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Authors: Col Buchanan

El Extraño (4 page)

BOOK: El Extraño
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Bahn se limpió el sudor de la frente con la mano y la brisa fresca le besó la piel que acababa de secar. «Ojalá jamás tuviera que ver lo que va a ver hoy», pensó Bahn, y comprendió que la pendiente de la ladera no se había vuelto de repente más empinada aquella mañana, sino que era su propia resistencia a alcanzar su destino lo que hacía más cuesta arriba la subida.

Una manzana, roja y brillante como unos labios pintados, se precipitó de la cesta de Juno y rodó por las piedras del camino allanadas por el paso continuado de gente. El niño detuvo la carrera de la fruta con la suela de la bota y se agachó para recogerla, observado por sus padres.

—¿Te echo una mano? —gritó Bahn a su hijo, intentando no pensar demasiado en lo que había pagado por aquella manzana y por todas las exquisiteces que había comprado para el picnic.

Juno le respondió con una mirada iracunda. Devolvió la manzana a la cesta y sopesó la carga antes de reanudar el paso.

Estalló un trueno en la distancia, aunque no había ni una nube en el cielo. Bahn llevó la mirada más allá de su hijo e intentó espantar la zozobra que le encogía el estómago desde hacía varios días. Forzó una sonrisa, poniendo en práctica un viejo truco que había aprendido durante sus años de servicio en la Guardia Roja: si estiraba los labios una pizca, el peso de las preocupaciones se aligeraba un poco.

—Me gusta verte sonreír —confesó Marlee. Sus ojos castaños se achinaron. Envuelta en una banda de lona que llevaba a la espalda dormía con la boca completamente abierta la hija pequeña de ambos.

—Está bien pasar el día al aire libre, aunque hubiera preferido cualquier otro sitio.

—Si ya es lo suficientemente mayor como para preguntar, también lo es para verlo. No podemos protegerlo de la verdad toda la vida, Bahn.

—No, pero podríamos intentarlo.

Marlee frunció el ceño al oír la réplica de su esposo y apretó más fuerte la mano alrededor de su brazo.

El estrépito de la ciudad de Bar-Khos, que se extendía a sus pies, resonaba como un río lejano. Las gaviotas planeaban y descendían en picado sobre el puerto vecino en bandadas formadas por centenares de aves, como una ventisca que azotara las lejanas montañas. Bahn las contempló, con la mano en la frente, para protegerse los ojos del sol, mientras pasaban como centellas a ras de la superficie cristalina del agua y sus reflejos revoloteaban en los cascos de los barcos. Los arpones fulgurantes del sol rebotaban en el mar y lo teñían de oro con su resplandor. El resto de la ciudad permanecía envuelto en un hermoso velo canicular, moteado por las figuras diminutas e indistinguibles de los ciudadanos que recorrían las calles sepultadas en las sombras. Tañeron las campanas de las cúpulas del Templo Blanco y sonaron los cuernos del Estadio de Armas. En el aire enturbiado por el polvo brillaban los espejos de las cestas de los globos aerostáticos de los mercaderes amarrados a estrechas torrecillas. Más allá, al otro lado de las murallas septentrionales, un dirigible se elevaba desde los pilones del puerto aéreo y ponía rumbo este para emprender la peligrosa ruta a Zanzahar.

A Bahn le resultaba extraña, incluso entonces, la aparente normalidad con la que discurría la vida en la ciudad pese a la amenaza que se cernía sobre ella.

—¿A qué esperáis? —inquirió, jadeante Juno cuando alcanzó a sus padres.

Esta vez la sonrisa que se dibujó en los labios de Bahn era sincera.

—A nada —respondió.

En días como aquél, un abrasador día del Gran Necio en pleno verano, los habitantes de Bar-Khos tenían la costumbre de huir de las tórridas calles de la ciudad y peregrinar hasta la cima del Monte de la Verdad en busca de un clima más benigno. En los bancales que flanqueaban la llanura de la cumbre se extendía un parque que recibía una constante brisa fresca procedente del mar.

El sendero se nivelaba a su entrada en el parque y el pequeño Juno, que había ganado confianza como portador de la cesta, aprovechó la oportunidad para apretar el paso; adelantó primero a sus padres y luego esquivó a otras personas que caminaban con más parsimonia. Después toda la familia bordeó una angosta zona verde en la que un grupo de niños se enzarzaba en una pelea para dirimir a quién le correspondía hacer volar una cometa. Detrás de los niños, sentado en un banco cobijado bajo la sombra de un marchito jupe, un viejo monje mendigo aferrado a una botella de vino hablaba sin descanso con su perro, que no parecía escucharle.

El estruendo de otro trueno se propagó por el aire, en esta ocasión más nítido, dada la cercanía de las murallas meridionales de la ciudad. Juno se volvió hacia sus padres.

—¡Rápido! —les apremió, incapaz de contener su entusiasmo.

—Deberíamos haber traído la cometa para después —observó Marlee.

A su espalda, los críos hacía rato que habían dejado de reñir y el cubo de papel y astiles de pluma ya surcaba el cielo impelido por el viento.

Bahn asintió, pero no dijo nada. Observaba detenidamente un edificio que se levantaba en la cima de la montaña y ocupaba toda la parte central del parque. Estaba cercado por setos y tenía los muros salpicados de centenares de ventanas con los marcos blancos; algunas reflejaban el cielo, otras eran un fondo negro. El propio Bahn acudía casi cada día a aquel edificio para entregar sus informes en calidad de asesor del general Creed. De una manera inconsciente su mirada se deslizó por la fachada del Ministerio de la Guerra hacia donde sabía que se encontraba el despacho del general. Buscó alguna señal del anciano oficial, pensando que quizá se hallaría en ese momento contemplando el exterior desde alguna de las ventanas.

—Bahn —le reprendió su esposa, tirándole otra vez del brazo.

Por fin llegaron al margen sur del parque. Juno se adelantó y se abrió paso entre la multitud arrellanada sobre la hierba alta, pero fue aminorando la marcha hasta detenerse totalmente a medida que se desplegaba ante sus ojos la escena que tenía lugar abajo. Al punto la cesta se le resbaló de las manos.

Bahn llegó hasta él y se puso a recoger del suelo el contenido desparramado de la cesta sin quitar los ojos de encima a su hijo, con la misma atención que cuando, siendo más pequeño, había empezado a dar sus primeros pasos, vacilantes y peligrosos. Juno siempre había tenido prohibido visitar la colina solo, y hacía un año que había empezado a pedir —y luego a suplicar— que lo llevaran allí, azuzado por las historias que contaban sus amigos. Quería conocer de primera mano por qué la colina recibía el nombre de Monte de la Verdad.

A partir de aquel momento, y ya para siempre, lo sabría.

Desde el punto más meridional de la colina más alta de la ciudad se divisaba el mar, que bañaba las costas por el este y el oeste, y justo enfrente se desplegaba la larga lengua de tierra, de medio laq de ancho, conocida como el istmo de Lans, que se extendía como una carretera hacia el continente que se intuía en el extremo más alejado y que aquel día no era más que una maraña de contornos difuminados y nubes apenas distinguible desde tan lejos. Justo en el centro de aquel extenso istmo, transversales a él, se levantaban las inmensas murallas meridionales de Bar-Khos, construidas con bloques de piedra gris y conocidas como el Escudo.

Aquellos muros, que habían protegido la ciudad y, por tanto, también la isla de Khos —granero de las Islas Mercianas— de las invasiones por tierra durante siglos, se levantaban del suelo casi treinta metros, una altura superada por los torreones que se elevaban por encima de las almenas, y eran lo suficientemente antiguos como para haber dado nombre a la ciudad de Bar-Khos, «el Escudo de Khos». El conjunto defensivo estaba formado por seis tramos de murallas uno detrás de otro; al menos había sido así hasta la llegada de los mannianos, con sus banderas ondeando al viento y sus propósitos de conquista. Ya sólo quedaban cuatro para bloquear el paso por el istmo de Lans, de los cuales dos eran de reciente construcción. De las murallas más externas originales sólo quedaba una, sin puertas ni portillos, pues todas las entradas habían sido tapiadas y selladas con piedra y argamasa.

El Monte de la Verdad ofrecía las mejores vistas de la ciudad. Desde allí, y sólo desde allí, se permitía a los civiles contemplar la razón de ser de las murallas. Juno pestañeaba mientras su mirada se alejaba del Escudo y se dirigía hacia los mannianos que sitiaban las murallas, desplegados como una marea blanca por la superficie del istmo: el IV Ejército Imperial al completo.

Su rostro bisoño palideció y sus ojos se abrían como platos cada vez que descubría algún detalle nuevo.

El istmo de Lans estaba ocupado en su totalidad por una ciudad de tiendas de campaña resplandecientes, dispuestas con sumo orden en hileras y barrios divididos por calles con edificios de madera. La ciudad de tiendas se levantaba frente al Escudo, al otro lado de un número incontable de líneas de parapetos —murallas de tierra se levantaban a lo largo y ancho de una llanura de un apagado ocre— y zanjas sinuosas anegadas de agua negruzca. Detrás del tramo más cercano a aquellos parapetos, como unas bestias solazándose al sol, yacían las máquinas de asedio y los cañones que escupían humo y tronaban con un ritmo constante, pues disparaban sus proyectiles contra la ciudad con una regularidad pausada e inquebrantable que duraba ya, superando todas las expectativas, diez años.

—Naciste el mismo día que iniciaron el asalto a las murallas —dijo Marlee a su espalda, en un tono aparentemente calmado mientras desenvolvía un pedazo de keesh bañado en miel que llevaba en la cesta—. El parto se adelantó y cuando naciste no eras mayor que un cuarto de una hogaza de pan de soda. Supongo que la conmoción que me provocó la muerte de tu abuelo tuvo algo que ver, pues nos había dejado aquella misma mañana.

El cuadro que se desplegaba frente al muchacho se había apoderado de toda su atención y no daba muestras de estar escuchando a su madre, pese a que más de una vez le había pedido que le hablara sobre el día de su alumbramiento y siempre había recibido las respuestas más vagas y escuetas. Tanto Bahn como Marlee tenían sus propios motivos para no desear rememorarlo.

«Dale tiempo», dijo Bahn para sus adentros, sentándose en la hierba para examinar la escena con sus ojos expertos. Las palabras de su esposa le refrescaron la memoria y los recuerdos afloraron.

Bahn sólo tenía veintitrés años cuando estalló la guerra. Recordaba perfectamente dónde se encontraba cuando llegaron las primeras noticias de los refugiados que abandonaban en tropel el continente con destino a su ciudad: sentado en el bar del Monje Estrangulado, todavía sediento y ya borracho tras la cuarta cerveza negra. Aquella tarde había estado de un humor de perros. Había acabado harto aquella jornada como empleado en el almacén de carga del puerto aéreo y del paticorto de su capataz, un dictador en miniatura de la peor calaña; y todo por un salario que a duras penas les alcanzaba a él y a Marlee para llegar a final de mes.

Se había enterado de las noticias por boca de un mercader rechoncho que acababa de llegar del sur, con la cara rolliza encendida como la grana, como si hubiera hecho a la carrera todo el camino de regreso sólo para contar lo que enseguida pasó a relatar. Anunció sin aliento que Pathia había caído. Pathia, la población que lindaba al sur con Khos, era el enemigo tradicional de la ciudad de Bahn y la razón primigenia de la construcción del Escudo. Las palabras del comerciante provocaron un silencio repentino en todo el bar, los clientes lo escuchaban y la conmoción y la incredulidad crecían en igual medida. El rey Ottomek V, el infame trigésimo primer monarca de la dinastía de los Sanse, había sido tan estúpido como para dejarse capturar vivo, y los mannianos lo habían paseado —gritando, retorciéndose y dando bandazos— por las calles de la conquistada Bairat, arrastrado por un corcel blanco, hasta que su cuerpo había quedado totalmente desollado y despojado de orejas, nariz y genitales. Moribundo, lo habían arrojado a un pozo, donde milagrosamente había aguantado con vida toda la noche mientras los mannianos se mofaban de sus súplicas de piedad. Al amanecer habían llenado el pozo de piedras.

Hasta los hombres más curtidos del bar mascullaron oraciones y sacudieron la cabeza cuando el relato llegó a su fin. El pánico de Bahn fue en aumento: aquellas noticias eran funestas para todos. Desde antes incluso de que naciera él los mannianos habían recorrido el Midéres —un mar interior— conquistando una nación tras otra. Sin embargo, nunca antes se habían acercado tanto a Khos. Alrededor de Bahn, el debate se acaloraba y se multiplicaban los gritos, las discusiones y los poco convincentes intentos de algunos de añadir una pincelada de humor. Bahn se abrió paso hasta la salida y se apresuró a regresar a casa y reunirse con la que era su esposa desde hacía apenas un año. Subió a saltos la escalera que conducía a su minúscula vivienda llena de humedades encima de los baños públicos y soltó de un tirón, con toda su desesperación y su borrachera, lo que acababa de oír. Marlee trató de calmarlo hablándole con dulzura y luego le preparó un poco de chee con el pulso milagrosamente firme. Después hicieron el amor con una pasión serena —Bahn necesitaba distraerse— y ella no apartó los ojos de los de su marido en ningún momento mientras la cama crujía bajo sus cuerpos.

Aquella misma noche subieron a la azotea del edificio y escucharon con el resto de los habitantes de Bar-Khos los gritos de los refugiados apiñados por miles al otro lado de la muralla, implorando que les dejaran entrar. Desde algunos tejados, la gente gritaba que se abrieran las puertas, mientras que desde otros, con una cólera arrebatada, se exigía que se los dejara pudrirse fuera. Bahn recordó que Marlee rezaba entre dientes por aquellas pobres almas y mascullaba sus plegarias a Eres, la poderosa Madre del Mundo, y también cómo se movían sus labios, ennegrecidos por la peculiar luz que arrojaban las lunas gemelas suspendidas del cielo en el sur. «Ten piedad, dulce Eres. Permíteles entrar. Permíteles ponerse a salvo.»

El general Creed en persona ordenó abrir las puertas de la ciudad a la mañana siguiente. Los refugiados entraron atropelladamente en la ciudad y contaron historias de masacres y de comunidades enteras quemadas vivas por enfrentarse a los invasores.

A pesar de aquellos espeluznantes relatos, buena parte de los habitantes de Bar-Khos no se sentía amenazada y confiaba en la protección del fabuloso Escudo. Además, consideraba que los mannianos se mantendrían ocupados con el recién conquistado territorio meridional.

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