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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (45 page)

BOOK: El contador de arena
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La montura de Hierón se agitó ante aquel alarido, y el rey le dio unas palmaditas en el cuello.

—¡Soldados de Roma! —vociferó Claudio cuando por fin el ruido empezó a desvanecerse—. ¡Soldados de Roma, no escuchéis a este hombre! Está intentando seduciros para que abandonéis vuestra disciplina. Tú, soldado —dijo, dirigiéndose a Marco—, ¡deja de repetir sus mentiras!

Marco recordó el rostro pálido de Cayo y sus gritos sofocados mientras caminaba hacia la ciudad, y se sintió invadido de pronto por una furia salvaje. «¡No, detente, no seas loco!», pensó. Pero no podía contenerse. Por culpa de aquel hombre, su hermano había sufrido y él lo había perdido todo. No podía permitir que Claudio saliera libre de culpa.

—¡Está diciendo la verdad! —gritó Marco apasionadamente, levantando los grilletes hacia la colina, en dirección al Eurialo—. ¿Qué creíais que había allí, Claudio? ¿Tirachinas? ¿No conocéis el alcance de una catapulta? ¿O esperabais que una ciudad que los cartagineses han sitiado con ejércitos diez veces mayores que éste se rompiera como un huevo? No teníais ni idea de lo que estabais haciendo. ¡Es indigno culpar de vuestro fracaso a los hombres que sufrieron como consecuencia del mismo! ¡Si sois en verdad romano, cónsul, aceptad el castigo!

Siguió otro rugido. Claudio miraba a Marco, perplejo y rabioso; Hierón, con incomodidad.

—¿Qué has dicho? —preguntó el rey, pero Marco no respondió: bajó las manos encadenadas y siguió orgullosamente erguido, sin apartar la mirada del cónsul—. Espero que este hombre no os haya ofendido —dijo, dirigiéndose a Claudio en un tono de voz más normal—. Su hermano resultó herido de gravedad en el transcurso de vuestro asalto y puede que por ello haya hablado con un exceso de pasión. Debéis excusarlo. Yo no deseo insultaros, ni a vos ni a vuestro pueblo.

Claudio traspasó su furiosa mirada a Hierón.

—¿Acaso decir que no soy un comandante inteligente no es un insulto? —cuestionó.

Hierón sonrió.

—La verdad es que carecéis de experiencia en asaltos, oh, cónsul, al menos en asaltos a ciudades griegas con un buen equipamiento de artillería. ¿No creéis que cuando un comandante inteligente carece de conocimientos, debe proceder con cautela? Si deseáis mejorar vuestros conocimientos sobre aquello contra lo que os enfrentáis, deberíais acercaros a la muralla, bajo mi protección, y observar las defensas. Nos habéis infravalorado, cónsul, y tratado con un desprecio que de ningún modo nos merecemos.

Claudio escupió.

—¡Vuestra protección vale tan poco como vuestros alardes, tirano! ¡No doy crédito a ninguno de los dos!

—Razón tenéis en valorar igualmente ambas cosas —replicó el rey.

Cuando el ruido de fondo se apagó, Hierón levantó los brazos para dirigirse de nuevo a la totalidad del ejército y Marco se dispuso a gritar su traducción. Claudio intentó protestar, pero ni sus propios oficiales le prestaron atención y el ejército permaneció en silencio para escuchar lo que Hierón tenía que decir. Mientras el cónsul bufaba de cólera, las palabras del rey levantaron otra oleada de murmullos.

—Hombres de Roma, sé que tengo fama entre vosotros de hombre arrogante y cruel. Pero eso son mentiras, pues siempre he actuado con moderación y he honrado a los dioses.

—Eso también es cierto —añadió Marco, lanzando al cónsul una mirada desafiante—. Todas esas historias de toros de bronce y empalados las inventaron los mamertinos para obtener la ayuda de Roma.

—Ningún ciudadano tiene queja de mí —continuó Hierón—. Siracusa es una ciudad unida y fuerte, como habéis podido comprobar. Vuestros hombres podrán dar fe de ello cuando os los devuelva. Si deseáis recibirlos con honor, los liberaré hoy mismo, sin ningún rescate. En caso contrario, los retendré aquí y los entregaré al primer romano que me solicite su libertad.

—¡Es una trampa! —vociferó Claudio.

—Es una oferta sincera y de buena fe —replicó Hierón—. ¿Deseáis que os los entregue?

Claudio estaba a punto de estallar.

—¡Estáis desesperado por lograr la paz, tirano! —gritó—. ¿Dónde están los aliados que abandonasteis en Mesana?

—¡Y vos tenéis mucha prisa por conseguir un triunfo, cónsul! —respondió bruscamente Hierón—. Para ello, estáis incluso dispuesto a confiar en los cartagineses, a apostar la vida de todos vuestros hombres confiando en que aquéllos permanezcan al margen. ¿Dónde están los cartagineses? ¿En Mesana, saqueándola en vuestra ausencia y destruyendo los barcos con los que pretendéis regresar a casa? Habéis decidido luchar contra Siracusa, en lugar de contra Cartago. Como de costumbre, estáis haciendo un doble juego. Pero no habéis respondido a mi pregunta, oh, cónsul. Tengo noventa y dos prisioneros romanos. ¿Los queréis?

Claudio permaneció en silencio durante un largo minuto, mientras los murmullos se extendían entre su ejército. Finalmente, con voz entrecortada, dijo:

—Sí. Devolvedlos.

—¿Los recibiréis con honor?

—Ya que decís que lucharon con arrojo, serán recibidos como hombres valientes —garantizó el cónsul.

Hierón inclinó educadamente la cabeza.

—¿Y las mujeres de Echetla? ¿Qué precio queréis por ellas?

—¡Ninguno! —gritó una voz desde atrás.

Claudio se giró al instante para ver de dónde procedía, pero ya se le habían unido una docena de voces más.

—¡Honor para los que honran al pueblo romano! ¡Devolved a las mujeres de Echetla sin rescate! —Un millar de lanzas aporreaba el suelo y el bramido era ya general—. ¡Honor para el pueblo romano!

Claudio miró de nuevo a Hierón. Marco jamás había visto una mirada de odio como aquélla.

—Las tendréis sin pago de rescate —murmuró.

—Pediré que saquen a vuestros hombres de la cárcel y os los entreguen aquí —dijo Hierón—. Nos llevará quizá cuatro horas. Entiendo que esta tregua se mantiene hasta entonces.

Claudio asintió y se volvió con su caballo.

Hierón chasqueó los dedos y el aulista siracusano inició de nuevo la melodía de la marcha. Las filas se abrieron para que el rey cabalgara entre ellas. Marco lo siguió, siempre entre sus dos guardianes; detrás de él, el batallón siracusano dio media vuelta y empezó a ascender la colina.

Cuando las puertas del Eurialo se hubieron cerrado tras ellos, el rey tiró de las riendas y miró pensativo a Marco.

—¿Qué le has dicho al cónsul? —preguntó.

—Que lo que decíais era verdad —respondió Marco.

Hierón suspiró.

—No ha sido muy sensato.

—Era verdad.

—Normalmente, no suele ser muy buena idea decirles la verdad a los reyes, ni a los cónsules. De todos modos tendré que devolverte. Si me quedo contigo, Claudio dirá que eras un griego disfrazado, y le resultará más fácil convencer a su ejército de que, al fin y al cabo, él tenía razón.

Marco asintió con la cabeza. Hierón lo miró un momento más y luego volvió a suspirar.

—Eres un auténtico romano, ¿verdad? Aceptas el castigo por tus acciones, esté justificado o no. ¿Qué llevas en el cinturón?

A Marco se le subieron los colores.

—Una flauta —dijo—. Mi amo… Arquímedes me la dio. Pensó que en la cárcel tendría tiempo para aprender a tocarla.

—¡Ruego a los dioses que te otorguen una vida lo bastante larga como para convertirte en alguien tan bueno con la flauta como él! —Hierón chasqueó los dedos y les dijo a los guardias—: Quitadle las cadenas y ponedlo en algún lugar a la sombra mientras espera a los demás. Llevadle alguna cosa de comer y de beber… La caminata hasta aquí es larga, y el trabajo de intérprete da mucha sed.

Los soldados condujeron a Marco hasta una habitación de una de las torres, una plataforma donde no había catapulta. Le quitaron las cadenas y le dieron un poco de pan y vino.

—Debería haber creído a Apolodoro cuando ha asegurado que eras filoheleno —dijo uno de sus guardianes, ofreciéndole un vaso.

Marco bebió sediento el vino aguado, pero no tenía apetito para el pan. Seguía recordando la manera en que Claudio había mirado a Hierón. El cónsul lo habría asado vivo con gusto, utilizando o no un toro de bronce. Hierón quedaría fuera de su alcance detrás de las murallas de Siracusa, pero Marco tendría que enfrentarse a él dentro de apenas cuatro horas.

Deseaba no haber dicho nada, haberse contentado con traducir las palabras del rey. Hierón no necesitaba más ayuda. El parlamento de aquella mañana le parecía ahora como un combate en el que Claudio había resultado claramente derrotado. Resultaba obvio que el cónsul era un hombre a quien le gustaba encontrar chivos expiatorios de sus propios fracasos y Marco era ahora el candidato perfecto: un romano desleal, amigo de los griegos, un cobarde que había huido del castigo aceptando la esclavitud. Claudio intentaría disfrazar la verdad y ejecutar al hombre que la había proclamado.

Aunque quizá el cónsul prefiriera olvidarse de él. Un castigo vengativo no haría más que confirmar la terrible reputación de arrogante que Hierón acababa de atribuirle. Marco debía esperar que el cónsul fuera lo bastante inteligente como para darse cuenta de ello.

Pasó el tiempo. Los guardias lo dejaron solo en la torre, y él se puso a observar el campamento romano a través de la tronera. Vio un grupo de gente vestida con colores oscuros junto a la puerta: las mujeres de Echetla, sin lugar a dudas. Marco imaginó que cuando los exploradores de Hierón descubrieron que los romanos habían estado allí, era demasiado tarde para enviarles ayuda. Seguía sintiéndolo por Echetla.

Cuatro horas, había dicho Hierón. Sí, al menos. Primero había que mandar un jinete a la cantera para decirles a los guardias que llevaran a todos los prisioneros a la puerta, luego tendrían que realizar todos los preparativos: quitar los grilletes, organizar la escolta, buscar camillas para los hombres que aún no estaban en condiciones de caminar, y, cuando todo estuviera listo, emprender la larga ascensión hasta el Eurialo. Cuatro horas. A Marco le pareció que habían pasado cuatro años antes de que el sol empezara a caer después del mediodía.

Buscó su aulos y se puso a practicar con él, para pasar el tiempo. Había practicado todos los días y ya era capaz de interpretar melodías sencillas muy, muy lentamente. Decidió tocar una canción de barcos del Nilo y luego, conmovido por el anhelo de la seguridad desaparecida, se encontró luchando por hallar las notas de una canción de cuna que su madre solía cantar en casa, junto al fuego.

—Ésa no la conozco —dijo Hierón—. ¿Es romana?

Marco dejó el aulos y se levantó. No había oído abrirse la puerta. El rey estaba solo, y el polvo que le ensuciaba el manto delataba que había estado cabalgando.

—Sí —respondió en voz baja—. Es romana, señor.

—Curioso. Cuesta pensar que tu pueblo pueda producir algo delicado. ¿Hay algo en esa jarra?

Hierón apuró el poco vino que quedaba y se sentó en el suelo. La pequeña habitación de la torre carecía de muebles, de modo que se acomodó lo mejor que pudo, cruzando las piernas, e invitó con un gesto a Marco para que siguiese su ejemplo. Marco obedeció, observando al rey con cautela.

Hierón le devolvió una mirada especulativa.

—Quería hablar contigo. Esperaba tener tiempo para ello. Me gustaría decirte un par de cosas.

—¿A mí? —preguntó, confuso.

—¿Por qué no? Crees que te perdoné por Arquímedes, ¿verdad?

Marco no dijo nada; se limitó a mirarlo con su rostro impasible de esclavo.

—Pues no, Arquímedes no tuvo nada que ver. Por cierto, sus amigos de Alejandría lo llamaban Alfa, ¿verdad? ¿Sabes por qué?

—Porque cuando alguien planteaba un problema matemático, siempre era él el primero en encontrar la respuesta —dijo Marco, sorprendido—. ¿Cómo…?

—Me imaginaba que sería por eso. Alfa. No es un mal apodo, y necesito uno para él. Su nombre siempre me resulta difícil de pronunciar. No, te perdoné porque, discúlpame, pensaba utilizarte. Eres el único romano helenizado con el que me he tropezado en mi vida.

Marco lo miró con expresión extrañada.

—Lo sé, lo sé —continuó el rey—. El griego es el primer idioma que tu gente estudia, aunque la mayoría lo habla muy mal. Vuestras monedas, cuando acuñáis plata, se basan en las nuestras. Vuestra cerámica, moda, mobiliario, todo… es una imitación de lo nuestro. Contratáis arquitectos griegos para construir templos de estilo griego y los llenáis de estatuas griegas dedicadas a los dioses… a menudo griegos. Veneráis a Apolo, ¿no? Pero todo es superficial, como una capa de agua sobre el granito. Un poco de lustre en vuestra propia naturaleza, que es dura, brutal y carente de imaginación. Un romano cultivado puede leer nuestra poesía, escuchar nuestra música, pero consideraría una bajeza escribirla o tocarla. Nuestra filosofía es considerada una tontería atea; nuestros deportes, inmorales, y nuestra política… bien, la tiranía es mala, y la democracia, indescriptiblemente peor. ¿Estoy siendo injusto?

Marco no dijo nada. Sentía curiosidad, pero también recelo. Con un hombre como Hierón, prefería descubrir cuál era el objetivo de su discurso antes de responder.

Hierón sonrió.

—Me alegra que seas cauteloso —afirmó—. Muy bien. Te expondré ahora mi visión de tu gente. Sois valientes, disciplinados, píos, honorables y extraordinariamente tenaces. No hay esperanza de que podamos negociar con vosotros como solemos con los bárbaros: saldar las deudas y convenceros de que os marchéis. Habéis tomado toda Italia, y si también decidís tomar Sicilia, no hay nada que Siracusa pueda hacer para deteneros. Cartago, además, se está convirtiendo en una fuerza demasiado poderosa para nosotros. —Se puso en pie de repente, se acercó a la puerta abierta y se apoyó contra el marco, contemplando la ciudad—. Antes de que Alejandro conquistara el mundo —dijo en voz baja—, los hombres vivían en ciudades. Ahora viven en reinos, y las ciudades tienen que protegerse como puedan. He intentado acercar Siracusa a Cartago, pero hay pocas esperanzas: el odio es demasiado antiguo. Eso deja a Roma como única posibilidad. Pero los romanos me resultan… difíciles.

—Habéis manejado con bastante facilidad a Apio Claudio —repuso Marco con amargura—. Con tres golpes lo habéis dejado fuera de combate.

Hierón contempló el paisaje de su alrededor, y luego se volvió hacia Marco, sonriendo.

—¿Te gusta la lucha grecorromana? —preguntó—. Yo nunca he sido bueno en eso.

—Habéis obligado a Apio Claudio a parlamentar con vos por el tema de los prisioneros —dijo Marco con resolución—, a lo que él, obviamente, no podía negarse. Habéis conseguido que me aceptara como intérprete y no habéis dirigido vuestro discurso a él, sino a las legiones. Él es senador y patricio, y los demás, plebeyos, como yo. Habéis puesto el énfasis en esa diferencia, y os habéis limitado a observar el resultado, como quien fisgonea por el ladrillo que falta en una pared medio derruida. Le habéis dicho que era arrogante e incompetente y que culpaba injustamente a sus hombres por fallos que sólo eran de él, que arriesgaba sus vidas al no tener en cuenta a Cartago, y que lo hacía por perseguir sus propias ambiciones. Y luego os habéis presentado como un hombre decente y honrado que respetaba al pueblo romano. Él no ha tenido respuestas para nada. Y sus hombres se lo han tragado y han lanzado vítores en vuestro honor. Claudio no conseguirá su triunfo y no será reelegido para comandar las fuerzas romanas en Sicilia.

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