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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (19 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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Ésos eran un elegante flautista de raza negra, porque ahora Erik había sacado de un bolsillo su preciosa armónica alemana, para celebrar melódicamente que el avión de plata hubiese aterrizado, por fin, para mí que este moreno se trae algo entre manos, un altísimo rubio de ojos azules uniformado de chofer en la playa, o sea algo que, en el Perú, por lo menos, no suele verse muy a menudo que digamos, dos italianos viejos, varón y hembra, con pinta de campesinado siciliano y tufillo a mafia, al rey de las aduanas con cuentos, a estas alturas, dos autóctonos de mediana edad, varón y hembra, asimismo, éstos suelen ser los peores, y un muchachito al que se le ve de buena familia, pero, Dios mío, ni Natalia ni él deberían dejarse ver besándose así, y menos aún de madrugada en el aeropuerto… Dios mío, a mí esto me suena a contrabando, yo de veras me las pico… Y ahora sí que sí, tras llamar a un subordinado y decirle: Oiga usted, ahí le dejo mi despacho, ocúpese, por favor, que me acaban de llamar urgente de mi casa, el amable señor Buonanova realmente se las picó, y que mañana ocurra lo que tenga que ocurrir, cuando se revise a fondo la carga aérea de la hija de don Luciano de Larrea y, a lo mejor… No, ni cojudo, yo me retiré del aeropuerto temprano, anoche, y por la mañana amanecí con un catarro de padre y señor mío…

En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, cuando Natalia y Carlitos se despertaron para desayunar a la hora del almuerzo. Porque debían de ser como las dos de la tarde, cuando, sentados ambos en la terraza de aquel inmenso jardín, ella con su albornoz blanco y la toallota de sultana, todo húmedo porque acababa de pegarse su remojón Eva, en la piscina, y él con una piyama de seda a la que aún le colgaba la etiqueta del precio y unas zapatillas ad hoc, también con la etiqueta del precio arrastrándose, Carlitos decidió contarle a Natalia la razón de esta leve cojera y cómo, cuando estabas tú, mi amor, ese reloj jamás molestó a nadie, y entonces, yo, la otra noche, o más bien madrugada, porque el muy canalla y su sádico tictac…

—Ven —le dijo ella, abriendo los brazos adorablemente—. Ven, Carlitos, siéntate aquí sobre mis muslos.

Y él fue y se instaló incomodísimo y tambaleante, por intentar abrazarse a tantas cosas al mismo tiempo.

—¿Te dolió mucho que me fuera?

—Bueno, al principio, no… Bueno, al principio, también, claro… Pero, no sé bien cómo decírtelo, me dolió sobre todo ayer, cuando sin darme cuenta, siquiera, pasamos con Molina por la casa de mis padres y, mira, qué raro, casi ni la vi, la casa, pero, en cambio, por primera vez desde que nos conocimos me di cuenta de verdad de que tenía unos diecisiete años atroces, y justito ahora que estoy a punto de cumplir los dieciocho, mira tú. Yo sabía que iba a ser un día muy largo, con lo del insomnio y el reloj y todo eso, para empezar, ¿sabes?, pero además ocurrieron un montón de cosas muy extrañas y tristes, que te tengo que contar, porque de ellas depende mucho, creo yo, el terrible desasosiego que se apoderó de mí al pasar por la casa de mis padres y de golpe sentir tan duro todo esto de los diciesiete años. Jamás lograré explicármelo bien, estoy seguro, porque te juro que si hubiera tenido quince años, o dieciséis, habría sido completamente distinto. Y ni hablar de dieciocho. Con dieciocho ya no pasa nada, estoy requeteseguro. Pero son estos malditos diecisiete años, Natalia, entiéndeme, por favor, estos terribles y malditos diecisiete años y, aunque tú creas que estoy rematadamente loco, el tictac de tu reloj ese es el responsable de todo, tu reloj se metió en este asunto, tu reloj se burlaba día y noche de este asunto, tu reloj, sobre todo de noche…

—No era
mi
reloj, Carlitos, por favor. O sea que te ruego encarecidamente que no te sigas refiriendo a él como
mi
reloj, porque me estas arruinando el regreso a Lima. Y porque probablemente ya estaba en el mismo lugar el día que yo nací. Entonces, ¿me prometes que vas a llamarle
el
reloj, y punto, desde ahora?

—Claro que sí.
El
reloj. El reloj
ese.
El reloj ese de… Perdón, Natalia, pero al menos deberían haberme avisado de que el reloj
ese del
diablo…

—¿Y por qué no pediste que lo quitaran de ahí, que se lo llevaran al depósito, por ejemplo?

—Yo creo que por lo de mis diecisiete años, mi amor, que ya se me estaba viniendo encima. Sí. Yo creo que
el
reloj y yo como que habíamos entrado en reñida competencia y que yo no tenía armas para aquel tremendo desafío.

—Pues precisamente de eso se trata, Carlitos. ¿O ya te olvidaste de que también yo tenía diecisiete años, cuando aquel carnaval?

—Es cierto. Muy cierto. Tienes toda la razón, mi amor.

—Entonces, anda, cuéntamelo todo. Desde el primer hasta el último detalle. Y ya verás cómo, por más loco que suene, por más irracional e inverosímil, por más duro e íntimo, yo te acompañaré cuidadosamente por cada paso de tu historia.

—Empieza a las nueve en punto de la mañana de ayer, claro, en la calle de la Amargura. Yo toco el timbre, y…

En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, pero la mesa del desayuno la encontraron puesta con mantel de hilo de Holanda, con todo listo y precioso y de porcelana inglesa, con cada cosa en su lugar, con cada bebida a su debida temperatura, con la mantequilla como debe estar, y ni una sola mosca sobrevolando la variada y colorida provisión de mermeladas francesas e inglesas, cuando se despertaron para desayunar, siendo ya la hora del almuerzo. Y ahora, mientras Natalia besaba una y otra vez a Carlitos y éste le iba contando una historia mandada hacer para ciertos casos agudos de diciesiete años, a ella de pronto le apeteció una copa de champán, que llegó heladita, volando, calladita e invisible, mientras que él, no, yo prefiero seguir brindando con una copa de champán de Coca-Cola con una gota de vino tinto, por favor. Esta copa también vino en alfombra mágica, y qué delicia era tener todo aquel maravilloso y soleado huerto exclusivamente para ellos y, ¿sabes que, Carlitos?, me encantaría que me siguieras contando esta historia en la piscina, me provoca horrores otro bañito, pero más largo, ahora, mientras me sigues explicando lo de los gemiditos de Consuelo, no, Consuelo, no, Martirio, Natalia, pero ¿en qué quedamos, Carlitos?, es cierto, mi amor, Consuelo y no Martirio ni Concepción ni Soledad, siempre tan volado, yo, incluso en los momentos cruciales, Natalia, era justo lo que yo estaba pensando, Carlitos, bueno, pero después por la tarde pasaste por casa de Melanie Vélez Sarsfield…

—¿No te da vergüenza bañarte desnuda, mi amor? Podría pasar un helicóptero del ejército, no sé… ¿No queda
West Point
o algo así por ahí, por Chorrillos?

—¿Y a ti no te da vergüenza empapar así la linda piyama de seda que te acabo de traer?

—Ah, sí, fíjate: aquí hay una etiqueta.

—Ven, déjame que te quite todo eso…

—Termino rápido mi historia, te lo prometo…

—De acuerdo, pero sin piyama, y aquí, entre mis brazos…

Claro que así, abrazados, a él le era imposible fijarse en los lagrimones que Natalia iba soltando ahí en la piscina, primero en el episodio Consuelo, y luego en casa de Melanie, tan llenecita de rincones y la pobre chiquilla esa, Natalia, si la vieras, de porcelana de Sèvres o de cristal de Bohemia entre los muros como de castillo y con arcos y flechas como de guerra y aquel techo, mi amor, aquel techo, sobre todo, altísimo, y ya era de noche y la pobrecita tan sola, siempre, en esa inmensidad, y sus hermanas Susy y Mary, que pasan por la alfombrota, justito ahí, delante de ella, pero se van y la dejan en su sofá y tan, tan…

—Tanda de mocosas cojudas —se le escapó, por fin, a Natalia.

Y estaba a punto de deshacerse en disculpas, de explicar que había perdido el control, que eran celos, puros celos sin sentido, mi amor, cuando oyó a Carlitos secundarla, con plena convicción:

—En efecto, mi amor. Toda una tanda de mocosas cojudas, nada más.

Pero, claro, era que el tipo andaba tan metido en su itinerario de diecisiete años que ni cuenta se había dado de las palabras de Natalia, o sea que en absoluto tuvo que disculparse ella, tampoco, por haberlo interrumpido, por sus celos, por sus apreciaciones, por nada, y más bien le alegró la inmensa confianza que Carlitos estaba depositando en ella, a pesar del riesgo que corría de matarla de pena, claro está, el muy bruto. Pero la certeza de que esta historia de unos diecisiete años muy especiales, entrañables para ella, la iba a pescar bastante bien pertrechada, a pesar de los celos y la inquietud, y llena también de amor, de deseos de comprender, de ayudar, y además con esa capacidad tan suya de disfrutar como nadie con las cosas de Carlitos y con la forma en que sólo Carlitos le contaba las cosas…

—Porque fue terrible, te lo juro, mi amor, lo del saloncito rodante posterior del Daimler. El muy inoportuno del saloncito acababa de pasar por casa de mis padres, y yo recién estaba cayendo en la cuenta y decidiéndome también a no mirar por la ventana de atrás, cuando otra vez me metí de cabeza, te lo juro, en casa de Melanie, aunque ya andábamos por Barranco y tú sabes que su casa queda por el bosque de Matamula, miles de kilómetros en la otra dirección, pero ahí aparecí sentado de nuevo, con saloncito posterior y rodante y todo, y manteniendo una conversación sumamente dolorosa con una chica que, que, que…

—¿Que ni te gusta?

—Que ni me gusta, sí, no, sí…

—¿En qué quedamos, por fin, mi amor?

Estaban por el lado para niños de la piscina y, claro, ahí Natalia, de pie, destacaba, estatuaria y empapadita, de las caderas para arriba, y hasta un poquito más, y además lo que andaba por debajo del agua se delineaba y se desdelineaba y Carlitos en su afán de fijar todo aquello en un solo cuerpo encima y debajo del agua empezó a marearse de amor y deseo y, bueno, ahí fue a dar un rato largo, como quien busca un cambio de piel, o de una vez por todas de personalidad y hasta de nombre y apellido, o en cualquier caso quitarse de encima el atroz pellejo de los diecisiete años e instalarse para siempre en un mundo mejor. Natalia lo dejaba aventurarse, perderse, regresar feliz de sus renovadas búsquedas y su constante meter la cabeza en el agua para que las líneas del cuerpazo que se le ondulaban debajo de la superficie correspondieran exactamente con las que estaban en el mundo mejor y, de esta manera, alcanzar lo que él mismo llamó el mejor de los mundos, mientras ella se limitaba a seguir de pie, amándolo, castigándolo, exhibiéndosele, dándole la espalda, volviéndole a dar la espalda, y volviéndole a dar la espalda, que fue cuando el pobre Carlitos, que ya ni veía cuando le daban el frente, intentó piropearla y le habló de sus cabellos vaporosos bajo la luz de la luna, eternamente empapados de ondulación permanente, que deberían permanecer para siempre bajo la luz de la luna…

—¿Y el solazo que hace, mi amor?

Carlitos soltó la carcajada mientras le contaba que había tratado de imitar a los mellizos Céspedes piropeando a alguien con unas expresiones que aún no controlan, y que ahora el par de locos esos andaba estudiando la ropa de montar y desmontar a caballo de las estrellas del firmamento y la meca del cine…

—No me vas a hablar ahora también de los mellizos, Carlitos, por favor —le dijo Natalia, feliz, en el fondo, con el total cambio de giro de la conversación. Por primera vez en la vida le alegraba oír hablar de los mellizos, y es que ya no soportaba ni un minuto más los mil nombres de la tal Consuelito ni nombre alguno de las hermanitas Vélez Sarsfield—. Pero, bueno, ¿cómo piropean los mellizos, Carlitos? Sigúeme contando, a ver, porque, la verdad, sonaba divertido…

—Tus cabellos vaporosos deben permanecer siempre bajo la luz de la luna en un día de sol…

—¿Y lo del firmamento en la meca?

—Para otro día, mi amor —le dijo Carlitos, mientras Natalia observaba, realmente encantada, su renovada copa de champán y la extraña mezcolanza de bebidas que tomaba Carlitos en una misma copa de vino. Reposaban ambas y un cubo de hielo sobre el borde de la piscina y habían llegado en la alfombra mágica. Carlitos, por supuesto, no estaba como para enterarse de nada, ya. Era aquel muchacho feliz y sin edad que nunca jamás volvería a temerle al tictac de un reloj.

Estaban celebrando el ingreso de Carlitos a medicina, con notas sobresalientes —los mellizos también ingresaron, pero, como quien dice, entre el montón, y parece que Arturo copió, además, aunque también su mamá celebró y fue feliz con desmayo incorporado, tremenda subida de presión, muchísimos pagos adelantados y con más creces que nunca, unos sanguchitos de pollo, otros de palta, vasitos de Inca Kola y de chichita morada hecha en casa, algún pariente de Chiclayo, dos alegres y bromistas vecinos que reclamaban un pisquito, un copetín, un alguito para que parezca fiesta y no sólo ingreso, doña María, ande, pues, un único brindisito, más que sea, y Consuelo —ni bonita ni feíta ni inteligente ni no—, cuando una llamada anónima, que Cristóbal respondió, pidió que le avisaran a Carlitos que su abuela Isabel acababa de fallecer de un repentino derrame cerebral. Natalia se aterró.

—Desgraciadamente, tengo que ir solo —le dijo él, abrazándola, besándola, dejando caer su mano suave y lenta entre los cabellos vaporosos ondulados permanentemente bajo la luz de la luna, adorándola.

—Tengo miedo de que no regreses nunca, mi amor. Para qué te lo voy a ocultar. Mucho miedo.

—Y yo tengo mucho miedo de ir. Tampoco te lo oculto.

—¿Me llamas, si puedes?

—Te llamo, sí. De todas maneras.

—Que te lleve Molina, ¿no?

—Sí, bueno. Pero que no se quede ahí. Ya yo veré, después.

Le resultó tan extraño volver a su casa. Cruzar el jardín delantero. Enfrentarse a la fachada, observar el balcón de la abuela Isabel, allá arriba. El balcón desde el cual era ella quien solía verlo llegar, ausente, tropezándose, cuándo te enterarás tú de algo, bobalicón adorado. Tocar el timbre fue rarísimo. Y entrar así, entre esas voces de duelo, que, por supuesto, eran por la muerte de la abuela Isabel, pero que perfectamente podían ser también por él. Víctor y Miguel, los mayordomos, contuvieron al máximo su saludo, pero aun así, en aquellos abrazos y apretones de mano, forcejeaban todo un inmenso cariño y una alegría que ahora estaba prohibido manifestar. Cristi y Marisol aparecieron, de repente, demasiado rápido como para que él pudiera esbozar siquiera una sonrisa, y le dijeron que lo querían muchísimo, que lo extrañaban muchísimo, que no estaban molestas, para nada, que lo comprendían al máximo, que nosotras no te juzgamos, Carlitos, sólo te queremos, y que la abuela, no te preocupes, siempre te quiso también y se murió dormidita, sin sufrir ni nada, como ella siempre quiso, de golpe y sin molestar a nadie.

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