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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (10 page)

BOOK: El juego de Ripley
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«4 de abril de 19…

Mi querida Simone:

Acaban de hacerme un reconocimiento y mañana sabré los resultados. El hospital es muy eficiente y el doctor se parece al emperador Francisco José. ¡Dicen que es el mejor hematólogo del mundo! Sea cual sea el resultado que me den mañana, me sentiré más tranquilo por el simple hecho de conocerlo. Con un poco de suerte puede que llegue a casa mañana antes de que recibas ésta, a menos que el doctor Wentzel quiera someterme a más pruebas.

Ahora mismo bajaré a ponerte un telegrama, sólo para decirte que estoy bien. Te echo de menos y pienso en ti y en Caílloux.

A bientôt
con todo mi amor,

Jon

Jonathan colgó en el armario su mejor traje, que era azul oscuro, dejó el resto de sus cosas en la maleta, y bajó a echar la carta. La noche antes, en el aeropuerto, había hecho efectivo un cheque de viajeros por valor de diez libras, extraído de un talonario viejo en el que quedaban tres o cuatro. Redactó un telegrama breve para Simone diciéndole que estaba bien y que acababa de enviarle una carta. Luego salió, tomó nota del nombre de la calle y del aspecto del barrio lo que más le llamó la atención fue un enorme anuncio de una marca de cerveza— y fue a dar un paseo.

Las aceras estaban repletas de transeúntes y de gente que iba de compras; muchas personas llevaban un perro tejonero sujeto con una correa. En las esquinas había vendedores ambulantes de fruta y de periódicos. Jonathan se detuvo ante un escaparate lleno de suéteres muy bonitos. También había una elegante bata de seda color azul celeste, expuesta sobre un fondo de pieles de cordero color crema. Empezó a calcular el precio en francos, pero lo dejó correr, ya que no estaba realmente interesado. Cruzó una avenida muy concurrida por la que circulaban tranvías y autobuses, y llegó a un canal sobre el que había un puente para peatones, pero decidió no pasar al otro lado. Optó por ir a tomarse un café. Se dirigió hacia una cafetería de aspecto agradable en cuyo escaparate había un surtido de pastas y pasteles. Dentro había un mostrador y también mesitas. Jonathan no se decidió a entrar. De repente se dio cuenta de que tenía un miedo espantoso a lo que el informe diría la mañana siguiente. Experimentó una sensación de vacío a la que ya estaba acostumbrado, una sensación de fragilidad, como si estuviera hecho de papel de seda, y de frío en la frente, como si la vida se le estuviera evaporando.

Lo que Jonathan sabía también, o al menos lo sospechaba, era que por la mañana recibiría un informe falso. Desconfiaba de la presencia de Rudolf. Un estudiante de medicina. Rudolf no le había ayudado, porque no le había necesitado. La enfermera del doctor Wentzel hablaba inglés. ¿No cabía la posibilidad de que Rudolf escribiera un informe falso aquella noche? ¿Que se las compusiera para sustituir con él el verdadero? Jonathan llegó incluso a imaginarse a Rudolf hurtando papel con el membrete del hospital durante la visita de aquella tarde. Luego se dijo a sí mismo que tal vez estaba perdiendo el juicio.

Dio media vuelta y emprendió el regreso al hotel por el camino más corto. Llegó al Victoria, pidió la llave y entró en la habitación. Luego se quitó los zapatos, entró en el baño, mojó una toalla y se echó con la toalla tapándole la frente y los ojos. No tenía sueño, sólo una sensación muy rara. Reeves Minot era extraño. Adelantarle seiscientos francos a un desconocido, hacerle aquella proposición insensata, prometiéndole más de cuarenta mil libras. No podía ser verdad. Reeves Minot nunca cumpliría lo acordado. Reeves Minot parecía vivir en un mundo de fantasía. A lo mejor ni siquiera era un delincuente, sino que estaba algo chiflado, un tipo que vivía a fuerza de delirios de grandeza y poder.

El teléfono despertó a Jonathan. Una voz de hombre le dijo en inglés:

—Un caballero le espera abajo, señor.

Joanathan consultó su reloj y vio que eran las siete y uno o dos minutos.

¿Hará el favor de decirle que bajaré dentro de dos minutos?

Jonathan se lavó la cara, se puso un jersey con cuello de cisne y luego una chaqueta. También cogió el abrigo. Karl estaba solo en el coche. ¿Ha pasado una tarde agradable, señor? — preguntó en inglés. Mientras hablaban de cosas sin importancia, Jonathan pudo comprobar que

Karl tenía un vocabulario inglés muy extenso. ¿A cuántos desconocidos habría transportado Karl por cuenta de Reeves Minot? ¿A qué creería Karl que se dedicaba Reeves? A lo mejor a Karl sencillamente le daba lo mismo. ¿A qué se suponía que se dedicaba Reeves?

Karl volvió a detener el coche en la calzada que formaba pendiente y esta vez Jonathan subió solo en el ascensor hasta el segundo piso. Reeves Minot, vestido con unos pantalones de franela gris y un suéter, le recibió en la puerta.

—¡Adelante! ¿Se ha tomado las cosas con calma esta tarde?

Bebieron whisky. La mesa estaba puesta para dos y Jonathan dio por sentado que aquella noche iban a estar solos. — Me gustaría que viera una foto del hombre en quien pienso —dijo Reeves, levantándose del sofá y acercándose a su escritorio Biedermeier.

Sacó algo de un cajón. Tenía dos fotografías, una de frente y la otra de perfil, en la que el sujeto aparecía entre otras personas inclinadas ante una mesa. La mesa era de ruleta. Jonathan miró la foto de frente, que era clara como las de los pasaportes. El hombre tendría unos cuarenta años, la cara cuadrada y carnosa de muchos italianos, y empezaban a formársele mofletes entre los rebordes de la nariz y sus labios abultados. Sus ojos eran negros, cautelosos, casi asustados, pero en su débil sonrisa había también una expresión de orgullo. Reeves dijo que el sujeto se llamaba Salvatore Bianca.

—Esta foto —dijo Reeves, señalando la del grupo— fue tomada en Hamburgo hace una semana aproxi
madame
nte. El tipo ni siquiera juega, sólo mira. Este es uno de los raros momentos en que mira la rueda… Probablemente Bianca ha matado a media docena de hombres, de lo contrario no le emplearían como sicario. Pero no es un mafioso importante. Es de los que se pueden sacrificar. Simplemente para que la bola empiece a rodar, ¿comprende? — siguió hablando mientras Jonathan apuraba su whisky. Reeves le sirvió otro—. Bianca siempre lleva sombrero… fuera de casa, desde luego. Ala corta y copa abollada. Suele llevar un abrigo de
tweed

Reeves tenía tocadiscos y a Jonathan le hubiese gustado escuchar un poco de música, pero pensó que hubiera sido una grosería pedirle que pusiera un disco, aunque se imaginó a Reeves volando hacia el tocadiscos para poner exactamente lo que le diese la gana. Finalmente Jonathan decidió interrumpirle:

—Un hombre de aspecto corriente, sombrero echado sobre los ojos, el cuello del abrigo subido… ¿y se supone que hay que localizarlo entre la multitud después de ver estas dos fotos?

—Un amigo mío irá en el mismo metro desde la estación Rathaus, que es la que utiliza Bianca, hasta la de Messberg, que es la siguiente y la única que hay antes de llegar a la de Steinstrasse. ¡Mire!

La pregunta había vuelto a poner en marcha a Reeves, quien le enseñó a Jonathan un mapa de Hamburgo que se doblaba como un acordeón y en el que las líneas del metro venían indicadas por medio de puntitos azules.

—Usted subirá al U-bahn con Fritz en la estación Rathaus. Fritz vendrá después de cenar.

Jonathan tenía ganas de decirle que lamentaba decepcionarle y se sentía un poco culpable por haber permitido que Reeves llegase tan lejos. ¿O había sido al revés? No. Reeves había corrido un riesgo de locos. Probablemente estaba acostumbrado a ello, y puede que Jonathan no fuese la primera persona con quien Reeves se había puesto en contacto. Sintió la tentación de preguntarle si era la primera persona, pero la voz de Reeves seguía sonando monótonamente.

—Decididamente, cabe la posibilidad de tener que matar a otro sujeto. No quiero que se llame a engaño…

Jonathan se alegró de que hablase del lado malo del asunto. Hasta el momento, Reeves se lo había pintado todo de color de rosa: aquel asesinato que sería cosa de coser y cantar, los bolsillos llenos de dinero después, y a empezar una vida mejor en Francia o donde fuese, un crucero alrededor del mundo, lo mejor de lo mejor para Georges (Reeves le había preguntado cómo se llamaba su hijo), una vida más segura para Simone.

«¿Cómo le voy a explicar a Simone el origen de tanta pasta?», se preguntó Jonathan.

—Esto es Aalsuppe —dijo Reeves, cogiendo su cuchara—. Especialidad de Hamburgo. A Gaby le encanta prepararla.

La sopa de anguilas era muy buena. Bebieron un Mosela frío, excelente.

—Hamburgo tiene un zoo de fama mundial, ¿sabe? El Tierpark de Hagenbeck, en Settlingen. Una excursión agradable desde aquí. Podríamos ir mañana por la mañana. Es decir… —de pronto aumentó la expresión preocupada de Reeves—, si no me surge algún imprevisto. Estoy esperando algo. Lo sabré esta noche o mañana a primera hora. Cualquiera hubiese pensado que lo del zoo era un asunto importante.

—Mañana a las once tengo que ir a buscar los resultados en el hospital —dijo Jonathan, sintiéndose desanimado, como si las once de la mañana fuera la hora señalada para su muerte.

—Desde luego. Bueno, puede que vayamos al zoo por la tarde. Los animales están en un… un hábitat natural…

Sauerbraten. Col roja.

Sonó el timbre. Reeves no se levantó y al cabo de un momento entró Gaby para anunciar que
Herr
Fritz había llegado.

Fritz llevaba una gorra en la mano y un abrigo bastante viejo. Tendría unos cincuenta años.

—Este es Paul —dijo Reeves a Fritz, señalando a Jonathan—. Es inglés, Fritz.

—Buenas noches —dijo Jonathan.

Fritz saludó a Jonathan con un gesto amistoso. Jonathan se dijo que Fritz era un tipo duro, aunque tenía una sonrisa afable.

—Siéntate, Fritz —dijo Reeves—. ¿Una copa de vino? ¿Whisky? — Reeves hablaba en alemán—. Paul es nuestro hombre —añadió en inglés, dirigiéndose también a Fritz y sirviéndole una copa de vino blanco.

Fritz asintió con la cabeza.

Jonathan sintió ganas de reírse. Aquellas gigantescas copas de vino parecían sacadas de una ópera wagneriana. Reeves se hallaba sentado de lado en la silla.

—Fritz es taxista —dijo Reeves—. Ha llevado a
Herr
Bianca a su casa muchas tardes, ¿eh, Fritz?

Fritz murmuró algo y sonrió.

—No muchas tardes, sólo un par de veces —dijo Reeves—. Claro que no… —Reeves titubeó, como si no supiera en qué idioma debía hablar, luego siguió dirigiéndose a Jonathan—. Es probable que Bianca no conozca de vista a Fritz. Aunque si le conoce, no importa demasiado, ya que Fritz se apeará en Messberg. Lo importante es que usted y Fritz se encontrarán cerca de la estación Rathaus del Ubahn mañana, y entonces él le indicará a nuestro… nuestro Bianca. Fritz volvió a asentir con la cabeza; al parecer entendía todo lo que Reeves decía.

Hablaban de mañana. Jonathan escuchó en silencio.

—Bien, los dos cogerán el metro en la estación Rathaus, eso será sobre las seis y cuarto. Lo mejor será que estén allí justo antes de las seis, puesto que Bianca podría adelantarse por algún motivo, aunque es bastante regular y coge casi siempre el de las seis y cuarto. Kart le llevará en el coche, Paul, así que no hay nada que deba preocuparle. No se acercarán el uno al otro, usted y Fritz, pero puede que Fritz tenga que coger el metro, el mismo metro que usted y Bianca, para poder señalárselo más claramente. En cualquier caso, Fritz se apea en Messberg, la siguiente parada.

Luego Reeves dijo algo en alemán a Fritz y extendió una mano. De uno de sus bolsillos interiores Fritz extrajo un pequeño revólver negro y se lo dio a Reeves. Este miró hacia la puerta, como temiendo que Gaby entrase en aquel momento, aunque no parecía muy ansioso y el arma era apenas más grande que la palma de su mano. Después de manosearlo torpemente unos instantes, Reeves consiguió abrir el revólver y examinó sus cilindros.

—Está cargado. Tiene seguro. Aquí. Entiende algo de armas, Paul?

Jonathan tenía leves nociones. Reeves le enseñó cómo funcionaba, ayudado por Fritz. El seguro, eso era lo importante. Tenía que asegurarse de cómo se quitaba. El arma era italiana.

Fritz tenía que irse. Se despidió de Jonathan haciendo un gesto con la cabeza.


Bis morgen! Um sechs!

Reeves le acompañó hasta la puerta. Luego volvió del vestíbulo con un abrigo de
tweed
color marrón rojizo; no era un abrigo nuevo.

—Esto es muy holgado —dijo—. Pruébeselo.

Jonathan no tenía ganas de probárselo, pero se levantó y se puso el abrigo. Las mangas eran algo largas. Jonathan metió las manos en los bolsillos y comprobó, como Reeves le estaba diciendo en aquel momento, que el de la derecha no tenía fondo. Llevaría el revólver en el bolsillo de la chaqueta y lo cogería a través del bolsillo sin fondo del abrigo, luego dispararía, preferiblemente una vez, y lo dejaría caer.

—Verá la multitud —dijo Reeves—, un par de centenares de personas. Usted retrocederá, como todo el mundo, a causa de la detonación.

Reeves se lo demostró inclinando el cuerpo hacia atrás y retrocediendo. Bebieron unas copas de Steinhager con el café. Reeves le hizo preguntas sobre su vida en familia, sobre Simone y sobre Georges. ¿El pequeño hablaba inglés o sólo francés?

—Está aprendiendo algo de inglés —dijo Jonathan—. Yo estoy en desventaja, porque no paso mucho tiempo con él.

7

Reeves llamó a Jonathan a su hotel poco después de las nueve de la mañana siguiente. Kart le recogería a las diez y cuarenta minutos para llevarle al hospital. Rudolf iría también. Jonathan ya se lo había imaginado.

—Buena suerte —dijo Reeves—. Ya nos veremos.

Jonathan se encontraba en el vestíbulo, leyendo el Times de Londres, cuando entró Rudolf unos minutos antes de lo previsto. Rudolf sonreía tímidamente, con una expresión ratonil. Se parecía más que nunca a Kafka.

—¡Buenos días,
Herr
Trevanny! — dijo.

Rudolf y Jonathan subieron a la parte posterior del coche.

—¡Suerte con el informe! — dijo amablemente Rudolf.

—Tengo intención de hablar con el médico también —dijo Jonathan con igual amabilidad.

Estaba seguro de que el otro lo había entendido, pero Rudolf puso cara de desconcierto y dijo:


Wir werden versuchen…

Jonathan entró en el hospital con Rudolf, aunque éste le había dicho que él mismo se encargaría de recoger el informe y también de preguntar si el doctor Wentzel estaba libre. Karl había hecho de intérprete, por lo que Jonathan lo había entendido todo perfectamente. A decir verdad, Karl parecía neutral y Jonathan pensó que probablemente lo era. A pesar de todo, a Jonathan el ambiente le resultaba raro, como si todo el mundo estuviera interpretando un papel, interpretándolo mal, incluso él mismo. Rudolf habló con una de las enfermeras de recepción y pidió el informe de
Herr
Trevanny.

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