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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (46 page)

BOOK: El contador de arena
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Hierón respiró hondo y soltó el aire lentamente.

—Sin embargo, es muy posible que el Senado y el pueblo de Roma lleguen a la conclusión de que no han mandado tropas suficientes para manejar la situación en Sicilia. La ciudad de Siracusa es mucho más resistente de lo que suponían y Cartago sigue intocable. Yo creo que nunca se retirarán, sino que enviarán más hombres, bajo las órdenes de un nuevo comandante. Pero ¿cuál? Lo que yo intentaba conseguir, lo admito, era desacreditar a la facción Claudia y que nombren a un moderado para que se responsabilice de la guerra. Pero puede ser que el pueblo romano, con su habitual estilo indomable, elija a otro Claudio, o a un Emilio, que sería casi peor, ¿no crees?

—No lo sé. Hace mucho que no estoy en Roma. Pero sí, los Emilios y los Claudios siempre estuvieron de acuerdo en aliarse para conquistar el sur.

Hierón asintió.

—Incluso en el caso de que el próximo general no sea un Emilio o un Claudio, es probable que yo no sepa qué facción representa y con qué intenciones viene, y aun sabiéndolo, tendré bien poco que hacer. No comprendo a los romanos. Por ejemplo, no esperaba que entregaran a las mujeres de Echetla a cambio de nada. Los griegos habrían pedido dinero por ellas: el honor está bien, pero también lo están los rescates. Con los griegos sé a qué atenerme. Los romanos son más difíciles. Sin embargo, si quiero encontrar un camino seguro hacia la paz para Siracusa, no me queda otro remedio que comprenderlos. Así que… ya ves. —Se alejó de la puerta y se agachó para mirar a Marco a los ojos—. Un romano helenizado como tú me resultaría muy útil.

—¿De qué modo? —preguntó con voz ronca.

—No como espía, desde luego. Agatón me dijo que eras un desastre mintiendo, y tenía razón. No. Tú eres distinto de los demás: tu helenismo no es superficial. Tus simpatías están sinceramente divididas entre nosotros y tu propio pueblo. Sé que es una situación violenta para ti, sin duda, pero si podemos conseguir la paz, o, aunque sólo sea eso, una tregua sólida, para mí será de un valor incalculable. Podrías explicarme cómo es tu pueblo y ayudarme a conseguir que nos entienda. Esto es lo que me gustaría que hicieses: regresar con tu gente, sentir de nuevo cómo son, hasta que Siracusa esté fuera de esta guerra, ¡y ruego a los dioses que pueda sacarla pronto de ella!, y luego volver aquí. Te daría un puesto como intérprete de latín, con el sueldo que tú consideraras justo. Tendremos que tratar con tu gente durante muchos años a partir de ahora, y necesitamos comprenderlos.

Marco lo miró otro instante, acalorado.

—Eso me gustaría mucho, señor —dijo por fin—. Sólo que no sé si mañana seguiré con vida.

Hierón suspiró.

—Sí, ya he pensado en eso. Desearía que hubieses sido un poco menos franco con el cónsul. Desearía conservarte aquí… pero he trabajado duro para dejar a Claudio en entredicho, y hay demasiadas cosas en juego como para aflojarle la cuerda que le he puesto al cuello. Pero, escucha, si es necesario, miente. No me importa si dices que te amenacé o te maltraté para que hablases de ese modo. Si maldecir a Siracusa sirve para mantenerte con vida, maldícela. Los dioses se ríen cuando los juramentos son forzados. No sería una traición.

—Lo intentaré —susurró Marco—, pero…

Llegó del patio un sonido de trompetas y luego las dulces notas de un aulos, seguido de un rumor sordo de pasos. Los prisioneros estaban entrando en el patio. Pronto sería el momento de marchar.

Hierón volvió a suspirar y añadió, en voz muy baja:

—Inténtalo. Y si fracasas… tengo un regalo para ti.

Buscó entre los pliegues de su manto y sacó un frasco de cerámica negra esmerilada, del tamaño del puño de un niño. Se lo ofreció en silencio a Marco, que lo cogió lentamente, con unas manos que de pronto se tornaron frías.

—Tarda una media hora en hacer efecto —dijo el rey—. Un tercio de su contenido calma el dolor, si has de enfrentarte a latigazos o golpes. Si es a la muerte, bébelo todo.

—Señor, me habéis demostrado dos veces vuestra clemencia, y os estoy agradecido.

Hierón negó con la cabeza.

—Te perdoné porque deseaba utilizarte, y rezo a los dioses para que no necesites esta piedad. Escóndelo bien. Te deseo felicidad, Marco Valerio, y espero que volvamos a vernos.

Marco tragó saliva y asintió.

—Decidle a Arquímedes y a su familia que rezo por la seguridad de Siracusa. Y gracias.

Hierón le rozó el hombro, se puso en pie decidido y salió de la habitación dando grandes zancadas.

Marco depositó el frasco en el interior del estuche de la flauta, en el espacio que normalmente ocupaban las lengüetas. Sólo le quedaba una, bastante desgastada, y se preguntó si necesitaría una nueva. Cerró el estuche y se lo encajó en el cinturón.

Cuando bajó al patio, vio que los guardias de la cantera le habían llevado un pequeño bulto con su equipaje. Se lo colgó al hombro y ocupó su lugar junto a los demás prisioneros, que reían felices por su liberación. Se abrieron las puertas del Eurialo, la flauta entonó la marcha y la fila de hombres descendió desde Siracusa hacia el campamento romano.

Capítulo 15

Aquel verano, los romanos no atacaron Siracusa de nuevo. Después del intercambio de prisioneros, regresaron a Mesana, donde las tropas pasaron el invierno, mientras Apio Claudio volvía a Roma.

No fue reelegido. Hacía tiempo que circulaban extensos informes sobre los muchos motivos que tenía el ejército para sentirse insatisfecho con él, y fue recibido fríamente, sin honores y sin agradecimientos. Ninguno de los nuevos cónsules elegidos en enero pertenecía a la facción Claudia.

El Senado romano consideró que las dos legiones desplazadas a Sicilia eran insuficientes, y decidió enviar seis legiones más, especialmente reforzadas. En primavera, partieron hacia Sicilia dos cónsules al mando de sendos gigantescos ejércitos. Cuando atracaron en Mesana, lanzaron una proclama anunciando trato favorable para cualquier ciudad siciliana que depusiera las armas, y Siracusa se quedó sola contra Roma.

A principios de verano, los cuarenta mil hombres del ejército romano llegaron a la misma Siracusa y pusieron cerco a la ciudad, rodeándola por tierra con una trinchera, un foso y un muro de arena y madera. Los ingenieros griegos de las sometidas Tarento y Crotona construyeron máquinas de asalto: torres transportables provistas de escaleras, garfios y catapultas, y carros cubiertos, denominados tortugas, que albergaban enormes arietes. A mitad del verano, los sitiadores intentaron tomar Siracusa al asalto.

Pero fracasaron estrepitosamente. En el transcurso del verano anterior, Hierón había solicitado suministros a los aliados de Siracusa (cereales para alimentar a los ciudadanos en caso de asedio, y madera y hierro para fabricar armas). Egipto, Rodas, Corinto y Cirene habían respondido. Cuando llegó la nueva estación, la ciudad era más impenetrable que nunca. Alrededor de las murallas se habían excavado nuevos fosos dentro del alcance de las catapultas defensoras, para que los atacantes tuvieran que arrastrar sus voluminosas máquinas de asalto por fuertes pendientes una y otra vez, mientras sufrían el bombardeo de las catapultas siracusanas, que eran de una potencia que los ingenieros italiotas nunca habrían imaginado. Piedras inmensas destrozaron las tortugas y derrumbaron las torres de sitio. Los hombres que intentaron enderezarlas cayeron bajo una lluvia de saetas, y las flechas incendiarias envolvieron en llamas las maltrechas máquinas. Los arietes nunca llegaron a acercarse a las murallas, sino que fueron aplastados como escarabajos en las pendientes de la meseta de Epipolae, y allí quedaron abandonados por sus portadores. Los siracusanos tomaron centenares de prisioneros, que resultaron heridos o quedaron atrapados entre los restos de las máquinas, y muchos miles murieron.

Mientras Manió Valerio Máximo, el primer cónsul romano, conferenciaba con su colega y sus principales asesores después del asalto, todos observaban una piedra de casi cien kilos, lanzada por las catapultas siracusanas, que habían llevado hasta su tienda. Los romanos estaban perplejos y horrorizados.

—Había oído decir —dijo con respeto y pavor el jefe de ingenieros tarentino—que Arquímedes de Siracusa, el ingeniero del rey Hierón, podía construir catapultas de tres talentos, pero creía que las historias exageraban.

—Pues parece que se quedaban cortas —replicó Valerio Máximo—. Igual que nuestro asalto.

El tarentino carecía de ideas para contraatacar la artillería siracusana, y temía que un hombre capaz de fabricar catapultas de tres talentos pudiera guardar cosas peores en la retaguardia, destinadas a contrarrestar cualquier aparato de asalto que consiguiera acercarse a las murallas. Los romanos consideraron la posibilidad de bloquear la ciudad, pero llegaron a la conclusión de que no merecía la pena intentarlo: no disponían de flota, exceptuando las naves italiotas y los barcos que los habían transportado a través de los estrechos, mientras que los siracusanos poseían ochenta barcos de guerra para defender sus costas. Sabían la cifra exacta, pues el verano anterior, los siracusanos habían exhibido orgullosos su flota ante los prisioneros romanos.

Y más preocupantes incluso eran las noticias que llegaban desde África. A Hano, el comandante cartaginés instalado en Sicilia, el Senado de Cartago lo había reclamado, juzgado y sentenciado a morir en la cruz, debido a su inactividad. Corrían rumores de que estaban reclutando mercenarios para entrar de inmediato en acción.

—Tenemos que firmar la paz con Hierón de Siracusa —concluyo Máximo—. Los cartagineses son nuestros principales enemigos, pero no podemos combatir contra ellos con una Siracusa hostil a nuestras espaldas. Y por lo que parece, no podemos someterla por la fuerza. Teniendo en cuenta que Cartago no le ha prestado apoyo desde que empezó la guerra, quizá Hierón esté dispuesto a abandonar su alianza.

Nadie puso objeción a ese cambio de política. Los rumores de las atrocidades que se cometían en Siracusa habían perdido credibilidad: los prisioneros romanos liberados el año anterior no tenían otra cosa que elogios para el rey Hierón.

A la mañana siguiente, Máximo envió un heraldo a Siracusa y solicitó una entrevista con el rey. Éste accedió enseguida, y el cónsul romano y el monarca griego se reunieron en la llanura situada bajo el fuerte Eurialo. Máximo se quedó sorprendido al comprobar que Hierón era un hombre cortés y razonable, pues Apio Claudio lo había inducido a pensar que se encontraría con un monstruo astuto y beligerante.

Las negociaciones duraron tres días. Roma, como tenía por costumbre, no aceptaba otra cosa que no se acercara a la rendición total de su enemigo, y por generosa que pudiera ser con los derrotados, siempre exigía que su nuevo «aliado» suministrara soldados que lucharan con Roma. Y ésa era precisamente la condición que Hierón rechazaba con mayor énfasis. Si los siracúsanos tenían que luchar y morir, lo harían sólo por su ciudad. Siracusa continuaría siendo soberana e independiente o, de lo contrario, seguiría en guerra. No podía esperar ganarla, pero los romanos tampoco podían esperar reducirla, ni podían permitirse menospreciarla. Por fin, Roma cedió de mala gana y firmó un tratado en unas condiciones que jamás antes había aceptado.

Roma no sólo reconocía la independencia de Siracusa, sino que, además, le garantizaba el derecho a gobernar el este de Sicilia, desde Tauromenio, justo al sur de Mesana, hasta Heloro, en el extremo sur de la isla, lo que suponía conservar todo el territorio que había poseído antes de que comenzara la guerra, incluyendo las ciudades que habían caído bajo Roma recientemente. Se aseguraba asimismo que todos esos territorios quedaban libres de la guerra, lo que incluía inmunidad a los ataques procedentes de los más deplorables aliados de Roma, los mamertinos. Siracusa, por su parte, se comprometía a proporcionar a Roma suministros para llevar a cabo una campaña en Sicilia contra los cartagineses y a pagar una indemnización por la guerra de cien talentos de plata, pago que se efectuaría a lo largo de veinticinco años. Los últimos romanos que habían sido hechos prisioneros fueron devueltos sin recibir rescate a cambio.

El tratado se dio formalmente por cerrado con un intercambio de juramentos y sacrificios ofrecidos a los dioses. Y su conclusión fue celebrada por ambas partes con fiestas y un sincero alivio. Roma podría ahora concentrarse en Cartago, y Siracusa se había abierto un camino hacia la paz.

Cuando los romanos estaban desmantelando sus armas de asalto como parte de los preparativos para regresar a Mesana, dos hombres de la segunda legión se dirigieron a su tribuno y le solicitaron permiso para entrar en la ciudad y saldar una deuda. Les fue concedido el permiso, ya que uno de ellos era un centurión de la legión, y el otro, su segundo al mando. De modo que Quinto Fabio y Cayo Valerio ascendieron el largo camino que conducía hasta la ciudad que habían abandonado de noche el año anterior.

Era una mañana de agosto, y los campos ardían bajo el sol de verano. Fabio caminaba dándose golpecitos en el muslo con su vara de vid de centurión: no quería ir, pero su compañero necesitaba un intérprete. Le estaba agradecido a Cayo, y, además, tenía cierta sensación de culpabilidad, pues él había sido el causante de sus penas. El año anterior, Fabio había sido promocionado rápidamente y había aprovechado para arrastrar a Cayo con él, debido también a esa oscura sensación de deuda que tenía con su antiguo compañero de fuga.

Cuando llegaron a las puertas del fuerte Eurialo, los centinelas siracusanos los miraron con recelo. Fabio les explicó con su pobre griego el motivo de su visita y se les permitió pasar, aunque se les exigió previamente que depositaran sus armas en la puerta. Uno de los guardias los escoltó por la ciudad: la paz era todavía muy reciente y no era cuestión de confiar en ellos, sobre todo teniendo en cuenta la casa a la que se dirigían.

Atravesaron el terreno calizo y lleno de matorrales de la meseta, superaron las casuchas del barrio de Tyche y descendieron desde las alturas hacia la elegancia marmórea de la Ciudad Nueva. Ambos miraron de reojo el acantilado al fondo del cual se encontraban las canteras. Su escolta los guió por la Ciudad Nueva hasta que entraron en la ciudadela de la Ortigia.

La casa que andaban buscando estaba situada en el lado norte, no muy lejos de la muralla marítima. Era un edificio grande, repintado hacía poco tiempo: la fachada lucía un vivo dibujo en rojo y blanco que el sol aún no había descolorido ni el polvo manchado. El guardia del Eurialo llamó a la puerta principal.

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