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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Romántico, #Humor

El huerto de mi amada (30 page)

BOOK: El huerto de mi amada
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Por supuesto que Carlitos, en su afán de contar muy bien su historia, en el más correcto francés posible para él, en aquel momento, ni cuenta se había dado de que Melanie lo estaba abrazando a mares. Pobrecita, lloraba como una Magdalena la entrañable Melanie con la historia tan bien contada por Carlitos y, claro está, también con el asunto aquel del pronto regreso de Natalia para solucionarlo todo.

—Ah, la veterana esa del diablo, mi Carlitos tan querido. Hoy le toca ganar a ella, lo asumo, pero espérate tú nomás a que pasen unos añitos y empiece a convertirse en una vieja bruja…

—Melanie, por favor.

—Tú haz lo que quieras, Carlitos, pero yo esperaré. Yo siempre te esperaré, vas a ver.

—¿Y para qué? ¿Se puede saber?

—Para que no me llegues a cada rato en este estado tan deplorable y para que me lleves al altar con mi papi completamente sobrio, por una vez en la vida. Porque todos tenemos nuestro derecho a esperar y soñar, mi tan querido Carlitos Alegre.

—Al francés. Volvamos al francés, Melanie, por favor —le rogó Carlitos.

Todos fueron a recibir a la señora. Y ahí, en el aeropuerto, doña Natalia se entregó primero al beso interminable de Carlitos y luego los fue abrazando uno por uno, empezando como siempre por Marietta y siguiendo por estricto orden de antigüedad laboral en la familia. Molina habría dado la vida por ser el más antiguo, ahí, pero debía inclinarse ante la pareja italiana, que llevaba siglos en el huerto, y que también había sido contratada por los padres de doña Natalia, aunque, eso sí, ni Marietta ni Luigi habían servido jamás a los señores de Larrea directamente, es decir, en su propia casa, como él, lo cual no dejaba de producirle cierto desdeñoso malestar, del tipo una cosa es con guitarra y otra cosa es con cajón, y tentado estuvo más de una vez, el uniformado, de señalar este hecho y exigir un cambio en el orden de los abrazos, mas su afecto y respeto por la vieja pareja italiana, por el lado positivo de su carácter, y la certeza de que sería él quien finalmente conduciría a la señora y al joven Carlitos hasta el huerto, por el lado negativo y hasta vengativo, le permitían sobrellevar con la frente en alto el interminable asunto aquel de los abrazos y saludos y las primeras palabras, resignándose a su agraviante tercer lugar en la lista de antigüedades, porque, eso sí, luego vendría la puesta en práctica de su tremenda venganza, ya que doña Natalia emprendería el regreso al huerto en el Daimler, pero sólo con él y el señor Carlitos, y que se jodan los italianos, par de bachiches de eme. Aunque, claro, también, maldita sea, luego vendría la venganza del destino, que en esta oportunidad consistió en que el ahora muy afrancesado niñato este y su señora amante no sólo se pusieron al día, en francés, de la vida y milagros de los mellizos Céspedes Salinas, entre varios asuntos más, sino que hasta se besuquearon en este idioma durante todo el trayecto entre el aeropuerto y el huerto, como si uno fuera hijo de cura, oiga usted, habráse visto, cuando en realidad si uno no fuera todo un caballero y un profesional, ya habría encontrado la manera de hacerle saber a doña Natalia quién fue la verdadera profesora de francés de su adorado Carlitos y, muy a menudo, en unas condiciones tan especiales que hasta aparecían toditos llorosos cuando terminaban unas clases en las que también el toqueteo parece que fue en el idioma del Racine ese y el del Cornelio o qué sé yo, aquel, mas un tercero que nunca me entró, un tal Moli no sé cuántos…

Había cena en la terraza del huerto, con el inmenso jardín iluminado, y la piscina luciéndose con todo su poder de nocturna incitación. Luigi había terminado de cambiar el agua esa misma noche y Natalia no pudo ocultar la profunda emoción que le produjo darse cuenta, de golpe, que pronto, muy pronto, todo aquel mundo heredado de épocas coloniales, aquella casona, aquellas arboledas y viñas, aquellos frutales y aquellos campos y potreros, tantos animales y senderos y jardines, dejarían de pertenecerle para siempre. Sin embargo, el huerto era la única parte de su inmenso patrimonio en bienes inmuebles que Natalia no había vendido secretamente. Ni siquiera su casa de Chorrillos le pertenecía ya. El huerto había sido el gigantesco jardín animado de su infancia feliz y el lugar en el que, de alguna manera, se ocultó con Carlitos, el muchacho que le había devuelto la felicidad perdida en la adolescencia. Y fue también la chochera de su padre y el lugar preferido de su madre. El huerto, por lo tanto, era el único trozo de su ciudad y de su vida que Natalia siempre recordaría con amor. No estuvo, pues, nunca en venta. Ni lo estaba ni lo estaría, para ella. Y, aunque aquella noche nadie ahí lo sabía aún, el huerto acababa de pasar a manos de los cinco empleados que acababan de recibirla en el aeropuerto, en la que era también su última llegada a Lima. Natalia pidió champán y siete copas para brindar, pero para brindar como siempre que regresaba de Europa, eso sí. Por el momento, deseaba descansar unos días y disfrutar de su huerto, mientras, al mismo tiempo, se iban dando los toques finales a mil asuntos, pequeños y grandes. El más importante de todos, eso sí, ya estaba arreglado. Carlitos era mayor de edad, en el Perú y en Francia. Se lo iba a decir esta misma noche. Y después le iba a decir que era absolutamente libre para elegir.

Partirían juntos a París, para siempre, dentro de dos semanas, o partiría ella sola, para siempre, también, aunque por supuesto que no a París, sino al mismísimo infierno, si todo le fallaba, al final… Pero, bueno, para qué ponerse en el peor de los casos, si bastaba con ver y sentir la felicidad de Carlitos, ahí a su lado, rogándole que se apresurara con lo de sus papeles, haciéndole mil y una preguntas al respecto, firme como nunca en su convicción, tan firme como se había sentido ella en París, Londres y Roma, cada minuto, mientras arreglaba millones de asuntos sumamente difíciles con la más asombrosa facilidad y celeridad, sin pensarlo nunca dos veces, sin el más mínimo titubeo, y con la misma sonrisa de firmeza y satisfacción que tanto impresionaba a sus interlocutores más diversos.

Carlitos alzó su copa de champán antes que nadie, pero sabe Dios qué diablos hizo que ésta salió disparada de su mano y se hizo añicos sobre las lajas de la terraza, después de haber volado unos segundos por el aire. Y nadie ahí supo decir si eso traía suerte o, a lo mejor, todo lo contrario.

—Yo no sé qué diablos trae esto —dijo el pobre, rogando que lo disculparan, y mirándolos a todos, francamente aterrado.

—Pues yo sí que lo sé, mi amor —lo tranquilizó Natalia, inmediatamente—. A mí, por lo pronto, me trae diversión asegurada para el resto de la vida.


Si, certo
—comentó Luigi, terminando de arreglarlo todo con su ronco risotón, y comentando—:
Perchè il signor Carlitos diventerà un grand' oumo, ma no cambierà mai…

Y, en efecto, Carlitos pidió que le trajeran su Coca-Cola, con una gotita de champán, en lugar de vino, esta vez, por favor, y ya no volvió a pulverizar copa alguna, aquella noche, felizmente.

Un par de horas más tarde, Natalia sometió a Carlitos a la prueba definitiva del amor incondicional, del amor sin reparo alguno, del amor a cualquier costo. Agotada por el trajín incesante y sumamente tenso de su estadía en París, Londres y Roma, donde en esta ocasión no adquirió ni vendió antigüedad alguna, y sólo visitó abogados, banqueros, poderosos políticos, notarios, cónsules, consejeros de negocios, y alguno que otro amigo realmente fiel, a Natalia le bastó con sentarse en el avión que la llevaba de regreso a Lima para quedarse profundamente dormida, incluso durante las tres escalas que hubo en el largo trayecto desde París. Pero le ocultó este hecho a Carlitos, y, al acostarse, lo dejó al pobre con todas sus ganas de comérsela a besos y caricias, de dormirla de amor y sexo, y fingió que le hablaba desde el más profundo de los sueños y un total agotamiento, aunque la muy viva dejó un candil bastante bien encendido y ubicado, de manera tal que le permitiera observar de tanto en tanto las reacciones de su amante ante los hechos consumados que se disponía a contarle. Tumbado junto a ella, Carlitos la escuchaba extasiado, sin enterarse para nada de la perfecta puesta en escena preparada por Natalia, y sin que candil alguno lo estorbara en absoluto, por supuesto.

—Me habría gustado tanto contarte todo mi viaje con lujo de detalles, lo que he hecho día tras día, y lo que he logrado para nosotros, contártelo todo, de principio a fin, esta misma noche, mi amor… mi… mi…

Éstas fueron las últimas palabras que pronunció Natalia, antes de ser devorada por la teatralidad de su sueño, aunque la verdad es que estuvo a un pelo de contradecirse, de pegar un salto leonino, o divino, que para el caso daba lo mismo, y de saltarse íntegro el texto que traía preparado, cuando no sólo sintió que las manos de Carlitos la acariciaban con renovada sabiduría, sino que éste, a su vez, le decía, desconsolado, y, sin duda alguna, gravemente herido en su amor propio:

—Maldigo al inventor del sueño. Lo recontramaldigo. Pero bueno, para otra vez será, mi amor. Y tú te lo pierdes.

Controlándose al máximo, Natalia se limitó a observar a Carlitos por el rabillo de un ojo profundamente dormido. Perfecto. Ni cuenta se había dado del truco del candil. Y ahí estaba el pobrecito, iluminadísimo, furioso, y tan despierto que no se le iba a escapar ni una sola de las palabras que se disponía a decirle desde el fondo de un sueño profundo, y desde el fondo de su corazón. La gran prueba del amor acababa de comenzar, y, poco a poco, sin omitir detalle alguno, Natalia empezó a contarle que ya era oficial y documentariamente mayor de edad, que partían a Francia dentro de dos semanas, que viajarían por tierra hasta Guayaquil, por precaución, que había vendido hasta el último de sus bienes en el Perú, con excepción del huerto, que pasaría a manos de sus cinco empleados predilectos, que él y ella ya disponían de un precioso departamento en París, que ahora las cartas las tenía él todas entre sus manos, que era libre de acompañarla o de retornar a casa de sus padres, que, eso sí, el viaje que emprenderían no tenía retorno, y que tienes exactamente una semana para darme una respuesta afirmativa o mandarte cambiar, mi amor…

Se había ido quedando dormido tan profundamente feliz, Carlitos, a medida que avanzaba el relato de Natalia, que ella incluso se fue incorporando poco a poco e iluminándole cada vez más la cara, para gozar hasta el último detalle de su aceptación incondicional, sin reparos ni preguntas, y sólo con ese entrañable comentario, sonriente y despreocupado, cuando ella le explicó por qué era mejor partir por tierra hasta Guayaquil, una medida de precaución, mi amor, y de ahí tomar un avión a…

—Así hubiera sido por tierra hasta Groenlandia, Natalia. Y también por aire y por mar y por precaución…

Después siguió durmiendo tan tranquilo y con esa cara de alegre y total aceptación que Natalia decidió ir besuqueando, de menos a más, para irlo trayendo nuevamente hasta sus brazos, hasta sus labios, hasta sus senos y sus muslos. Pero nada. Porque era Carlitos el que ahora dormía el más profundo y complaciente de los sueños, y sólo muy de rato en rato, cuando ella, desesperada en su ardor, le aplicaba uno que otro pellizco bastante canalla, la verdad, por toda respuesta obtenía palabras como Guayaquil o París, más una sonrisa proveniente de aquellos lejanos lugares, sin duda alguna, porque ni hablar de despertar, Carlitos, de puro feliz y dormido y convencido que andaba, y porque, seguramente, la gran prueba del amor había dado un resultado tan sobresaliente que ni la pobre Natalia, que ya había encendido todas las luces de la alcoba, a ver si Carlitos regresaba aunque sea un momentito de Groenlandia, captaba lo que realmente estaba ocurriendo ante su vista y ardor. No. No captaba nada, aquella leona anhelante, y es que a quién se le iba a ocurrir que, sin recurrir a truco alguno, Carlitos se había quedado dormido por una semana, para despertarse sólo entonces y soltarle por fin la respuesta que ella le había pedido.
¿
O
acaso ella no le había dicho que tenía una semana para darle su plena aceptación o mandarse cambiar? Y ahí seguía durmiendo Carlitos, obedientísimo y con la cara esa de nota sobresaliente y primero de la clase, mientras a su lado Natalia le repetía, desconsolada, y, sin duda alguna, muy herida, ahora ella, en su amor propio:

—Pues yo también maldigo al que inventó el sueño. Lo recontramaldigo. Pero, bueno, tú te lo pierdes, mi amor. Para otra vez será.

Y la otra vez fue exactamente dentro de una semana, para desesperación de Natalia, que realmente no entendía por qué andaba Carlitos hecho un sonámbulo satisfecho por el huerto, un solo de bostezos sonrientes y de siestas interminables, hasta que por fin al séptimo día despertó, le dio su plena aceptación, le dijo: «Vámonos», y se puso a esperarla doblemente. Mentalmente, la esperaba en el automóvil que debía conducirlos hasta Guayaquil, y, sobresalientemente, en la camota de la alcoba. Natalia era una mujer feliz, ahora que al fin había logrado entender hasta qué punto le había salido perfecta su arriesgada prueba de amor.

Y ahora, ¿qué les quedaba por hacer en Lima en los siete próximos días, los últimos que pasarían en esta ciudad? A Natalia, algunos arreglos más, la liquidación final de cinco asuntos de interés comercial, su firma estampada en mil y un documentos que la esperaban todos listos, la despedida de sus fieles empleados, y la entrega de las llaves del huerto. Y, a Carlitos, sabe Dios qué. ¿Ver a sus padres y hermanas, por última vez, sin que sospecharan nada? ¿Ver a los mellizos, por última vez, sin que se enteraran de nada? ¿Visitar a Melanie, con cualquier pretexto, menos el verdadero? Mañana, tal vez mañana. O tal vez pasado mañana. O, tal vez… ¿Tal vez ya nunca?

Finalmente, Carlitos optó por llamar un taxi y pedirle que lo llevara hasta la avenida Javier Prado, en San Isidro. Ahí se bajó, y por su casa pasó mil veces, aunque sin animarse a tocar el timbre y caminando siempre muy rápido, casi corriendo para que no lo fueran a ver. Y sólo se detuvo cuando vio a sus padres y hermanas saliendo juntos en el automóvil, su último miércoles, a eso de las seis de la tarde. Se acercó, como quien llega de visita, muy informalmente, y les preguntó adonde iban. Al cine. Iban al cine. Entonces les preguntó si podía ir él también. Le respondieron que sí, que subiera al carro y se sentara junto a Cristi y Marisol, en el asiento de atrás. La película resultó ser bastante mala y, en voz muy baja, todos estuvieron de acuerdo en salirse del cine antes de que terminara y en ir a comer a la calle. El doctor Roberto Alegre sugirió dar una vuelta antes, por el centro de Lima, porque aún era bastante temprano, y finalmente terminaron comiendo en el restaurante Donatello, del jirón Quilca, y luego tomando una copa en el hotel Crillón. Erik von Tait estaba sentado ante el órgano, pero no se acercó a saludar a Carlitos. Ni siquiera le hizo un adiós en la distancia, aunque no tardó en ponerse a cantar:
«Cross the ocean on a silver plane…»,
mirando indiferente, mirando a cualquier parte menos a la mesa en que estaban él y su familia.

BOOK: El huerto de mi amada
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