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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (18 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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—Hace dos años que tuve mi primera menstruación y nadie se ha enterado. Ni mi mamá, ni mis hermanas, ni mis tías, ni nadie, Carlitos.

—¿Pero tú se lo has contado?

—Lo intenté, y hasta colgué calzones manchados de sangre por toda la casa, pero como que no se dieron por aludidos. Y tú no sabes, Carlitos, lo duro que es vivir en una familia en la que nadie se da por aludido.

—¿Y te duele?

—La menstruación, para nada. Pero lo otro…

—Ya…

—¿Dónde vives tú, Carlitos?

—Bueno, últimamente en una, cómo decirte, en una casona tan gigantesca como ésta, pero, digamos, que en forma de huerto.

—Y por supuesto que no quisieras venirte a vivir aquí, conmigo.

—Bueno…

—Bueno, ¿qué? Yo no te pido que vengas como Carlitos Alegre, sino como Charlie Sylvester. Aunque ya sé que Charlie Sylvester no existe, o que en todo caso no eres tú, pero, cómo decirte, yo a Charlie Sylvester lo quiero un montonazo. Ay, si supieras cuánto me gusta repetir el nombre de Charlie Sylvester. Me encanta Charlie Sylvester, realmente…

—Pero si no existe.

—¿Y el que venía con los mellizos?

—Fue un invento de ustedes, las tres hermanas. O tal vez fue Susy, la de la idea, no lo recuerdo muy bien…

—¿Sabes que extraño hasta a los mellizos?

—¡Cómo!

—Bueno, digamos que la época…

—Cómo que
la época,
si eso sucedió hace apenas unos días.

—Es que después no me ha pasado nada más que estar aquí…

—¿Y tus hermanas?

—Con sus caballos y dos chicos nuevos.

—¿Y por qué no sales tú también, con ellas, por ejemplo?

—Porque yo me he acostumbrado muy cariñosamente a ti.

—Este… este… Mira, Melanie, esta noche llega Natalia y, antes de Natalia, Erik von Tait…

—Erik, ¿qué?

—Von Tait. Viene a comer y a tocar el piano, mientras llega la hora de ir al aeropuerto.

—Me estás hiriendo mucho, Carlitos Alegre. A mi Charlie Sylvester jamás me hirió. Por eso lo prefiero tanto.

—Melanie…

—¿Qué? ¿Me vas a preguntar por mi mamá?

—¿Tu mamá?

—Mi mamá no sabemos dónde está. Y mi papá siempre está en los altos, borracho, pero
daddy
le daba de comer a los patos en el Hurlingham Club, eso sí. Y nosotras no sabemos por qué ahora vivimos en el Perú, ni hasta cuándo… ¿Quieres tomar una copa de vino? Debe de haber algún mayordomo por alguna parte.

—Este…

—O sea que ya te tienes que ir…

—Este…

—Vamos, Carlitos Alegre. Te acompaño hasta la puerta y te veo subir como un viejo prematuro a tu Daimler.

—No es mío.

—Es de tu
Lady Chatterley,
tu amante, ta-ta-ra-rá… Pues más viejo prematuro, todavía, pero te quiero mucho, Charlie Sylvester… Y, te lo repito, la de los mellizos esos fue una buena época, sí…

—Te llamaré…

—No. Mejor, no. Porque ahora te toca hundirte en los confortables asientos de cuero de chancho de una carroza fúnebre. Muy confortables, Carlitos. Te vas hundiendo poco a poco como entre arenas movedizas, ya verás. Hasta resulta rico.

—Rezaré mucho por ti, Melanie.

—Ay, no, por favor. Todo, menos ponerte tan pesado, Charlie Sylvester…

Tomaron por la avenida Salaverry, hasta la Javier Prado y, por más que hacía por incorporarse, por sentarse muy derecho e incluso en el borde del asiento, Carlitos se hundía cada vez más. O es que se sentía hundido, más bien, por más tieso que se pusiera. Y por ahí, por la Javier Prado, iban Molina y él, cuando de pronto surgió la casa de sus padres, de paso, por la ventana lateral tan amplia del Daimler, la casa fugitiva, inesperada, insólita, tremenda, la casa de siempre, la de Cristi y Marisol y la abuela Isabel, que ahora, sin embargo, ya no era la misma casa de siempre sino esa que pasó por la ventana y que él no se atrevió a voltear y mirar por el gran vidrio posterior del automóvil, desde esa especie de saloncito rodante en el que no encontraba la manera de no hundirse. Y, de golpe, se descubrió diciendo: Cada uno se confiesa como puede, aunque es verdad, también, que algunos lo hacen más tristemente que otros. Consuelo se confiesa con gemidos, gemiditos y gemidillos, y Melanie… Melanie… Aunque tú no lo quieras, Melanie, yo voy a rezar mucho por ti, y algún día, vas a ver, ya no te confesarás tan tremendamente.

—¿Me hablaba, joven? —le preguntó Molina, a quien Carlitos había olvidado por completo.

—No. Sólo comentaba que acabamos de pasar por la casa de mis padres y hermanas, y la abuela Isabel…

—Ajá…

Carlitos agradeció la discreción del buen Molina. Porque le habría sido imposible responderle a cualquier pregunta, o a todas habría respondido que nadie sabía ni sabría jamás hasta qué punto él acababa de descubrir que tenía diecisiete años, justo ahora que empezaba a acercarse a los dieciocho, justo ahora que estaba a punto de cumplir los dieciocho. Pero aunque cumpliera veinte, o treinta, o cuarenta, el asunto de los diecisiete años ya no tenía cómo quitárselo de encima, con toda su tristeza, su abandono, su acidez, con todo ese tremendo dolor cuya intensidad crecía por el hecho mismo de ser ésta la primera vez… La primera vez que todo, y la primera vez en que todo… Y aunque siempre las cosas pasan así.

Carlitos Alegre no tenía datos objetivos, no. No tenía prueba alguna de que las cosas siempre pasen así, por supuesto, tampoco. ¿Por qué, entonces, presentía tantas cosas? ¿Por qué se había asomado, de cierta manera, al dormitorio de Consuelo, clausurado por Arturo? El de los gemiditos esos, sí. ¿Por qué, a través de las paredes vetustas, de quincha, había intuido una cama de somier de resortes que se quejan por uno y una muchacha tumbada, golpeada, resignada, lo que fuera, pero triste y postergada? ¿Y por qué ahora sentía que, en sus confusiones, en los errores que todo el mundo le atribuía a sus distracciones, a su carácter siempre positivo, tremendamente alegre, a su falta de sentido práctico y de realismo, había, de pronto, grandes aciertos, patéticos apuntes de una cruel exactitud, como el de llamarle Martirio a Soledad, por ejemplo? O como el de prolongar, por vericuetos que ni el más atento observador habría intuido jamás, su visita al alma en pena de Melanie Vélez Sarsfield, ese atardecer de un día de marzo, en un caserón absurdo…

—Tan inmensa como es, esta casa debe de estar llena de rincones, Melanie. Dime, ¿qué haces tú con tantos rincones, por ejemplo?

—Me asomo, Charlie Sylvester.

—¿Y una vez asomada?

—Regreso corriendo aquí, y pienso en mi
daddy,
que anda por allá arriba, tumbado, seguro…

—Bien. Y después, ¿qué?

—Te llamo por teléfono, me siento, y espero.

—Pero ¿y tus hermanas?

—Pasan por ahí, exactamente por ahí, pisando esa alfombrota, y se van. Pero son buenísimas conmigo, no te vayas tú a creer que no. Súper buenas, oye…

—De oír, te oigo, Melanie. Pero digamos…

—¿Quieres una copa de vino?

—No, mil gracias. Pero si yo quisiera esa copa, suponte, ¿a quién se la pedirías tú?

—Ah, ni sé. Se pide y basta.

—Ya.

—¿Y qué más, ahora?

—Bueno, digamos, ¿quién limpia esta inmensidad de salas y salones y billares y comedores, y ese bar? A ver, cuéntame. ¿Te imaginas que debe de haber como un millón de vasos y copas y ceniceros y adornos en ese bar, solamente?

—Qué bruto eres, Charlie.

—¿Bruto? ¿Por qué?

—Bueno, cuando las cosas son carísimas, de nacimiento, por decirlo de alguna manera… ¿Pero tú me entiendes, o no…?

—A ver, termina, para ver si te entiendo o no, maldita sea.

—Pues cuando las cosas son carísimas, de nacimiento, se mantienen limpias siempre. Y no es necesario limpiarlas, a ver si logro expresarme correctamente. Si tú compras las cosas limpias y carísimas, se mantienen así para toda la vida. Eso está garantizado, te lo juro.

Como las cosas son así, siempre, Carlitos estaba a punto de preguntarle a Melanie, que era casi una niñita, y que seguía sentada en el sofá de un inmenso salón de dos pisos de altura, pero que bien podían ser tres, porque aquello era altísimo, además, si ella también se mantenía limpia siempre, en vista de que parece que a ti también te compraron así de cara, y, sin embargo…, cuando, gracias a Dios, Molina tocó como loco el claxon ante la reja de «El huerto de mi amada», todo escrito en una tabla a la que el joven Carlitos como que quiso aferrarse, alzando desesperado los brazos en el saloncito posterior del Daimler, o saloncito rodante, como él mismo lo llamaba, haciendo gala de un sentido del humor y realismo que casi nadie le reconocía, porque eran casi las nueve de la noche y hace rato que el señor músico don Erik von Tait debe de estar esperando, seguro que sonriente y ya en el piano, entonando o tarareando bellas melodías, conversador y con su consabida copa de Hennessy, más su sabiduría de trotamundos experto y generoso, para calmarle los nervios y la angustia a este muchacho, que, eso sí, desde niña pensó en todo y en todos, doña Natalia, y a don Erik quién más puede haberle pedido que, por favor, venga a acompañar a Carlitos, va a estar hecho un saco de nervios, Erik, la espera lo puede volver loco, hazme ese gran favor: come con él y convérsale, y dile, dile con tu música que yo también lo quiero muchísimo, que lo adoro, Erik. Lo encontrarás todo listo, querido amigo, todo iluminado con velas, sí, solamente velas, y Marietta y Luigi y Cristóbal y Julia a tu entera disposición, y si el avión se atrasara, no, Dios mío, el avión no puede atrasarse…

«Your eyes are the eyes of a woman in love…»,
le tarareó, muy comprensivamente, Erik von Tait, en el teléfono de larga distancia. Y ahora Carlitos como que había pasado de un hundimiento a otro, del asiento del Daimler al sofá de la sala del piano, en la casona del huerto. Le habían sugerido una copa de vino, pero él había respondido que, mejor, una copa de champán de Coca-Cola con una gotita de vino, je, je, no vaya a ser que me aparezca en estado etílico en el aeropuerto, no vaya a ser, je, je, que… Pero, Erik, me encanta eso del avión de plata que cruza el océano, tócalo de nuevo, por favor, y Erik dale con «
Cross the ocean on a silver plane, see the pyramids and all… But remember, darling, 'till you're home, you belong to me…»,
y Luigi furibundo y celoso porque ni el
Erico
este ni el cojo
di merda
del Carlitos le habían dicho cuan buena estaba su polenta, ni mucho menos se fijaban en que nunca en la vida había estado tan iluminada la piscina del huerto, el avión llegaba por el mar e iba a pasar por allá arriba y la señora Natalia va a saber cuánto la esperamos todos aquí,
e mai, mai, quell'aereo
se va a seguir de largo hasta Chile, oh, no,
signora Natalia, la prego…
Hasta Molina se iba a quedar a dormir en el huerto, esa noche, no vaya a ser que después doña Natalia no entienda muy bien que las cosas siempre pasan así, cuando lo vea a su Carlitos tan nervioso, y quiera consultarme algo, por ejemplo…

Pero como las cosas siempre pasan así, finalmente, y Carlitos también era tan especial, de pronto los sorprendió a todos, ahí en huerto, con una suerte de confesión, o declaración de principios, o con una prueba más de esa capacidad que tenía, de pronto, de captarlo todo incluso mejor que un detective intuitivo y asociador de ideas, de deducciones y conclusiones, y les dijo que, por favor, no se alarmaran, que siguieran disfrutando de la música ahí en la sala del piano, y así, mientras tú tocas un ratito más lo del avión de plata, Erik, mis diecisiete años y yo nos vamos a llorar a mares, allá por el fondo del jardín, porque al aeropuerto quiero llegar ya bien desahogado, por decirlo de alguna manera, para luego no tener que estar temblando y reteniéndome todo cuando me meta entre el cuerpo de Natalia y más parezca un bebe de pecho que el fogoso amante que ella dice que soy, ay, perdón…

Carlitos salió disparado.

Más que a llamarlo, al amante fogoso hubo que ir a recogerlo en pedacitos por los rincones, porque el avión de la señora Natalia estaba en hora, y, si no partían inmediatamente, la pobre podía encontrarse sólita su alma en el aeropuerto, de madrugada, y de ahí a imaginar que en el huerto se habían olvidado por completo de ella… No, de eso ni hablar. Molina opinó que en un Daimler de siete asientos podían caber todos, pero Luigi no estuvo de acuerdo, y además le recordó que de estos viajes de negocios la señora solía regresar sumamente cargada, por más que la mayor parte de su equipaje lo trajera como carga aérea o marítima. O sea que Luigi aconsejaba llevar también la camioneta del huerto, pero Marietta le recordó, bajito al oído, la privacidad de los amantes, que sin duda alguna prefieren volver solitos del aeropuerto en el Mini Minor para travesuras de la señora. O sea que finalmente fue toda una comitiva la que abandonó el huerto, aquella noche: Daimler, camioneta y Mini Minor.

Y, como siempre que regresaba de uno de esos viajes, Natalia tuvo que enfrentarse a una verdadera ola de incomprensión, por parte de los empleados de aduanas y migraciones del aeropuerto de Lima, en cuyas mentes estatales sencillamente no cabían ni su sexo femenino, viajando solo por el mundo, ni su belleza, viajando sola por el mundo y regresando de madrugada, además, ni su exceso de equipaje, que más parecía un exceso de confianza y de arrogancia que viaje de negocios, ni mucho menos su pasmosa serenidad, basada en la resignada costumbre de ser vista como alguien que usurpa papeles que en esta vida les están destinados exclusivamente a los varones. Natalia soportaba sabia y serenamente todo tipo de pequeños vejámenes, inherentes a su condición de mujer que trabaja y no debería, o no parecería que tuviese que trabajar y trabaja, y, cuando notaba que las cosas estaban a punto de extralimitarse, mandaba llamar al responsable de la aduana o al jefe de migraciones y, mientras los esperaba, se dejaba caer en un sillón con el aplomo que le daban diez años pateándose las principales ciudades de Europa gastando millones.

Todo se arreglaba siempre, al final, cuando algún alto empleado del aeropuerto la reconocía o le echaba un simple vistazo a un pasaporte que, con esos apellidotes, más su portadora, cómo no, valía su peso en oro, y Natalia abandonaba las secciones migración y aduana entre saludos, venias, reverencias, buenos deseos, y todo tipo de inmundas sobonerías de esas, que, minutos antes, más de algún empleaducho presupuestal hubiese sustituido, feliz y cabrón, por un buen susto, por alguna mala jugada, o por exigencias que nada tenían que ver con las leyes y reglamentos en vigor. Y así ocurrió esta vez, también, en que el señor Buanonova, eficiente y amabilísimo director de aduanas, se estaba deshaciendo en disculpas, explicaciones y cargaditas de maletines, y en recuerdos para amigos comunes, cuando, al desembocar en la sala de llegada de pasajeros, vio a la comitiva que esperaba a Natalia y, tras una rápida miniserie de carrasperitas, optó por retirarse, por fin, qué pesadilla de tipo, caracho, al ver que a Natalia de Larrea, nada menos que a Natalia de Larrea y Olavegoya, la esperaba una comitiva sumamente extraña, por no decir otra cosa, Dios mío, no vaya a ser que a toda una dama como ésta le haya dado ahora por el contrabando, porque mira tú que ésos, ésos, ésos lo menos que son, es, Dios mío, yo me las pico…

BOOK: El huerto de mi amada
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