth portaba ya era suficiente maldición.

Primera Parte

ARRIBA SILENCIO

Kaladin * Shallan

«Me habéis matado. ¡Hijos de puta, me habéis matado! ¡Mientras el sol sigue calentando, yo muero!»

Recogido el quinto día de la semana Chach del mes Betab del año 1171, diez segundos antes de la muerte. El sujeto era un soldado ojos oscuros de treinta y un años de edad. La muestra se considera cuestionable.

CINCO AÑOS MÁS TARDE

—Voy a morir ¿verdad? —preguntó Cenn.

El curtido veterano que Cenn tenía al lado se volvió a mirarlo de arriba abajo. Llevaba barba corta, y en los lados de la cara los pelos negros empezaban a ceder paso al color gris.

«Voy a morir. Voy a morir. Oh, Padre Tormenta. Voy a morir…», pensó Cenn, aferrado a su lanza, cuya asta estaba resbaladiza por el sudor.

—¿Qué edad tienes, hijo? —preguntó el veterano. Cenn no recordaba el nombre del hombre. Era difícil recordar nada mientras veía al otro ejército formar líneas al otro lado del rocoso campo de batalla. Aquel alineamiento parecía tan ordenado, tan limpio. Las lanzas cortas en las primeras filas, las lanzas largas y las jabalinas a continuación, los arqueros en los laterales. Los lanceros ojos oscuros iban equipados igual que Cenn: jubón de cuero y faldón hasta las rodillas con un sencillo bonete de acero y un peto a juego.

Muchos de los ojos claros tenían armaduras completas. Iban a caballo, y las guardias de honor se congregaban a su alrededor con corazas que brillaban en color burdeos y verde bosque. ¿Había entre ellos portadores de esquirlada? El brillante señor Amaram no era un portador de esquirlada. ¿Lo eran algunos de sus hombres? ¿Y si Cenn tenía que combatir a alguno? Los hombres corrientes no mataban a portadores. Había sucedido tan pocas veces que cada caso era ahora legendario.

«Está pasando de verdad», pensó con terror creciente. Esto no era una maniobra del campamento. No era un entrenamiento sobre el terreno, jugando con palos. Esto era real. Al aceptar el hecho, el corazón latiendo en su pecho como un animal asustado, las piernas temblorosas, Cenn advirtió de repente que era un cobarde. ¡No tendría que haber dejado los rebaños! Nunca tendría que…

—¿Hijo? —dijo el veterano, la voz firme—. ¿Qué edad tienes?

—Quince años, señor.

—¿Y cómo te llamas?

—Cenn, señor.

El gigantesco hombre barbudo asintió.

—Yo soy Dallet.

—Dallet —repitió Cenn, todavía mirando al otro ejército. ¡Había tantos! Miles—. Voy a morir ¿verdad?

—No —Dallet tenía voz grave, pero de algún modo eso era reconfortante—. Todo va a salir bien. Mantén la mente despejada. Quédate con el pelotón.

—¡Solo he recibido tres meses de instrucción! —A Cenn le parecía oír, como débiles tañidos, el sonido metálico de las armaduras y los escudos del enemigo—. ¡Apenas soy capaz de sujetar esta lanza! Padre Tormenta, estoy muerto. No puedo…

—Hijo —lo interrumpió Dallet con voz suave pero firme. Alzó una mano y la apoyó sobre el hombro del muchacho. El borde del gran escudo circular que llevaba a la espalda reflejaba la luz—. Todo va a salir bien.

—¿Cómo puedes saberlo? —las palabras de Cenn sonaron a súplica.

—Porque, muchacho, formas parte del pelotón de Kaladin Benditormenta.

Los otros soldados cercanos asintieron mostrando su acuerdo.

Tras ellos, formaban oleadas y más oleadas de soldados: miles de ellos. Cenn se encontraba al frente, con el pelotón de Kaladin, compuesto por unos treinta hombres más. ¿Por qué habían trasladado a Cenn a un nuevo pelotón en el último momento? Tenía que ver con la política del campamento.

¿Por qué estaba este pelotón en el mismo frente, donde las bajas tendrían que ser mayores? Pequeños miedospren, como manchas de baba púrpura, empezaron a surgir del suelo y a congregarse alrededor de sus pies. En un momento de puro pánico, casi estuvo a punto de dejar caer la lanza y echar a correr. La mano de Dallet se tensó sobre su hombro. Al mirar los confiados ojos negros del veterano, Cenn vaciló.

—¿Measte antes de que formáramos filas? —preguntó Dallet.

—No tuve tiempo de…

—Hazlo ahora.

—¿Aquí?

—Si no lo haces, acabarás meándote pierna abajo en la batalla, lo que te distraerá y tal vez acabe por matarte. Hazlo.

Avergonzado, Cenn le tendió a Dallet su lanza y orinó sobre las piedras. Cuando terminó, miró a los que lo rodeaban. Ninguno de los soldados de Kaladin sonrió con burla. Permanecían preparados, las lanzas a los costados, los escudos en las espaldas.

El ejército enemigo casi había terminado su maniobra. El campo entre las dos fuerzas era despejado, de piedra negra, notablemente regular y liso, roto solo por algún macizo rocoso ocasional. Habría sido un buen pasto. El cálido viento sopló en la cara de Cenn, cargado con los olores acuáticos de la alta tormenta de la noche pasada.

—¡Dallet! —dijo una voz.

Un hombre se acercó entre las filas, llevando una lanza corta que tenía dos fundas de cuero para cuchillos atadas al asta. El recién llegado era un hombre joven, quizás unos cuatro años mayor que Cenn, pero era más alto incluso que Dallet. Llevaba el uniforme de cuero corriente en los lanceros pero debajo usaba un par de pantalones oscuros. Esto se suponía que no estaba permitido.

Su negro cabello alezi le llegaba hasta los hombros, y sus ojos eran marrón oscuro. Tenía también nudos de cordón blanco en los hombros de su pelliza, lo que lo convertía en líder de escuadrón.

Los treinta hombres que acompañaban a Cenn se pusieron firmes, alzando sus lanzas en gesto de saludo. «¿Este es Kaladin Benditormenta?, ¿este joven?», se preguntó Cenn, incrédulo.

—Dallet, pronto tendremos un recluta nuevo —dijo Kaladin. Tenía una voz fuerte—. Necesito que… —guardó silencio cuando advirtió a Cenn.

—Llegó hace unos minutos, señor —dijo Dallet con una sonrisa—. Lo estaba preparando.

—Bien hecho —replicó Kaladin—. Pagué buen dinero por apartar a ese muchacho de Gare. Ese hombre es tan incompetente que bien podría estar luchando en el otro bando.

«¿Qué? —pensó Cenn—. ¿Por qué pagaría nadie por mí?»

—¿Qué te parece el terreno? —preguntó Kaladin. Varios de los lanceros alzaron sus manos para protegerse del sol y escrutar las rocas.

—¿Ese hueco junto a los dos macizos rocosos a la derecha del todo? —preguntó Dallet.

Kaladin negó con la cabeza.

—Demasiado áspero.

—Sí. Tal vez. ¿Y la colina baja de allí? Lo bastante lejos para evitar la primera caída, lo bastante cerca para no adelantarse demasiado. Kaladin asintió, aunque Cenn no podía ver lo que estaban mirando.

—Parece bien.

—¿Lo oís, panda de patanes? —gritó Dallet.

Los hombres alzaron sus lanzas.

—Échale un ojo al chico nuevo, Dallet —dijo Kaladin—. No conocerá las señales.

—Naturalmente —dijo Dallet, sonriendo. ¡Sonriendo! ¿Cómo podía sonreír? El ejército enemigo hacía sonar sus cuernos. ¿Significaba eso que estaban preparados? Aunque acababa de aliviarse, Cenn sintió un hilillo de orina correrle por la pierna.

—Mantente firme —dijo Kaladin, y luego echó a correr por la línea para hablar con el siguiente jefe de pelotón. Tras Cenn y los demás, las docenas de filas seguían creciendo. Los arqueros de los laterales se prepararon para disparar.

—No te preocupes, hijo —tranquilizó Dallet—. Nos irá bien. El jefe Kaladin tiene suerte.

El soldado al otro lado de Cenn asintió. Era un veden larguirucho y pelirrojo, con una piel bronceada más oscura que los alezi. ¿Por qué combatía en el ejército alezi?

—Así es. Kaladin está bendecido por la tormenta, vaya que sí. Solo perdimos… ¿cuánto…, un hombre en la última batalla?

—Pero alguien sí que murió —dijo Cenn.

Dallet se encogió de hombros.

—Siempre muere gente. Nuestro pelotón pierde menos que nadie. Ya lo verás.

Kaladin terminó de consultar con el otro jefe de pelotón, y luego volvió corriendo con su equipo. Aunque llevaba una lanza corta, de las que se usan con una mano mientras la otra sujeta el escudo, la suya era un palmo más larga que las que utilizaban sus hombres.

—¡Preparados! —exclamó Dallet. Al contrario que los otros jefes de pelotón. Kaladin no se unió a las filas, sino que se plantó delante de su pelotón.

Los hombres alrededor de Cenn arrastraron los pies, excitados. Los sonidos se repitieron por todo el enorme ejército, la quietud dio paso a la ansiedad. Cientos de pies arrastrándose, los escudos chasqueando, los correajes resonando. Kaladin permaneció inmóvil, contemplando al otro ejército.

—Preparados —dijo, sin volverse.

Detrás, un oficial ojos claros pasó a caballo.

—¡Preparaos para combatir! Quiero su sangre, hombres. ¡Luchad y matad!

—Preparados —repitió Kaladin, después de que el hombre pasara.

—Prepárate para echar a correr —le dijo Dallet a Cenn.

—¿Correr? ¡Pero nos han entrenado para marchar en formación! ¡A permanecer en nuestra línea!

—Claro —dijo Dallet—. Pero la mayoría de los hombres no tienen mucha más instrucción que tú. Los que saben luchar bien acaban siendo enviados a las Llanuras Quebradas para combatir a los parshendi. Kaladin está intentando ponernos en forma para llegar hasta allí y luchar por el rey —Dallet señaló con la cabeza la línea—. La mayoría de los que están aquí romperá filas y atacará. Los ojos claros no son lo bastante buenos como comandantes para mantenerlos en formación. Así que quédate con nosotros y corre.

—¿Debería sacar mi escudo?

Alrededor del equipo de Kaladin, las otras filas aprestaban sus escudos. Pero el pelotón de Kaladin los dejó en sus espaldas.

Antes de que Dallet pudiera responder, sonó un cuerno desde atrás.

—¡Vamos! —dijo Dallet.

Cenn no tuvo mucha opción. El ejército entero empezó a moverse con un clamor de botas al paso. Como había predicho Dallet, la marcha firme no duró mucho. Algunos hombres empezaron a chillar, y el rugido fue imitado por otros. Los ojos claros les ordenaron que avanzaran, corrieran, lucharan. La línea se desintegró.

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