Read El espia que surgió del frio Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

El espia que surgió del frio (4 page)

BOOK: El espia que surgió del frio
7.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Era más bajo de lo que recordaba Leamas; en lo demás, lo mismo. El mismo afectado desapego, los mismos conceptos profesorales, el mismo horror a las corrientes; cortés, conforme a una fórmula infinitamente lejana de la experiencia de Leamas. La misma sonrisa de leche aguada, la misma reticencia estudiada, la misma fidelidad, pidiendo excusas, a un código de conducta que fingía encontrar ridículo: la misma banalidad.

Sacó de la mesa un paquete de cigarrillos y le dio uno a Leamas.

—Encontrará éstos más caros —dijo, y Leamas asintió con la cabeza, cumpliendo con su obligación.

Control se sentó, metiéndose los cigarrillos en el bolsillo. Hubo una pausa, y al fin, Leamas dijo:

—Riemeck ha muerto.

—Sí, así es —afirmó Control, como si Leamas hubiera tenido un buen acierto—. Es una gran desgracia. Lo más… ¿Supongo que esa chica, Elvira, le hizo volar?

—Eso supongo.

Leamas no iba a preguntarle cómo sabía lo de Elvira.

—Y Mundt hizo que le pegaran unos tiros —añadió Control.

—Sí.

Control se levantó y fue dando vueltas por el cuarto en busca de un cenicero. Encontró uno y lo puso torpemente en el suelo entre las dos butacas.

—¿Cómo se sintió usted? Quiero decir, cuando le mataron a Riemeck. Usted lo vio, ¿no?

Leamas se encogió de hombros.

—Me molestó terriblemente —dijo.

Control ladeó la cabeza y entornó los ojos.

—Seguramente sintió algo más que eso, seguramente se quedó trastornado, ¿no? Eso sería más normal.

—Me quedé trastornado. ¿Quién no se iba a quedar?

—¿Le era simpático Riemeck… como hombre?

—Me parece que sí —dijo Leamas. Y añadió—: Me parece que no sirve de mucho meterse en eso.

—¿Cómo pasó la noche, lo que quedaba de noche, después que mataron a Riemeck?

—Oiga, ¿qué es esto? —preguntó Leamas, acalorado—; ¿adónde quiere ir a parar?

—Riemeck ha sido el último —reflexionó Control—; el último de una serie de muertes. Si la memoria no me falla, todo empezó con la muchacha, la que mataron en Wedding, al salir del cine. Luego el hombre de Dresde, y las detenciones de Jena. Como en el cuento de los diez negritos. Ahora Paul, Viereck y Ländser… todos muertos. Y finalmente Riemeck. —Sonrió como esbozando una súplica—. Eso desgasta mucho. Me preguntaba si tendría usted bastante.

—¿Qué quiere decir con «bastante»?

—Me preguntaba si estaría usted cansado. Consumido.

Se produjo un largo silencio.

—Eso ha de decidirlo usted —dijo por fin Leamas.

—Hemos de vivir sin simpatías, ¿no? Desde luego, eso es imposible. Fingimos unos con otros toda esta dureza, pero realmente no somos así. Quiero decir… uno no puede estar todo el tiempo fuera, al frío; uno tiene que retirarse, ponerse al resguardo de ese frío… ¿entiende lo que quiero decir?

Leamas entendía. Veía la larga ruta saliendo de Rotterdam, la larga carretera recta junto a las dunas, y el torrente de refugiados moviéndose a lo largo de ella; veía el pequeño avión a varias millas, la procesión que se paraba a mirarlo, y el avión que se acercaba, elegantemente, sobre las dunas; veía el caos, el infierno sin sentido, cuando las bombas dieron en la carretera.

—No puedo hablar así, Control —dijo por fin Leamas—. ¿Qué quiere que haga?

—Quiero que siga un poco más en el frío, fuera.

Leamas no dijo nada, de modo que Control siguió:

—Nuestra ética profesional se basa en un solo supuesto: esto es, que nunca vamos a ser agresores. ¿Cree usted que eso es equitativo?

Leamas dio una cabezada. Cualquier cosa para evitar hablar.

—Así hacemos cosas desagradables, pero somos… defensivos. Eso, me parece, sigue siendo equitativo. Hacemos cosas desagradables para que la gente corriente, aquí y en otros sitios, puedan dormir seguros en sus camas por la noche. ¿Es eso demasiado romántico? Desde luego, a veces hacemos cosas auténticamente malvadas —hacía muecas como un colegial—. Y, al contrapesar asuntos morales, más bien nos metemos en comparaciones indebidas: al fin y al cabo, no se pueden comparar los ideales de un bando con los métodos del otro, ¿no es verdad?

Leamas se sentía perdido. Otras veces le había oído decir a aquel hombre un montón de vulgaridades antes de pinchar a fondo, pero jamás le había oído decir nada semejante.

—Quiero decir que hay que comparar método con método, ideales con ideales. Yo diría que, después de la guerra, nuestros métodos —los nuestros y los de los adversarios— se han vuelto muy parecidos. Quiero decir que uno no puede ser menos inexorable que los adversarios simplemente porque la «política» del gobierno de uno es benévola, ¿no le parece? —Se rio silenciosamente para adentro—. Eso no serviría nunca —dijo.

«¡Dios mío! —pensó Leamas—, es como trabajar para un clérigo sanguinario. ¿Adónde irá a parar?»

—Por eso —continuó Control—, creo que deberíamos intentar eliminar a Mundt… Pero, bueno —dijo, volviéndose con irritación hacia la puerta—, ¿dónde está ese maldito café?

Control atravesó hasta la puerta, la abrió y habló con alguna invisible muchacha en el cuarto de afuera. Al volver dijo:

—De veras creo que tendríamos que eliminarle, si lo podemos arreglar.

—¿Por qué? No hemos dejado nada en Alemania Oriental, nada en absoluto. Usted lo acaba de decir; Riemeck era el último. No hemos dejado nada que proteger.

Control se sentó y se miró las manos un rato.

—Eso no es del todo serio —dijo al fin—, pero me parece que no debo aburrirle con los detalles.

Leamas se encogió de hombros.

—Dígame —continuó Control—, ¿está usted cansado de espiar? Perdone que repita la pregunta. Quiero decir que ése es un fenómeno que comprendemos bien, ya lo sabe. Como los constructores de aviones…, «fatiga del metal», creo que se dice así. Diga si está cansado.

Leamas se acordó del vuelo de regreso, aquella mañana, y quedó interrogándose a sí mismo.

—Si estuviera cansado —añadió Control—, tendríamos que encontrar algún otro modo de ocuparnos de Mundt. Lo que pienso ahora está un poco fuera de lo normal.

Entró la muchacha con el café. Puso la bandeja sobre la mesa y sirvió dos tazas. Control esperó a que se marchara del cuarto.

—Qué chica tan tonta —dijo, casi para sí mismo—. Parece muy raro que ya no puedan encontrarlas buenas. Me gustaría que Ginnie no se fuera de vacaciones en ocasiones como ésta.

Removió con desconsuelo el café durante un rato.

—Realmente, tenemos que desacreditar a Mundt —dijo—. Dígame, ¿usted bebe mucho? ¿Whisky y esas cosas?

Leamas había llegado a creer que estaba acostumbrado a Control.

—Bebo un poco. Más que la mayoría, supongo.

Control asintió comprensivamente.

—¿Qué sabe usted de Mundt?

—Es un asesino. Estuvo aquí un año o dos con la Misión Siderúrgica de Alemania Oriental. Entonces teníamos aquí un consejero: Maston.

—Así es.

—Mundt tenía en marcha un agente, la mujer de uno del Foreign Office. La mató.

—Trató de matar a George Smiley. Y, desde luego, mató a tiros al marido de esa mujer. Es un hombre muy desagradable. Fue de las Juventudes Hitlerianas y todas esas cosas. En absoluto el tipo de intelectual comunista. Un profesional de la guerra fría.

—Como nosotros —observó secamente Leamas.

Control no sonrió.

—George Smiley conocía bien el caso. Ya no está con nosotros, pero creo que tendría usted que sonsacarle algo. Hace cosas sobre la Alemania del siglo XVII… Vive en Chelsea, detrás mismo de Sloane Square Calle Bywater, ¿sabe cuál es?

—Sí.

—Y Guillam estaba metido también en el asunto. Está en Satélites Cuatro, primer piso. Me temo que todo habrá cambiado desde sus tiempos.

—Sí.

—Pase un día o dos con ellos. Ellos saben lo que proyecto. Luego, no sé si le gustaría pasar conmigo el fin de semana. Mi mujer —añadió apresuradamente —está cuidando a su madre, según creo. Estaremos solos usted y yo.

—Gracias. Me gustaría.

—Entonces podremos hablar de nuestras cosas cómodamente. Sería muy simpático. Creo que usted podría sacarle al asunto un montón de dinero. Puede quedarse todo lo que saque.

—Gracias.

—Esto, desde luego, si usted está seguro de que le apetece…, sin «fatiga del metal» ni algo así, ¿eh?

—Si es cuestión de matar a Mundt, estoy dispuesto.

—¿De veras que se siente así? —preguntó cortésmente Control. Y luego, después de mirar reflexivamente a Leamas durante unos momentos, indicó—: Sí, de veras creo que sí. Pero no tiene por qué pensar que sea necesario que se lo diga. Quiero decir que en nuestro mundo enseguida nos salimos del registro del odio, o del amor…, como esos sonidos que un perro no puede oír. Al final, no queda más que una especie de náusea: uno jamás desea volver a causar sufrimiento alguno. Perdóneme, pero ¿no fue propiamente eso lo que sintió cuando mataron a Karl Riemeck? Ni odio a Mundt, ni afecto a Karl, sino una sacudida mareante, como un puñetazo en un cuerpo embotado… Me han dicho que estuvo toda la noche andando…, nada menos que dando vueltas por las calles de Berlín. ¿Es cierto?

—Es cierto que salí a dar un paseo.

—¿Toda la noche?

—Sí.

—¿Qué ha sido de Elvira?

—Dios sabe… Me gustaría darle una metida a Mundt —dijo.

—Bueno…, bueno. Por cierto, si se encuentra algún viejo amigo mientras tanto, no crea que sirve de algo tratar de esto con ellos. En realidad —añadió Control, al cabo de un momento—, yo me mostraría más bien seco con ellos. Que piensen que le hemos tratado mal a usted. Está bien empezar del mismo modo como se piensa seguir, ¿no es cierto?

III. Decadencia

A nadie le sorprendió demasiado el que metieran en conserva a Leamas. En general, decían, Berlín llevaba varios años siendo un fracaso, y alguno tenía que recibir la reprimenda. Además, estaba viejo para el trabajo activo, en el que hay que tener unos reflejos tan rápidos como los de un profesional del tenis.

Leamas había trabajado bien en la guerra, todos lo sabían. En Noruega y en Holanda, no se sabe cómo, se había mostrado notablemente vivo, y al final le habían dado una medalla y le dejaron marchar. Después, desde luego, le hicieron volver.

Hubo mala suerte con lo de su paga, realmente mala suerte. La Sección de Contabilidad lo dejó escapar, en la persona de Elsie. Elsie dijo en el restaurante que el pobre Alec Leamas sólo recibiría cuatrocientas libras al año para vivir, por culpa de su interrupción en el servicio. Elsie pensaba que era un reglamento que realmente habría que cambiar: después de todo, el señor Leamas había cumplido su servicio, ¿no? Pero allí estaban, con los de Hacienda a la espalda, muy distintos a los de los viejos tiempos, y ¿qué podían hacer? Aun en los malos tiempos de Maston habían arreglado mejor las cosas.

Leamas, según les dijeron a los nuevos, era de la antigua escuela: sangre, tripas sólidas, cricket y Diploma de Francés de la escuela. En el caso de Leamas, esto no se adecuaba con él, porque era bilingüe en alemán e inglés, y su holandés era admirable; además, no le gustaba el cricket. Pero la verdad es que no tenía título universitario.

Al contrato de Leamas le faltaban unos pocos meses para quedar rescindido, y le pusieron en Bancaria para completar el tiempo. La Sección Bancaria era diferente de Contabilidad: se ocupaba de pagos en el extranjero, de financiar agentes y operaciones. La mayor parte de los trabajos de Bancaria los podría haber hecho un botones, a no ser por el alto grado de secreto requerido, y por eso Bancaria era una de las varias secciones del Servicio que se consideraban como dependencias apropiadas para apartar a los empleados que pronto se iban a enterrar.

Leamas pasó a «quedar para simiente».

El proceso de «quedar para simiente» generalmente se considera como muy largo, pero en el caso de Leamas no fue así. A la vista de todos sus colegas, pasó de ser un hombre honrosamente desplazado a un lado, a ser un náufrago resentido y borracho; y todo ello en pocos meses. Hay un tipo de estupidez entre los borrachos, especialmente cuando no están bebidos; un tipo de desconexión que los que son poco observadores interpretan como vaguedad, y que Leamas pareció contraer con rapidez poco natural. Adquiría pequeñas deshonestidades, pedía prestadas cantidades insignificantes a las secretarias y olvidaba devolverlas, llegaba tarde o se marchaba pronto mascullando algún pretexto. Al principio, sus compañeros le trataron con indulgencia; quizá su decaimiento les asustaba del mismo modo que nos asustan los tullidos, los mendigos y los inválidos, porque tememos que podemos llegar a ser uno de ellos; pero al final le aislaron su descuido y su malignidad brutal y sin razones.

Con cierta sorpresa de la gente, a Leamas no parecía importarle que le hubieran metido en conserva. Su voluntad, de pronto, parecía haberse desplomado. Las nuevas secretarias, reacias a creer que los
Intelligence Services
están poblados por mortales normales y corrientes, se alarmaban al notar que Leamas se había vuelto francamente putrefacto. Se cuidaba apenas de su aspecto y se fijaba menos en lo que le rodeaba, almorzaba en el restaurante, que normalmente era coto reservado a los empleados más jóvenes, y se rumoreaba que bebía. Se volvió un solitario, perteneciente a esa trágica clase de hombres activos prematuramente privados de actividad; nadadores alejados del agua o actores desterrados del escenario.

Algunos decían que había cometido un error en Berlín, y por eso su red había sido suprimida; nadie sabía nada cierto. Todos estaban de acuerdo en que le habían tratado con una dureza desacostumbrada, incluso por parte de una dirección de Personal que no tenía fama de filantrópica. Le señalaban con disimulo cuando pasaba, como señalan los hombres a un atleta de tiempos pasados, y decían: «Es Leamas. Le fue mal en Berlín. Es lamentable la manera como se ha dejado ir.»

Y luego, un día, desapareció. No dijo adiós a nadie, ni por lo visto a Control. La cosa, por sí sola, no era sorprendente. El carácter del Servicio excluía despedidas formales y regalos de relojes de oro, pero incluso con esos criterios, la marcha de Leamas pareció brusca. Por lo que parecía, su marcha tuvo lugar antes de que concluyera el término de su contrato. Elsie, de la Sección de Contabilidad, ofreció una o dos migajas de información: Leamas había cobrado en metálico toda la cuantía de su paga, lo cual, si es que Elsie entendía algo, quería decir que tenía dificultades con su Banco. La gratificación se le pagaría a fin de mes; ella no podía decir cuánto, pero no llegaba a cuatro cifras; pobre chico. Se había mandado su ficha al Seguro Nacional. Personal tenía una dirección suya, añadió Elsie con un resoplido, pero desde luego no eran quiénes, los de Personal, para revelarla.

BOOK: El espia que surgió del frio
7.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Half Moon Hill by Toni Blake
Floundering by Romy Ash
Oral Literature in Africa by Ruth Finnegan
Her Dark Dragon by Lillith Payne
On Green Dolphin Street by Sebastian Faulks
Libros de Sangre Vol. 1 by Clive Barker
Sojourners of the Sky by Clayton Taylor
Finding Ultra by Rich Roll
Somewhere My Lass by Beth Trissel