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Authors: Col Buchanan

El Extraño (2 page)

BOOK: El Extraño
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¡Vir pashak!
—rugió.

—Eso es lo que quiero decir.

Por cómo reaccionó Ash al oír la pregunta del rey, podría haberse pensado que era una estatua tallada en piedra. Una ráfaga de aire gélido se coló desde el exterior y agitó las pesadas pieles que colgaban del arco de la puerta a su espalda; las sacudidas de las colgaduras hicieron vacilar las llamas del brasero: la tormenta le recordaba su existencia y le advertía que todavía no se había olvidado de él. Por un momento —sólo por un momento—, Ash se preguntó si habría llegado la hora de introducir unas cuantas mentiras bien escogidas. No era propio de él cavilar demasiado los asuntos trascendentales. Como devoto de Dao —al igual que todos los roshuns—, debía mantener la calma, actuar con naturalidad y dejarse guiar por su cha.

Siguió con su mente el flujo de aire que se introducía por sus fosas nasales, descendía con su frío lacerante hasta sus pulmones y regresaba cálido y en forma de vaho al exterior. Su cuerpo se relajó. Respiró hondo; esperó a que las palabras de su réplica brotaran espontáneamente y las escuchó con la misma curiosidad que los demás según salían de su boca.

—Llevas puesto algo que pertenece a otro —vociferó Ash, a la vez que dirigía un dedo hacia el collar que colgaba sobre los pechos flácidos del rey.

«Directo al grano —pensó Ash—, Debería haberlo imaginado.»

El objeto prendido del largo cordel era del tamaño y la forma de un huevo cortado por la mitad, de color castaño y arrugado como un avejentado trozo de cuero.

El rey se aferró a él como un niño.

—No te pertenece —insistió Ash—. Además desconoces su función.

El rey se incorporó y el trono de huesos crujió.


Khut
—dijo quedamente el monarca.

—Explícamela —tradujo el alhazií.

Ash contempló detenidamente al rey durante cinco segundos, reparando en las escamas de piel sueltas que le salpicaban las espesas cejas y las legañas secas en las comisuras de sus párpados. La tupida cabellera del rey, atiborrada de grasa, parecía una peluca que le caía como una cortina rígida sobre los hombros.

Al cabo, Ash asintió e inició su narración:

—Más allá del Gran Silencio, en el Midéres, en lo que llaman el Corazón del Mundo, hay un lugar al que los hombres y las mujeres pueden acudir en busca de amparo. Una vez allí, con monedas, con un buen número de monedas, compran un sello como ese que llevas puesto para colgárselo al cuello y pasearlo a la vista de todo el mundo. Ese sello, viejo rey, les proporciona protección, y cuando mueren, el sello muere con ellos.

El alhazií tradujo rápidamente la declaración de Ash. El rey escuchaba embelesado.

—Ese sello que llevas colgado pertenecía a Ornar Sar, un mercader, un aventurero. Y ese sello tiene un gemelo que nosotros vigilamos, como vigilamos todos los demás, a la espera de señales de defunción. Ornar Sar emprendió una expedición comercial que lo trajo aquí hace muchas lunas. Sin embargo, en vez de permitirle realizar sus negocios en los asentamientos de tu... reino, juzgaste más oportuno asesinarlo a él y a todos sus hombres y apoderarte de la mercancía que transportaba. Sin embargo, no reparaste en que el sello lo protegía. No sabías que si lo matabas, su sello también moriría, así como su gemelo. Es más... que el gemelo señalaría al asesino.

Ash enderezó las piernas y se levantó del suelo muy despacio y con un dolor atroz en las rodillas y la cadera. Ya de pie frente al rey, continuó:

—Me llamo Ash. Soy un roshun, que en mi lengua significa «helada otoñal», es decir, «lo que se adelanta». Eso significa que vengo de ese lugar que te decía que procura protección y que es hogar de los roshuns: el lugar desde donde se llevan a cabo las
vendettas
. —Hizo una pausa para que el significado de sus palabras calara en el rey antes de proseguir—: De modo que tienes razón, cerdo gordinflón, he venido para arrebatarte algo. He venido para arrebatarte la vida.

Cuando el sonsonete nervioso de la traducción del alhazií llegó a su fin, el rey soltó un rugido de indignación y de un empujón despidió del trono al improvisado traductor, que cayó rodando por el suelo. Con los ojos echándole chispas, levantó el cráneo que sostenía en la mano y lo arrojó contra el forastero.

Ash se inclinó ligeramente hacia un lado y el cráneo pasó rozándole la cabeza.


¡Ulbaska!
—espetó el rey, cuyos voluminosos mofletes se sacudieron al compás de las sílabas.

Los guerreros de la tribu permanecieron inmóviles un instante, temerosos de acercarse a aquel anciano de tez azabache que osaba amenazar a su soberano.


¡Ulbaska neya!
—bramó de nuevo el rey, y los guerreros se encaminaron hacia Ash.

El monarca se dejó caer contra el respaldo del trono, respiraba agitadamente y se le hinchaba el ya de por sí abultado pecho, y mientras las puntas de las lanzas aguijoneaban los costados de Ash iba soltando una retahíla de imprecaciones coléricas.

—¿Sabes cómo me convertí en rey? —Desde el suelo, donde yacía despatarrado boca arriba, el alhazií traducía entre jadeos la diatriba del rey, como un reloj que no puede detenerse—. Permanecí encerrado sin víveres en una gruta de hielo durante un
dakhusa
entero junto con otros cinco hombres. Pasada una luna, cuando el sol regresó y fundió el hielo de la entrada, salí. ¡Solo! —El rey se aporreó el pecho; los golpes sonaban pesados, carnosos, como gemidos animales—. Así que amenázame si así lo deseas, viejo loco del norte —el alhazií copiaba las pausas del monarca y ambos se llenaron de aire los pulmones—. Esta noche sufrirás, sufrirás un martirio, y mañana, cuando me levante, ¡daremos buena cuenta de ti!

Los súbditos del rey asieron con fuerza a Ash con sus manos temblorosas, le arrancaron la ropa interior y lo dejaron completamente desnudo y tiritando de frío.

—Por favor —suplicó el alhazií desde el suelo—. Apiádate de mí, tienes que ayudarme.

El rey hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se llevaron al forastero.

Los guerreros atravesaron las colgaduras de la entrada, se detuvieron el tiempo imprescindible para cubrirse los cuerpos con gruesas pieles y luego continuaron por el corredor con Ash a rastras.

En el exterior, la ventisca seguía desgarrando la noche y por un momento Ash sintió que se le iba a parar el corazón por el brusco cambio de temperatura. El gélido vendaval no le daba tregua y sus empellones se sumaban a los de los soldados. El viento aullaba llevándose el calor de su cuerpo mientras la nieve le golpeaba como si lo flagelara con azotes llameantes. El dolor atenazaba hasta los huesos, hasta los órganos internos y el corazón, que le aporreaba el pecho latiendo incrédulo. En esas circunstancias, podía morir en cualquier momento.

Los soldados, con el semblante adusto, tiraron de él por la nieve en dirección al círculo de casuchas de hielo más cercano. El más alto se adelantó y se agachó para entrar en una de las chozas mientras el resto se detenía y aguardaba de pie, con las lanzas caladas en dirección a Ash, listas para clavárselas si era necesario.

Ash pisoteaba la nieve con saltitos y se envolvía impotente el cuerpo con los brazos; giraba lentamente para alternar los lados de su cuerpo que recibían los envites del viento. Los hombres que lo rodeaban reían.

De la entrada de la choza de hielo emergió una pareja cargada con las pieles que utilizaban para dormir recogidas en unos fardos, y lanzaron una mirada furiosa y llena de resentimiento a los soldados, aunque no abrieron la boca y enfilaron a trompicones hacia una vivienda vecina. A continuación salió el soldado alto, arrastrando las pieles que habían estado extendidas en el suelo de la casucha y arrancó las colgaduras que protegían la entrada en forma de túnel.


¡Huhn!
—gruñó el líder de la cuadrilla, y los guerreros arrojaron a Ash dentro de la vivienda.

El interior estaba oscuro como un pozo, y silencioso, pero en comparación con el exterior la temperatura era agradable. Sin embargo, completamente desnudo, el frío no tardaría en causar estragos en su organismo.

Fuera, los soldados de la tribu sellaron la entrada con bloques de hielo. Ash oyó cómo salpicaban el hielo con agua y esperó inmóvil hasta que terminaron su labor. Estaba atrapado. Golpeó la pared de la choza con el borde exterior del pie, pero era como dar patadas a una piedra. Suspiró. Se balanceó un instante y a punto estuvo de desmayarse; en ese momento sintió el peso aplastante de la edad, de sus sesenta y dos años. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo pétreo ignorando el frío que le abrasaba las pantorrillas al contacto con el hielo, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no tenderse en el suelo, cerrar los ojos y simplemente echarse a dormir. En aquellas condiciones dormir significaba morir.

Hacía frío. Tanto frío que si seguía temblando de aquella manera, no tardaría en descoyuntarse. Se echó el aliento en el cuenco formado por las manos, las frotó enérgicamente hasta que le escocieron y se dio palmaditas por todo el cuerpo. Eso lo espabiló un poco, así que repitió el mismo gesto en la cara. Empezó a sentirse mejor.

Se dio cuenta de que tenía un corte en la cabeza y apretó una bola de nieve contra la herida hasta cortar la hemorragia. Transcurrido un tiempo, sus ojos se hicieron a la oscuridad. El brillo que fueron adquiriendo las paredes parecía el reflejo de una luz tenue y blanquecina.

Ash suspiró con resolución. Enlazó las manos, cerró la boca en un intento de detener el rechinamiento de sus dientes y recitó un mantra para sus adentros.

Enseguida brotó en su pecho un foco de calor que fue extendiéndose progresivamente por sus extremidades y los dedos de sus manos y pies. De su piel erizada empezó a emanar vapor y las convulsiones se mitigaron.

El viento le hacía llegar su lamento por un pequeño respiradero abierto en el techo abovedado, arrastrando consigo algún que otro copo de nieve.

Imaginó que había montado su robusta tienda de lona y que ahora estaba acurrucado en su interior, cobijado del viento y calentándose con la pequeña estufa de cobre de aceite. El caldo humeante borbotaba con alegría a fuego lento. La atmósfera era húmeda y en el aire pesaba el hedor de la ropa empapada del hielo fundido mezclado con el agradable aroma del caldo. En el exterior, los perros gemían y se encogían para protegerse de la ventisca.

Osho estaba en la tienda con él.

—Tienes mal aspecto —le dijo su viejo maestro en honshu, su lengua materna. Tenía el rostro marchito, le miraba con preocupación, con las arrugas tan marcadas como las del propio Ash.

Ash asintió.

—Creo que estoy a punto de morir.

—¿Y te sorprende? ¿A tus años? ¿De verdad te sorprende todo esto?

—No —reconoció Ash, aunque la reprimenda de su maestro le hizo dudar por un momento de su edad real.

—¿Caldo? —le ofreció Ash, llenando una taza. Pero Osho lo rechazó, alzando un dedo solitario.

Ash bebió, sorbiendo ruidosamente. Sintió el cosquilleo del líquido caliente y vigorizador deslizándose hasta su estómago. Desde algún lugar indeterminado llegó un gemido de nostalgia.

—¿Cómo está tu cabeza? ¿Te duele?

—Un poco. Presiento que voy a sufrir otro ataque.

—Ya te advertí que sería así, ¿no es cierto?

—Todavía no estoy muerto.

Osho arrugó el ceño, se frotó las manos y se las calentó con el aliento.

—Ash, algún día comprenderás que había llegado el momento.

Las llamas de la estufa de aceite crepitaron en respuesta al suspiro de Ash, que paseó la vista en derredor, por las puertas de lona que crujían en la entrada y por las volutas de vapor que emanaban del caldo. Su espada descansaba apoyada de pie sobre la mochila de piel, como si estuviera señalando una tumba.

—Este trabajo... es todo lo que me queda. ¿También vas a quitármelo?

—Te lo quita tu salud, no yo. Ash, aunque sobrevivieras a esta noche, ¿cuánto tiempo crees que te quedaría?

—No me acostaré a esperar el final de brazos cruzados.

—No estoy pidiéndote eso. Pero deberías estar aquí, con la orden, con tus hermanos. Te mereces un descanso y toda la paz de la que puedas disfrutar mientras te sea posible.

—No —replicó Ash acaloradamente. Se volvió y clavó la mirada en las llamas—. Mi padre siguió ese camino cuando su estado empeoró. Se abandonó al lamento cuando quedó ciego y permaneció en cama lloriqueando y aguardando la muerte. Eso lo convirtió en un fantasma. No. No desperdiciaré así el tiempo que me queda, por poco que sea. Moriré en pie, luchando.

Osho hizo un ademán desdeñoso con la mano.

—Aun así no estás en forma para este cometido. Sufres ataques cada vez más agudos y llevas días prácticamente ciego, por no hablar ya de tus dificultades para moverte. ¿Cómo esperas continuar en estas condiciones? ¿Cómo esperas cumplir la
vendetta
? No. No puedo permitirlo.

—¡Tienes que hacerlo! —espetó Ash.

Osho, prior de la orden de los roshuns, parpadeó desde el otro lado de los confines hundidos de la tienda, pero permaneció en silencio.

Ash inclinó la cabeza y respiró hondo, recomponiéndose.

—Osho, hace media vida que nos conocemos —repuso Ash con voz queda, como ofreciendo sus palabras en sacrificio ante un altar—. Somos más que amigos. Nuestro vínculo es más estrecho que el que pueda existir entre un padre y un hijo o entre dos hermanos. Escúchame. Necesito hacerlo.

Sus miradas se fundieron: Osho y él, rodeados por la lona de la tienda y el viento y un millar de laqs de páramo helado; allí, en aquella cálida celda imaginaria, tan pequeña que compartían el aire que respiraban.

—De acuerdo —masculló al cabo Osho.

Ash se revolvió sorprendido. Abrió la boca para darle las gracias, pero Osho alzó una mano para interrumpirlo.

—Con una condición, en todo punto innegociable.

—Continúa.

—Tomarás un aprendiz a tu cargo.

Una ráfaga de viento empujó la lona de la tienda contra la espalda de Ash, que se puso rígido.

—¿Estás pidiéndome que instruya a un aprendiz?

—Sí —respondió con sequedad Osho—, Del mismo modo que tú me has pedido que te permita continuar. Ash, eres nuestro mejor hombre, mejor de lo que nunca fui yo. Sin embargo, siempre te has negado a aleccionar a un aprendiz, a transmitirle tus habilidades, tu destreza.

—Sabes que siempre he tenido mis razones para que fuera así.

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