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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (44 page)

BOOK: El contador de arena
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—Ayudó a matar a Straton.

Ante eso, el oficial sólo pudo encogerse de hombros.

Los dos soldados cruzaron la verja con Marco y giraron a la derecha, hacia la Ciudad Nueva. Marco, que esperaba que lo llevaran en dirección contraria, hacia la Ortigia, estuvo a punto de enredarse los pies con la cadena y caer.

—¿Adónde vamos? —preguntó, perplejo, pero no le respondieron.

Pasaron junto al teatro y ascendieron la meseta de Epipolae por una zona poblada de matorrales secos, y comprendió que se encaminaban una vez más hacia el Eurialo. Miró de reojo a sus guardianes y decidió no formular más preguntas. Pronto acabaría descubriendo el objetivo de su viaje.

El Eurialo estaba situado en el punto más alto de la meseta de piedra caliza de Epipolae, un sólido castillo desde el que el terreno caía abruptamente hacia ambos lados. El patio de entrada estaba repleto de soldados, un batallón completo compuesto por doscientos cincuenta y seis hombres. Junto a la puerta había atado un caballo blanco, que Marco reconoció por el arnés cubierto con tela de color púrpura y tachonado en oro. Los guardianes lo hicieron avanzar hacia la torre de vigilancia y luego lo condujeron hasta la sala del cuerpo de guardia. Allí estaba el rey Hierón, discutiendo de algún tema con diversos oficiales de alto rango que Marco no conocía. Los guardianes golpearon el suelo con el extremo de sus lanzas y adoptaron la posición de firmes. El rey los miró.

—Ah —dijo—. Bien.

Atravesó la estancia, seguido de los oficiales con mantos rojos, como un barco que arrastrara un puñado de algas, y se detuvo frente a Marco. Al ver los grilletes, arqueó las cejas.

—Creo que os habéis excedido con las cadenas, ¿no? —les preguntó a los guardianes—. Aunque supongo que ha sido con la mejor de las intenciones. ¿Qué tal tienes la voz, Marco Valerio?

—¿La voz, señor? —repitió, sorprendido.

—Espero que no hayas pillado un resfriado. Pareces tener un buen par de pulmones. ¿Puedes hacer que te oigan cuando lo necesitas?

—Sí, señor. —Pensamientos de gritos en el interior de un toro de bronce corrieron desbocados por su mente. No les daba crédito, pero allí estaban, a pesar de todo.

—Bien. Tu pueblo ha decidido volver y quiero cruzar unas palabras con ellos. Y como no hablo latín, necesito un intérprete. ¿Estás dispuesto a traducir lo que yo diga, lo más exactamente que puedas?

Marco cambió el peso del cuerpo al otro pie, aliviado, y las cadenas emitieron un ruido metálico. La mayoría de los romanos cultivados hablaban griego, y estaba seguro de que el cónsul no era una excepción. Que Hierón quisiese un intérprete debía de significar que pretendía que lo entendieran los soldados, además de los oficiales. Pero si la pretensión del rey era devolverlo a los romanos junto con los demás prisioneros, el hecho de que lo utilizase como intérprete siracusano podría causarle problemas. No obstante, estaba encadenado, era evidentemente un prisionero, y su pueblo no podía culparlo por traducir el mensaje de sus captores. Además, Hierón lo había tratado con piedad. La idea de la libertad seguía sin entusiasmarlo, pero confiaba en que el tiempo cambiaría eso, y de algún modo estaba en deuda por la clemencia que el rey había demostrado con él.

—Estoy dispuesto, señor.

Hierón sonrió, chasqueó los dedos y salió al patio. Marco lo siguió, escoltado por los guardianes, y los oficiales se arrastraron detrás de ellos, con sus mantos escarlata ondeando al viento y los petos dorados lanzando destellos.

El rey montó en su caballo blanco, y las puertas del Eurialo se abrieron al toque de las trompetas. Hierón salió el primero, seguido por los oficiales en formación de cabeza de lanza, y Marco se encontró caminando entre sus guardianes, tras la montura real, encerrado entre el brillante resplandor de los oficiales de caballería. Detrás de él, el batallón siracusano marchaba en formación cerrada al ritmo que marcaba la dulce melodía de la flauta. Las puntas de las largas lanzas que cargaban los soldados al hombro centelleaban a la luz del sol, y los escudos formaban una muralla en movimiento blasonada con los emblemas de la ciudad.

Tras un caballo y escoltado por dos robustos guardianes, Marco apenas podía ver la escena que se desplegaba ante él, pero enseguida el camino trazó una curva descendente y desde allí pudo ver que, en efecto, el ejército romano había regresado a Siracusa. Habían instalado un nuevo campamento en las fértiles planicies del sur de la meseta: un perfecto rectángulo fortificado mediante una zanja, una trinchera y una empalizada. Le llamó la atención una mancha de carmesí y oro en la lejanía, y la presencia de un jinete que descendía por la colina. Entornó los ojos para fijar la imagen, pero llegaron a otra curva en sentido contrario y la vista volvió a quedar oscurecida por la lustrosa grupa del caballo de Hierón.

Unos instantes después, el jinete que había divisado subía la colina al trote hasta llegar junto al rey, y Marco vio entonces que se trataba de un heraldo, como indicaba el bastón dorado con serpientes talladas que llevaba junto a las rodillas. Los heraldos estaban protegidos por los dioses y era un sacrilegio hacerles daño, por lo que podían moverse libremente entre ejércitos hostiles. Sin duda, lo habían enviado para negociar.

—Al principio, el cónsul no estaba muy inclinado a parlamentar —le explicó el heraldo a Hierón, con la voz casi ahogada por el ruido de la marcha de los soldados.

—Pero ¿ha accedido?

—No podía negarse. Es aquél, el que va delante. Pero os pide que seáis breve.

—Señor —dijo uno de los oficiales, arrimando su caballo al del rey—, ¿creéis que es prudente acercarse tanto a ellos?

Hierón se volvió hacia él con una mirada reprobatoria.

—Claudio es de los que no rompen las treguas. Es uno de sus puntos positivos. Seguramente se muere de ganas de matarme aquí mismo, pero sabe que, de hacerlo, su propio pueblo lo castigaría por deshonrar a Roma y ofender a los dioses. Son muy supersticiosos. Mientras mantengamos la tregua, estamos a salvo.

Siguió cabalgando a paso ligero, con Marco tras él, ahora claramente asustado. Apio Claudio, cónsul de Roma, esperaba con impaciencia a Hierón a los pies de la colina. Marco siempre se había resistido a sentirse impresionado por los rangos, pero un cónsul era la personificación de la majestad de Roma, algo que había llegado a honrar por encima de todo. Sentirse impresionado por Claudio lo avergonzaba. Miró su túnica de hilo, que no había podido lavar en toda la semana que llevaba en prisión, sus piernas sucias, sus maltrechas sandalias y sus cadenas. Con ese aspecto iba a oficiar como intérprete de un rey ante un cónsul romano. Contempló el manto púrpura de Hierón y pensó que era muy probable que el rey hubiera decidido mantenerlo con ese deplorable aspecto para humillar a Roma. «Yo soy el rey de Siracusa. Y éste es un ciudadano romano.» Nunca debería haber olvidado la sutileza de Hierón. Sin embargo… le debía algo por la piedad que había demostrado con él.

Descendieron la colina hasta encontrarse a mitad de camino del enemigo. Detrás del oro y el carmesí del acompañamiento del cónsul, resplandecían los estandartes de las legiones, tras las que había unos diez manípulos, dispuestos en cuadrados perfectos, uno detrás de otro, hasta alcanzar la empalizada del campamento, que estaba plagada de centinelas. El heraldo levantó su lanza y avanzó al trote, seguido por el grupo del rey. Cuando estuvieron a una distancia desde la que podían parlamentar, tiraron de las riendas para detener sus monturas. Hierón hizo un ademán hacia los guardianes para que acercaran al intérprete. Marco alzó la vista, avergonzado, y miró al cónsul y luego al rey de Siracusa.

Claudio, al igual que Hierón, iba montado en un caballo blanco y llevaba un manto púrpura. La coraza y el casco dorados brillaban a la luz del sol. A ambos lados, se encontraban los lictores, cuya misión era acatar todas y cada una de sus órdenes. Vestían mantos rojos y sujetaban el puñado de varas y hachas que simbolizaba su potestad para castigar o matar. Detrás de ellos estaban los tribunos de las legiones, a lomos de sus monturas, ataviados con mantos de carmesí fenicio y petos dorados. Marco los observó con la boca seca. Era como si no tuvieran rostro, como si su propia majestad bastara para definirlos.

—¡Salud, cónsul de los romanos! —saludó Hierón—. Y a vosotros también, hombres de Roma. He solicitado hablar esta mañana con vos sobre la gente de vuestro pueblo que hemos tomado prisionera. —Tocó el hombro de Marco con el pie, y añadió en voz baja—: ¡Traduce!

Marco tradujo rápidamente las palabras del rey, gritando para que llegaran lo más lejos posible.

El rostro de Claudio se ensombreció y, por vez primera, Marco se percató de su verdadero aspecto: un hombre alto, de mandíbula ancha y cara mofletuda, de la que únicamente sobresalía la nariz: un hueso en forma de cuchillo.

—¿Quién es ése? —preguntó el cónsul, en griego, mirando a Marco.

—Uno de nuestros prisioneros —dijo Hierón—. Habla griego perfectamente. Lo he traído para que me sirva de intérprete y para que así vuestros oficiales puedan comprender tan bien como vos lo que digo, oh, cónsul de los romanos. En el pasado me he percatado de que el conocimiento que ellos tienen de nuestro idioma no es equiparable al vuestro. —Una vez más, tocó con el pie el hombro de Marco.

Éste empezó a traducir, pero Claudio vociferó al instante en latín:

—¡Para!

Marco obedeció y Claudio lo miró un momento, antes de decirle a Hierón:

—No lo necesitamos.

—¿No queréis que vuestros hombres me comprendan? —preguntó Hierón, en tono de sorpresa—. ¿Acaso no deseáis tenerlos al corriente del estado de sus amigos y camaradas?

Marco observó el rostro de los que estaban detrás del cónsul y vio miradas de incomodidad e insatisfacción: era posible que los oficiales romanos no hablaran griego tan bien como el cónsul, pero entendían lo suficiente, y no les gustaba la idea de que su jefe desease mantener en secreto el destino de los prisioneros. Claudio debió de darse cuenta de esa circunstancia, porque frunció el entrecejo y dijo:

—No tengo nada que ocultar a mis leales seguidores. Que este hombre traduzca, si es eso lo que queréis, tirano. Pero no lo necesitamos.

El rey de Siracusa sonrió, y Marco pensó que Claudio acababa de cometer un grave error.

Hierón empezó a hablar con rapidez y claridad, deteniéndose después de cada frase para permitir que Marco vociferara su traducción.

—Cuando el destino puso en mis manos a algunos de vuestros compatriotas, oh, romanos, mi intención fue devolvéroslos de inmediato. Esperé a que me enviarais un heraldo solicitándome el rescate que yo exigía, pero no lo hicisteis. De hecho, abandonasteis Siracusa en el transcurso de la noche, dejando a vuestra gente en mis manos. ¿Es que no os importan, oh, cónsul?

Claudio se enderezó y miró a los ojos a Hierón.

—Cuando los romanos hacen la guerra, tirano de Siracusa —declaró en latín—, aceptan el riesgo de la muerte y lo afrontan con bravura. Los que no lo hacen no son hombres de verdad y no merecen que se pague rescate alguno por ellos. Sin embargo, como habréis oído, hemos sitiado y saqueado la ciudad de Echetla, aliada vuestra, y si lo deseáis, intercambiaremos a las mujeres de Echetla por nuestra gente. A los hombres los hemos matado.

—¿Qué dice? —le preguntó Hierón a Marco.

Mientras traducía, Marco pensó en lo de Echetla. Estaba situada al noroeste y, de hecho, dependía de Siracusa, aunque denominarla ciudad era una exageración: se trataba simplemente de un enclave comercial fortificado, y no tenía la más mínima oportunidad frente a un gran ejército. Sin duda, los romanos la habían atacado con saña como represalia por las pérdidas sufridas ante Siracusa. Hierón se imaginó la matanza cometida contra hombres apenas armados, y sintió náuseas.

—No pretendía solicitar rescate por vuestra gente, cónsul de los romanos —dijo en tono de reproche—. Igual que Pirro de Épiro, a cuyo lado combatí en una ocasión, los habría devuelto a cambio de nada. Al igual que él, honro la valentía de vuestro pueblo.

Cuando Marco tradujo aquello, una oleada de murmullos se extendió entre las filas romanas: los hombres que habían oído lo que acababa de decir lo repetían a los que estaban detrás. Marco pensó que la mención del rey Pirro había sido acertada: los romanos lo respetaban más que a cualquier otro enemigo al que se hubiesen enfrentado.

—¡Entonces devolvedlos, tirano! —espetó Claudio—. Y nos quedaremos con las ciudadanas de Echetla como esclavas.

Hierón hizo una pausa para que las palabras que iba a pronunciar a continuación se oyeran claramente:

—Por lo que a las ciudadanas de Echetla se refiere, pagaré el rescate por ellas, oh, cónsul, si decidís el precio. Pero en lo referente a los prisioneros, vuestra respuesta me ha hecho dudar. Los he tratado con todo el respeto debido a los enemigos valientes. Han sido bien alimentados y albergados, y mi médico personal ha cuidado de sus heridas. Antes de que partieseis de aquí, sin embargo, vi que obligabais a sus camaradas supervivientes a plantar sus tiendas fuera de vuestro campamento, y ahora parece que valoráis poco a los hombres que tengo en mi poder, ya que los equiparáis con esclavos. ¿De qué manera os han ofendido?

—Les falta coraje —replicó el cónsul con voz ronca—. Se rindieron. Los romanos no somos como los griegos. Cuando fracasamos, estamos dispuestos a sufrir el castigo que nos merecemos.

—¿Que les falta coraje? —repitió Hierón—. Las heridas sufridas por esos hombres son el mejor testigo de su bravura, porque pocos de ellos hay que salieran ilesos. Pero la tarea que se les ordenó era imposible. Dos manípulos en formación libre, sin equipamiento de asalto, enviados a plena luz del día contra artillería pesada… ¡La orden no era batallar, sino ser ejecutados! Me asombró que, a pesar de ello, obedecieran. Ciertamente, lo que les faltó no fue coraje, sino un comandante inteligente.

Claudio abrió la boca, pero los murmullos que se extendían detrás de él se convirtieron en un gruñido, y luego en un rugido a viva voz. Las legiones aporreaban el suelo con la lanza y aullaban vítores por los dos manípulos sacrificados, y los hombres que observaban desde la empalizada golpearon contra la pared las herramientas que utilizaban para construir trincheras. Claudio, con la cara sofocada, hizo un ademán hacia los tribunos y gritó:

—¡Silencio! ¡Que calle esa chusma!

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