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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (41 page)

BOOK: El contador de arena
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Mientras cerraba la carta con lacre, se preguntó cuánto tardarían los cartagineses en comprender que, para hacer frente a un enemigo como Roma, necesitarían una Siracusa fuerte a su lado. «¡Qué necios!», pensó, estampando su sello favorito sobre el lacre. Toda la campaña era de una estupidez flagrante. Si los cartagineses hubieran llegado por la retaguardia, los romanos se habrían encontrado en una situación lamentable. Y, además, habían dejado Mesana defendida tan sólo por una pequeña guarnición, con la mayoría de los suministros y toda la flota que los había transportado desde Italia: si los cartagineses la tomaran por asalto durante su ausencia, se verían obligados a rendirse. De hecho, Hierón ya había sentido tentaciones de dar personalmente ese golpe: cargar su ejército en las naves, ascender por la costa, entrar en el puerto de Mesana con varias catapultas de gran tamaño, además de algunas incendiarias, prender fuego a los barcos romanos y tomar la ciudad.

Sin embargo, eso debilitaría a Siracusa, teniendo a los romanos tan cerca. Y quién sabía cómo reaccionarían los cartagineses. Seguían ambicionando Mesana. Lo último que podía permitirse era incitarlos a una alianza abierta con Roma.

De hecho, era posible que ya hubieran firmado algún acuerdo. Quizá el motivo por el que no habían intervenido hasta el momento era que habían prometido no interferir en ninguna campaña romana contra Siracusa. Si eso era así, Apio Claudio era un tonto rematado por confiar en ellos. Igual que Hano era un necio por dejar escapar la que podría ser su única oportunidad de victoria. El enviado de Hierón había regresado de África con la noticia de que el Senado cartaginés empezaba a impacientarse con su general. Era una insensatez por parte de Hano pensar que podía permanecer de brazos cruzados. Vista en su conjunto, era una guerra estúpida, ciega y absurda, y Hierón intuía que aún estaba lejos de su final. Dejó el mensaje lacrado en su escritorio y dio una palmada.

Al instante se presentó Agatón, cargado con la correspondencia del día y acompañado por el mensajero. Éste cogió la carta del rey, juró entregarla al general Hano dentro de tres días, hizo un saludo y se fue. Agatón lo vio marchar y depositó el montón de cartas sobre el escritorio. Hierón comenzó a examinarlas por encima, mientras el mayordomo encendía una de las lámparas que había junto a la mesa, a pesar de que era de día. De pronto Hierón levantó la cabeza y le lanzó una mirada inquisitiva a su sirviente.

Agatón le respondió con su amarga sonrisa.

—Dijisteis que interceptara cualquier carta que Arquímedes pudiera recibir de Alejandría. Pues bien, ayer el funcionario de aduanas me entregó una. Está entre ese montón.

Se sacó del cinturón una pequeña daga de hoja fina y calentó la punta en la llama de la lámpara.

El rey buscó entre el correo, encontró la misiva y se la pasó al mayordomo. Él y Agatón tenían la costumbre de interceptar cartas desde mucho antes de que Hierón llegara al poder, y si alguna vez había sentido algún remordimiento de conciencia al respecto, hacía tiempo que había desaparecido.

Agatón deslizó con cuidado el cuchillo caliente entre el pergamino y la cera del sello, y le entregó la carta abierta al rey, inclinando la cabeza. La costumbre era leer en voz alta, pero Hierón, para decepción de su esclavo, lo hizo en silencio, moviendo apenas los labios.

Conón, hijo de Nikias de Samos, envía saludos a Arquímedes, hijo de Fidias de Siracusa.

Queridísimo

Hierón frunció el entrecejo: «Queridísimo Alfa.» ¿Habría elegido el autor de la carta esa forma de dirigirse a Arquímedes porque era la primera letra de su nombre… o porque era el número uno?

Queridísimo Alfa:

Llevas menos de un mes fuera y juro por Apolo délico que parecen años, y años vacíos, además, sin otra cosa que atardeceres húmedos. Siempre que oigo una flauta pienso en ti, y desde que te fuiste no he escuchado nada remotamente inspirado sobre las tangentes de secciones cónicas. El otro día, Diodoto comenzó a decir tonterías sobre hipérbolas, y le expliqué lo que tú comentaste sobre la razón matemática. Como era de esperar, se hinchó como una rana y me pidió que se lo demostrase. Por supuesto, no pude, pero le ofrecí una lista de propuestas. Al día siguiente aseguró que había demostrado una de ellas, pero no era cierto. Al final de esta carta te daré más detalles sobre el tema.

Lo más importante que quiero decirte es que he conseguido un puesto en el Museo, ¡y que hay otro para ti, esperándote! De hecho, si ahora tengo una percha en la jaula de las musas, es gracias a ti. El rey está invirtiendo en unos trabajos de ingeniería gigantescos que se están llevando a cabo en Arsinoitis, y cuando fue a visitarlos, lo primero que vio fue un caracol de agua. «¿Qué es esto? —preguntó—. ¡Por Zeus, jamás he visto nada semejante en mi vida!» Y a los pocos días, Calímaco…

«¿El poeta? —se preguntó Hierón—. ¿El director de la Biblioteca de Alejandría?»

… Calímaco en persona llamó a mi puerta empapado en sudor y dijo: «Tú eres amigo de Arquímedes de Siracusa. ¿Sabes dónde está? El rey quiere verlo.» Cuando le dije que habías regresado a tu país, juró por el Hades, por la Dama de las Encrucijadas y por varias divinidades más que no conozco muy bien (hoy en día, los poetas son incapaces de jurar como los demás), y me llevó ante el rey. Ptolomeo fue sorprendentemente amable conmigo, me invitó a cenar y hablamos. Calímaco también estaba presente, pero se limitó a arreglarse las uñas y a lanzar miradas a los jóvenes esclavos. Ese hombre es incapaz de hablar de otra cosa que no sea literatura y muchachos. Al rey, sin embargo, no le son ajenas las matemáticas… Ya sabes que Euclides fue su tutor. Me contó que era cierto que Euclides había afirmado que el camino real hacia la geometría no existe, pues él mismo lo había oído de su propia boca. Se mostró muy interesado cuando le hablé de los eclipses, y me preguntó cuándo sería el próximo. Pero todo eso no tiene nada que ver con el motivo de esta carta. Después de conversar un rato y de contarle más cosas de ti (¡créeme que canté todas tus alabanzas, Alfa!), me dijo que lamentaba no haber sabido nada de eso antes, y me pidió que te escribiera para invitarte a regresar y a aceptar un puesto en el Museo, con un gran sueldo y todo lo demás. Entonces me ofreció un puesto también a mí (Diodoto se quedó blanco al enterarse), pero a quien quiere de verdad es a ti. Creo que, de hecho, siente debilidad por la ingeniería, pues no cesó de repetirme lo maravilloso que es el caracol de agua, y cuando le enseñé mi dioptra, quiso comprármela, y se echó a reír cuando le dije que antes vendería mi casa y me quedaría sin ropa. Lo alerté, no obstante, de que tú no estabas interesado en construir más caracoles de agua, y me aseguró que no le importaba. Sé que te gusta fabricar máquinas, a condición de que no sean siempre las mismas y que ese trabajo no interfiera en tus estudios de geometría. Escríbele, o a mí, si lo prefieres, y el rey te enviará enseguida las cartas de autorización. ¡Por favor, Alfa, ven rápido! ¿Por qué ser pobre en Siracusa cuando puedes ser rico en Alejandría? Puedes traer a tu familia, si es lo que te preocupa. En cualquier caso, esto es mucho más seguro, sin todos esos ejércitos de bárbaros comedores de ajos merodeando por los alrededores. En cuanto a mí, estoy quedándome en los huesos por tu ausencia, o lo estaría, si no fuese porque no puedo parar de comer los pastelitos que hace Dora para consolarme. Por cierto, los banquetes del Museo son homéricos también.

La propuesta que Diodoto dice que probó es…

Seguían varias páginas de abstrusos razonamientos geométricos, que Hierón omitió. Leyó la cálida despedida que cerraba la carta, y la aún más cálida esperanza del remitente de ver al receptor: «¡Pronto, por Hera y todos los inmortales!» Finalmente dobló las hojas y las dejó sobre la mesa, dando un suspiro.

—¿Y bien? —preguntó Agatón.

—El rey Ptolomeo le ofrece un puesto en el Museo —dijo con resignación.

Agatón cogió la carta y le echó una ojeada.

—No lleva el sello real —observó.

—No. La oferta le llega a través de un amigo, un amigo íntimo, a juzgar por el tono que utiliza. Pero no creo que haya duda alguna de que es cierta. Es evidente que Ptolomeo quedó muy impresionado por un aparato de irrigación que hizo Arquímedes. Tendré que preguntarle cómo funciona. —Movió la mano en dirección a la misiva—. Vuelve a sellarla y entrégasela.

—¿No preferís que se pierda?

Hierón negó con la cabeza.

—Se enteraría. Simplemente quiero ver la respuesta. —Volvió a ojear el resto de la correspondencia. En su mayoría eran cartas relacionadas con asuntos internos de la ciudad, pero una de ellas le llamó la atención. Levantó la mano para avisar a Agatón justo antes de que éste desapareciera—. Una nota de Arquímedes en persona —dijo, y la leyó—. Dice que la catapulta de tres talentos estará lista dentro de tres días y me invita a su casa después de la demostración, bien para cenar o para tomar un poco de vino y pasteles.

—Quiere alguna cosa —afirmó Agatón sin alterarse.

—¡Bien! Tal vez la obtenga. —Dio unos golpecitos en el escritorio con la invitación—. Esa otra carta… Retenla hasta que veamos qué es lo que quiere Arquímedes. En su momento, le dirás a quienquiera que vaya a entregársela que invente cualquier excusa, que se extravió, o que no la encontraron hasta que terminaron de limpiar el barco.

Agatón observó a su amo con expresión dubitativa.

—¿No creéis que estáis gastando en ese hombre más de lo que se merece?

Hierón le lanzó una mirada de exasperación.

—Aristión, piénsalo un minuto. Llevo días acariciando la idea de atacar Mesana desde el mar, y si lo hiciera, necesitaría unir fuertemente varios barcos y construir plataformas de artillería lo bastante estables como para soportar el peso de una catapulta, pues, de lo contrario, se romperían en pedazos en cuanto se iniciara el fuego. También es imprescindible calcular las distancias y la fuerza de sus defensas antes de atacarlas, así como la altura correcta de las escaleras de asalto, pues, si no, morirían muchos hombres inútilmente. Asimismo precisaría de arietes que fueran lo bastante fuertes para hacer su trabajo y lo bastante ligeros para moverlos con rapidez. Es decir, el éxito o fracaso de una misión así dependería de mi ingeniero. Sí, Calipo es bueno, pero no apostaría toda mi flota a su acierto. Sin embargo, con Arquímedes no habría apuestas. La ingeniería de primera calidad puede marcar la diferencia entre la victoria y la derrota. No, no creo que esté gastando demasiado en él.

—Ya… —dijo Agatón, avergonzado.

—Ni a ti ni a Filistis os gusta Arquímedes —prosiguió Hierón, sonriendo—, porque pensáis que se ha mostrado poco respetuoso conmigo.

—¡Y así ha sido! —exclamó, acalorado—. La otra mañana…

—¡Aristión! ¡Si alguien viniera a arrestarte a ti, yo también sería irrespetuoso!

Agatón, que no se lo había planteado desde esa perspectiva, gruñó con amargura.

—En realidad, me ha tratado como yo habría deseado —continuó el rey—. Además, me dijo que yo era una parábola. Creo que es el cumplido más extraño que me han dedicado en mi vida. Debería ordenar que lo grabaran en mi tumba.

—Si vos lo decís… —replicó Agatón, que no tenía la menor idea de lo que era una parábola y que seguía reticente. Al cabo de un momento preguntó, en voz baja—: ¿Y el asalto naval?

Hierón sacudió la cabeza y volvió a enfrascarse en sus cartas.

—No puedo llevarlo a cabo sin saber dónde está el grueso del ejército romano ni qué harían los cartagineses en ese caso.

Pero lo de la ingeniería de primera calidad sigue siendo cierto. De no haber sido por nuestras catapultas, los romanos aún estarían acampados junto a la muralla norte y saqueando las tierras de nuestros granjeros.

La catapulta de tres talentos, Felicidad, fue instalada en el Hexapilón en el tiempo previsto. Arquímedes no se sentía del todo satisfecho con ella. Resultaba dura de pivotar, el mecanismo de carga era delicado y tenía la impresión de que su alcance era más corto de lo que podría haber sido. Pero todo el mundo estaba encantado con la máquina, ¡la mayor catapulta del mundo!, y cuando aquella tarde, en el transcurso de la demostración, la primera piedra gigantesca se estampó contra el terreno donde los romanos habían muerto la semana anterior, se oyeron vítores de alegría. El agudo grito de emoción de Gelón, que había insistido en ir con su padre a presenciar el espectáculo, se elevó por encima de la algarabía general.

Inclinado desde la silla del caballo de su padre, el pequeño se pasó todo el camino de vuelta exponiéndole al joven ingeniero sus propias ideas para mejorar las defensas de Siracusa. Arquímedes, que se acercaba cautelosamente, como un perro a un escorpión, al momento en que debería pedirle al rey la mano de su hermana, encontró en la charla del niño tanto un motivo de irritación como de alivio. Al menos era más fácil que hablar con Hierón. Aunque no se hubiera sentido oprimido por la terrible inminencia de su osada solicitud, tampoco habría disfrutado de la compañía de Hierón, pues éste seguía tratando de convencerlo para que montara a caballo; pero para Arquímedes esos animales eran bestias enormes, peligrosas y malhumoradas, con las que había grandes probabilidades de que te tiraran al suelo y te pisoteasen, por lo que prefería desplazarse por su propio pie.

La casa cercana a la fuente del León había sido engalanada para la visita real y estaba casi irreconocible. Arata y Filira se habían llevado las manos a la cabeza al enterarse de que Arquímedes había invitado al rey a tomar pasteles y vino… Ya había resultado bastante asombroso que una persona tan eminente apareciera en el duelo por Fidias, aunque al menos entonces no hubo necesidad de preparar nada. Y ya que no se podía cancelar la invitación, se habían propuesto trabajar para mantener a salvo el honor de la familia. Habían barrido la casa, la habían pintado y adornado con guirnaldas, y habían retirado del patio todas las tablas de lavar y los cubos, por lo que mostraba un aspecto vacío y más bien desolado. En el comedor, los pasteles de sésamo, que habían encargado al mejor pastelero de Siracusa, rezumaban miel y reposaban en las mejores bandejas de cerámica tarentina, y el vino procedente del mejor viñatero temblaba de forma sombría en un recipiente antiguo decorado con figuras rojas. Los esclavos iban vestidos con ropa nueva, y cuando llegó el rey, se colocaron junto a la puerta para recibirlo, removiéndose incómodos dentro de sus prendas. Al verlos, Hierón se dio cuenta de que tendría que esforzarse si quería que la visita fuera un éxito.

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