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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (4 page)

BOOK: El inocente
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Se alejó hacia la garita del centinela. Glass se sentó al volante. La barrera se alzó, y cuando pasaron el comandante les hizo un cómico saludo militar, llevándose un solo dedo a la sien. Leonard iba a corresponderle, pero, sintiéndose ridículo, bajó la mano y forzó una sonrisa.

Aparcaron paralelos a un camión militar junto al edificio de dos plantas. Desde algún lugar a la vuelta de una esquina llegaba el sonido de un generador diesel. En vez de conducirle hacia la entrada, Glass guió a Leonard por el codo unos pasos sobre la hierba, hacia la cerca, y señaló a través de ella. A cien metros de distancia, al otro lado de un campo, dos soldados les miraban con prismáticos.

—El sector ruso. Los Vopos nos vigilan día y noche. Les interesa nuestra estación de radar. Llevan una relación de todos y todo lo que entra y sale de aquí. Ahora te están observando por primera vez. Si ven que vienes con frecuencia, puede que hasta te pongan un nombre en clave. –Volvieron hacia el coche–. Así pues, lo primero que hay que recordar es actuar en todo momento como un visitante de una estación de radar.

Leonard estuvo a punto de preguntarle por los hombres que jugaban con el balón, pero Glass iba delante de él a lo largo del costado del edificio y por encima del hombro le dijo:

—Iba a llevarte a ver tu equipo, pero, ¡qué diablos!, más vale que veas cómo funciona esto.

Torcieron en una esquina y pasaron entre dos generadores montados en camiones que hacían mucho ruido. Glass sostuvo abierta una puerta que daba a un corto pasillo, al final del cual había otra puerta donde se leía: «Prohibida la entrada sin autorización.» Era un almacén, después de todo, un vasto espacio de hormigón débilmente iluminado por docenas de bombillas desnudas que colgaban de vigas de acero. Unos tabiques con marco de metal separaban las mercancías, cajas de madera y cajones de embalaje. Un extremo del almacén estaba despejado y Leonard vio una carretilla elevadora que maniobraba por el suelo manchado de grasa. Siguió a Glass hacia ella por un pasillo entre cajones de embalaje marcados con la palabra «frágil».

—Parte de tu material está todavía aquí –le dijo Glass–.

Pero todo lo demás se encuentra ya en tu cuarto.

Leonard no hizo preguntas. Era evidente que Glass disfrutaba revelando los secretos poco a poco. Se pararon en la parte despejada y miraron la carretilla elevadora. Donde ésta se había detenido había ordenadas pilas de secciones de acero curvado de aproximadamente treinta centímetros de ancho y noventa de largo. Había docenas de ellas, tal vez cientos.

Varias estaban siendo levantadas en aquel momento.

—Estas son las láminas de acero del revestimiento. Han sido recubiertas de goma para evitar que hagan ruido al entrechocar. Podemos seguirlas.

Caminaron detrás de la carretilla elevadora, que empezaba a descender por una rampa de hormigón hacia el sótano. El conductor, un hombrecito musculoso en uniforme de faena, se volvió y saludó a Glass con la cabeza.

—Ese es Fritz. A todos les llamamos Fritz. Uno de los hombres de Gehlen. ¿Sabes a quién me refiero? –La respuesta de Leonard quedó ahogada por el olor que subía a su encuentro desde abajo. Glass continuó–: Fritz era nazi. La mayoría de los hombres de Gehlen lo fueron, pero este Fritz era un verdadero monstruo. –Entonces respondió a la reacción de Leonard ante el olor con una sonrisa compungida, adoptando la actitud de un anfitrión halagado–. Sí, esta pestilencia tiene su historia. Ya te la contaré.

El nazi llevó la carretilla elevadora a un rincón del sótano y luego paró el motor. Leonard se quedó al pie de la rampa con Glass. El olor procedía de la tierra que cubría dos tercios del suelo y se amontonaba hasta el techo. Leonard pensó en su abuela; no exactamente en ella, sino en el retrete que había al fondo de su jardín, debajo de un ciruelo. Reinaba la oscuridad allí dentro, igual que aquí abajo. El asiento de madera tenía el borde gastado y estaba casi blanco de tanto fregarlo. El mismo olor subía por el conducto, no totalmente desagradable, excepto en verano. Olor a tierra, y a humedad putrefacta, y excrementos que los disolventes químicos no habían consumido del todo.

—No es nada comparado con lo que fue –dijo Glass.

La carretilla elevadora estaba aparcada cerca del borde de un pozo bien iluminado. Tenía seis metros de profundidad y otros tantos de diámetro. Había una escalerilla de barrotes de hierro atornillada a uno de los pilotes clavados en el suelo del pozo. En la base de éste, en la pared, había un agujero negro, redondo, la entrada de un túnel. Varios cables y alambres que venían de arriba se perdían dentro de él. Una tubería de ventilación estaba conectada a una ruidosa bomba colocada más atrás, contra la pared del sótano. Había alambres de teléfonos de campaña, un grueso manojo de cables eléctricos y una manguera manchada de cemento conectada con otra máquina más pequeña que permanecía silenciosa al lado de la primera.

Alrededor del borde del agujero se agrupaban cuatro o cinco de los hombres corpulentos que Leonard bautizó más tarde como los sargentos excavadores. Uno de ellos manejaba un torno apoyado en el borde mientras otro hablaba por el teléfono de campaña; éste levantó la mano perezosamente en dirección a Glass y luego se volvió para seguir hablando.

—Ya oíste lo que dijo. Estás justo debajo de sus pies.

Desmóntalo con cuidado y, por lo que más quieras, no le des golpes. –Escuchó y luego interrumpió–: Si quieres, escúchame, escúchame, no, escucha, escucha, si quieres acabar mal sube aquí y hazlo. –Colgó y le habló a Glass desde el otro lado del agujero–. El jodido gato se ha vuelto a estropear. La segunda vez esta mañana.

Glass no presentó a Leonard a ninguno de los hombres y ellos no mostraron el menor interés por su presencia. Parecía invisible mientras se movía alrededor del pozo para verlo mejor. Siempre sería así, y pronto aprendió la regla: no se hablaba con nadie a menos que su trabajo estuviera relacionado con el tuyo. Esta conducta se debía en parte a razones de seguridad y en parte, según comprendió después, a una especie de culto viril al misterio que rodeaba la propia tarea, lo cual permitía ignorar a los extraños y hablar ante ellos como si no existieran.

Había dado la vuelta al agujero cuando presenció una discusión. Una pequeña vagoneta avanzó sobre unos raíles que salían del túnel. En ella iba un cajón de madera rectangular lleno de tierra. El hombre que empujaba la vagoneta, desnudo de cintura para arriba, avisó al que manejaba el torno, pero éste se negó a bajar el cable de acero con el gancho. Le gritó que, puesto que el gato hidráulico estaba estropeado, no tenía sentido bajar las láminas de revestimiento hasta el túnel y sería mejor dejarlas por ahora en la carretilla elevadora del sótano, que en consecuencia no podría llevarse el cajón de tierra aunque lo subieran. Así que más valía que se quedara donde estaba.

El hombre del pozo frunció el ceño a causa de las luces que le deslumbraban desde arriba. No había oído bien. El que manejaba el torno repitió la explicación. Su compañero sacudió la cabeza y se puso las manos, que eran grandes, en las caderas. Gritó que podían subir el cajón y dejarlo a un lado hasta que la carretilla elevadora estuviera libre.

El de arriba tenía la respuesta preparada. Quería aprovechar el tiempo para examinar el mecanismo del torno. El hombre que estaba en el pozo dijo que eso lo podía hacer cuando el cajón estuviera arriba, pero el del torno le contestó que no, que no podía.

El otro le amenazó con subir, y el del torno le dijo que bueno, que le esperaba.

El hombre del pozo miró furioso hacia el torno. Tenía los ojos casi cerrados. Luego subió ágilmente por la escalerilla. Leonard se sintió mareado ante la perspectiva de una pelea. El hombre llegó a lo alto de la escalerilla y caminó alrededor del agujero, por detrás de la maquinaria, hacia el torno. Su compañero parecía decidido a no levantar la vista de lo que estaba haciendo.

Perezosamente, sin proponérselo, los otros sargentos entraron en el espacio, cada vez más reducido, que separaba a los dos hombres. Hubo una confusión de voces tranquilizadoras. El del túnel le lanzó una sarta de insultos al del torno, el cual estaba utilizando un destornillador y no replicó. Era el modo de proceder habitual. Los otros trataban 'de convencer al ofendido de que aprovechase la avería del gato para tomarse un descanso. Al fin se fue a paso largo hacia la rampa, refunfuñando y dando patadas a una piedra suelta. No hubo reacción a su marcha. El hombre del torno escupió dentro del pozo.

Glass cogió a Leonard por el codo.

—Llevan haciendo este trabajo desde agosto, en turnos de ocho horas durante las veinticuatro horas.

Se dirigieron al edificio de la administración por un corredor de comunicación. Glass se detuvo junto a una ventana y volvió a señalar el puesto de observación, más allá de las alambradas.

—Quiero enseñarte hasta dónde hemos llegado. Observa que los Vopos están delante de un cementerio. Justo al otro lado de la pared trasera hay un parque de vehículos militares. Está junto a la carretera principal, la Schónefelder Chaussee. Estamos justo debajo de ellos, a punto de cruzar la carretera.

Los camiones alemanes orientales se hallaban a unos trescientos metros. Leonard distinguió tráfico en la carretera.

Glass siguió andando y, por primera vez, Leonard sintió que su manera de actuar le irritaba.

—Señor Glass…

—Bob, por favor.

—¿Vas a decirme para qué es todo esto?

—Por supuesto. Es lo que más te afecta. Al otro lado de esa carretera, enterradas en una zanja, están las líneas terrestres soviéticas que conectan con el alto mando en Moscú. Todas las comunicaciones entre las capitales de la Europa del Este confluyen en Berlín y vuelven a salir. Es una herencia del antiguo control imperial. Vuestro trabajo es cavar hasta encontrar las líneas e intervenirlas. Nosotros hacemos el resto. Glass seguía andando deprisa; cruzó una puerta doble de vaivén y entró en una zona de recepción donde había lámparas fluorescentes y una máquina de Coca-Cola; se oía el sonido de máquinas de escribir.

Leonard agarró a Glass por una manga.

—Escucha, Bob. No sé cavar, y en cuanto a intervenir las… en cuanto al resto…

Glass lanzó una carcajada. Había sacado una llave.

—¡Tiene gracia! Al decir «vuestro» me refería a los británicos en general, bobo. Aquí está tu trabajo.

Abrió la puerta, alargó la mano, encendió la luz y dejó pasar a Leonard primero.

Era una habitación grande, sin ventanas. Contra una pared se apoyaban dos mesas de caballete. Sobre ellas había un equipo básico de comprobación de circuitos y un soldador. El resto del espacio estaba ocupado por cajas de cartón idénticas apiladas hasta el techo, de diez en fondo.

Glass le dio una patadita a la más próxima.

—Ciento cincuenta magnetofones Ampex. Tu primera tarea será desembalarlos y deshacerte de las cajas. Hay un incinerador fuera, en la parte de atrás del edificio. Esto te llevará dos o tres días. Después, hay que ponerle el enchufe a cada aparato, y luego tendrás que probarlos. Ya te explicaré cómo pedir piezas de repuesto. ¿Sabes algo de activación de señales? Estupendo. Hay que adaptarlos todos. Eso te llevará algún tiempo. Después, puede que ayudes con los circuitos que van a los amplificadores. Luego vendrá la instalación. Nosotros seguimos cavando, así que tómatelo con calma. Nos gustaría verlos funcionando en abril.

Leonard se sentía inexplicablemente feliz. Cogió un ohmiómetro. Era de fabricación alemana, de baquelita marrón.

—Necesitaré un instrumento mejor que éste para las resistencias bajas. Y ventilación. La condensación puede ser un problema aquí dentro.

Glass levantó la barba, como en un gesto de homenaje, y le dio una palmadita en la espalda.

—Ese es el espíritu. Sé escandalosamente exigente. Todos te respetaremos por ello.

Leonard levantó la cabeza para ver si en la expresión de Glass había ironía, pero éste apagó la luz y sostuvo la puerta abierta.

—Empiezas mañana. A las nueve. Ahora, seguimos el recorrido.

Le enseñó sólo la cantina, donde servían comidas calientes traídas de un cuartel cercano, su propio despacho y, por último, las duchas y los lavabos. El placer del norteamericano al mostrarle estas comodidades resultaba evidente. Le advirtió solemnemente de la facilidad con que se atascaban los inodoros.

Se quedaron de pie frente a los urinarios mientras Glass le contaba una historia, que convirtió hábilmente en charla intrascendente en las dos ocasiones en que entró alguien. Un reconocimiento aéreo había mostrado que la tierra mejor drenada, y por tanto la más idónea para hacer una galería, se encontraba en la parte oriental del cementerio. Después de largas discusiones se abandonó el trazado propuesto. Más tarde o más temprano, los rusos descubrirían el túnel. No era cosa de regalarles una victoria propagandística con la noticia de que los norteamericanos profanaban tumbas alemanas. Y a los sargentos no les haría ninguna gracia que los ataúdes se desintegraran sobre sus cabezas. Así que el túnel se trazó al norte del cementerio. Pero luego, en el primer mes de excavación, encontraron agua. Los ingenieros dijeron que era un curso de agua subterráneo, pero los sargentos contestaron que bajaran y la olieran ellos mismos. Al tratar de evitar el cementerio, los planificadores habían trazado el túnel justo a través del terreno de drenaje de la fosa séptica de sus propias instalaciones. Era demasiado tarde para cambiar de rumbo.

—No podrías imaginarte lo que teníamos que excavar, y era todo nuestro. Un cadáver en putrefacción habría olido mejor. Deberías haber visto cómo estaban los ánimos entonces.

Comieron en la cantina, un local luminoso con hileras de mesas de fórmica y plantas de interior debajo de las ventanas. Glass pidió filetes con patatas fritas para los dos. Eran las tajadas de carne más grandes que Leonard había visto nunca fuera de una carnicería. La suya se salía del plato, y al día siguiente todavía le dolía la mandíbula. Causó cierto revuelo cuando pidió té. Iban a organizar una búsqueda, para encontrar las bolsas de té que el cocinero aseguraba que había en la despensa, cuando Leonard cambió de opinión. Tomó lo mismo que Glass, limonada helada, que bebió directamente de la botella como su anfitrión.

Luego, cuando iban camino del coche, Leonard preguntó si podría llevarse a casa algunos diagramas de circuitos de los aparatos Ampex. Se veía a sí mismo acurrucado en su sofá de la intendencia militar leyendo a la luz de la lámpara mientras la oscuridad de la tarde se apoderaba de la ciudad. Estaban saliendo del edificio.

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