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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (20 page)

BOOK: El juego de Ripley
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Obviamente, habría más sobre el asunto, probablemente con fotografías, en ediciones posteriores. Pensó que lo de los cuatro minutos era un bonito toque de detección, un detalle muy francés, como un problema aritmético para niños. Si un tren circula a cien kilómetros por hora y desde él arrojan a un mafioso y luego se encuentra a otro mafioso a la distancia de dos tercios del primero, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que se arrojó al primer mafioso hasta que el segundo corrió la misma suerte? Respuesta: cuatro minutos. El periódico no decía nada sobre el segundo guardaespaldas, que evidentemente había cerrado el pico y no había presentado ninguna queja sobre el servicio del Mozart-Express.

Pero el guardaespaldas llamado Turoli no había muerto, y Tom pensó que tal vez habría podido verle antes de que le atizara en la mandíbula. Probablemente el hombre tendría alguna idea de cómo era Tom y podía describirlo o identificarlo, si volvía a vede alguna vez. Pero lo más probable era que Turoli no hubiese podido verle ya que Jonathan le había golpeado por la espalda.

Alrededor de las tres y media, cuando Heloise ya había salido para visitar a Agnes Grins en el otro extremo de Villeperce, Tom busco en la guía el número de teléfono de la tienda de Jonathan en Fontamebleau y comprobó que el que recordaba era correcto.

Trevanny se puso al aparato.

—Hola. Aquí Tom Ripley. Esto… sobre el cuadro que le traje… ¿Está solo en este momento? — Sí. — Me gustaría verle. Creo que es importante. ¿Puede reunirse conmigo a las… digamos después de cerrar? ¿Alrededor de las siete?

—Sí —la voz de Trevanny era tensa.

—Podría esperarle en el coche en las inmediaciones del bar Salamandre. Ya sabe a qué bar me refiero… ese que hay en la Rue Grande.

—Sí, lo conozco.

—Entonces iremos a alguna parte y hablaremos. ¿A las siete menos cuarto?

—De acuerdo —dijo Trevanny como si hablase con los dientes apretados. Al colgar el aparato, Tom se dijo que Trevanny iba a llevarse una sorpresa agradable. Al cabo de un rato, cuando Tom se encontraba en su atelier, Heloise le llamó por teléfono.

—¡Hola, Tome! No vendré a casa, porque Agnes y yo vamos a preparar algo delicioso y queremos que vengas. Antoine está aquí, ¿sabes? ¡Hoy es sábado! Así que ven a las siete y media más o menos.

¿De acuerdo?

—¿Y si fueran las ocho, cariño? Estoy trabajando un poco.


¿Tu travailles?

Tom sonrió.

—Estoy haciendo unos bosquejos. Llegaré a las ocho.

Antoine Grais era un arquitecto con esposa y dos hijos pequeños. Tom pensó que pasaría una velada agradable, relajante, con sus vecinos. Salió en coche temprano hacia Fontainebleau, con la intención de comprar una planta —eligió una camelia— para regalársela a los Grais y utilizar esto como excusa en caso de que se retrasara un poco.

En Fontainebleau Tom compró también el
France-Soir
para leer las últimas noticias sobre Turoli. El periódico no decía que su estado hubiera cambiado, pero sí decía que, al parecer, los dos italianos pertenecían a la familia Genotti de la Mafia y posiblemente habían sido víctimas de una banda rival. Tom se dijo que al menos eso agradaría a Reeves, ya que era lo que éste se proponía. Encontró aparcamiento a pocos metros del Salamandre. Miró por la ventanilla trasera y vio que Trevanny caminaba hacia él, con pasos algo lentos; luego Trevanny vio el coche de Tom. Trevanny iba enfundado en una gabardina cuya decrepitud era impresionante.

—¡Hola! — dijo Tom, abriendo la portezuela—. Suba y nos iremos a Avon… o adonde sea. Trevanny subió al coche, musitando apenas un saludo. Avon es una ciudad gemela de Fontainebleau, aunque más pequeña. Tom condujo el coche por la pendiente que llevaba a la estación de ferrocarril de Fontainebleau-Avon y cogió la curva de la derecha para entrar en Avon.

—¿Todo bien? — preguntó amablemente Tom.

—Sí —dijo Trevanny.

—Supongo que habrá visto los periódicos.

—Sí.

—El guardaespaldas no ha muerto.

—Lo sé.

Desde que viera los periódicos de Estrasburgo a las ocho de aquella mañana, Trevanny se imaginaba que Turoli iba a salir de su estado de coma en cualquier momento y haría una descripción de él y de Tom Ripley, los dos hombres de la plataforma.

—¿Regresó a París anoche?

—No, me… me quedé en Estrasburgo y vine en avión esta mañana.

—¿Ningún problema en Estrasburgo? ¿Ningún rastro del segundo guardaespaldas?

—Ninguno —dijo Jonathan.

Tom conducía lentamente, buscando un lugar tranquilo. Se acercó al bordillo en una calle corta con casas de dos plantas, se detuvo y apagó las luces del vehículo.

—Me parece —dijo Tom, sacando los cigarrillos— que, teniendo en cuenta que la prensa no habla de pistas, al menos no de pistas válidas, que hicimos un trabajo bastante bueno. El único problema es ese guardaespaldas comatoso —Tom ofreció un pitillo a Jonathan, pero éste prefirió coger uno de los suyos—. ¿Ha tenido noticias de Reeves? — preguntó Tom.

—Sí. Esta tarde. Antes de que llamara usted.

Al llamar Reeves por la mañana, Simone había cogido la llamada. «Te llaman desde Hamburgo. Un americano», le había dicho Simone. Esto también ponía nervioso a Jonathan; el solo hecho de que Simone hubiese hablado con Reeves, aunque éste no diera su nombre.

—Espero que no se muestre tacaño a la hora de pagar —dijo Tom—. Yo le pinché un poco, ¿sabe? Debería pagarle el resto ahora mismo.

«¿Y cuánto querrías tú?», pensó Jonathan, pero decidió dejar que fuera el propio Ripley quien abordarse el asunto. Tom sonrió y se acomodó en el asiento.

—Probablemente estará usted pensando que yo quiero parte de las… cuarenta mil libras, ¿no es así? Pues se equivoca.

—Oh, pues sí. Francamente, me imaginaba que querría parte del dinero.

—Por eso quería verle hoy. Por eso y por otras razones. La otra razón es preguntarle si está preocupado —la tensión que se advertía en Jonathan hacía que Tom se sintiese torpe, que se le trabase la lengua. Soltó una carcajada—. ¡Claro que está preocupado! Pero hay preocupaciones y preocupaciones. Tal vez yo podría ayudarle… es decir, si me lo cuenta.

Jonathan se preguntó qué querría Ripley. No había duda alguna de que algo pretendía.

—Supongo que se debe a que no acabo de entender por qué estaba usted en el tren

—¡Por placer! Porque para mí es un placer eliminar, o ayudar a eliminar, a dos sujetos como los de ayer. ¡Sencillamente por eso! También fue un placer ayudarle a ganarse algún dinero. Sin embargo, me refería a sí estaba preocupado por lo que hicimos. Se me hace difícil decirlo con palabras. Puede que porque no estoy nada preocupado. Al menos de momento.

Jonathan sintió que le faltaba equilibrio. Tom Ripley se estaba mostrando evasivo, de alguna manera, o quizá bromeaba. Jonathan aún sentía hostilidad hacia Ripley, desconfianza. Y ahora era demasiado tarde. El día anterior en el tren, al ver que Ripley se disponía a encargarse del trabajo, Jonathan le habría podido decir «De acuerdo, a usted se lo dejo», y luego hubiese podido volver a su compartimento. No habría servido para borrar eL asunto de Hamburgo, del que Ripley estaba enterado, pero… El día anterior el dinero no había sido la motivación. Sencillamente, Jonathan había sido presa de pánico, incluso antes de que apareciese Ripley. Ahora Jonathan no encontraba el arma más adecuada para defenderse.

—Sospecho que fue usted —dijo Jonathan— quien hizo circular el rumor de que yo estaba en las últimas. Usted le dio mi nombre a Reeves.

—Sí —dijo Tom, algo contrito pero con firmeza—. Pero no era ninguna obligación, ¿verdad? Le hubiese podido decir que no a Reeves —Tom hizo una pausa, esperando, pero Jonathan no contestó—. No obstante, la situación ha mejorado considerablemente, confío. ¿No es así? Espero que no esté usted a pocos pasos de la muerte. Además, ahora tiene pasta en abundancia.

Jonathan vio que el rostro de Tom se iluminaba con su sonrisa americana, inocente. Nadie que viese a Tom Ripley en aquel momento podría imaginarse que fuese capaz de asesinar a alguien, de utilizar el
«garrotte»
, y, sin embargo, eso era lo que había hecho unas veinticuatro horas antes.

—¿Tiene costumbre de gastar bromas pesadas? — preguntó Jonathan con una sonrisa.

—No. No, desde luego que no. Esta podría ser la primera vez.

—Y no quiere… nada en absoluto.

—No se me ocurre qué podría desear de usted. Ni siquiera amistad, ya que eso sería peligroso. Jonathan se movió nerviosamente e hizo un esfuerzo por dejar de juguetear con una caja de cerillas. Tom adivinó lo que Trevanny estaba pensando: que se encontraba a merced de Tom Ripley en cierto modo, tanto si Ripley quería algo como si no.

—No le tengo más dominado de lo que usted me tiene a mí —dijo Tom—. El
«garrotte»
lo manejé yo, ¿no es verdad? Si yo puedo decir algo contra usted, también usted puede decir algo en contra mía. Piénselo así.

—Cierto —dijo Jonathan.

—Si hay algo que me gustaría hacer, es protegerle.

Esta vez se rió Jonathan; Ripley no.

—Desde luego, puede que no sea necesario. Esperemos que no. Lo malo son siempre los demás. ¡Ja! — Tom permaneció unos instantes con la mirada fija más allá del parabrisas—. Su esposa, por ejemplo. ¿Qué le ha dicho sobre el dinero?

Eso sí era un problema, un problema real, tangible y sin resolver.

—Le dije que los médicos alemanes? Me estaban pagando algo. Que están haciendo unas pruebas… utilizándome.

—No está mal —dijo pensativamente Tom—. Pero puede que se nos ocurra algo mejor. Porque, como es obvio, con esa excusa no podrá justificar toda la suma y vale la pena que ambos disfruten de ella. ¿Y si le dice que se le ha muerto algún pariente? ¿En Inglaterra? Un primo solitario, por ejemplo.

Jonathan sonrió y miró a Tom.

—Eso ya se me había ocurrido, pero, francamente, no tengo a nadie.

Tom comprendió que Jonathan no tenía costumbre de inventar excusas. Tom habría sabido inventar alguna para decírsela a Heloise por ejemplo, si de pronto hubiese llegado a su poder una cantidad elevada de dinero. Se habría inventado algún pariente excéntrico y solitario que llevase años apartado en algún lugar, en Santa Fe o Sausalito, por ejemplo, un primo en tercer grado de su madre, algo por el estilo, y habría adornado el personaje con detalles que recordaba de un breve encuentro en Boston, cuando él, Tom, era pequeño, huérfano como realmente era. Poco se había imaginado él que el primo de marras tenía un corazón de oro.

—A pesar de todo, debería resultarle fácil inventarse a alguien, teniendo como tiene familia en Inglaterra. Ya pensaremos en ello —agregó Tom al ver que Jonathan estaba a punto de decir que no. Tom consultó su reloj—. Me temo que se me está haciendo tarde para la cena y supongo que a usted también. Ah, hay algo más: la pistola. No tiene importancia, pero ¿se libró de ella?

La pistola estaba en un bolsillo de la gabardina que Jonathan llevaba en aquel momento.

—La tengo aquí. Me gustaría mucho quitármela de encima.

Tom extendió una mano.

—Venga, pues. Así nos libraremos de una cosa — Trevanny le entregó el arma y Tom la metió en la guantera—. No ha sido utilizada nunca, de modo que no resulta demasiado peligrosa, pero me desembarazaré de ella porque es italiana — Tom hizo una pausa para pensar. Seguro que había algo más y aquel era el momento para pensar en ello, ya que no tenía intención de volver a ver a Jonathan.

Entonces se acordó—. A propósito, doy por sentado que a Reeves le dirá que este trabajo lo ha hecho usted solo. Reeves no sabe que yo iba en el tren. Es mucho mejor así.

Jonathan más bien había supuesto lo contrarío, y tardó un poco en digerir la noticia.

—Creía que usted y Reeves eran bastante amigos.

—Sí lo somos. Pero no demasiado. Guardamos las distancias —en cierto sentido, Tom estaba pensando en voz alta y tratando de decir algo que no asustase a Trevanny, para que éste se sintiese más seguro de si mismo. Resultaba difícil—. Nadie más que usted sabe que yo iba en aquel tren. Di otro nombre al comprar el billete. De hecho utilice un pasaporte falso. Me di cuenta de que a usted le apuraba la idea de usar el
«garrotte»
. Hablé con Reeves por teléfono —Tom puso el motor en marcha y encendió las luces—. Reeves está algo chiflado.

—¿De veras?

Una moto provista de un potente faro apareció por la esquina y pasó rugiendo por su lado, apagando el ronroneo del coche durante unos segundos.

—Le gustan los juegos —dijo Tom—. Se dedica principalmente a la receptación, como quizá ya habrá adivinado usted. Es decir, recibe artículos robados y luego los coloca. Es algo tan estúpido como jugar a espías, pero al menos a Reeves todavía no le han atrapado… atrapado y puesto en libertad y todo eso. Tengo entendido que le va bastante bien en Hamburgo, pero no he visto el domicilio que tiene allí. No debería meterse en asuntos como este otro. No son lo suyo. Jonathan se había imaginado que Tom Ripley visitaba con frecuencia a Reeves Minot en Hamburgo. Recordó que la noche que pasó en el piso de Reeves apareció Fritz con un paquetito. ¿Joyas? ¿Droga? Jonathan vio que el coche pasaba ahora por el viaducto, luego divisó los árboles verdes, oscuros, cerca de la estación del ferrocarril, las copas brillando bajo la luz de los faroles. Sólo Tom Ripley, el hombre que iba sentado junto a él, le resultaba desconocido. De nuevo sintió que el miedo se apoderaba de él.

—Si me permite la pregunta… ¿cómo es que me eligió a mí?

Justo en aquel instante Tom cogía la difícil curva hacia la izquierda, en lo alto de la colina, para entrar en la Avenue Franklin Roosevelt, y tuvo que detenerse para dejar pasar a los coches que venían por el otro lado.

—Por una razón mezquina. Lamento decírselo, pero es la verdad. Aquella noche de febrero, en su fiesta, usted dijo algo que no me gustó. Dijo «Sí, ya he oído hablar de usted» de un modo bastante antipático.

Jonathan lo recordó. También recordó que aquella noche se sentía cansadísimo y, por consiguiente, estaba de pésimo humor. Así que, por una leve muestra de antipatía, Ripley le había metido en el lío en que ahora se encontraba. Jonathan tuvo que recordarse a sí mismo que no era así, que en el lío se había metido él mismo.

—No tendrá que volver a verme —dijo Tom—. El trabajo ha sido un éxito. Al menos eso creo, siempre y cuando no volvamos a tener noticias de ese guardaespaldas —se preguntó si debía pedirle disculpas a Jonathan. «Al infierno», pensó—.

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