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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (5 page)

BOOK: El inocente
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Glass se mostró extraordinariamente irritado. Se paró para dejar las cosas bien sentadas.

—¿Estás loco? Nada, nada que tenga que ver con este trabajo puedes llevártelo nunca a casa. ¿Entendido? Ni diagramas, ni notas, ni siquiera un jodido destornillador. ¿Te has enterado?

Leonard parpadeó al oír la palabrota. El se llevaba el trabajo a casa en Inglaterra, incluso se sentaba con los papeles en el regazo mientras escuchaba la radio con sus padres.

—Sí, por supuesto. Disculpa.

Cuando salieron del edificio, Glass miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca.

—Esta operación está costando al gobierno, al gobierno de Estados Unidos, millones de dólares. Vosotros vais a hacer una contribución útil, especialmente en la excavación vertical.

También habéis aportado las bombillas. Pero ¿sabes una cosa?

Estaban uno a cada lado del «escarabajo», mirándose por encima del techo del coche. Leonard se sintió obligado a poner cara de curiosidad. No sabía aquella cosa.

Glass todavía tenía que abrir el coche.

—Te la explicaré. Todo es una cuestión política. ¿Crees que no podríamos hacer nosotros esas conexiones? ¿Crees que no tenemos amplificadores? Os dejamos participar en esto por motivos políticos. Se supone que tenemos una relación especial con vosotros, ése es el motivo.

Se metieron en el coche. Leonard ansiaba quedarse solo. El esfuerzo de ser cortés resultaba agobiante y la agresión, para él, quedaba descartada.

—Sois muy amables. Gracias —dijo, pero la ironía cayó en el vacío.

—No me des las gracias —contestó Glass mientras giraba la llave del contacto—. Simplemente, no juegues con la seguridad. Ten cuidado con lo que dices, ten cuidado con quién tratas.

Acuérdate de tus compatriotas, Burgess y Maclean.

Leonard se volvió para mirar por su ventanilla. Sentía el calor de la ira en la cara y el cuello. Pasaron por delante de la garita del centinela y salieron a la carretera exterior. Glass siguió hablando de otros temas, sitios buenos para comer, el elevado índice de suicidios, el último secuestro, la obsesión de los alemanes por el ocultismo. Leonard contestaba con malhumorados monosílabos. Pasaron por delante de las chabolas de refugiados y los edificios nuevos y pronto estuvieron entre la devastación y la reconstrucción. Glass insistió en llevarle hasta Platanenallee. Quería aprender el camino y necesitaba ver el apartamento por «razones profesionales y técnicas».

De camino, recorrieron una parte de la Kurfürstendamm. Glass señaló con cierto orgullo la ostentosa elegancia de las nuevas tiendas flanqueadas de ruinas, la multitud de compradores, el famoso Hotel am Zoo, los anuncios de neón de Bosch y de Cinzano esperando a ser encendidos. Junto a la iglesia conmemorativa del káiser Guillermo, con la aguja cercenada, había incluso un pequeño atasco de tráfico.

Glass no registró el piso en busca de micrófonos ocultos, como Leonard deseaba y temía. En lugar de eso, fue de habitación en habitación, situándose en el centro de cada una y mirando a su alrededor antes de seguir adelante. No parecía correcto que entrase en el dormitorio, con la cama sin hacer y los calcetines del día anterior en el suelo. Pero Leonard no dijo nada. Esperó en el cuarto de estar y seguía pensando que iba a escuchar una valoración de las condiciones de seguridad cuando al fin volvió Glass.

El norteamericano extendió las manos.

—Es increíble. Es imposible de creer. Ya has visto dónde vivo. ¿Por qué le dan a un jodido ayudante de correos un sitio como éste?

Glass miró furibundo a Leonard desde detrás de su barba como si realmente esperase una respuesta. Leonard no estaba preparado para responder a un insulto. No había recibido ninguno en su vida adulta. Era amable con la gente y en general la gente lo era con él. El corazón le latió con fuerza, y sus pensamientos se confundieron.

—Supongo que ha sido una equivocación —dijo.

Sin que pareciese que cambiaba de tema, Glass dijo:

—Bueno, vendré a recogerte a eso de las siete y media. Te enseñaré algunos lugares.

Se marchaba del apartamento. Leonard, aliviado al ver que después de todo no iban a pegarse, acompañó a su huésped hasta la puerta y le dio sinceras y corteses gracias por la visita de la mañana y por la salida de aquella noche.

Cuando Glass se fue, volvió al cuarto de estar sintiéndose mareado a causa de tantas emociones contradictorias y reprimidas. El aliento le sabía a carne, como el de un perro. Su estómago estaba tenso y lleno de gases. Se sentó y se aflojó la corbata.

3

Veinte minutos después estaba sentado a la mesa del comedor llenando su pluma estilográfica. Limpió la plumilla con un trapo que guardaba para ese propósito. Centró una hoja de papel delante de sí. Ahora que tenía un lugar de trabajo estaba contento, a pesar de la confusión creada por Glass. Su impulso era poner las cosas en orden. Se disponía a escribir la primera lista de la compra de su vida. Reflexionó sobre sus necesidades. Le resultaba difícil pensar en comida. No sentía hambre. Tenía todo lo que necesitaba. Un empleo, un sitio donde se le esperaba. Tendría un pase, formaba parte de un equipo, compartía un secreto. Era miembro de la élite clandestina, aquellos cinco mil o diez mil de que hablaba Glass, que daban a la ciudad su verdadero sentido. Escribió Salz. Había visto a su madre hacer sin esfuerzo sus listas en una hoja de papel: 1 k cne pic, 1 k zans, 2 k pats. Tan inocentes claves no eran apropiadas para un miembro con acreditación de nivel tres en la Operación Oro. Además, no sabía cocinar. Pensó en la organización doméstica de Glass, tachó
Salz
y escribió
Kaffee und Zucker
. Consultó el diccionario para buscar leche en polvo,
Milchpulver
. Ahora la lista le resultó fácil. A medida que se hacía más larga, Leonard parecía estar inventándose y definiéndose a sí mismo. No tendría comida en casa, nada de jaleo, nada de distracción. Al cambio de doce marcos por libra podía permitirse el lujo de cenar en un bar por las noches y comer en la cantina de Altglienicke al mediodía. Buscó otra vez en el diccionario y escribió
Tee, Zigaretten, Streichölzer, Schokolade
. Este último era para mantener alto el nivel de azúcar en la sangre cuando trabajase hasta tarde por las noches.

Leyó la lista entera ya de pie. Se sintió precisamente como aquella lista sugería que era: sin trabas, varonil, serio.

Fue andando a la Reichskanzlerplatz y encontró una hilera de tiendas en una calle cercana a la taberna donde había cenado. Los edificios que en otro tiempo daban directamente sobre la acera habían desaparecido a causa de los bombardeos y dejaban ver, unos dieciocho metros más atrás, una segunda hilera de estructuras cuyos pisos superiores, vacíos, habían quedado abiertos y a la vista. Habitaciones de tres paredes colgaban en el aire, con los interruptores de la luz, las chimeneas y el papel de la pared aún intactos. En una había una cama herrumbrosa; en otra, una puerta abierta al espacio vacío. Más allá, sólo quedaba una pared de un cuarto, un gigantesco sello de correos de papel floreado manchado por la intemperie, pegado al ladrillo mojado. A su lado se veía un pedazo de baldosines blancos de cuarto de baño divididos por las cicatrices de las cañerías. En la pared de un extremo quedaba la huella, como los dientes de una sierra, de una escalera que subía cinco pisos en zigzag. Lo que mejor se había conservado eran los tubos de chimenea, que atravesaban las habitaciones de arriba abajo y convertían en una comunidad a hogares que en otro tiempo habían fingido ser únicos.

Sólo estaban ocupadas las plantas bajas. Un tablón diestramente pintado y levantado sobre dos postes colocados al borde de la acera anunciaba cada tienda. Sendas trilladas entre escombros y ordenadas pilas de ladrillos llevaban a entradas que se cobijaban bajo las habitaciones colgantes. Las tiendas estaban bien iluminadas, con un aspecto próspero y un surtido tan bueno como el de cualquier tienda de barrio en Tottenham. En cada una había una pequeña cola. Lo único que no tenían era café instantáneo. Le ofrecieron café molido. La tendera solamente le vendió doscientos gramos. Le explicó por qué, y Leonard asintió como si la hubiese entendido.

Al volver a casa comió salchichas y bebió Coca-Cola en un puesto callejero. Estaba esperando el ascensor en Platanenallee cuando dos hombres con mono blanco pasaron a su lado y empezaron a subir las escaleras. Llevaban botes de pintura, escaleras de mano y brochas. Sus miradas se encontraron y hubo «Guten Tag» mascullados cuando se cruzaron. Se había detenido delante de la puerta de su piso, buscando la llave, cuando oyó a los hombres hablando en el rellano de abajo. Sus voces estaban distorsionadas por los escalones de hormigón y las relucientes paredes de la escalera. Las palabras se perdían, pero el ritmo, la música, eran inconfundiblemente del inglés londinense.

Leonard dejó sus compras junto a la puerta y gritó por el hueco de la escalera:

—Hola…

Al oír su propia voz reconoció lo muy solo que se sentía.

Uno de los hombres había puesto la escalera de mano en el suelo y estaba mirando hacia arriba.

—¿Hola?

—Así que son ustedes ingleses —dijo Leonard mientras bajaba.

El segundo hombre había salido del piso que estaba justo debajo del de Leonard.

—Pensamos que era usted alemán —explicó.

—Yo también pensé que ustedes lo eran.

Ahora que estaba parado delante de ellos, Leonard no estaba seguro de lo que quería. Ellos le miraban, ni cordiales ni hostiles.

El primero volvió a coger su escalera y la llevó al interior del piso.

—Vive aquí, ¿no? —dijo por encima del hombro.

Le pareció natural seguirle.

—Acabo de llegar —contestó.

El piso era mucho más lujoso que el suyo. Tenía techos más altos y un espacioso vestíbulo, mientras que el suyo era poco más que un pasillo.

El segundo hombre estaba transportando un montón de guardapolvos.

—Generalmente, contratan a alemanes. Pero éste tenemos que hacerlo nosotros.

Les siguió hasta un cuarto de estar grande sin muebles. Les observó mientras extendían las telas sobre el suelo de madera brillante. Parecían encantados de hablar de sí mismos. Estaban en el RASC, el cuerpo de servicios auxiliares, cumpliendo su servicio militar, y no tenían demasiada prisa por volver a casa. Les gustaban la cerveza y las salchichas, y las chicas. Pusieron manos a la obra y empezaron a frotar el maderamen con bloques de goma envueltos en papel de lija.

El primero, que era de Walthamstow, dijo:

—Con estas chicas, mientras no seas ruso, siempre tienes éxito.

Su amigo, que era de Lewisham, estaba de acuerdo.

—Odian a los rusos. Cuando entraron aquí, en mayo del 45, se portaron como animales, animales salidos. Todas las chicas tienen hermanas mayores, o madres, hasta abuelas, que fueron violadas, acuchilladas, todas conocen a alguien, todas se acuerdan.

El primero se arrodilló junto al rodapié.

—Tenemos compañeros que estaban aquí en el 53. Estaban de guardia cerca de Postdamerplatz cuando ellos empezaron a disparar a la multitud, así por las buenas, a mujeres con críos. —Levantó la cabeza para mirar a Leonard y dijo en un tono agradable—: Son unos canallas, realmente —y luego—: Así que usted no es militar.

Leonard explicó que era ingeniero de telecomunicaciones de la Administración de Correos y había ido a trabajar en la mejora de las líneas internas del ejército. Esta era la versión acordada en Dollis Hill, y era la primera oportunidad que tenía de usarla. Se sintió mezquino ante la franqueza de aquellos hombres. Le hubiera gustado decirles que estaba haciendo algo contra los rusos. Hubo un poco más de charla inconexa y luego los hombres le dieron la espalda para concentrarse en su trabajo.

Se despidieron, y Leonard subió las escaleras y entró en el piso con sus compras. La tarea de encontrar sitio adecuado para ellas en los estantes le alegró. Preparó el té y se contentó con sentarse en el hondo butacón sin hacer nada. Si hubiera tenido una revista, tal vez la habría leído. Nunca le había interesado mucho leer libros. Se quedó dormido donde estaba y se despertó cuando sólo le quedaba media hora para arreglarse para su salida nocturna.

4

Había otro hombre en el asiento delantero del «escarabajo» cuando Leonard salió a la calle con Bob Glass. Su nombre era Russell, y debía de haberles visto acercarse por el espejo retrovisor, porque saltó del coche cuando se aproximaban a él desde atrás y le dio a Leonard un feroz apretón de manos. Trabajaba como locutor para la Red de las Fuerzas Norteamericanas, dijo, y escribía boletines para RIAS, la emisora de radio de Berlín Occidental. Llevaba una chaqueta cruzada de llamativo color rojo con botones dorados, pantalones color crema con la raya impecable y zapatos con borlas y sin cordones. Después de las presentaciones, Russell tiró de una palanca para doblar su asiento y le indicó a Leonard que pasara a la parte de atrás. Como Glass, Russell llevaba el cuello de la camisa abierto, dejando ver una camiseta blanca de cuello alto. Cuando se pusieron en marcha, Leonard se palpó el nudo de la corbata en la oscuridad. Decidió no quitársela por si acaso los dos norteamericanos se habían fijado ya en que la llevaba.

Russell parecía pensar que era responsabilidad suya proporcionar a Leonard toda la información posible. Su voz era profesionalmente tranquila y hablaba sin que se le atropellaran las sílabas, sin repetirse y sin hacer pausas entre las frases. Parecía tomarse en serio su trabajo y nombraba las calles a medida que pasaban por ellas, señalaba la importancia de los daños causados por los bombardeos o mostraba un nuevo bloque de oficinas en construcción.

—Ahora estamos cruzando el Tiergarten. Debes venir por aquí de día. Apenas se ve un árbol. Los que las bombas no destruyeron, los quemaron los berlineses para calentarse durante el Puente Aéreo. Hitler llamaba a esto el Eje Este-Oeste. Ahora es la calle del 17 de Junio, así llamada por la revuelta de hace dos años. Ahí delante está el monumento a los soldados rusos que tomaron la ciudad, y estoy seguro de que conoces el nombre de ese famoso edificio…

El coche redujo la velocidad cuando pasaron por el puesto de la policía de Berlín Occidental y las Aduanas. Más allá había media docena de Vopos. Uno de ellos iluminó con una linterna la matrícula y con una seña les dejó pasar al sector ruso. Cruzaron por debajo de la Puerta de Brandemburgo. La oscuridad era mucho mayor. No había tráfico. Era difícil sentir excitación, sin embargo, porque el documental turístico de Russell continuaba sin modulación, incluso cuando el coche cogió un bache.

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