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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (8 page)

BOOK: El fin de la infancia
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—Aquí está tu portafolio —dijo Duval—. Intacto.

—Gracias —respondió Stormgren, examinándolo cuidadosamente—. Ahora espero que me digas de qué se trata y qué nos queda todavía por hacer.

El físico parecía más interesado en sus propios pensamientos.

—Lo que no puedo comprender —dijo— es lo fácil que ha resultado todo. Si yo fuese Karellen...

—Pero no lo eres. Vamos, al asunto ¿Qué hemos descubierto?

—¡Ay, estas excitables y supersensitivas razas nórdicas! —suspiró Duval— Hemos usado un aparato de radar de baja potencia. junto con las ondas de radio de frecuencia muy alta, utilizamos las infrarrojas... en fin, todas las ondas que deben de ser invisibles para cualquier criatura, aun aquellas dotadas de ojos muy raros.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Stormgren, interesándose a pesar de sí mismo en aquel problema técnico.

—Bueno... no podemos estar completamente seguros —admitió Duval con desgano—. Pero Karellen te ve bajo una luz normal, ¿no es as¡? Así que sus ojos, con relación al espectro, tienen que ser parecidos a los ojos de los terrestres. De todos modo, dio resultado. Hemos comprobado que detrás de esa pantalla hay una gran habitación. La pantalla tiene unos tres centímetros de espesor, y el espacio que se extiende al otro lado tiene por lo menos unos diez metros de longitud. No pudimos recoger ningún eco de esa distante pared, ya que usamos un radar de muy poca potencia. Sin embargo, hemos obtenido esto.

Duval mostró un trozo de papel fotográfico en el que se veía una simple línea ondulada. En un punto la línea se torcía levemente como la gráfica de un débil terremoto.

—¿Ves esa irregularidad?

—Sí, ¿qué es?

—Karellen.

—¡Dios mío! ¿Estás seguro?

—Podemos suponerlo. Está sentado, o de pie, o de cualquier otro modo, a dos metros de la pantalla. Si hubiésemos obtenido un registro mejor hasta podríamos calcular su tamaño.

Los sentimientos de Stormgren eran algo confusos mientras observaba aquella leve inflexión de la línea. Hasta ahora no había podido saber si el cuerpo de Karellen era de naturaleza material. La evidencia era todavía indirecta, pero la aceptó sin más dudas.

—También hemos calculado —dijo Duval— la transparencia de la pantalla con relación a una luz común. Creo que tenemos una idea bastante exacta. De todos modos no importa. El error no puede ser muy grande. Ya comprenderás, claro, que esos vidrios transparentes por una cara y opaca por la otra no existen en realidad. Se trata sólo de un modo de arreglar las luces. Karellen se sienta en una habitación a oscuras, tú en una iluminada. Eso es todo. Duval rió entre dientes. —Bueno, vamos a cambiar eso.

Con los ademanes de un mago que hace aparecer una camada de conejos, Duval se inclinó sobre el escritorio y extrajo de un cajón una linterna enorme. Uno de los extremos terminaba en una cabeza. El aparato parecía un trabuco.

Duval sonrió mostrando los dientes.

—No es tan peligrosa como parece. Sólo tienes que apuntar la boca hacia la pantalla y apretar el gatillo. La linterna lanza un rayo de luz muy poderoso que dura unos diez segundos. Ese tiempo te basta para que ilumines toda la habitación. La luz pasará a través de la pantalla e iluminará magníficamente a tu amigo.

—¿No le hará daño a Karellen?

—Será mejor que primero apuntes hacia abajo. Así se le irán adaptando los ojos. Supongo que tiene reflejos como nosotros, y no hay por qué dejarlo ciego.

Stormgren miró el arma con ciertas dudas y la tomó en la mano. Durante estas últimas semanas la conciencia había estado molestándolo bastante. Karellen lo había tratado siempre con mucho cariño, a pesar de su ocasional y abrumadora franqueza, y ahora que se acercaban al fin no quería que nada estropease aquella amistad. Pero el supervisor ya había sido advertido, y Stormgren estaba seguro que, si de Karellen dependiese, ya se hubiese mostrado ante él. Ahora la decisión quedaba en sus propias manos. Cuando la última sesión estuviese concluyendo, Stormgren vería la cara de Karellen.

Siempre, claro, que Karellen tuviese cara.

El nerviosismo que Stormgren había sentido en un comienzo ya se había desvanecido. Karellen hablaba casi continuamente, entretejiendo las intrincadas frases que se complacía en usar. En un tiempo éste le había parecido a Stormgren uno de los más asombrosos, y ciertamente el más inesperado, de los dones de Karellen. Ahora ya no le parecía tan maravilloso, pues sabía que, como casi todas las habilidades del supervisor, se debía más a una inteligencia muy desarrollada que a un talento especial.

Cuando Karellen daba a sus pensamientos la lentitud del lenguaje de los hombres, poco le costaba adornarlos con cierto brillo literario.

—No es necesario que usted o sus sucesores se preocupen indebidamente por las actividades de la Liga de la Libertad, ni siquiera cuando se recobre de su actual decaimiento. Ha estado muy tranquila durante este último mes, y aunque volverá a revivir, no representará ningún verdadero peligro. Al contrario, como es siempre conveniente saber qué hacen nuestros enemigos, la Liga no deja de ser una institución muy útil. Si llegara a tener dificultades financieras creo que tendríamos que subvencionarla.

Stormgren nunca sabía bien en qué momento bromeaba Karellen. Se mantuvo impasible y siguió escuchando.

—Muy pronto la Liga perderá otro de sus argumentos. Se ha criticado mucho, a veces de un modo muy infantil, la posición especial que ha tenido usted durante estos últimos años. En los primeros días de mi administración me pareció inevitable, pero ahora que el mundo ya está casi organizado, adoptaré otra política. En el futuro, todas mis relaciones con la Tierra serán indirectas y la oficina del secretario general podrá volver a su forma anterior.

»Durante los próximos cincuenta años habrá muchas crisis, pero pasarán. La estructura del futuro es bastante clara, y un día, aun una raza como la suya, que tiene recuerdos tan remotos, habrá olvidado todas estas dificultades.

Las últimas palabras fueron pronunciadas con un énfasis tan particular que Stormgren se quedó helado en su asiento. Karellen, estaba seguro, nunca caía en un desliz; sus indiscreciones estaban calculadas en todos sus detalles. Pero no hubo tiempo para hacer preguntas —que indudablemente no obtendrían respuesta—. El supervisor ya estaba hablando de otra cosa.

—Muy a menudo ha tratado usted de saber cuáles eran mis planes a largo plazo —continuó Karellen—. La fundación del Estado mundial es, por supuesto, sólo el primer escalón. Usted llegará a verlo; pero el cambio será tan imperceptible que muy pocos se darán cuenta. Luego sobrevendrá un período de lenta consolidación, durante el cual los hombres se prepararán para recibirnos. Y luego llegará ese día. Lamento que usted no vaya a estar allí.

Stormgren, con los ojos muy abiertos, miraba más allá de la oscura barrera de la pantalla. Estaba mirando el futuro, imaginando el día que nunca iba a ver, cuando las grandes naves de los superseñores bajasen al fin a la Tierra y abriesen sus puertas ante el mundo expectante.

—Ese día —siguió diciendo Karellen—, la raza humana experimentará lo que sólo puede llamarse una discontinuidad psicológica. Pero no se producirá realmente ningún daño. Seremos parte de sus vidas, y cuando se encuentren con nosotros no les pareceremos... extraños... como les pareceríamos a ustedes.

El supervisor no se había mostrado nunca tan contemplativo, pero Stormgren no se sorprendió. No creía haber conocido más que unos pocos rasgos del carácter de Karellen. El verdadero Karellen era un ser desconocido —y quizá incognoscible— para las mentes humanas. Y Stormgren sintió una vez más que los verdaderos intereses del supervisor estaban en otra parte, y que gobernaba la Tierra con sólo una fracción de su mente, con tan poco esfuerzo como el que un maestro del ajedrez tridimensional emplea en jugar una partida de damas.

—¿Y después? —preguntó Stormgren suavemente.

—Entonces comenzará nuestro verdadero trabajo.

—Me he preguntado muchas veces qué trabajo será ése. Ordenar nuestro planeta, civilizar la raza humana, son sólo medios... Tienen ustedes que tener un fin. ¿Podremos salir al espacio y ver otros mundos y hasta quizá colaborar con ustedes?

—Puede usted explicarlo de ese modo —dijo Karellen, y hubo en su voz una clara y sin embargo inexplicable nota de tristeza que perturbó singularmente a Stormgren.

—Pero suponga que al fin su experimento fracase. En nuestras relaciones con las razas primitivas nos ocurrió algo parecido. Seguramente han tenido ustedes sus fracasos.

—Sí —dijo Karellen tan débilmente que Stormgren apenas lo oyó—. Hemos tenido nuestros fracasos.

—¿Y qué hacen entonces?

—Esperamos... y probamos de nuevo.

Hubo una pausa que duró quizá cinco segundos. Cuando Karellen volvió a hablar, sus palabras fueron tan inesperadas que durante un instante Stormgren no reaccionó.

—¡Adiós, Rikki!

Karellen le había tendido una trampa. Quizá era ya muy tarde. La parálisis de Stormgren duró sólo un momento. En seguida, con un movimiento rápido, bien ensayado, encendió la linterna y la apretó contra el vidrio.

Los pinos llegaban casi a la orilla del agua, dando paso a una estrecha franja de hierba de unos pocos metros de ancho. Todas las noches, cuando aún hacía bastante calor, Stormgren, a pesar de sus noventa años caminaba rápidamente a lo largo de esta franja de hierbas hasta el desembarcadero, y observaba cómo el sol se ponía sobre el lago. Luego, antes que el viento frío se levantara desde el bosque, volvía a su casa. Este rito sencillo le proporcionaba una gran satisfacción, y esperaba repetirlo mientras le durasen las fuerzas.

Allá lejos, sobre el lago, algo venía desde el oeste, volando a baja altura y a gran velocidad. Los aeroplanos eran raros en esta región. Sólo las líneas transpolares pasaban por allá arriba a toda hora, de día y de noche. Pero nada se advertía de su presencia, salvo una ocasional estela de vapor que atravesaba el azul de la estratosfera. Esta máquina era un pequeño helicóptero, y estaba viniendo hacia él con una innegable determinación. Stormgren miró a lo largo de la playa Y vio que era imposible escapar. Se encogió de hombros y se sentó en el banco de madera, en la punta del muelle.

El periodista se mostró tan deferente que Stormgren se sorprendió. Había olvidado que no era sólo un viejo estadista sino casi un mito.

—Señor Stormgren —comenzó a decir el intruso—, lamento molestarlo; pero quisiéramos hacerle una pregunta sobre algo que acabamos de saber. Se trata de los superseñores.

Stormgren frunció levemente el ceño. Después de tantos años aún compartía el desagrado de Karellen por esa palabra.

—No creo —dijo— que pueda añadir mucho a lo que ya se ha escrito.

El periodista lo observaba con mucha curiosidad.

—Creo que podría. Ha llegado recientemente a nosotros una historia bastante rara. Parece que, hace unos treinta años, uno de los técnicos del departamento científico construyó para usted un equipo notable. ¿Qué puede decirnos sobre ese asunto?

Stormgren guardó silencio mientras rememoraba aquellos días. No era raro que se hubiese descubierto el secreto. Al contrario, le sorprendía que no se hubiese sabido antes.

Se incorporó y echó a caminar a lo largo del muelle. El periodista lo seguía a unos pasos de distancia.

—La historia —dijo Stormgren— encierra una parte de verdad. En mi última visita a la nave de Karellen llevé conmigo cierto aparato, con la esperanza de ver al supervisor. Era una actitud bastante tonta pero... bueno, yo no tenía más de sesenta años. —Stormgren rió entre dientes y luego continuó: —No es una historia de tanto valor como para justificar el viaje de usted. Pues verá, no obtuve ningún resultado.

—¿No vio nada?

—No, absolutamente nada. Temo que tendrá que esperar; pero al fin y al cabo faltan sólo veinte años.

Veinte años. Sí, Karellen tenía razón. Para ese entonces el mundo estaría preparado. No lo estaba cuando Stormgren le había dicho la misma mentira a Pierre, treinta años atrás.

Karellen había confiado en Stormgren y éste no había traicionado esa confianza. Estaba totalmente seguro. El supervisor había conocido el plan desde un principio, y había previsto todos los momentos de aquella última entrevista.

¿Por qué si no aquel enorme asiento vacío, cuando el círculo de luz cayó sobre él? Stormgren había movido en seguida la linterna. Quizá ya era tarde. La puerta metálica, dos veces más alta que un hombre, estaba cerrándose con rapidez... pero no con bastante rapidez.

Sí, Karellen había confiado en Stormgren; no había querido que se hundiese en el largo crepúsculo de la existencia obsesionado por un misterio que había sido incapaz de resolver. Karellen no se había atrevido a desafiar abiertamente a aquellos desconocidos poderes que lo gobernaban. (¿Serían ellos también de la misma raza?) Pero algo había hecho. Si había cometido un acto de desobediencia nunca podrían probárselo. Aquélla había sido la prueba final, Stormgren lo sabía, del cariño que le tenía Karellen. Aunque del cariño de un hombre por un perro fiel, no era menos sincero por eso, y Stormgren no había sentido en toda su vida una mayor satisfacción.

—Hemos tenido nuestros fracasos.

Sí, Karellen, es cierto. ¿Y fuiste tú el que fracasó antes que comenzase la historia de los hombres? Tiene que haber sido un fracaso de veras, pensó Stormgren, para que sus ecos hayan traspasado las edades hasta venir a asustar a los niños de todas las razas. ¿Podrás superar, aun dentro de veinte años, el poder de todos los mitos y leyendas del mundo?

Sin embargo, Stormgren sabía que no había otro fracaso. Cuando las dos razas volvieran a encontrarse, los superseñores se habrían ganado la confianza y la amistad de los hombres, y ni siquiera el terror del reconocimiento podría deshacer esa obra. Irían juntos hacia el futuro, y la desconocida tragedia que debió de oscurecer el pasado quedaría sepultada para siempre en los oscuros corredores prehistóricos.

Y Stormgren esperaba que cuando Karellen volviese a caminar libremente por la Tierra, vendría un día a estos bosques del norte, y se detendría un momento junto a la tumba del primer hombre que había sido su amigo.

II —La edad de oro
5

—¡Ha llegado el día! —Murmuraban las radios en un centenar de lenguas—. ¡Ha llegado el día! —decían los encabezamientos de un millar de periódicos—. ¡Ha llegado el día! —pensaban los fotógrafos mientras probaban una y otra vez las cámaras agrupadas alrededor del vasto espacio vacío donde descendería la nave de Karellen.

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