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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (20 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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—Está arriba. La están velando en su cuarto. Ven, que ahí están mamá y papá. Nosotras te acompañamos, Carlitos, ven.

Carlitos, la verdad, jamás les había oído decir tal cantidad de cosas bonitas a sus hermanas. No así, en todo caso, todas juntas y tan seguiditas y cariñosas e importantes. Lo cierto es que se puso feliz y que, al entrar al dormitorio en que velaban a la abuela, lucía una sonrisa de oreja a oreja, que, además, al pacífico y católico cadáver, cuya alma seguro que andaba ya en el reino de los cielos, como que le encantó. Porque aunque muertos y cerrados, los párpados de la abuela yacente algo le dijeron y también su boca, con esa sonrisita fallecida, claro, él no lo iba a negar, pero tan contenta de verlo, como contagiada por esa encarnación del amor fraternal que eran Marisol y Cristi acompañándolo a ir a visitarla, llegas un poquito tarde, gran picaro, porque ya me morí, pero bueno, llegas a tiempo todavía para darme un beso, ven, acércate aquí, pedazo de distraído, hasta cuándo se te escaparán a ti las cosas más elementales de la vida, te van a matar tu mami y tu papi por la cara de felicidad que pones al verme muerta, pero qué otra cosa se podía esperar de ti, mi nieto adorado, y ni creas que yo, desde aquí, desde esta inmejorable posición, te voy a juzgar ni nada, al menos debo reconocer que por una vez en la vida te fijaste bien en algo, o en alguien, mejor dicho, porque yo a esa niña, a esa señora, ahora, la encontré preciosa siempre, pero, ¿cómo se llama?, Natalia, abuelita, ¿no la habrás traído a verme, justo hoy, no, muchacho?, ¿no se te habrá ocurrido tan peregrina idea…?

Era impresionante la cara de felicidad de Carlitos, parado ahí y besa que te besa a la abuela, pero además a pedido de ella, mientras que sus padres realmente no sabían qué actitud tomar, y mucho menos algunos de los familiares o grandes amigos que pasaban un ratito a despedirse de la piadosa señora y lo primero que veían era a Carlitos con una sonrisa de oreja a oreja y se diría que en profundo diálogo con ella, alguna gente podría interpretar esto muy mal, Dios no lo quiera, pero Dios sí lo quiso porque por ahí pasaron nada menos que don Fortunato Quiroga y los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez y encontraron inconcebible, por supuesto que con la mirada, solamente, hipócritas de mierda, cobardes, resentidos, que el mequetrefe ese estuviera como siempre dando el espectáculo y que, cuanto más rato permanecía al lado del lecho mortal, más, carajo, más feliz parece estar el tipo, porque mírenlo, obsérvenlo, carajo, el muy… Y además contagiando a sus hermanas y ni siquiera de luto ninguno de los tres, pero ¿qué les pasa a sus padres?, ¿a Antonella y a Roberto se les pasea el alma, acaso?, ¿de cuándo aquí estos tres mocosos?, él, sobre todo, el mal ejemplo lo tiene que dar él, por supuesto, que para algo es el mayor, oiga usted, pero mírenlo, esto es el colmo, carajo, este huevonazo parece que volviera de la playa, zapatillas blancas y todo, ¿habráse visto cosa igual?, y ¿de dónde vendrá, el muy reverendo cretino…?

Don Fortunato Quiroga casi mata de un miradón al doctor Alejandro Palacios, por bruto, carajo, por animal, ¿porque acaso no sabes, soberano cojudo, de dónde viene el gran cretino éste?, ¿o me estás tomando el pelo y, entonces sí, esto se arregla en la calle, carajo…? Pero Carlitos continuaba ahí, chino de felicidad, tanta paz en el rostro de la abuela, que encima de todo estaba tan bonita y tan relajada, tan pacífica, tan muerta sin haber sufrido un instante, tan ida ya al cielo y tan ajena a todos nuestros trajines, tan en la gloria del Señor, y con esos rayitos de sol que justo ahora se están colando por entre las cortinas un poquito mal cerradas, el mínimo indispensable, mira tú, y espantan la estudiada tristeza del velorio, la macabra puesta en escena de una convención, y ahuyentan por unos instantes la luz sucia de esas velotas humeantes, y se posan sobre el rostro de abuelita muerta, ya tranquilita de este mundo…

—Sería mejor que fueras a tu dormitorio y descansaras un rato —se acercaron a decirle sus padres, al principio seca y fríamente, graves, parcos, muy molestos, pero después, cuando le indicaron que para esta noche y mañana escogiera algo más oscuro, en tu clóset siempre tienes tus cosas, hijo, tanto doña Antonella como el doctor Roberto aceptaron con todo cariño sus besos y saludos y hasta que durmiera en casa, por supuesto, y le dijeron que siempre sería bienvenido y que también tu abuelita, hijo, lo quiso siempre así, ella siempre nos lo decía, a ese muchacho hay que dejarlo vivir, eran demasiados rosarios al día para ser normal, se lo dice esta vieja beata, sí… En fin, que Carlitos Alegre tenía derecho a quedarse al menos por una noche en su dormitorio de toda una vida.

Y diablos, cómo cambia una habitación, aunque nadie haya movido un solo mueble y sólo hayan recogido el rosario que se me quedó tirado por el suelo, seguro… Habituales, tan poco estudiadas como sean las cosas, y Carlitos lo estaba constatando en silencio, siempre se las arreglan para impresionarte, aunque tan sólo las hayas abandonado hace unos meses. Y no porque las hayan movido de su sitio, sino, digamos, más profundamente aún, sobre todo cuando hay algún ser adorado y muerto por los alrededores. Las cosas sencillamente poseen su manera muy especial de penetrarnos más tristemente, más profundamente y más tiernamente que antes, que cuando vivíamos con ellas. Las cosas, caray, como que se funden y confunden con la muerte de la abuela Isabel y la visita que uno les hace, y que tiene ese también de muerte que todos llevamos dentro, y que parece crecer día a día en nosotros, como si cada vez nos defendiéramos con un poquito más de miedo de ellas que la víspera. Estos mismos muebles de mi dormitorio son, mira tú, la vida misma, la vida misma y los mismos muebles a los diecisiete años y la abuelita muerta y uno defendiéndose bastante menos valientemente que hace un tiempo, como si desde que me hubiera ido con Natalia, sido tan feliz, soy tan feliz con ella, la vida entera se arrugara ante mis ojos, por culpa de las mismas cosas que uno abandonó banales, más un rosario tirado en el suelo, claro, impresionantes, sin embargo, incluso temibles en determinados momentos, ahora por ejemplo. Qué horror, Natalia, mi adorada Natalia, el miedo que tuve al irme contigo, al irme de mi casa y Cristi y Marisol, el miedo de haber perdido todo aquello, Natalia de mi corazón, que no te lo digo hace años, por temor a que suene ramplón, ha marcado todo en mi dormitorio con sus arrugas mientras yo galopaba por la vida entre nuestro huerto y nuestro amor… Y bueno, también, claro, los mellizos aspirantes que también se han colado entre las cosas, ridiculamente mortales o qué sé yo…

Carlitos corrió a llamar a Natalia, le contó lo linda que estaba la abuela, ahora ya de muerta, le dijo que la noche la pasaría acompañándola, que acababa de estar largo y tendido con ella, poniéndose al día, y que ahora iba a aprovechar un rato para estar también con sus hermanas y después meterse en la repostería como quien va a buscar algo en la refrigeradora, una Coca-Cola, por ejemplo, que era cuando Víctor y Manuel y los demás empleados de la casa se acercaban por ahí, y, desde que él era chico, se armaba la gran conversa y eso. Y mañana al cementerio, sí, el Presbítero Maestro, sí, y de ahí te juro por lo más sagrado, Natalia, que regreso a «El huerto de mi amada». ¿Me oíste bien? ¿Me crees, verdad? ¿Cómo…? Pues sí. Por lo menos la abuela Isabel está totalmente a favor y hasta me preguntó hace un momento nomás si te había traído… «Atroces diecisiete años, pero sabe hacer feliz a una señora de treinta y tres», pensó Natalia, tratando de recordar cómo era aquello de su cabellera vaporosa y ondulada bajo una luna permanente… No, no lo lograba… Eran cosas de Carlitos… Sólo suyas… Sólo… Entonces cruzó los dedos y fue a ocuparse de sus papeleos y demás trámites aduaneros.

En el cementerio todo el mundo andaba con cara de qué horror, qué pena, pero nadie ahí sabía qué hacer cuando se topaba con los deudos de otro entierro, porque hay tristezas y tristezas, oiga usted, respetando, eso sí. Y entre tanto nicho y panteón y las alamedas, que resultaban ya estrechas de tan concurridas, el luto y el húmedo calor veraniego eran la tónica general, incomodísima, por cierto, y los hombres a cada rato se metían íntegro el dedo índice en el cuello de la camisa, como si éste fuera elástico, y le daban toda una vuelta por dentro, retorciendo al mismo tiempo el pescuezo, en busca de ventilación, y odiando la maldita corbata negra, la gente debería morirse sólo en invierno, caray, qué falta de sensatez, qué falta de todo, y ya me dirás tú qué hago yo aquí y no en mi casa de playa en Naplo.

Carlitos permanecía siempre al lado de su padre, porque así se lo indicaron su mamá y sus hermanas, y pensaba en lo mucho que su abuela había detestado los grandes ceremoniales, sus fórmulas y usos, a pesar de ser una persona tan enchapada a la antigua, y en cómo su ferviente catolicismo estuvo siempre acompañado de una actividad desbordante, de una práctica constante y de una energía perfectamente bien canalizada hacia la ayuda al prójimo. La abuela Isabel rezaba poco, porque lo suyo era la acción y no la contemplación ni la pedigüeñería, ni siquiera la divina, tenía su fortaleza y su carácter endiablado, la abuela, y a veces decía las cosas con tal claridad que hasta duras resultaban, o parecían, en todo caso. Por eso, seguro, la abuela Isabel habría querido todo menos este entierro y, no me cabe la menor duda, pensaba Carlitos, se hubiese llevado mil veces mejor con los albañiles que ahora agitan precisos sus badilejos, desparraman el cemento sin chorrear ni una sola gota, y colocan esa placa con eficacia y profesionalidad, sí, mil veces mejor se habría llevado la abuela Isabel con esos hombres que con este cura aobispado y como fuera de temporada, con tanta vestimenta medio catedralicia, como para la ocasión y eso, y con tanta oración fúnebre que, apostaría lo que sea, aquí más de uno de estos señores que tanto se mete el dedo en el cuello y odia la corbata y a la humanidad con ella, de un patadón en el culo lo metería al señor cura de cuerpo presente y enterito en el mismo nicho y taparía, pobre abuela Isabel, pero bueno, ya se acabó todo, por fin, abuelita.

¿Acabarse todo? Ja. Si los había ahí para quienes, en realidad, la función recién empezaba ahora con los abrazos y las palmadas en el hombro y los saludos con beso y sin beso, con una formulilla de mierda que apenas se oía, pero que servía para cumplir y picárselas ya y quitarse saco y corbata, al toque, carajo, al fin, y qué tal cura de mierda, nos metió a todos al baño turco, compadre, mira cómo estoy yo, viejo, empapadito todo, o con sentidas frases abrazadas y pésames absolutos y demás demostraciones de acompañamiento en el dolor y aquí me quedo con los verdaderos amigos para compartir al máximo el dolor y que se vea también lo dolido que ando yo, qué gran mujer, la difunta, qué señora, su señora madre, don Roberto, don doctor, mis respetos, y aquí nos tiene usted para lo que pueda serle útil, que Dios la tenga en su gloria a su señora progenitora, porque en la meca del firmamento no hubo estrella, doctor Alegre… Carlitos paró la oreja cual perrito rapidísimo de hocico puntiagudo y ojitos saltones y penetrantes, y casi suelta su ladridito, también, porque, ¿acabarse todo?, ¿pero, quién dijo semejante disparate, por favor?

Porque todo acababa de empezar, más bien. Y por supuesto que eran ellos y que Carlitos Alegre casi los muerde, pero ahora lo urgente era que se los sacara a su padre del cogote, que suficiente tenía el pobre ya con la progenitora muerta y el terno negro y hasta la corbata almidonada. Los mellizos Céspedes, definitivamente, daban el pésame igualito a como hablaban por teléfono con Estrella del Firmamento Vélez Sarsfield, por ejemplo. Se colgaban con desesperación social del teléfono negro de pared, que ya más de una vez se había venido abajo, dejando un hueco de yeso y quincha en el corredor de cuarenta vatios, y ahora, claro, nadie los iba a descolgar de su papá mientras él no los presentara, pues para eso habían venido, el tal Arturo y el tal Raúl, lo tenían escrito en su agenda-cálculo-programa de vida, los entierros son un lugar ideal para hacer relaciones públicas, para darse a conocer, y ellos todas las mañanas, ahora que por fin habían ingresado a la universidad y tenían tiempo, no bien se despertaban, se tragaban íntegra la sección «Necrológicas» del diario
El Comercio,
para ver quiénes no desayunan en Lima, esta mañana, y para luego correr a colgarse de un doctor llamado Roberto Alegre, por ejemplo, e irse descolgando como amigos de su hijo, muy amigos, íntimos amigos, don Roberto, hemos ingresado a la universidad por la misma puerta, la dermatológica, nada menos, y tras intensos meses de encierro y estudio y esfuerzo y ahínco y la patria… En fin, cualquier cosa, aunque también es verdad, con estos tipos inefables, que al mismo tiempo hacían notar la distancia crítica y moral que los separaba de Carlitos, ya que por ahí andaba nada menos que don Luciano Quiroga, y tanto que al final no sabían bien en qué parte de la cancha jugar, ni con qué delantero, ni siquiera en cuál equipo, pero bueno, había que correr y combinar y atacar y, aunque recurrieron mucho al juego sucio, los mellizos ya estaban, al menos por un momento, en la cancha debida, aquella mañana.

—Todo es verdad, papá —intervino Carlitos, presentándolos con nombres y apellidos completos, antes de que se trajeran abajo a su papá, también, telefónicamente.

—Ah, los muchachos de la calle de la Amargura…

—Bueno, sí, señor, por esa zona, sí, la Lima histórica y el damero de Pizarro…

Los mellizos, pobres mellizos, tal vez no la cagaran tanto, habida cuenta de los cálculos que habían hecho antes de debutar en su vida de entierros, asistiendo nada menos que al funeral de la abuela del amante de Natalia de Larrea, todo un riesgo, por supuesto, pero bien calculado, muy bien estudiado y conversado entre ellos, el de debutar en este asunto tan efectivo y social de los entierros, creo yo, Arturo, totalmente de acuerdo, Raúl, porque mira tú, sí, te escucho, el dolor de todos ahí será tan grande, porque además son bien católicos y cultivan a los muertos, ¿se dice así?, Arturo, ¿crees?, y a mí qué me preguntas, so cojudo, y doña Isabel fue una dama muy Pío XII, ¿o se dirá muy pía…? Pero, bueno, si a ti te duele el alma, o la muela, que para estos efectos es lo mismo, nadie te va a tomar por un impostor, y ya verás cómo don Roberto Alegre se deja abrazar pésamemente por más amigos que seamos del amante de Natalia de Larrea y por menos vela que tengamos en este entierro, que, no lo olvides, seguro después será un encierro en la casa dolida con gente como don Luciano Quiroga, ¿te imaginas?, claro que me lo imagino, Raúl, pero ¿y Carlitos y nosotros?, pues precisamente de eso se trata, Arturo, de marcar también en el domicilio nuestras distancias con respecto a él, aunque hilando muy fino, claro que sí, porque del inmoral ese qué culpa tenemos nosotros, al fin y al cabo, y además es sólo nuestro
ex
compañero de estudios para el ingreso a la universidad, nada más que nuestro
ex,
¿o no me entendiste, carajo?

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