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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (6 page)

BOOK: El fin de la infancia
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Envuelto por la oscuridad de ese eclipse parcial Van Ryberg siguió con los ojos puestos en el horizonte hasta que la nave y su monstruosa sombra se perdieron en el sur. No se oía ningún ruido, ni siquiera el silbido del aire y Van Ryberg comprendió que la nave, a pesar de su aparente cercanía, había pasado por lo menos a un kilómetro de altura. En seguida una ola de aire estremeció el edificio. En alguna parte una ventana estalló hacia adentro, y se oyó el ruido de unos vidrios rotos.

Todos los teléfonos de la oficina habían comenzado a sonar, pero Van Ryberg no se movió. Apoyado en el borde de la ventana, clavaba los ojos en el sur, paralizado por la presencia del poder ilimitado.

Stormgren hablaba con la impresión de que su mente recorría a la vez dos caminos distintos. En uno de ellos desafiaba a los hombres que lo habían capturado, en el otro esperaba que estos hombres lo ayudasen a descubrir el secreto de Karellen. Era un juego peligroso. Sin embargo, y ante su sorpresa, estaba gozando con ese juego.

El galés ciego había dirigido casi todo el interrogatorio. Era fascinante ver cómo esa mente ágil probaba una puerta tras otra, examinando y rechazando todas las teorías abandonadas ya por Stormgren. Al fin se echó hacia atrás con un suspiro.

—Así no vamos a ninguna parte —dijo resignadamente—. Necesitamos más hechos, y estos requieren acción y no discusiones. —Los ojos ciegos parecieron fijarse pensativamente en el secretario. Luego, durante un momento, sus dedos tamborilearon nerviosamente sobre la mesa. El primer indicio de inseguridad advirtió Stormgren. Al fin el galés continuó: —Estoy un poco sorprendido, señor secretario, de que no haya tratado usted de saber algo más acerca de Karellen.

—¿Y qué sugiere usted? —preguntó Stormgren fríamente, tratando de ocultar su interés—. Ya le he dicho que ese cuarto tiene una sola salida... y que esa salida conduce directamente a la Tierra.

—Me imagino que sería posible —reflexionó el otro— diseñar algunos instrumentos capaces de ayudarnos.

No soy hombre de ciencia, pero el problema merece investigarse. ¿Si le devolvemos la libertad colaborará con nosotros?

—De una vez por todas —dijo Stormgren agriamente—, aclaremos mi posición. Karellen está trabajando por un mundo unido, y yo no voy a ayudar a quienes lo combaten. No sé cuáles serán los propósitos del supervisor, pero creo que son buenos.

—¿Qué pruebas tiene usted?

—Todos sus actos, desde que las naves aparecieron en el cielo. Lo desafío a que me mencione uno solo que no haya resultado, en última instancia, beneficioso. —Stormgren calló unos instantes dejando que su mente recorriera los sucesos de los últimos años y al fin sonrió—. Si quiere usted una sola prueba de la esencial... cómo diría... benevolencia de los superseñores, recuerde aquella orden que lanzaron al mes escaso de su llegada prohibiendo la crueldad con los animales. Si hubiese tenido hasta entonces alguna duda sobre Karellen esa orden la hubiese borrado del todo, aunque le aseguro que me costó más preocupaciones que ninguna otra.

Esto era apenas una exageración, pensó Stormgren. El incidente había sido en verdad extraordinario, el primer indicio del odio que los superseñores sentían por la crueldad. Ese odio, y su pasión por la justicia y el orden, parecían ser las emociones que dominaban sus vidas... si uno podía juzgarlos por sus actos.

Y sólo aquella vez se mostró Karellen enojado o al menos con la apariencia del enojo. "Pueden matarse entre ustedes si les gusta —había dicho el mensaje—, ese es un asunto que queda entre ustedes y sus leyes. Pero si matan, salvo que sea para comer o en defensa propia, a los animales con quienes ustedes comparten el mundo... entonces tendrán que responder ante mí".

Nadie sabía exactamente la amplitud que podía tener este edicto o qué haría Karellen para asegurar su cumplimiento. No hubo mucho que esperar.

La plaza de toros estaba colmada cuando los matadores y sus acompañantes iniciaron su desfile. Todo parecía normal. La brillante luz del sol chispeaba sobre los trajes tradicionales, la muchedumbre, como tantas otras veces, alentaba a sus favoritos. Sin embargo, aquí y allá algunos rostros estaban vueltos ansiosamente hacia el cielo, hacia la lejana sombra de plata que flotaba a cincuenta kilómetros por encima de Madrid.

Los matadores habían ocupado ya sus lugares y el toro había entrado bufando en la arena. Los flacos caballos, con las narices dilatadas por el terror, daban vueltas a la luz del sol mientras sus jinetes trataban de que enfrentasen al enemigo. Se dio el primer lanzazo —se produjo el contacto— y en ese momento se oyó un ruido que jamás hasta entonces había sonado en la Tierra.

Era la voz de diez mil personas que gritaban de dolor ante una misma herida; diez mil personas que, al recobrarse de su sorpresa, descubrieron que estaban ilesos. Pero aquel fue el fin de la corrida y en verdad de todas las corridas, pues la novedad se extendió rápidamente. Es bueno recordar que los aficionados estaban tan confundidos que sólo uno de cada diez se acordó de pedir que le devolvieran el dinero, y que el diario londinense Daily Mirror empeoró aún más las cosas sugiriendo que los españoles adoptaran el cricket como nuevo deporte nacional.

—Quizá tenga usted razón —replicó el viejo galés—. Posiblemente los motivos de los superseñores son buenos, de acuerdo con sus puntos de vista, que a veces pueden ser similares a los nuestros; pero son unos entrometidos. Nunca les pedimos que viniesen a poner el mundo patas arriba, a destrozar ideales (sí, y naciones) que tantos sacrificios costaron.

—Soy de un pequeño país que ha tenido que luchar duramente por su libertad —replicó Stormgren—. Sin embargo, estoy de parte de Karellen. Usted podrá molestarlo, hasta oponerse al cumplimiento de sus fines, pero al fin todo será igual. Creo que es usted sincero. Teme que la tradición y la cultura de los pequeños países puedan desaparecer cuando el Estado Mundial sea una realidad. Pero se equivoca. Aún antes que los superseñores llegasen a la Tierra el Estado soberano ya estaba agonizando. Los superseñores no han hecho más que apresurar su fin. Nadie puede salvarlo ahora... y nadie tiene que tratar de salvarlo.

No hubo respuesta. El hombre sentado ante Stormgren no se movió ni habló. Se quedó allí, inmóvil, con los labios entreabiertos, y los ojos ciegos ahora sin vida. Los otros parecían también petrificados, con unas posturas forzadas y antinaturales. Con un gemido de horror Stormgren se incorporó y retrocedió hacia la puerta. Y de pronto algo rompió el silencio.

—Un hermoso discurso, Rikki. Gracias. Y ahora creo que podemos irnos.

Stormgren giró sobre sus talones y clavó los ojos en el sombrío corredor. Una esfera de metal, pequeña y lisa, flotaba a la altura de sus ojos; la fuente, sin duda alguna, de las misteriosas fuerzas a que habían recurrido los superseñores. Era difícil estar seguro, pero Stormgren creía oír un débil zumbido, como una colmena de abejas en un somnoliento día de verano.

—¡Karellen! ¡Gracias a Dios! ¿Pero qué ha hecho usted?

—No se preocupe. Todos están bien. Puede llamarlo una parálisis, aunque es algo mucho más sutil. Están viviendo mil veces más lentamente que de costumbre. Cuando nos hayamos ido no sabrán qué pasó.

—¿Los va a dejar aquí hasta que llegue la policía?

—No. Tengo un plan muy superior. Los dejaré en libertad.

Stormgren se sintió aliviado de algún modo. Lanzó una mirada de despedida al cuartito y sus helados ocupantes. Joe se sostenía en un pie, mirando estúpidamente el vacío. De pronto Stormgren se echó a reír y se revisó los bolsillos.

—Gracias por la hospitalidad, Joe —dijo—. Quiero dejarle un recuerdo.

Examinó varias hojas de papel hasta que encontró los números que buscaba. Luego, en una hoja razonablemente limpia, escribió cuidadosamente:

BANCO DE MANHATTAN

Páguese a Joe la suma de ciento treinta y cinco dólares y cincuenta centavos (135,50).

R. Stormgren.

Mientras dejaba la hoja de papel al lado del polaco, oyó la voz de Karellen que preguntaba:

—¿Qué está usted haciendo, exactamente?

—Los Stormgren siempre pagan sus deudas. Los otros dos hacían trampa, pero Joe jugaba con corrección. Por lo menos nunca lo sorprendí trampeando.

Stormgren caminó hacia la puerta aliviado y alegre, como con cuarenta años menos. La esfera de metal se apartó para dejarlo pasar. Pensó que se trataba de una especie de robot. Eso explicaba que Karellen hubiese podido entrar en el túnel subterráneo.

—Siga derecho cien metros —dijo la esfera, con la voz de Karellen—. Luego doble hacia la izquierda y recibirá nuevas instrucciones.

Stormgren se adelantó con rapidez aunque comprendía que no había por qué apresurarse. La esfera se quedó allí, suspendida en el corredor, cubriéndole, quizá, la retirada.

Un minuto después se encontró con una segunda esfera, que lo esperaba en un ramal del corredor.

—Le falta un kilómetro —dijo la esfera—. Conserve la izquierda hasta que volvamos a vernos.

Seis veces se encontró Stormgren con las esferas mientras caminaba hacia la salida. Al principio se preguntó si el robot estaría adelantándosele. Luego pensó que se trataba de un circuito de máquinas instalado en las profundidades de la mina. A la salida, algunos guardianes formaban un grupo de increíble estatuaria, vigilados por otra de las ubicuas esferas. En la falda de una loma, a unos pocos metros, descansaba la máquina volante que llevaba a Stormgren a la nave de Karellen.

Stormgren se detuvo un momento, parpadeando a la luz del sol. Luego vio las arruinadas maquinarias, y más lejos un camino abandonado que se perdía entre unos montes. A unos pocos kilómetros de distancia un bosque muy denso rozaba la base de los montes, y mucho más allá se podía ver el agua brillante de un extenso lago. Stormgren sospechó que se encontraba en algún lugar de Sudamérica, aunque no era fácil decir de dónde nacía esa impresión.

Mientras subía a la máquina volante, lanzó una última mirada a los hombres helados. Luego la puerta se cerró y Stormgren se dejó caer, con un suspiro de alivio, en el asiento familiar.

Esperó un rato, mientras recobraba el aliento, y luego emitió una expectante y única sílaba:

—¿Bien?

—Lamento no haberlo rescatado antes. Pero usted comprenderá que era importantísimo que se reuniesen todos los jefes.

—¿Quiere usted decir —balbuceó Stormgren— que supo siempre dónde estaba yo? Si lo hubiese pensado...

—No se apresure —dijo Karellen—. Por lo menos déjeme terminar.

—Muy bien —dijo Stormgren sombríamente—, escucho.

Estaba empezando a sospechar que había sido sólo un cebo en una trampa preparada de antemano.

—Yo tenía un... quizá "rastreador" es la palabra más apropiada... que lo seguía a usted a todas partes —comenzó a decir Karellen—. Aunque sus últimos amigos suponían correctamente que yo no podría seguirlo bajo tierra, logré mantener el contacto hasta que lo metieron a usted en la mina. El traspaso en el túnel fue algo ingenioso, pero cuando el primer automóvil dejó de reaccionar el plan quedó al descubierto y volví a localizarlo a usted inmediatamente. Luego todo se redujo a esperar. Era indudable que tan pronto como creyesen que yo lo había perdido, los jefes vendrían a la mina y podríamos capturarlos.

—¡Pero los dejó escapar!

—Hasta ahora —continuó Karellen— yo no podía decir quiénes eran, entre los dos billones que habitan en este planeta, las verdaderas cabezas de la organización. Ahora que han sido identificados podré seguir con facilidad sus movimientos y estudiar detenidamente, si así lo deseo, todos sus actos. Será mejor que meterlos en la cárcel. Si dejan de actuar traicionarán a sus otros camaradas. Están totalmente neutralizados, y no lo ignoran. El rescate les parecerá inexplicable, pues usted se habrá desvanecido ante ellos.

Los ecos de aquella risa profunda llenaron la minúscula habitación.

—El asunto parece una comedia, pero tiene un propósito muy serio. Más que los hombres de esta organización me importa el efecto moral que esto ejercerá en otros grupos.

Stormgren se quedó callado unos instantes. No estaba totalmente satisfecho, pero comprendía el punto de vista de Karellen, y ya no se sentía tan irritado.

—Lamento tener que hacerlo en estos últimos días —dijo al fin—, pero voy a instalar una guardia permanente en mi casa. Que la próxima vez secuestren a Peter. A propósito, ¿cómo se ha portado?

—Lo he observado con atención durante esta última semana sin mezclarme en sus asuntos. En general ha llevado todo muy bien, pero no es hombre para ese puesto.

—Suerte para él —dijo Stormgren, aún un poco molesto—. Y a propósito, ¿le ha llegado algún mensaje de sus superiores... acerca de esa ocultación? He visto que sus enemigos se apoyan principalmente en ese argumento. "Nunca creeremos en los superseñores hasta que se muestren en público" me decían, una y otra vez.

Karellen suspiró.

—No. No he recibido nada. Pero ya sé cuál será la respuesta.

Stormgren, como otras veces, no insistió; pero se le ocurría que ahora podía esbozar un plan. Recuerdo las palabras del galés. Sí, quizá podían inventar algunos instrumentos...

Se había rehusado ante la presión de aquellos hombres, y ahora lo intentaría quizá voluntariamente.

4

Nunca se le hubiera ocurrido a Stormgren, aun unos pocos días antes, que hubiese podido considerar seriamente la acción que estaba planeando. Ese melodramático y ridículo rapto, que ahora le parecía un folletín de televisión de tercera categoría, era probablemente una de las causas principales de su cambio de opinión. Stormgren, enemigo hasta de las batallas verbales de la sala de conferencias, había estado expuesto por primera vez a la violencia física. El virus debía de haberle contaminado la sangre, o simplemente estaba acercándose con demasiada rapidez a la segunda infancia.

Motivos también muy importantes eran su curiosidad y la determinación de devolver el golpe. Indudablemente lo habían utilizado como cebo, y aunque la mejor de las razones hubiese guiado a Karellen, Stormgren no estaba dispuesto a perdonarlo en seguida.

Pierre Duval no se sorprendió cuando Stormgren entró en su oficina sin anunciarse. Eran viejos amigos y nada tenía de raro que el secretario visitase personalmente al jefe del departamento científico. Si Karellen, o algún subordinado, apuntase sus instrumentos de vigilancia hacia esta determinada oficina no tendría, en verdad, por qué sorprenderse.

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