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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (24 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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Les dieron las cinco de la madrugada a los mellizos Céspedes, ahí en la plaza Grau, abrumados por semejantes informaciones internacionales y porque ellos ya habían inspeccionado la modestísima vivienda de la Magdalena Vieja en que vivían aquellas dos descendientas de la estatua. Y, sin embargo, aquellas dos hermosas muchachas —también las habían visto a la salida de misa y en un cine— frecuentaban nada menos que a la familia Rothschild y sus padres y sus tíos eran recibidos por príncipes y hasta por reyes.

—¿Cómo, entonces, se puede ser tan pobre?

—¿Tú no crees que entre tanto rey y barón algo les tiene que salpicar? ¿Unos dolarillos? ¿Unas libras esterlinas?

—Yo sólo sé que ya no sé nada, Arturo.

—Y a mí se me han roto todos los esquemas, Raúl. Se me han hecho añicos.

—Uno tras otro, sí. A mí también. Añicos.

—Ésas dos fueron las primeras que tachamos para siempre.

—Pues ahora ponlas en el primer lugar y tacha a todas las demás.

—El héroe se va a poner feliz cuando sepa que hemos terminado por darle la razón.

—Y con creces, Raúl.

—Pero yo insisto en que un barón Rothschild tiene que salpicar, Arturo.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media, casi.

—A las ocho en punto llamamos a Carlitos.

—Se va a aferrar a que son sólo dos hermanas y nos va a mandar al diablo.

—No. Carlitos es buena gente en eso. Nos hará el bajo. Él las llamará y se hará pasar por ti y por mí, en el teléfono. Además, la primera vez que vayamos tiene que acompañarnos.

—¿Pero con qué pretexto?

—Es loco, es buena gente, es nuestro íntimo amigo, su chica lo dejó plantado, estaba tristísimo y nos dio tanta pena que lo dejamos colarse. Y además el Daimler…

—¿Y si nos falla lo del Daimler, como con las cretinas de las Vélez Sarsfield? Recuerda el consejo del propio Carlitos, creo: A unas chicas pobres las impresionas con un Daimler y a unas ricas con un cupecito carcochón.

—Pero estas descendientas no son ni ricas ni pobres sino todo lo contrario. En fin, ni sé lo que son.

—Dicen que son muy genuinas.

—¿Y eso cómo se come, carajo?

—Pregúntale al almirante.

—No, vamonos, mejor.

—Con todo el respeto, con todo el amor patrio, y con todo el honor, si supiera usted, Caballero de los Mares, el lío en que nos ha metido…

—Pero viva el almirante Miguel Grau, de cualquier forma, Arturo.

—Por los siglos de los siglos, hermano, palabra de honor. Y a pesar de los pesares.

—Aunque ojalá salpique algo, siquiera, el barón de Rothschild, carajo, Arturo.

—Ya habría salpicado, Raúl.

—¿Cómo lo sabes?

—Piensa en la casita de las heroínas… Ahí nació su padre y ahí nacieron ellas. ¿Eso no te dice nada? Son demasiados años sin moverse de Magdalena Vieja.

—¿O sea, que ni una sola salpicadita del barón?

—Carajo, Arturo, si por lo menos las hubiera salpicado hasta Magdalena Nueva.

—Gente muy genuina. ¿Qué querrá decir eso de la
genuinidad?

—Ni idea, Raúl. ¿Y tú crees que se puede decir
genuinidad?

—Bueno, al menos mientras no nos oiga nadie.

—En fin, pronto nos enteraremos, Raúl.

Todo era un dechado de
genuinidad
en el mundo de Silvina y Talía Grau Henstridge y en su conmovedora casita de la Magdalena Vieja. Ellas eran bien bonitas, genuinamente bonitas y finas y esmeradas y como llevadas ya por el viento, y la casita en sí no era tan chiquita como parecía, medio perdida ahí al fondo del jardín, sino que la familia en general tenía un genuino gusto por las plantas y las flores y éstas habían crecido tanto y eran tan abundantes que prácticamente lograban que la vivienda desapareciera encantadoramente en medio de millones de colores combinados con genuino buen gusto y un real conocimiento del arte de la jardinería, salpicado probablemente por la cantidad de jardines tipo Finzi Contini o Rothschild o Duque de Anjou que el matrimonio Grau Henstridge acostumbraba frecuentar en sus visitas a Europa, África y Oriente. No adinerados como eran, más que pobres, Olga Henstridge y Jaime Grau poseían sin embargo una genuina capacidad para contagiarse de todas las cosas hermosas que iban viendo por el mundo, cada vez que alguien los invitaba a Italia o a Etiopía, por mencionar tan sólo dos de sus últimos viajes, y, aunque jamás regresaban cargados de maletas ni de nada, más bien todo lo contrario, sus retinas, en cambio, parecían almacenar toneladas de belleza que, luego, tanto ella como él, desembarcaban en el primer objeto o rincón en que posaban su mirada, o en aquel punto del jardín, o sobre ese viejo aparador, o sobre el piano heredado de la abuela, o en el dormitorio de Silvina y Talía, que también parecían haber heredado este genuino don de sus padres, aunque sobre esto, en fin, será el tiempo quien nos dé a conocer su veredicto, pero probable es, sí, señor, cómo no. ¿Cuál era la magia, cuál la sabiduría, de Olga y de Jaime? Pues simplemente cambiar una plantita de lugar, o colocar esta sencilla porcelana allá, en vez de aquí, o subir el florerito este al cuarto de las chicas. El resultado, en todo caso, era siempre genuino, y como viajaban tanto y posaban la mirada sobre tantas maravillas de la humanidad, lo suyo era, por un sencillo y nada calculado efecto de acumulación, un real y verdadero dechado de
genuinidad,
para emplear, una vez más, este neologismo Céspedes Salinas.

Y nada menos que ahí fueron a caer los mellizos Arturo y Raúl, con su neologismo y todo, aunque lo menos genuinamente que darse pueda, para que nos vayamos entendiendo de entrada. Por supuesto que fue Carlitos el que llamó a Silvina y a Talía, con los mellizos colgadísimos de su teléfono y hasta atreviéndose a meter su cuchara, de vez en cuando, y nada menos que bajo el nombre de Carlitos Alegre, con lo cual las pobres chicas se confundían una y otra vez, pero es que los tipos no lograban retenerse y simple y llanamente tenían que soltar lo de su admiración total por el Caballero de los Mares e incluso soltaban disparates tales como que ellos dos últimamente habían dialogado mucho con el héroe, creando un desconcierto mayor aún, y hasta alguna confusión, aunque sin faltar a la verdad, es verdad, pero lo que pasa es que a los pobres Raúl y Arturo como que se les había secado un poquito el cerebro con tanta conversación heroica y parece ser además que tantas horas pasadas ahí a solas con la estatua, madrugando noche tras noche, en la plaza Grau, los había trastornado un poquito, y ahora, a todo trapo, lo que querían era que Silvina y Talía se enteraran de que ellos eran dos caballeros a carta cabal, dos auténticos patriotas, dos… dos…

—Soy dos algo más, Talía —dijo Carlitos, bastante harto y confundido, también, y agregándoles ahí a los mellizos colgantes—: Sigan soplando, pues, idiotas, porque yo he perdido completamente el hilo… Son… Son… Son dos dechados de virtudes con creces, Talía, me informan, aquí.

—Y yo ya lo adiviné todo —le dijo ella.

—¿Cómo?

—Ya Silvina lo había sospechado. Y, claro, tenía razón, ella.

—¿Cómo?

—Y yo acabo de adivinarlo.

—¿Cómo?

—Mira, Carlitos Alegre. Nosotras somos bien amigas de Susy y Mary Vélez Sarsfield…

—¿Y de Melanie?

—No, ella es muy chiquilla, todavía. Pero, bueno, Susy y Mary nos invitan todos los años a Europa y…

—¡Dios mío! ¡En qué trampa he caído! Y, perdóname un instante, por favor, Talía, pero es que, de paso, los mellizos también se han caído, aunque de espaldas, en su caso…

—Bien hecho. Eso les pasa por tramposos, a los tres.

—Entonces, chau. Y te juro que yo sólo estaba tratando de ayudar a unos amigos.

—Pues ahora ayúdalos a que se pongan de pie.

—Chau, Talía… Y, por favor, perdóname. No, no intentes comprenderme. Tanto no te pido. Sólo que me perdones cristianamente, y que lo olvides todo, si puedes.

—Carlitos, escúchame un instante.

—Debo parecerte un pobre diablo… Una alca… Perdón…

—Te he pedido que me escuches, Carlitos, por favor. Y créeme que no me pareces ningún alcahuete, y que tanto Silvina como yo queremos conocerlos a los tres. Y mi mami y papi, que acaban de regresar de Italia, me ruegan que los invite a los cuatro a tomar té mañana.

—¿Los cuatro?

—Sí, con la señora Natalia de Larrea, también.

—¡Natalia y nosotros tres somos cuatro, claro!

—Exacto. Y mis papis me encargan decirte que ellos quieren mucho a Natalia, que a menudo se encuentran en París o en Londres cuando ella viaja a Europa, y que,
por favor,
no les vaya a fallar mañana. Y, además, Carlitos, por cuestiones de buena educación, y punto, ten la absoluta seguridad de que mis papis ya llamaron a la señora De Larrea, y que, a lo mejor, ella todavía no te ha dicho nada o es que prefiere hacerles alguna bromita a ti y a los mellizos esos, tan poco genuinos, por lo que voy viendo y oyendo…

Hacía rato que Carlitos hablaba desde un teléfono desprendido de una pared, que había dejado un hueco de quincha y adobe, en su lugar, ante dos mellizos sentados en el suelo con unas impresionantes caras de cojudos, pero, en fin, los cables parece que continuaban funcionando correctamente y que mañana, en efecto, los cuatro tenían té en casa de los Grau Henstridge y que vaya coincidencias y sorpresas y tecitos…

—Me despido, Talía. Y debo confesarte, humildemente, que yo soy Carlitos Alegre, sí, pero que al menos no me estoy arrastrando por los suelos como el dechado de virtudes este, que me pidió que te metiera letra.

—Lo haces bastante bien, Carlitos. Lo que pasa es que ya las Vélez Sarsfield le habían contado a Silvina, y ella a mí…

—¡Yo me pego un tiro, Talía! ¡Y es que parece que además de todo nos estamos volviendo famosos! ¡Y qué tal famita, caray, para qué te cuento!

—Ya mañana veremos, Carlitos…

—¿Cómo?

—Pues, por lo pronto, tú tienes una famota, campeón…

O sea que fue Natalia la que puso orden en la expedición bipartita que partió al día siguiente rumbo a la Magdalena Vieja. Para empezar, ella optó por su Mini Minor para travesuras, el rojito, y por viajar sólo con Carlitos, desde Surco. Olga y Jaime Grau eran como dos hermanos para Natalia, y jamás la habían juzgado ni nada, sólo querido, o sea, que ni protocolo ni formalismos ni nada, con ellos. O se optaba por la sencillez o no se asomaba siquiera la nariz donde esa gente tan natural. Y por eso, también, a los mellizos los optó, sí, los optó por salir nada menos que de la calle de la Amargura, y así, con todito su nombre completo, calle de la Amargura venida a menos, los optó también por el cupé del 46 y la verdad de la mermelada, y al pobre Molina y su Daimler los dejó sin más opción que la de permanecer en el huerto, a la espera de noticias del nuevo Waterloo de los amigos del señor Carlitos, doña Natalia, me hubiera gustado tanto asistir, francamente, señora…

—Está usted irreconocible desde que regresé de Europa, Molina—le dijo Natalia, haciendo grandes esfuerzos para no soltar la carcajada, ahí no más.

—A Molina le da por reírse de mis amigos. ¿O no, Molina…?

—¿Sólo a él? —se le escapó a Natalia, que realmente ya no aguantaba más.

Pues no sólo a él, por supuesto, aunque la verdad es que, en casa de los Grau Henstridge, los pobres mellizos se lucieron bastante poco el día dé su debut, aunque todos los ahí presentes realmente no supieron cómo tomarse una suerte de declaración de principios, o algo similar —pero que, eso sí, debía pintarlos de cuerpo entero, y de alma entera, también, claro—, que los pobres soltaron simultáneamente mientras admiraban un retrato del almirante, que, además, calificaron de anónimo, porque jamás lo habían visto antes y sin duda también por lo acostumbrados que estaban al retrato del héroe de los manuales escolares o —y ellos más que nadie, podría decirse— a la estatua de la plaza Grau. En fin, lo cierto es que nadie estaba hablando del héroe ni de heroísmo ni de nada, cuando los mellizos se dirigieron al retrato
anónimo
del almirante, lo miraron, se inflamaron, y voltearon donde unos descendientes sin duda alguna finísimos, pero que, la verdad, el barón Rothschild no parecía haber salpicado ni tener la intención de salpicar jamás. Pero bueno, la inflamación continuaba y los mellizos se decharon como nunca de virtudes, al comentar:

—Nosotros hablamos a menudo con don Miguel, don Jaime, doña Olga…

—Yo creo que se refieren al don Miguel de la plaza y la estatua —metió las cuatro, Carlitos, en un desesperado y totalmente fracasado afán de arreglarla, motivo por el cual doña Olga Henstridge de Grau optó por servir el té antes de tiempo y continuar contándole a Natalia su último viaje por los Abruzos, tan abruptos siempre, sobre todo en las provincias de Chieti, Aquila, Pescara y Teramo, aunque no te puedes imaginar lo lindo que se pone todo cuando llegas al borde del mar y te encuentras con unos pescadores que, o son encantadores y te prestan sus sombrillas, por ejemplo, o son unas fieras que ni caso te hacen cuando quieres comprarles unas simples sardinitas.

—Y me contabas de una comida…

—En San Silvano, sí, con el duque de Anjou, Louis de Bourbon, que no te imaginas cuánto se parece a Tyrone Power, pero en más bello y refinado, por supuesto. Pero tú también lo conociste, ¿no?

—Y lo recuerdo muy bien, sí, con ese parecido a Tyrone Power. ¿Cómo está, el buen Louis?

—Iba camino de Notre Dame de Lorette, pero siempre encontró tiempo para invitarnos y contarnos la increíble odisea del corazón de Louis XVII, antes de encontrar paz y reposo finalmente en Saint Denis…

—¿Un infar…? —empezaba a preguntar Arturo Céspedes.

—Un hecho infausto, más bien, y ocurrido a finales del siglo dieciocho —lo interrumpió don Jaime Grau, rogándole a sus hijas que aceleraran un poquito lo del té, porque… Bueno, porque muero de ganas de tomarme una taza de té…

Carlitos llevaba con los dedos ocultos la contabilidad de las carcajadas que se estaba perdiendo el pobre Molina, cuando por fin llegó el juego de té más y menos lindo del mundo, al mismo tiempo, algo que, por lo demás, empezaban ya a notarlo los mellizos, ocurría también con el jardín de la casa y con la casa misma y con esa tetera que no era ni siquiera de plata, pero que, con sólo mirarla, o tocarla, parece, los Grau Henstridge convertían en oro, o el aro de alpaca de esa servilleta que, con tan sólo bañarlo en el contenido de su retina viajera, convertían en platino, qué maravilla de
genuinidad,
caramba, ahora sí que ya sabemos qué es ser genuino, y qué no, y callémonos el resto de nuestra vida y sigamos frecuentando a Silvinita y Taliíta para que nos retinicen a nosotros también, y, a lo mejor, algún día, como en los cuentos de hadas, nosotros las bañamos a ellas en oro y en plata y, como las teteras y esa loza tan linda que ya se me convirtió en porcelana y así todo en nuestra vida con la varita mágica de esta gente…

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