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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (3 page)

BOOK: El fin de la infancia
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De la oculta rejilla vino aquella voz serena, y sin prisa, que Stormgren conocía tan bien, aunque el mundo la había oído en una única ocasión. Su profundidad y resonancia —únicos indicios acerca de la naturaleza física de Karellen —daban una abrumadora impresión de gran tamaño. Karellen era grande, quizá mucho más grande que un ser humano. Aunque algunos hombres de ciencia, después de haber analizado los registros de su único discurso, habían sugerido que la voz provenía de una máquina. Stormgren nunca había podido creerlo.

—Sí, Rikki, me he enterado de esa pequeña entrevista. ¿Qué le ha hecho usted al señor Wainwright?

—Es un hombre honesto, aunque muchos de sus partidarios no lo sean. ¿Qué hacemos con él? La Liga en sí no encierra ningún peligro; pero algunos de sus miembros, los más extremistas, predican abiertamente la violencia. Me he estado preguntando si no convendrá que instale una guardia en mi casa. Aunque espero que no será necesario.

Karellen eludió la cuestión con ese modo fastidioso en que caía algunas veces.

—Los detalles de la Federación Mundial se conocen desde hace un mes. ¿Ha aumentado sustancialmente ese siete por ciento que no está de acuerdo conmigo o ese otro indeciso doce por ciento?

—No todavía. Pero eso no tiene importancia. Lo que me preocupa es ese sentimiento, difundido aun entre nuestros partidarios, de que esta ocultación tiene que terminar.

El suspiro de Karellen fue técnicamente perfecto, pero le faltó convicción.

—Usted opina lo mismo, ¿no es así?

La pregunta era tan retórica que Stormgren no se molestó en responder.

—Me pregunto si apreciará usted realmente —continuó, muy serio— cómo complica mi tarea este estado de cosas.

A mí tampoco me ayuda mucho —dijo Karellen—. Desearía que dejaran de verme como un dictador, y recordaran que sólo soy un funcionario encargado de administrar una política colonial que no he preconizado.

Era, pensó Stormgren, una descripción bastante atractiva. Se preguntó hasta qué punto sería verdadera.

—¿No puede, por lo menos, explicarnos de algún modo esa ocultación? No la entendemos, y nos preocupa y da origen a incesantes rumores.

Karellen emitió aquella risa rica y profunda, de una resonancia excesiva para ser realmente humana.

—¿Qué se supone que soy ahora? ¿Todavía circula la teoría del robot? Puede que sea una masa de válvulas electrónicas y no esa especie de ciempiés... oh, sí, he visto esa caricatura del Chicago Tribune. He estado pensando en solicitar el original.

Stormgren apretó los labios. En ciertas ocasiones Karellen se tomaba sus deberes muy a la ligera.

—Esto es serio —dijo con un tono de reproche,

—Mi querido Rikki —replicó Karellen—, sólo no tomándome en serio a la raza humana he logrado conservar en parte mi antigua e inconmensurable inteligencia.

Stormgren sonrió a pesar de sí mismo.

—Eso no me ayuda mucho, ¿no es cierto? Tendré que decirles a mis semejantes que aunque usted no se muestra en público no tiene nada que ocultar. No será una tarea muy sencilla. La curiosidad es una de las características humanas dominantes. Usted no puede desafiarla indefinidamente.

—De todos los problemas que hemos encontrado en la Tierra, éste es el más difícil —admitió Karellen—. Usted ha creído en nuestra sabiduría en otras ocasiones. Seguramente también ahora confía en nosotros.

—Yo confío en ustedes —dijo Stormgren—, pero no Wainwright, ni tampoco sus partidarios. ¿Puede usted acusarlos si interpretan mal su poco deseo de mostrarse en público?

Durante un momento Karellen guardó silencio. Stormgren oyó luego un débil sonido (¿un crujido?) causado quizá por un leve movimiento del cuerpo del supervisor.

—Usted sabe por qué Wainwright y los hombres como él me tienen miedo, ¿no es así? —preguntó Karellen. Hablaba ahora con una voz apagada, como un órgano que deja caer sus notas desde la alta nave de una catedral—. Hay seres como él en todas las religiones del universo. Saben muy bien que nosotros representamos la razón y la ciencia, y por más que crean en sus doctrinas, temen que echemos abajo sus dioses. No necesariamente mediante un acto de violencia, sino de un modo más sutil. La ciencia puede terminar con la religión no sólo destruyendo sus altares, sino también ignorándolas. Nadie ha demostrado, me parece, la no existencia de Zeus o de Thor, y sin embargo tienen pocos seguidores ahora. Los Wainwrights temen, también, que nosotros conozcamos el verdadero origen de sus religiones. ¿Cuánto tiempo, se preguntan, llevan observando a la humanidad? ¿Habremos visto a Mahoma en el momento en que iniciaba su hégira o a Moisés cuando entregaba las tablas de la ley a los judíos? ¿No conoceremos la falsedad de las historias en que ellos creen?

—¿Y la conocen ustedes? —murmuró Stormgren, casi para sí mismo.

—Ese, Rikki, es el miedo que los domina, aunque nunca lo admitirán abiertamente. Créame, no nos causa ningún placer destruir la fe de los hombres, pero todas las religiones del mundo no pueden ser verdaderas, y ellos lo saben. Tarde o temprano, el hombre tendrá que admitir la verdad; pero ese tiempo no ha llegado aún. En cuanto a nuestro ocultamiento —y usted tiene razón al afirmar que agrava nuestros problemas— es una cuestión que escapa a mi dominio. Lamento la necesidad de este secreto tanto como usted, pero los motivos son suficientes. De todos modos trataré de obtener una declaración de mis... superiores que pueda satisfacerlo a usted y que quizá aplaque a la Liga de la Libertad. Ahora, por favor, ¿podemos empezar con los asuntos del día?

—¿Y bien? —preguntó Van Ryberg con ansiedad—. ¿Ha tenido suerte?

—No lo sé —respondió Stormgren, cansado, mientras tiraba sus papeles sobre el escritorio y se dejaba caer en su sillón—. Karellen consultará con sus superiores, quienesquiera que sean. No quiso prometerme nada.

—Escúcheme —dijo Pieter bruscamente— Se me acaba de ocurrir. ¿Qué motivos tenemos para creer que existe alguien por encima de Karellen? Suponga que todos los superseñores, como los hemos bautizado, estén aquí sobre la Tierra, en esas naves. Quizá no tienen adonde ir y lo están ocultando.

—Una teoría ingeniosa —dijo Stormgren haciendo una mueca—. Pero no está de acuerdo con lo poco que sé, o creo saber, de la posición de Karellen.

—¿Qué sabe usted?

—Bueno, Karellen habla a menudo de su posición como si fuese algo transitorio que le impide dedicarse a su verdadero trabajo, algo así como matemática, me parece. En una ocasión le cité las palabras de Acton sobre la corrupción del poder, y cómo el poder absoluto corrompe de un modo absoluto. Me interesaba conocer su reacción. Karellen se rió con esa su risa cavernosa, y dijo: "No hay peligro de que me pase eso. Ante todo, cuanto antes termine aquí mi trabajo más pronto podré volver al lugar donde resido. Y además yo no gozo de absoluto poder, de ningún modo. Sólo soy... un supervisor." Claro que podía estar engañándome. Nunca puedo estar seguro.

—Karellen es inmortal ¿no?

—Sí, de acuerdo con nuestro punto de vista. Pero hay algo en el futuro que Karellen parece temer. No puedo imaginármelo. Y eso es todo.

—No es muy terminante. Según mi teoría su flota se ha extraviado en el espacio y anda en busca de un nuevo hogar. No quiere que sepamos que él y sus compañeros son realmente unos pocos. Quizá todas las otras naves son automáticas, sin tripulantes. Una fachada imponente y nada más.

—Me parece que ha estado usted leyendo mucha ciencia ficción —dijo Stormgren.

Van Ryberg sonrió con timidez.

—La invasión del espacio no resultó lo que esperábamos, ¿no es cierto? Mi teoría podría explicar por qué Karellen no se muestra nunca. Desea que ignoremos que no hay otros superseñores.

Stormgren sacudió la cabeza con una divertida incredulidad.

—Su teoría, como de costumbre, es demasiado ingeniosa para ser verdadera. Aunque sólo podemos suponerlo, tiene que haber una gran civilización detrás del supervisor, una civilización que conoce desde hace mucho la existencia del hombre. Karellen mismo ha estado estudiándonos desde hace siglos. Fíjese en su dominio del inglés. ¡Me enseña a mí cómo tengo que hablarlo!

—¿Ha descubierto usted alguna vez algo que Karellen no sepa?

—Oh, sí, muchas veces, pero sólo trivialidades. Me parece que tiene una memoria absolutamente perfecta, aunque hay algunas cosas que no ha tratado de aprender. Por ejemplo, el inglés es el único lenguaje que entiende de veras, aunque en los dos últimos años se ha metido en la cabeza unas buenas porciones de finlandés sólo para fastidiarme. Y el finlandés no se aprende rápidamente. Karellen es capaz de citar largos trozos del Kalevala. Me avergüenza confesar que yo sólo sé unas pocas líneas. Conoce también las biografías de todos los estadistas vivientes y a veces soy capaz de identificar las fuentes que ha usado. Su dominio de la historia y de la ciencia parece completo... Ya sabe usted cuánto hemos aprendido de él. Sin embargo, consideradas aisladamente, no creo que sus dotes sobrepasen las de los seres humanos. Pero no hay hombre capaz de hacer todo lo que él hace.

—En eso ya hemos estado de acuerdo otras veces —convino Van Ryberg—. Podemos discutir incansablemente acerca de Karellen y siempre llegamos al mismo punto: ¿por qué no se muestra en público? Mientras no se decida a hacerlo yo seguiré elaborando mis teorías y la Liga de la Libertad seguirá lanzando sus anatemas.

Van Ryberg echó una mirada rebelde hacia el cielo raso.

—Espero, señor supervisor, que en una noche oscura un periodista llegue en un cohete hasta su nave y entre por la puerta de atrás con una cámara fotográfica. ¡Qué primicia sería!

Si Karellen estaba escuchando no lo demostró. Pero, naturalmente, no lo demostraba nunca.

En el primer año, el advenimiento de los superseñores, contra todo lo que podía esperarse, apenas había alterado la vida humana. Sus sombras estaban en todas partes, pero eran unas sombras poco molestas. Aunque había escasas ciudades en las que los hombres no pudiesen ver uno de esos navíos de plata, relucientes bajo el cenit, al cabo de un cierto tiempo todos aceptaron su existencia así como aceptaban la existencia del Sol, la Luna o las nubes. La mayoría de los hombres apenas advirtió que la elevación constante del nivel de vida se debía a los superseñores. Cuando pensaban en eso, lo que ocurría raramente, advertían que gracias a esas naves silenciosas reinaba por primera vez en toda la historia una paz universal, y se sentían entonces debidamente agradecidos.

Pero estos beneficios, negativos y poco espectaculares, eran olvidados tan pronto como se los aceptaba. Los superseñores seguían allá en lo alto, ocultando sus caras a la humanidad. Karellen podía obtener respeto y admiración, pero nada más profundo mientras siguiese con esa política. Era difícil no sentirse resentido contra esos dioses olímpicos que hablaban con los hombres sólo a través de las radioteletipos desde la sede de las Naciones Unidas. Lo que ocurría entre Karellen y Stormgren nunca se revelaba públicamente y a veces Stormgren mismo se preguntaba por qué el supervisor consideraba necesarias tales entrevistas. Quizá Karellen sentía la necesidad de mantenerse en contacto por lo menos con un hombre; quizá comprendía que Stormgren necesitaba esta forma de apoyo personal. Si ésta era la explicación el secretario la apreciaba de veras. No le importaba a Stormgren que la Liga de la Libertad lo llamase "el mandadero de Karellen".

Los superseñores no trataban nunca separadamente con Estados o gobiernos. Habían tomado la organización de las Naciones Unidas tal como la habían encontrado al llegar, habían dado sus instrucciones para instalar el indispensable equipo de radio, y habían comunicado sus órdenes por boca del secretario de la organización. El delegado soviético había apuntado correctamente, en largos discursos y en innumerables ocasiones, que este proceder contradecía las disposiciones de la carta. Karellen no parecía preocuparse.

Era asombroso que tantos abusos, locuras y maldades pudiesen ser borradas totalmente por esos mensajes del cielo. Con la llegada de los superseñores las naciones supieron que ya no tenían por qué temerse unas a otras, y adivinaron —aún antes que se hiciese aquella tentativa— que las armas existentes por ese entonces eran inútiles ante una civilización capaz de tender un puente estelar. De modo que el mayor y único obstáculo para la felicidad de los hombres fue prontamente anulado.

Los superseñores parecieron despreocuparse de las formas de gobierno, una vez que comprobaron que no se utilizarían para oprimir o corromper a los hombres. Siguieron funcionando en la Tierra las democracias, las monarquías, las dictaduras benévolas, el comunismo y el capitalismo. Muchas almas simples, que estaban convencidas de que la suya era la única forma posible de vida, recibieron una gran sorpresa. Otros creían que Karellen estaba dejando pasar el tiempo para introducir luego un sistema que borraría todos los otros sistemas sociales, y que por la misma razón no se molestaba en hacer reformas políticas sin importancia. Pero ésta como todas las otras especulaciones sobre aquellos seres eran meras hipótesis. Nadie conocía sus motivos, y nadie sabía hacia qué futuro estaban arreando a la humanidad.

3

Stormgren dormía mal aquellas noches, lo que era raro, pues pronto dejaría definitivamente sus tareas. Había servido a la humanidad durante cuarenta años, y a sus amos durante seis, y pocos hombres podían rememorar una vida en la que se hubiesen cumplido tantas ambiciones. Quizá ése era el problema: en sus días de jubilado, por muchos que fuesen, no tendría ante sí el aliciente de una meta. Desde la muerte de su mujer, Marta, y con sus hijos establecidos en sus propios hogares, sus lazos con el mundo parecían haberse debilitado. Era posible, también, que estuviese comenzando a identificarse con los superseñores, y desinteresándose así de la humanidad.

Ésta era otra de esas noches inquietas en las que el cerebro le daba vueltas como una máquina abandonada por su operario. Sabía que era inútil tratar de conciliar el sueño, y abandonó pesaroso la cama. Se puso una bata y subió a la terraza jardín que coronaba sus modestas habitaciones. Cualquiera de sus subordinados disfrutaba de una morada más amplía y lujosa, pero ésta bastaba para las necesidades de Stormgren había llegado a una posición en la que ningún bien personal, ni ninguna ceremonia, podían añadir algo a su estatura.

La noche era calurosa, casi sofocante, pero el cielo era claro y una luna amarilla colgaba allá en el sudoeste. Las luces de Nueva York brillaban en el horizonte como un amanecer inmóvil.

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