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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El camino de los reyes (7 page)

BOOK: El camino de los reyes
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—Huir me pareció una estupidez —repuso Cenn, intentando distraer su mente de la herida de su pierna—. Con tantos heridos en el campo ¿cómo podemos pensar que van a venir a por nosotros?

—El jefe Kaladin los soborna —dijo Dallet—. Normalmente solo se llevan a los ojos claros, pero hay más mensajeros que ojos claros heridos. El jefe dedica la mayor parte de su paga a los sobornos.

—Este pelotón sí que es diferente —comentó Cenn, sintiéndose mareado.

—Ya te lo dije.

—No por la suerte. Por la instrucción.

—Eso es una parte. La otra parte es porque sabemos que si nos hieren Kaladin nos sacará del campo de batalla. —Hizo una pausa y miró por encima del hombro. Como Kaladin había predicho, la línea de Amaram regresaba, recuperándose.

El ojos claros a caballo de antes sacudía enérgicamente una maza. Un grupo de su guardia de honor se dirigió a un lado, enfrentándose con los pequeños pelotones de Kaladin. El ojos claros hizo volverse a su caballo. Llevaba un yelmo abierto por delante con los lados rectos y un gran penacho de plumas en lo alto. Cenn no podía distinguir el color de sus ojos, pero sabía que serían azules o verdes, tal vez amarillos o gris claro. Era un brillante señor, elegido al nacer por los Heraldos, marcado para gobernar.

Impasible, observaba a aquellos que combatían cerca. Entonces uno de los cuchillos de Kaladin lo alcanzó en el ojo derecho.

El brillante señor gritó, y cayó de la silla mientras Kaladin de algún modo se deslizaba entre las líneas y saltaba sobre él, la lanza en alto.

—Sí, es en parte por la instrucción —dijo Dallet, sacudiendo la cabeza—. Pero sobre todo por él. Lucha como una tormenta, y piensa el doble de rápido que los demás hombres. La manera en que se mueve a veces…

—Me vendó la pierna —dijo Cenn, advirtiendo que empezaba a decir tonterías debido a la pérdida de sangre. ¿Por qué recalcar lo de la pierna herida? Era algo sencillo.

Dallet tan solo asintió.

—Entiende mucho de heridas. Y sabe leer glifos también. Es un hombre extraño, nuestro jefe de pelotón, para ser un simple lancero ojos oscuros. —Se volvió hacia Cenn—. Pero deberías ahorrar fuerzas, hijo. Al jefe no le gustará que te perdamos, no después de lo que pagó por ti.

—¿Por qué? —preguntó Cenn. El campo de batalla se volvía más tranquilo, como si muchos de los hombres moribundos hubieran gritado ya hasta quedarse roncos. Casi todo el mundo alrededor era aliado, pero Dallet seguía vigilando para asegurarse de que ningún soldado enemigo trataba de atacar a los heridos de Kaladin.

—¿Por qué, Dallet? —repitió Cenn, con urgencia—. ¿Por qué traerme a este pelotón? ¿Por qué a mí?

Dallet sacudió la cabeza.

—Él es así. Odia la idea de que los chicos jóvenes como tú, apenas entrenados, vayan a la batalla. De vez en cuando, coge a uno y lo trae al pelotón. Más de media docena de nuestros hombres fueron una vez como tú —los ojos de Dallet adquirieron una expresión remota—. Creo que todos vosotros le recordáis a alguien.

Cenn se miró la pierna. Dolospren, como pequeñas manos anaranjadas con dedos extremadamente largos, reptaban a su alrededor, reaccionando a su agonía. Empezaron a volverse, perdiéndose en otras direcciones, buscando a otros heridos. El dolor de Cenn remitía, y sentía la pierna entumecida, al igual que el resto del cuerpo.

Se echó atrás y contempló el cielo. Pudo oír un trueno lejano. Qué extraño. No había nubes en el cielo.

Dallet maldijo.

Cenn dio media vuelta, tratando de sacudirse el estupor. Galopando directamente hacia ellos venía un enorme caballo negro con un jinete de brillante armadura que parecía irradiar luz. La armadura no tenía costuras: no había cota de malla debajo, solo placas más pequeñas, notablemente intrincadas. La figura llevaba un casco ornamentado, y la coraza era dorada. Llevaba una enorme espada en una mano, al menos de la altura de un hombre. No era una simple espada recta, sino curva, y el lado que no tenía filo era ondulado. Toda la hoja estaba grabada.

Era hermosa. Como una obra de arte. Cenn nunca había visto a un portador de esquirlada, pero supo inmediatamente que este hombre lo era. ¿Cómo podía haber confundido a un simple ojos claros acorazado con una de estas majestuosas criaturas?

¿No había dicho Dallet que no habría ningún portador en este campo de batalla? Dallet se puso en pie y llamó al pequeño pelotón para que formara. Cenn se quedó sentado donde estaba. No podría haberse levantado, no con la pierna herida.

Se sentía mareado. ¿Cuánta sangre había perdido? Apenas podía pensar.

Fuera como fuese, no podía luchar. No se lucha contra algo así. El sol brillaba contra aquella armadura. Y esa preciosa, intrincada, sinuosa espada. Era como…, como si el Todopoderoso hubiera tomado forma para caminar por el campo de batalla.

¿Y por qué querría nadie combatir contra el Todopoderoso?

Cenn cerró los ojos.

«Diez órdenes. Nos amaron, una vez. ¿Por qué nos has olvidado, Todopoderoso? Esquirla de mi alma ¿dónde has ido?»

Recogido el segundo día de Kakash, año 1171, cinco segundos antes de la muerte. El sujeto era una mujer ojos claros en su tercera década.

OCHO MESES MÁS TARDE

El estómago de Kaladin gruñía cuando extendió la mano a través de los barrotes y aceptó el cuenco de bazofia. Introdujo el pequeño tazón entre los barrotes, lo olisqueó y luego hizo una mueca mientras la jaula empezaba a rodar de nuevo. El mejunje gris pastoso estaba hecho de grano guisado, y este en concreto estaba sazonado con trozos de la comida del día antes.

Por repugnante que fuera, era todo lo que podría conseguir. Empezó a comer, viendo pasar el paisaje, con las piernas asomando entre los barrotes. Los otros esclavos de su jaula agarraron sus cuencos con gesto protector, temerosos de que alguien pudiera robárselos. Uno de ellos trató de robarle la comida a Kaladin el primer día. Casi le rompió el brazo a aquel hombre. Ahora todo el mundo lo dejaba en paz.

Y eso le parecía bien.

Comió con los dedos, ignorando la suciedad. Había dejado de reparar en la suciedad hacía meses. Odiaba sentirse parte de la misma paranoia que mostraban los demás. ¿Cómo podía no hacerlo, después de ocho meses de palizas, privaciones y brutalidad?

Combatió la paranoia. No se volvería igual que ellos. Aunque hubiera renunciado a todo lo demás, aunque se lo hubieran arrebatado todo, aunque ya no tuviera ninguna esperanza de escapar. Esto lo conservaría. Era un esclavo, pero no tenía por qué que pensar como uno de ellos.

Terminó lentamente la bazofia. Cerca de él, uno de los otros esclavos empezó a toser débilmente. Había diez esclavos en el carromato, todos hombres sucios y de barbas desgreñadas. Era uno de los tres carromatos que avanzaban en caravana por las Montañas Irreclamadas.

El sol ardía rojizo en el horizonte, como la parte más caliente del fuego de un herrero. Iluminaba las nubes con un chorro de color, pintado descuidadamente sobre un lienzo. Cubiertas de altas y monótonas hierbas verdes, las montañas parecían interminables. En un montículo cercano, una pequeña figura revoloteaba entre las plantas, danzando como un insecto nervioso. La figura era amorfa, vagamente transparente. Los vientospren eran espíritus maliciosos que tenían la manía de quedarse donde no eran queridos. Kaladin había albergado la esperanza de que este se aburriera y se marchara, pero cuando intentó apartar su cuenco de madera, descubrió que se le había pegado a los dedos.

El vientospren se rio, pasó zumbando, poco más que un lazo de luz sin forma. Kaladin maldijo, sacudiendo el cuenco. Los vientospren a menudo gastaban ese tipo de bromas. Tiró del cuenco, y finalmente se soltó. Gruñendo, lo lanzó a uno de los otros esclavos. El hombre empezó a lamer rápidamente los restos de la porquería.

—Eh —susurró una voz.

Kaladin se volvió a mirar hacia un lado. Un esclavo de piel oscura y pelo enmarañado se arrastraba hacia él, con timidez, como temiendo que Kaladin se enfadara.

—No eres como los demás. —Los negros ojos del esclavo se dirigieron hacia la frente de Kaladin, que llevaba tres marcas. Las dos primeras componían un par de glifos que le habían dado hacía ocho meses, su último día en el ejército de Amaram. La tercera era más reciente, concedida por su amo más reciente. «Shash», decía el último glifo. Peligroso.

El esclavo tenía la mano oculta entre sus harapos. ¿Un cuchillo? No, eso era ridículo. Ninguno de estos esclavos podría haber ocultado un arma: las hojas ocultas que Kaladin llevaba en el cinturón eran lo máximo que podía uno lograr. Pero los viejos instintos no podían ser desterrados fácilmente, así que Kaladin vigiló esa mano.

—He oído hablar a los guardias —continuó diciendo el esclavo, acercándose un poco más. Tenía un tic que le hacía parpadear con frecuencia—. Dicen que has intentado escapar antes. Que has escapado, de hecho.

Kaladin no respondió.

—Mira —dijo el esclavo, sacando la mano de detrás de sus harapos y revelando su cuenco de bazofia. Estaba medio lleno—. Llévame contigo la próxima vez —susurró—. Te daré esto. La mitad de mi comida a partir de ahora hasta que escapemos. Por favor —mientras hablaba, atrajo a unos pocos hambrespren. Parecían moscas marrones que revoloteaban alrededor de su cabeza, casi demasiado pequeños para que pudieran ser vistos.

Kaladin se volvió a contemplar las interminables colmas y las hierbas siempre en cambiante movimiento. Apoyó un brazo en los barrotes y descansó la cabeza contra él, las piernas todavía colgando por fuera.

—¿Bien? —preguntó el esclavo.

—Eres un idiota. Si me dieras la mitad de tu comida, estarías demasiado débil para huir, si yo fuera a hacerlo. Cosa que no haré. No funciona.

—Pero…

—Diez veces —susurró Kaladin—. Diez intentos de escapatoria en diez meses, huyendo de cinco amos distintos. ¿Y cuántas de ellas salieron bien?

—Bueno…, quiero decir…, todavía estás aquí…

Ocho meses. Ocho meses como esclavo, ocho meses de bazofia y palizas. Bien podría haber sido una eternidad. Apenas recordaba ya el ejército.

—No te puedes esconder si eres esclavo —dijo Kaladin—. No con esta marca en la frente. Sí, escapé unas cuantas veces. Pero siempre me encontraron. Y entonces tuve que regresar.

Antaño, lo llamaban afortunado. Benditormenta. Eran patrañas: en todo caso, Kaladin tenía mala suerte. Los soldados eran supersticiosos, y aunque inicialmente se había resistido a su manera de pensar, cada vez le fue resultando más difícil. Todas las personas a las que había intentado proteger acabaron muertas. Y ahora aquí estaba él, en una situación aún peor que cuando empezó. Era mejor no resistir. Esta era su suerte, y se resignaba a ella.

Había cierto poder, cierta libertad en eso. La libertad de no tener que preocuparse.

El esclavo acabó por comprender que Kaladin no iba a decir nada más, así que se retiró y se puso a comer su bazofia. Los carromatos continuaron rodando, los campos de verde extendiéndose en todas direcciones. La zona que los rodeaba, sin embargo, estaba pelada. Cuando se acercaban, la hierba se retiraba, cada tallo individual se replegaba en un agujero en la piedra. Después de que pasaran las carretas, la hierba volvía a asomar tímidamente y extendía sus hojas hacia el aire. Y así, los carromatos avanzaban por lo que parecía ser un camino de roca, despejado solo para ellos.

Avanzados en las Montañas Irreclamadas, las tormentas eran increíblemente poderosas. Las plantas habían aprendido a sobrevivir. Eso era lo que había que hacer, aprender a sobrevivir. Prepárate, capea la tormenta.

Kaladin captó el olor de otro cuerpo sucio y sudoroso y oyó el ruido de pasos arrastrándose. Miró receloso hacia un lado, esperando ver al mismo esclavo otra vez.

Pero este era un hombre distinto. Tenía una larga barba negra manchada de migas de comida y retorcida por la suciedad. Kaladin mantenía su barba más corta, pues permitía que los mercenarios de Tvlakv se la recortaran periódicamente. Como Kaladin, el esclavo vestía los restos de un saco marrón atado con un harapo y era un ojos oscuros, naturalmente, quizá tenía los ojos de un verde oscuro profundo, aunque con los ojos oscuros era difícil decir. Todos parecían marrones o negros a menos que los vieras a la luz adecuada.

El recién llegado se retiró, levantando las manos. Tenía un sarpullido en una de ellas, la piel levemente descolorida. Probablemente se había acercado porque había visto a Kaladin responderle al otro hombre. Los esclavos le habían tenido miedo desde el primer día, pero también sentían mucha curiosidad por él.

Kaladin suspiró y dio media vuelta. El esclavo se sentó, vacilante.

—¿Te importa si te pregunto cómo has acabado siendo esclavo, amigo? No puedo dejar de preguntármelo. Nos lo preguntamos todos.

A juzgar por el acento y el pelo oscuro, el hombre era alezi, como Kaladin. La mayoría de los esclavos lo eran. Kaladin no respondió a la pregunta.

—Yo robé un rebaño de chulls —dijo el hombre. Tenía una voz rasposa, como hojas de papel que rozaran entre sí—. Si me hubiera llevado un solo chull, tal vez me habrían dado unos azotes. Pero un rebaño entero… Diecisiete cabezas —se rio para sí, admirado de su propia audacia.

Al fondo de la carreta, alguien volvió a toser. Eran un grupo lamentable, incluso tratándose de esclavos. Débiles, enfermos, mal nutridos. Algunos, como Kaladin, eran fugitivos recalcitrantes, aunque Kaladin era el único que tenía la marca del «shash». Eran los más indignos de una casta indigna, comprados de saldo. Probablemente serían vendidos de nuevo en algún lugar remoto donde hiciera falta desesperadamente mano de obra. Había muchas ciudades pequeñas e independientes a lo largo de la costa de las Montañas Irreclamadas, lugares donde las reglas vorin sobre el empleo de esclavos eran solo un rumor lejano.

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