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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (11 page)

BOOK: El fin de la infancia
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George notó enseguida el olor. Era débil, pero penetrante, y no tan desagradable como misterioso. Jean, que también lo había advertido, fruncía el ceño tratando de identificarlo. Ácido acético, pensó George... es lo que más se le parece. Pero es, sin embargo, otra cosa...

La biblioteca terminaba en un espacio abierto, bastante amplio como para contener una mesa, dos sillas y algunos almohadones. Éste, seguramente, era el lugar donde leía casi siempre Rupert. Alguien estaba leyendo aquí ahora, con una luz demasiado débil.

Jean ahogó un grito y tomó la mano de George. Esta reacción tenía algún sentido. Una cosa era mirar una pantalla de televisión, y otra encontrarse con la realidad. George, que muy pocas veces se sorprendía por algo, se recuperó enseguida.

—Espero que no lo hayamos molestado, señor —dijo cortésmente—. No sabíamos que hubiese alguien aquí. Rupert no nos dijo nada.

El superseñor abandonó el libro un momento, los miró fijamente, y volvió a su lectura. Como era alguien capaz de leer, hablar y hacer probablemente varias otras cosas al mismo tiempo, no había en este acto ninguna descortesía. Sin embargo, para un observador humano, el espectáculo era inquietantemente esquizofrénico.

—Mi nombre es Rashaverak —dijo el superseñor amablemente—. Temo no ser muy sociable, pero no es fácil dejar la biblioteca de Rupert.

Jean alcanzó a evitar una risita nerviosa. El inesperado huésped estaba leyendo, advirtió, a razón de una página cada dos segundos. Jean tenía la seguridad de que el superseñor asimilaba todas las palabras, y se preguntó si sería capaz de leer una página con cada ojo. Y luego, naturalmente, se dijo a si misma, aprendería el sistema Braille para usar también los dedos... La imagen mental resultante era demasiado cómica como para recrearse en ella, así que trató de evitarla entrando en la conversación. Al fin y al cabo no todos los días se tenía la ocasión de hablar con uno de los amos de la Tierra.

Jean hizo las presentaciones y George dejó que la muchacha siguiera la charla esperando que no cayese en alguna falta de tacto. Como Jean, nunca se había encontrado con un superseñor. Aunque los superseñores solían verse con funcionarios del gobierno, hombres de ciencia y otras gentes parecidas, nunca había oído que asistiesen a fiestas privadas. Podía concluirse que esta fiesta no era realmente tan privada. La posesión, por parte de Rupert, de aquel aparato contribuía a afirmar la sospecha, y George comenzó a preguntarse, con letras mayúsculas: Qué Estaba Pasando. Tenía que interrogar a Rupert, tan pronto como lo viese en algún rincón.

Como no cabía en las sillas, Rashaverak se había sentado en el piso, donde se sentía, aparentemente, bastante cómodo, pues no había prestado atención a los almohadones cercanos. Tenía, pues, la cabeza a unos dos metros del suelo, y George tuvo una oportunidad verdaderamente única para estudiar biología extraterrestre. Desgraciadamente, como sabía muy poco de biología terrestre, nada pudo añadir a sus conocimientos. Sólo ese olor, peculiar, pero no desagradable, fue algo nuevo para él. Se preguntó qué olor tendrían los seres humanos para los superseñores, y esperó lo mejor.

No había nada realmente antropomórfico en Rashaverak. George alcanzó a comprender cómo, vistos desde lejos por ignorantes y aterrorizados salvajes, los superseñores podían haber parecido hombres alados, y dar pie, de esa manera, al convencional retrato del demonio. Desde cerca, sin embargo, gran parte de esa ilusión se desvanecía totalmente. Los cuernitos (¿qué función tendrían?) eran menos específicos, pero el cuerpo no se parecía al del hombre ni al de ningún animal que hubiese habitado la Tierra. Como procedentes de una rama evolutiva totalmente extraña, los superseñores no eran ni mamíferos, ni insectos, ni reptiles. Ni siquiera se podía afirmar que fuesen vertebrados. Esa armadura externa bien podía ser la única estructura de sostén.

Las alas de Rashaverak estaban plegadas de modo que George no podía verlas claramente, pero la cola, semejante a una delgada tubería estaba enrollada con todo cuidado sobre el piso. La famosa barba en que terminaba el apéndice era menos una punta de flecha que un largo y chato diamante. Servía, se creía comúnmente, para dar estabilidad al vuelo, como la cola de los pájaros. De algunos hechos y suposiciones aisladas semejantes, los hombres de ciencia habían concluido que los superseñores venían de un mundo de escasa gravedad y muy densa atmósfera.

La voz de Rupert brotó de pronto de un altavoz oculto:

—¡Jean! ¡George! ¿Dónde se han escondido? Bajen y únanse a la fiesta. La gente está empezando a murmurar.

—Quizá sea mejor que vaya yo también —dijo Rashaverak devolviendo el libro al estante sin moverse de su sitio. George notó por vez primera que Rashaverak tenía dos pulgares en oposición, con cinco dedos entre ellos. Qué espantosa aritmética, pensó, basada en el número catorce.

Rashaverak, de pie, era un espectáculo imponente, Como los superseñores tenían que inclinarse para no tocar los cielos rasos con la cabeza, era indudable que por más que quisiesen acercarse a los hombres siempre encontrarían dificultades.

En la última media hora habían llegado algunos otros cargamentos de invitados y la sala estaba casi repleta. La entrada de Rashaverak empeoró aún más las cosas, pues todos los que se encontraban en las habitaciones vecinas vinieron corriendo a verlo. Rupert se sentía muy complacido. Jean y George no estaban tan felices, ya que nadie los atendía. En realidad muy pocos podían verlos, pues se encontraban detrás del superseñor.

—Ven, acércate, Rashy, te presentaré a unos compinches —gritó Rupert—. Siéntate en este diván, así dejarás de rascar el cielo raso.

Rashaverak, con la cola recogida sobre un hombro, se abrió paso a través de la habitación como un rompehielos a través de unos témpanos. Cuando se sentó, junto a Rupert, la habitación pareció agrandarse de pronto. George suspiró aliviado.

—Me da claustrofobia cuando lo veo de pie. Me pregunto cómo Rupert habrá conseguido traerlo. Esta puede ser una fiesta interesante.

—Es raro que Rupert le hable de ese modo, y más aún en público. Pero a Rashaverak no parece importarle.

—Apuesto a que le importa. Pero Rupert adora las exhibiciones y carece totalmente de tacto. ¡Ah, y eso me recuerda algunas de tus preguntas!

—¿Como por ejemplo?

—¿Cuánto tiempo hace que está aquí? ¿Qué relaciones tiene usted con el supervisor Karellen? ¿Le gusta la Tierra? ¡No es modo de hablar con los superseñores!

—¿Y por qué no? Ya es hora de que alguien lo haga.

Antes que la discusión se hiciese más violenta los Shoenberger se acercaron a hablarles, y en seguida ocurrió la fisión. Las mujeres se unieron en un grupo para discutir a la señora Boyce; los hombres en otro para hacer exactamente lo mismo, aunque desde un punto de vista diferente. Benny Shoenberger, viejo amigo de George, tenía una abundante información al respecto.

—Por favor no se lo vayas a decir a nadie —le dijo—. Ruth no sabe nada, pero yo se la presenté a Rupert.

—Me parece —señaló George con envidia— que vale demasiado para Rupert. De todos modos, no puede durar. Pronto estará harta de él. —Esta última observación pareció animarlo considerablemente.

—No lo creas. Además de ser una belleza es una excelentísima persona. Es hora de que alguien se encargue de Rupert y Maia es la mujer indicada.

Rupert y Maia estaban sentados al lado de Rashaverak atendiendo solemnemente a los huéspedes. Las fiestas de Rupert tenían muy pocas veces algún centro de atracción, ya que consistían casi siempre en una media docena de grupos independientes que sólo se ocupaban de sus propios asuntos. Esta vez, sin embargo, todos tenían un mismo interés. George lo sintió bastante por Maia. Éste tenía que haber sido el día de la joven, pero Rashaverak la había eclipsado parcialmente.

—Oye —dijo George mordisqueando un sándwich—, ¿cómo demonios logró Rupert traer aquí a un superseñor? Nunca oí nada semejante. Pero Rupert parece aceptarlo como algo natural. Ni siquiera nos avisó al invitarnos.

Benny rió entre dientes.

—Otra de sus sorpresas. Mejor será que se lo preguntes a él. Pero esta no es la primera vez, al fin y al cabo. Karellen ha estado en algunas fiestas, en la Casa Blanca, en el palacio de Buckingham, en...

—¡Eh, pero esto es diferente! Rupert es un ciudadano perfectamente común.

—Y quizá Rashaverak es un superseñor de menor importancia. Pero será mejor que se lo preguntes a ellos.

—Lo haré —dijo George—, tan pronto como me encuentre a solas con Rupert.

—Entonces tendrás que esperar mucho.

Benny no se equivocaba, pero como la fiesta estaba animándose era más fácil tener paciencia. La leve parálisis ocasionada por la aparición de Rashaverak se había borrado. Se veía aún a un grupito cerca del superseñor, pero ya se habían producido las fragmentaciones de costumbre, y todos se comportaban con bastante naturalidad.

Sin mover la cabeza, George podía ver un famoso productor cinematográfico, un poeta menor, un matemático, dos actores, un ingeniero de energía atómica, el editor de un semanario de noticias, un virtuoso del violín, un profesor de arqueología, y un astrofísico. No había ningún representante de la profesión de George —escenógrafo de televisión—, y era mejor así, ya que no quería volver a sus preocupaciones habituales. A George le gustaba mucho su trabajo; en realidad, en esa época, y por primera vez en la historia humana, nadie trabajaba en algo que no le gustase; pero George era uno de esos hombres capaces de olvidar la oficina una vez terminada la tarea diaria.

Al fin logró atrapar a Rupert, que estaba experimentando con algunas botellas. Era una lástima traerlo a la realidad, en momentos en que tenía una mirada casi soñadora, pero George sabía ser rudo si era necesario.

—Óyeme, Rupert —le dijo, apoyándose en la mesa más cercana—. Creo que nos debes algunas explicaciones.

—Hum —dijo Rupert pensativamente, mientras hacia rodar la lengua por el interior de la boca—. Sobra un poquitito de gin, me parece.

—No te hagas el distraído, ni finjas que estás borracho, porque sé perfectamente que no lo estás. ¿De dónde has sacado a ese superseñor amigo tuyo? ¿Y qué está haciendo aquí?

—¿No te lo he dicho? —dijo Rupert—. Creí habérselo explicado a todos. No podías estar muy lejos... Claro, estabas escondido en la biblioteca. —Rupert emitió una risita que a George le pareció ofensiva—. La biblioteca, ¿sabes?, eso ha traído a Rashy.

—¡Qué cosa más rara!

—¿Por qué?

George calló un momento comprendiendo que esto requeriría cierto tacto. Rupert se sentía muy orgulloso de su original colección.

—Este... Bueno, cuando uno considera los conocimientos científicos que poseen los superseñores, es difícil pensar que puedan sentirse atraídos por los fenómenos psíquicos y todos esos disparates.

—Disparates o no —replicó Rupert— les interesa la psicología humana, y tengo algunos libros que pueden enseñarles muchas cosas. Pero antes de mudarme, cierto enviado, subalterno de los superseñores, o superseñor de los subalternos, fue a verme y me preguntó si podía prestarle cincuenta de mis más caros volúmenes. Uno de los conservadores del Museo Británico le había dicho que yo los tenía. Naturalmente, ya puedes imaginarte lo que le dije.

—No, no me lo imagino.

—Bueno, le repliqué muy cortésmente que había tardado veinte años en reunir mis libros. Yo permitiría con mucho gusto que los leyesen, pero tendrían que hacerlo aquí. De modo que Rashy vino a mi casa y ha estado absorbiendo unos veinte volúmenes por día. Me gustaría saber qué conclusiones saca.

George pensó un momento, y luego se encogió de hombros, disgustado.

—Francamente —dijo—, mi opinión sobre los superseñores ha descendido mucho. Pensé que emplearían mejor el tiempo.

—Eres un materialista incorregible. No creo que Jean esté de acuerdo contigo. Pero aún desde tu tan práctico punto de vista podrás encontrarle algún sentido. Me imagino que estudiarías las supersticiones de cualquier raza primitiva con la que tuvieras que tratar.

—Supongo que sí —dijo George, no muy convencido.

La mesa le estaba resultando un poco dura, así que se incorporó. Rupert había hallado al fin una mezcla satisfactoria y marchaba ya hacia sus huéspedes. Unas voces quejosas lo reclamaban.

—¡Eh! —protestó George—. Antes que te vayas tengo que hacerte otra pregunta. ¿Cómo conseguiste ese transmisor-receptor de televisión con que trataste de asustarnos?

—Fue algo así como una permuta. Indiqué que uno de esos dispositivos me ayudaría mucho en mi trabajo, y Rashy transmitió mi sugerencia a los cuarteles centrales.

—Perdóname por ser tan obtuso, ¿pero de qué te ocupas ahora? Me imagino, claro, que tiene alguna relación con animales.

—Eso es. Soy un superveterinario. Tengo a mi cargo diez kilómetros cuadrados de selva, y como mis pacientes no vienen a mí, voy yo hacia ellos.

—Un trabajo bastante pesado.

—Oh, claro que no resulta práctico ocuparse de la fauna menor. Sólo leones, elefantes, rinocerontes, y otros animales parecidos. Todas las mañanas preparo los controles para examinar unos cien metros cuadrados, me siento ante la pantalla y recorro la región. Cuando encuentro algún enfermo subo a mi máquina voladora con la esperanza de que mi tratamiento tenga éxito. A veces es bastante difícil. Los leones por ejemplo no ofrecen dificultades, pero tratar de aplicar una inyección a un rinoceronte con un dardo anestesiado es un trabajo de todos los demonios.

—¡Rupert! —gritó alguien desde la habitación vecina.

—Mira, mira lo que has hecho. Me he olvidado de mis huéspedes. Toma, lleva tú esta bandeja. Esos son los que tienen vermouth. No quiero que se mezclen.

Poco antes de la caída del sol George logró escaparse a la terraza. Algunos muy justificados motivos le habían provocado un ligero dolor de cabeza y sentía la necesidad de alejarse del ruido y la confusión. Jean, que bailaba mucho mejor que él, estaba todavía divirtiéndose, y no quería irse. George, ya alcohólicamente sentimental, se sintió molesto y decidió meditar en paz bajo las estrellas. Se llegaba a la terraza tomando la escalera mecánica hasta el primer piso, y subiendo luego por los peldaños en espiral que rodeaban el aparato de aire acondicionado. Los peldaños terminaban en una puerta que daba a la ancha y lisa terraza. La máquina volante de Rupert descansaba en uno de los extremos; el área central era un jardín —que ya mostraba signos de abandono— y el resto era simplemente una plataforma de observación con unas pocas sillas de lona. George se echó en una de estas sillas y lanzó a su alrededor una mirada imperial. Se sentía realmente dueño y señor de toda la escena. Era, para decirlo con sencillez, todo un espectáculo. La casa de Rupert había sido construida a orillas de una enorme represa que a unos cinco kilómetros de distancia, hacia el este, se convertía en pantanos y lagunas. Por el oeste el terreno era llano, y la selva llegaba casi hasta la casa. Pero más allá de la selva, a más de cincuenta kilómetros, una cadena montañosa se extendía como un muro, hacia el norte y el sur, hasta perderse de vista. Las cimas estaban veteadas de nieve, y más arriba, mientras caía el sol, ya en los últimos instantes de su carrera diaria, se encendían las nubes. Mientras contemplaba aquellos lejanos baluartes, George se sintió dominado por una repentina sobriedad.

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