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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (24 page)

BOOK: El juego de Ripley
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El domingo por la mañana, mientras Simone colgaba la colada en el jardín y Georges y Jonathan construían una pared con piedras, llamaron a la puerta.

Era una de las vecinas, una mujer de unos sesenta años de cuyo nombre Jonathan no estaba seguro… ¿Delattre? ¿Delambre? La mujer parecía afligida por algo.

—Usted perdone,
monsieur
Trevanny.

—Pase, pase usted —dijo Jonathan.

—Se trata de
monsieur
Gauthier. ¿No ha oído la noticia?

—No.

—Anoche le atropelló un automóvil. Ha muerto.

—¿Muerto?… ¿Aquí en Fontainebleau?

—Iba de regreso a su casa alrededor de la medianoche, tras pasar la velada con un amigo, alguien que vive en la Rue de la Paroise. Ya sabe usted que
monsieur
Gauthier vive en la Rue de la Repúblique, a poca distancia de la Avenue Franklin Roosevelt. Fue en ese cruce donde hay un pequeño triángulo de césped, allí donde también hay un semáforo. Alguien vio a los autores del hecho: dos chicos que iban en un automóvil. No se detuvieron. Se saltaron una luz roja, atropellaron a
monsieur
Gauthier ¡y no se detuvieron!

—¡Santo Dios!… ¿No quiere usted sentarse,
madame
…?

Simone acababa de aparecer en el vestíbulo.

—Ah, bonjour,
madame
Delattre —dijo.

—Simone, ¡Gauthier ha muerto! — dijo Jonathan—. Lo atropelló un conductor que se dio a la fuga.

—Dos chicos —dijo
madame
Delattre—. ¡No se detuvieron!

Simone profirió un grito sofocado.

—¿Cuando?

—Anoche. Ya estaba muerto cuando lo llevaron al hospital. Sobre la media noche.

—¿No quiere pasar y sentarse,
madame
Delattre? — preguntó Simone.

—No, no, gracias. Tengo que ir a ver a una amiga.
Madame
Mockers. No sé si ya se habrá enterado. Le conocíamos tan bien todos, ¿saben?

Madame
Delattre estaba apunto de prorrumpir en lágrimas y dejó el cesto de la compra en el suelo unos instantes, para secarse los ojos.

Simone le apretó la mano.

—Gracias por venir a decírnoslo,
madame
Delattre. Ha sido usted muy amable.

—El entierro es el lunes —dijo
madame
Delattre. En San Luis —luego se marchó.

Por alguna razón, la noticia no afectó a Jonathan.

—¿Cómo se llama?


Madame
Delattre..Su marido es lampista —dijo Simone, como si, por supuesto, Jonathan debiera saberlo. Delattre no era el fontanero al que avisaban ellos. Gauthier muerto. Jonathan se preguntó qué seria del comercio propiedad del muerto. Se dio cuenta de que estaba mirando fijamente a Simone. Los dos permanecían de pie en el angosto vestíbulo.

—Muerto —dijo Simone. Alargó la mano y cogió la muñeca de Jonathan, sin mirarle—. Deberíamos asistir al entierro el lunes, ¿sabes?

—Desde luego.

Un entierro católico. Ahora el oficio se decía en francés en lugar de latín. Se imaginó a todos los vecinos, caras conocidas y desconocidas, en la iglesia.fría, llena de cirios.

—Se dieron a la fuga —dijo Simone. Cruzó el vestíbulo y, al llegar a la puerta, miró a Jonathan por encima del hombro—. Es realmente vergonzoso.

Jonathan la siguió cruzando la cocina y saliendo al jardín. Se alegró cuando de nuevo se encontró bajo la luz del sol.

Simone ya había terminado de tender la colada. Arregló algunas de las prendas y después recogió el cesto vacío.

—Se dieron a la fuga… ¿De veras crees que fue así, Jon?

—Eso ha dicho.

Los dos hablaban en voz baja. Jonathan aún se sentía algo aturdido, pero sabía lo que Simone estaba pensando.

Simone se le acercó un poco más, sin soltar el cesto. Luego le señaló los escalones que subían hasta el pequeño porche, como si los vecinos del jardín de aliado pudiesen oírles.

—¿Crees que sea posible que le hayan matado a propósito? ¿Alguien contratado para darle muerte?

—¿Por qué?

—Puede que porque supiera algo. Por eso. ¿Acaso no es posible?

¿Por qué una persona inocente iba a morir de esta manera… accidentalmente?

—Pues porque… estas cosas pasan a veces —dijo Jonathan.

Simone meneó la cabeza.

—No piensas que existe una posibilidad de que
monsieur
Ripley tenga algo que ver con el asunto?

Jonathan advirtió que en Simone había un odio racional.

—En absoluto. Desde luego que no.

Jonathan habría apostado su vida a que Tom Ripley no tenía ninguna relación con lo ocurrido. Se disponía a decido sí, pero pensó que resultaría demasiado fuerte y, si quería mirarlo desde otro ángulo, una apuesta algo cómica.

Simone se dispuso a pasar por su lado y entrar en la casa, pero se detuvo cerca de él.

—Es verdad que Gauthier no me dijo nada definido, Jon, pero puede que supiese algo. Creo que sí sabía algo. Tengo la impresión de que le han matado adrede.

Jonathan se dijo que Simone estaba sencillamente escandalizada, igual que él. Estaba expresando con palabras ideas que no había meditado lo suficiente. La siguió al interior de la cocina.

—¿Sabía algo sobre qué?

Simone guardó el cesto en el armaría del rincón.

—Ahí esta lo malo. No lo sé.

15

El oficio de difuntos por Pierre Gauthier tuvo lugar a las diez de la mañana del lunes en la iglesia de San Luis, la principal de Fontainebleau. El templo estaba lleno, e incluso había gente fuera, en la acera, donde dos automóviles negros aguardaban lúgubremente; uno era un reluciente coche fúnebre y el otro una especie de minibús que se encargaría de llevar a los parientes y amigos que no dispusiesen de coche propio. Gauthier era viudo y no tenía hijos. Quizá tenía un hermano o hermana y, acaso, algunas sobrinas o sobrinos. Jonathan esperaba que así fuera. El oficio le pareció triste, solitario, a pesar de la nutrida asistencia.

—¿Sabe usted que perdió el ojo de cristal en la calle? — le susurró a Jonathan el hombre que tenía a su lado en el templo—. Se le cayó al ser atropellado.

—¿De veras?

Jonathan meneó la cabeza en señal de asentimiento. El hombre que acababa de hablarle era dueño de un comercio. Jonathan le conocía de vista, pero no podía relacionado con ninguna de las tiendas de la ciudad. Mentalmente vio con claridad el ojo de cristal de Gauthier sobre el asfalto negro. Tal vez lo habría aplastado algún coche o puede que algunos chiquillos curiosos lo hubiesen encontrado junto al bordillo. ¿Cómo sería la parte posterior de un ojo de cristal?

La luz temblorosa, entre amarilla y blanca, de los cirios apenas conseguía iluminar las tristes paredes grises del templo. El día era nublado. El sacerdote entonó en francés las frases propias del oficio. El ataúd de Gauthier, corto y grueso, se hallaba instalado frente al altar. Al menos, si tenía poca familia, Gauthier tenía muchos amigos. Varias mujeres Y algunos hombres se secaban las lágrimas de los ojos. Y otras personas murmuraban entre ellas, como si de esta manera encontrasen más consuelo que en las palabras que el sacerdote recitaba.

Se oyeron unas campanadas suaves, como las de un carrillón.

Jonathan miró a su derecha, a la gente que ocupaba los bancos del otro lado del pasillo central, y sus ojos se posaron en el perfil de Tom Ripley. Ripley miraba hacia el frente, hacia el sacerdote que en aquel momento volvía a hablar, y parecía seguir la ceremonia con mucha concentración. Su cara se distinguía entre las de los franceses que le rodeaban. ¿O no se distinguía? ¿Se debía ello solamente a que él, Jonathan Trevanny, le conocía? ¿Por qué se habría tomado la molestia de asistir al entierro? Casi en el mismo instante, Jonathan se preguntó si Tom Ripley, con su presencia en la iglesia, estaría haciendo comedia. Es decir, si realmente tenía algo que ver con la muerte de Gauthier, como sospechaba Simone, si incluso le había maquinado y contratado a los autores del hecho. Cuando todos los presentes se levantaron para salir en fila india del templo, Jonathan trató de evitar a Tom Ripley y pensó que la mejor forma de lograrlo consistía en no intentar evitarle, sobre todo no volver a mirar hacia donde Ripley se encontraba. Pero en la escalinata de la iglesia, Tom apareció de pronto al lado de Jonathan y Simone y les saludó.

—¡Buenos días! — dijo Ripley en francés. Llevaba una bufanda negra al cuello y una gabardina azul marino—.
Bonjour
,
madame
. Me alegra verles a los dos. Creo que ustedes eran amigos de
monsieur
Gauthier.

Debido a la densidad de la multitud, bajaban lentamente los escalones, tan lentamente que resultaba difícil mantener el equilibrio.


Oui
—replicó Jonathan—. Era uno de los comerciantes de nuestro vecindario, ¿sabe? Un hombre muy agradable.

Tom asintió con la cabeza.

—Todavía no he visto la prensa esta mañana. Un amigo mío que vive en Moret me llamó para comunicarme el suceso. ¿Tiene la policía alguna idea sobre quién fue?

—No que yo sepa —dijo Jonathan—. Sólo que fueron «dos chicos». ¿Tú has oído decir algo más, Simone?

—No. Nada.

Tom volvió a asentir con la cabeza.

—Tenía la esperanza de que ustedes hubiesen oído algo… ya que viven mas cerca que yo.

Tom Ripley parecía preocupado sinceramente en vez de representar una comedia ante ellos.

—Tengo que comprar un periódico. ¿Van ustedes al cementerio? — preguntó Tom.

—No —dijo Jonathan.

De nuevo asintió Tom con la cabeza. Los tres habían llegado ya al pie de la escalinata.

—Yo tampoco. Voy a echar de menos al viejo Gauthier. Es una pena. Mucho gusto en haberles saludado.

Ripley sonrió fugazmente y se marchó.

Jonathan y Simone siguieron andando hasta la esquina de la rue de la Paroisse, camino de casa. Los vecinos les saludaban con la cabeza, sonreían brevemente y en algunos casos les decían «Buenos días,
madame, m’sieur
» de un modo distinto a como lo habrían hecho en una mañana normal. Los motores de los automóviles empezaban a ponerse en marcha, preparándose para seguir al coche fúnebre hasta el cementerio. Jonathan recordó que quedaba justo detrás del hospital de Fontainebleau, donde tan a menudo le habían hecho transfusiones.

—¡
Bonjour, monsieur
Trevanny!
¡Et madame
! — era el doctor Perrier, tan enérgico como siempre y casi igual de risueño. Apretó con fuerza la mano de Jonathan al mismo tiempo que saludaba a Simone con una pequeña reverencia—. ¡Qué desgracia! ¿Verdad?… No, no, no, no, no han encontrado ni rastro de los chicos. Pero alguien dijo que el coche llevaba matrícula de París. Un D. S. negro. Eso es todo lo que saben… ¿Y cómo se encuentra usted,
monsieur
Trevanny?

La sonrisa del doctor Perrier denotaba confianza.

—Más o menos como siempre —dijo Jonathan—. No me quejo.

Se alegró de que el doctor Perrier se despidiese de ellos casi en seguida, ya que era consciente de que Simone sabía que se suponía que visitaba al doctor con frecuencia, por lo de las píldoras e inyecciones, aunque hacía por lo menos una quincena que no aparecía por casa de Perrier, desde el día en que le entregara el informe del doctor Schroeder que habían recibido por la mañana en la tienda.

—Tenemos que comprar un periódico —dijo Simone.

—Allí en la esquina —dijo Jonathan.

Compraron un periódico y Jonathan se quedó de pie en la acera, donde había aún bastantes de las personas que acababan de asistir al oficio fúnebre por Gauthier, y leyó lo que el rotativo decía acerca «del vergonzoso y gratuito acto de unos jóvenes maleantes» que había tenido lugar a última hora de la noche del sábado en una calle de Fontainebleau. Simone leyó la noticia por encima del hombro de Jonathan. El periódico dominical no había tenido tiempo de publicarla, por lo que ésta era la primera relación de lo ocurrido que llegaba a sus ojos. Alguien había visto un coche grande, oscuro, en el que iban por lo menos dos hombres jóvenes, pero el periódico no decía nada de una matrícula de París. El coche había seguido su camino hacia París, pero se esfumó antes de que la policía tratase de darle caza.

—Es realmente vergonzoso —dijo Simone—. No sucede a menudo, ¿sabes?, que un conductor francés se dé a la fuga después de atropellar a alguien.

Jonathan detectó cierto tono de chauvinismo.

—Eso es lo que me hace sospechar… —Simone se encogió de hombros— Claro que podría estar totalmente equivocada. Pero resulta característico que ese tipo, Ripley, haga acto de presencia en el entierro de
monsieur
Gauthier.

—Parecía… —Jonathan se calló. Estaba a punto de decir que Tom Ripley parecía sinceramente consternado aquella mañana, que además compraba los materiales para pintar en la tienda de Gauthier, pero se percató de que no se suponía que él, Jonathan, estuviera enterado de ese particular—. ¿Qué quieres decir con eso de «característico»?

Simone volvió a encoger los hombros y Jonathan adivinó que, estando de aquel humor, tal vez se negaría a decir una palabra más sobre el asunto.

—Creo que es posible que ese tal Ripley averiguase de boca de
monsieur
Gauthier que yo le pregunté quién empezó a contar esa historia acerca de ti. Yate dije que sospechaba que había sido Ripley, aunque
monsieur
Gauthier se negara a confirmado. Y ahora… esta… esta muerte tan misteriosa de
monsieur
Gauthier.

Jonathan guardó silencio. Se acercaban ya a la Rue Saint Merry.

—Pero por aquella historia, cariño… No es posible que por ella valiera la pena matar a un hombre. Sé razonable.

De repente Simone recordó que necesitaban algo para el almuerzo. Entró en una
charcuterie
y Jon se quedó esperándola en la acera. Durante unos segundos Jonathan se dio cuenta —de un modo distinto, como si lo viera a través de los ojos de Simone— de lo que había hecho al matar a un hombre de un tiro y ayudar a matar a otro. Jonathan había racionalizado el hecho diciéndose a sí mismo que los dos hombres eran pistoleros, asesinos. Simone, por supuesto, no lo vería de aquella manera. Eran seres humanos, después de todo. Simone ya estaba bastante disgustada ante la posibilidad de que Tom Ripley hubiese contratado a alguien para matar a Gauthier… sólo la posibilidad. Si supiera que su propio marido había apretado un gatillo… ¿o era que en aquel momento Jonathan seguía bajo la influencia del oficio de difuntos al que acababa de asistir? Al fin y al cabo, el oficio había girado en torno a la santidad de la vida humana, a pesar de que el sacerdote dijera que el otro mundo era mejor aún. Jonathan sonrió irónicamente. Era la palabra santidad…

BOOK: El juego de Ripley
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