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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (9 page)

BOOK: El inocente
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6

Los pisos de la parte trasera de los viejos edificios berlineses eran tradicionalmente los más baratos y pequeños. En otro tiempo albergaban a los criados cuyos amos vivían en los elegantes pisos de la parte delantera, con vistas a la calle. Los de atrás tenían ventanas que daban al patio o a un estrecho espacio que los separaba del edificio contiguo. Por tanto, era un misterio, que Leonard nunca se molestó en resolver, que el sol de la tarde invernal pudiera derramarse por la puerta abierta del cuarto de baño sobre el suelo entre los dos, una columna oblicua de luz de un dorado rojizo que hacía resaltar las motas que flotaban en el aire. Quizá fuera luz reflejada en una ventana adyacente; no importaba. En aquel momento parecía un buen augurio. Justo delante de la cuña de luz solar se encontraba el sobre. Más allá, perfectamente inmóvil, estaba Maria. Llevaba una falda de grueso tartán y un jersey de cachemira rojo, de fabricación norteamericana, un regalo del enamorado tesorero que ella no había tenido ni la falta de egoísmo ni la dureza de corazón necesarias para devolver.

Se miraron fijamente a través del rayo de luz y ninguno de los dos habló. Leonard estaba tratando de formular un saludo en forma de disculpa. Pero ¿cómo explicar algo tan voluntario como el acto de abrir una puerta? Contribuía a confundir sus reacciones la alegría de ver la belleza de Maria confirmada. Había tenido razón al estar tan alterado. Por su parte, durante los segundos que tardó en reconocerle, Maria había estado paralizada por el miedo. Aquella súbita aparición removió recuerdos de hacía diez años de soldados, generalmente en parejas, que abrían las puertas de un empujón, sin llamar. Leonard interpretó erróneamente su expresión como la comprensible hostilidad del dueño de una casa ante un intruso. Y la rápida y leve sonrisa de reconocimiento y alivio la entendió como perdón.

Para probar su suerte, avanzó dos pasos y le tendió la mano.

—Leonard Marnham —dijo—. ¿Recuerda? El Resi.

Aunque ya no se sentía en peligro, Maria retrocedió un paso y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué quiere?

Fue un tanto a favor de Leonard que se quedara tan cortado por aquella pregunta directa. Se ruborizó, titubeó y luego, como respuesta, cogió el sobre y se lo entregó. Maria lo abrió, desplegó la hoja y, antes de leerla, levantó la vista para asegurarse de que él no se acercaba más. ¡Qué destello el del blanco de aquellos ojos serios! Leonard permanecía quieto e indefenso. Se acordó de su padre leyendo sus mediocres notas de fin de trimestre en su presencia. Como él había imaginado, la leyó dos veces.

—¿Qué significa esto de «pasar por su casa»? ¿Simplemente abrir mi puerta y entrar? —Leonard buscaba las palabras que lo explicaran todo, pero ella se echó a reír—. ¿Y quiere que vaya al Bei Tante Else? ¿Al Tante Else, el bar de «señoras»?

Para asombro de Leonard, se puso a cantar. Era una canción que ponían muy a menudo en la radio del ejército norteamericano: «Take Back Your Mink.» ¿Qué le había hecho pensar que podría ser una de ésas? ¡Qué imposible dulzura la de aquella chica alemana tratando de imitar el acento de Brooklyn para tomarle el pelo! Leonard creyó que iba a desmayarse. Se sentía desdichado, se sentía jubiloso. Intentando desesperadamente recobrar la compostura, utilizó el dedo meñique para colocarse bien las gafas en el puente de la nariz.

—En realidad… —empezó a decir.

Pero ella pasó por su lado para cerrar la puerta, mientras le decía con fingida severidad:

—Y por qué ha venido a verme sin la flor en el pelo?

Echó la llave a la puerta. Era toda sonrisas mientras se apretaba las manos. Parecía que realmente estaba encantada de verle.

—¿No es la hora del té? —preguntó.

La habitación en que estaban medía aproximadamente tres metros de largo por tres de ancho. Sin ponerse de puntillas, Leonard podía tocar el techo con la palma de la mano. La vista desde la ventana era una pared con ventanas similares al otro lado del patio. De pie junto al cristal y mirando hacia abajo se podían ver los cubos de basura volcados. Maria había retirado una gramática superior inglesa de la única silla cómoda para que él pudiera sentarse mientras ella trasteaba detrás de una cortina. Leonard podía ver su aliento en el aire, por lo que no se quitó el abrigo. En el almacén se había acostumbrado a la excesiva calefacción de los interiores norteamericanos, y todas las habitaciones de su piso tenían un radiador feroz regulado desde algún lugar del sótano. Tiritaba, pero en aquel lugar hasta el frío estaba cargado de promesas. Lo compartía con Maria.

Junto a la ventana había una mesa de comedor y encima de ella un tiesto con un cactus. Al lado había una vela metida en una botella de vino. Además había dos sillas de cocina, una librería y una alfombra persa manchada sobre la madera desnuda. Clavada en la pared junto a la que Leonard supuso sería la puerta del dormitorio colgaba una reproducción en blanco y negro de los Girasoles de Van Gogh, recortada de una revista. No había nada más que mirar salvo un batiburrillo de zapatos amontonados alrededor de una horma de zapatero de hierro. La habitación de Maria no se parecía en nada al pulido y ordenado cuarto de estar de los Marnham en Tottenham, con su radiogramola de caoba y su Enciclopedia Británica en un mueble especial. Esta habitación no ten} pretensiones. Sería posible dejarla mañana sin pena, sin llevarse nada. Era una habitación que lograba estar a la vez desnuda y desordenada. Era cutre e íntima. Aquí sería posible decir exactamente lo que uno pensaba. Se podría empezar una nueva vida. Para alguien que había crecido sorteando las figuritas de porcelana de su madre, cuidando siempre de no manchar las paredes con los dedos, era extraño y maravilloso que aquel cuarto sencillo y austero perteneciese a una mujer.

Maria vaciaba una tetera en el pequeño fregadero de la cocina, donde había dos cacerolas en equilibrio sobre una pila de platos sucios. El estaba sentado a la mesa del comedor observando la gruesa tela de su falda, que se movía con una ondulación retardada, el cálido jersey de cachemira, que apenas cubría el comienzo de los pliegues, los calcetines de fútbol que llevaba y sus zapatillas de paño. Tanta lana invernal resultaba tranquilizadora para Leonard, que solía sentirse amenazado por las mujeres vestidas provocativamente. La lana sugería una intimidad sin exigencias, y el calor de un cuerpo, y un cuerpo que se escondía dulcemente entre los pliegues con disimulada coquetería. Estaba haciendo el té a la manera inglesa. Tenía una cajita de té Coronation y calentaba la tetera. Esto también le hizo sentirse cómodo.

En respuesta a su pregunta, ella le explicó que cuando empezó a trabajar en los talleres del ejército su tarea consistía en hacer el té tres veces al día para el comandante y el jefe del Servicio de Información Militar. Puso en la mesa dos tazones blancos de los que usa el ejército, exactamente iguales a los que él tenía en su piso. Varias veces en su vida había sido invitado a tomar el té por mujeres jóvenes, pero nunca había conocido a ninguna que no se molestara en poner la leche en una jarrita.

Ella se sentó enfrente de él y ambos se calentaron las manos con los tazones. El sabía por experiencia que, a menos que hiciera un formidable esfuerzo, se impondría una pauta: una pregunta cortés daría lugar a una respuesta cortés y a otra pregunta. ¿Hace mucho que vives aquí? ¿Tienes el trabajo muy lejos? ¿Es ésta tu tarde libre? El ritual había comenzado. Sólo silencios interrumpirían el implacable transcurrir de las preguntas y respuestas. Estarían llamándose a través de una inmensa distancia, desde las cumbres de dos montañas adyacentes. Finalmente, él anhelaría el alivio de alejarse con sus propios pensamientos, después de una torpe despedida. Ahora mismo ya había empezado a enfriarse el calor de su saludo. El le había preguntado algo sobre su forma de hacer el té. Una pregunta más como ésa, y todo habría acabado.

Maria dejó su tazón y se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de la falda. Empezó a dar golpecitos con los pies sobre la alfombra. Tenía la cabeza ladeada, tal vez en actitud de expectación, ¿o era que estaba marcando el ritmo de una canción que sonaba en su cabeza? ¿Sería la misma canción con que le había tomado el pelo? Nunca había conocido a una mujer que golpeara el suelo con los pies, pero sabía que no tenía por qué asustarse.

Tenía la absoluta convicción, arraigada en lo más profundo de su mente, de que la responsabilidad del encuentro era enteramente suya. Si él no podía encontrar las palabras fáciles que les acercaran, sería el único culpable de su fracaso. ¿Qué podía decir que no fuera trivial ni indiscreto? Maria había cogido de nuevo el tazón y le miraba con una media sonrisa que no separaba sus labios. «¿No te sientes sola viviendo así sin compañía?» sonaba demasiado insinuante. Podría pensar que le proponía irse a vivir con ella.

Como el silencio resultaba insoportable para Leonard, se decidió por una charla intrascendente y preguntó:

—¿Hace mucho que vive aquí?

Pero de repente ella le interrumpió diciendo:

—¿Qué aspecto tiene sin gafas? Enséñemelo, por favor.

Alargó esta última palabra más allá de lo que cualquier hablante nativo habría considerado razonable, lo que provocó un delicado estremecimiento en el estómago de Leonard. Se quitó las gafas y la miró parpadeando. Veía bastante bien hasta un metro de distancia, y los rasgos de Maria sólo se habían disuelto parcialmente.

—Eso es —dijo ella en voz baja—. Es como yo pensaba. Tus ojos son preciosos y los llevas siempre escondidos. ¿Nadie te ha dicho que son preciosos?

La madre de Leonard le había dicho algo así cuando él tenía quince años y se puso gafas por primera vez, pero no creía que importara. Tuvo la sensación de levitar suavemente por el aire de la habitación.

Ella cogió las gafas, plegó las patillas y las dejó al lado del cactus.

Su propia voz le sonó ronca cuando contestó.

—No, nadie me lo había dicho.

—¿Otras chicas no?

El negó con la cabeza.

—Entonces, ¿soy la primera en descubrirte?

Había humor en su mirada, pero no burla.

Le hacía sentirse bobo, inmaduro, el sonreír tan abiertamente ante el cumplido, pero no podía remediarlo.

—Y tu sonrisa.

Maria se apartó un mechón de pelo de los ojos. Su frente, tan alta y oval, le recordó a Leonard la cara que se suponía que tenía Shakespeare. No estaba seguro de que debiera decirle esto, así que optó por cogerle la mano cuando concluía su movimiento y permanecieron en silencio durante un minuto o dos, como había sucedido en su primer encuentro. Ella entrelazó sus dedos con los de él, y fue en aquel momento, más que luego en el dormitorio o cuando, más tarde aún, hablaron de sí mismos con mayor libertad, cuando Leonard se sintió irrevocablemente unido a ella. Sus manos encajaban tan bien, la unión era intrincada, inquebrantable, había tantos puntos de contacto… A la escasa luz, y sin sus gafas, no distinguía cuáles eran sus propios dedos. Sentado en la fría habitación que se iba quedando a oscuras, con la gabardina puesta, agarrado a la mano de ella, sintió que estaba desprendiéndose de su vida. El abandono era delicioso. Algo manaba de él y a través de su palma penetraba en la de ella, algo subía también por su brazo, se extendía por su pecho y le oprimía la garganta. Su único pensamiento era una repetición: así que es esto, es así, es esto…

Finalmente, ella retiró su mano; cruzó los brazos y le miró expectante. Sin más motivo que la seriedad de su expresión, Leonard empezó a darle explicaciones.

—Debería haber venido antes —dijo—, pero he estado trabajando de día y de noche. Y en realidad, no sabía si querrías verme, si me reconocerías siquiera.

—¿Tienes otra amiga en Berlín?

—¡Oh, no, no, nada de eso!

No puso en duda el derecho de Maria a hacerle esa preGunta.

Y tenías muchas amigas en Inglaterra?

No muchas no.

—¿Cuantas?

El titubeó antes de decirle la verdad. —Bueno, en realidad ninguna.

—¿Nunca has tenido novia?

—No.

María se inclino hacia adelante —¿Quieres decir que nunca has…?

El no podía soportar el término que ella estaba a punto de usar.

—No, nunca..

Ella se llevó una mano a la boca para ahogar una carcajada.

En 1955 no era algo tan extraordinario que un hombre de la educación y el temperamento de Leonard llegase al final de su vigésimo quinto año sin haber tenido ninguna experiencia sexual. Pero sí era insólito que lo confesara. Lo lamentó inmediatamente, Maria había dominado su risa, pero ahora se estaba ruborizando. Al tener sus dedos entrelazados con los de ella pensó que podía hablar sin fingimientos. En aquel desnudo cuartito con su montón de zapatos variados, pertenecientes a una mujer que vivía sola y no se molestaba en poner la leche en jarritas ni bocaditos sobre la bandeja del té, debería haber sido posible decir las verdades sin tapujos.

Y de hecho, lo era. El rubor de Maria era consecuencia de que se avergonzaba de su risa, que sabía que Leonard interpretaría mal. Porque la suya era una risa nerviosa de alivio. De repente se veía libre de las presiones y los rituales de la seducción, No tendría que adoptar un papel convencional y ser juzgada de acuerdo con él, y no la compararían con otras mujeres. Su terror a que abusaran de ella físicamente había desaparecido. No se vería obligada a hacer nada que no quisiera. Era libre, ambos eran libres, de inventar sus propios términos. Serían compañeros en la invención. Y como ella había descubierto a aquel tímido inglés de mirada firme y largas pestañas, sería la primera en tenerlo, y lo tendría todo para sí. Estos pensamientos los formuló más tarde, a solas. En el primer momento se manifestaron en una carcajada de alivio e hilaridad que reprimió y se convirtió en un gañido.

Leonard bebió un largo trago de té, dejó el tazón y dijo «¡Ah!» de un modo entusiasta y poco convincente. Se puso las gafas y se levantó. Después del apretón de manos, nada parecía más triste que marcharse, volver por Adalbertstrasse, bajar al metro y llegar a su piso en la oscuridad del atardecer para encontrarse la taza de café del desayuno y todos los borradores de su estúpida carta por el suelo. Vio todo aquello ante sí mientras se ajustaba el cinturón de la gabardina, pero sabía que con su confesión había cometido un humillante error táctico y tenía que irse. Que Maria se ruborizase por él la hacía aún más encantadora y le indicaba la magnitud de su metedura de pata.

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