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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (6 page)

BOOK: El juego de Ripley
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Regresaron al hotel subieron un tramo de escaleras y entraron en una habitación atractiva decorada a la española: hierro forjado, cubrecama color frambuesa, una alfombra color verde pálido. La maleta a los pies de la cama era la única señal de que la habitación estaba ocupada. Wister había entrado sin utilizar la llave.

—¿Qué quiere tomar? — Wister se acercó al teléfono—. ¿Whisky escocés?

—Muy bien.

El hombre encargó las bebidas; su francés resultaba torpe. Pidió que les subieran la botella y mucho hielo, por favor.

Luego se hizo el silencio. Jonathan se preguntó por qué el hombre estaría tan inquieto. Jonathan siguió contemplando la calle por la ventana. Evidentemente Wister no quería hablar hasta que les hubieran subido las bebidas. Sonó un golpecito discreto en la puerta.

Un camarero con chaqueta blanca entró con una bandeja y una sonrisa amistosa. Stephen Wister escanció el whisky generosamente.

—¿Le interesa ganar algún dinero?

Jonathan, que se había instalado en una cómoda butaca, sonrió mientras sostenía en la mano el vaso de whisky con hielo.

—¿A quién no?

—Tengo pensado un trabajo peligroso… bueno, un trabajo importante… y estoy dispuesto a pagarlo muy bien.

Jonathan pensó en drogas: probablemente el hombre quería que entregase o guardara algo.

—¿En qué negocio está usted? — preguntó cortésmente.

—En varios. El de este momento podría llamarlo el del… juego. ¿Juega usted?

—No —dijo Jonathan, sonriendo.

—Tampoco yo. Pero eso no viene al caso —el hombre se levantó de la cama donde se había sentado y se puso a caminar lentamente por la habitación—. Vivo en Hamburgo.

—¿Ah, sí?

—El juego no es legal dentro de los límites de la ciudad, aunque se juega en clubs privados. Sin embargo, tampoco eso viene al caso, quiero decir el que sea o no legal. Necesito que se elimine a una persona, posiblemente a dos, y posiblemente también que se cometa un robo. Bueno, ya he puesto mis cartas sobre la mesa.

Miró a Jonathan con expresión seria, esperanzada. El hombre se refería a matar. Jonathan se sobresaltó, luego sonrió y meneó la cabeza.

—¡Me pregunto de dónde habrá sacado mi nombre!

Stephen Wister no sonrió.

—Eso no importa —siguió paseando arriba y abajo con el vaso en la mano; sus ojos grises miraban a Jonathan de soslayo y luego se apartaban de él—. ¿Le interesa ganar noventa y seis mil dólares?

Eso equivale a cuarenta mil libras o unos cuatrocientos ochenta mil francos… francos nuevos. Sólo a cambio de pegarle un tiro a un hombre, puede que a dos, ya veremos cómo van las cosas. El plan es seguro y usted no correrá ningún peligro.

Jonathan volvió a menear la cabeza.

—No sé de dónde habrá sacado la idea de que soy un… un pistolero. Me confunde con otra persona.

—No. Nada de eso.

La sonrisa de Jonathan se esfumó bajo la mirada intensa del hombre.

—Tiene que haber alguna confusión… ¿Le importa decirme cómo dio conmigo?

—Bueno, usted… —la expresión de Wister se hizo más dolorida que nunca—. Usted no vivirá más de unas semanas. Lo sabe muy bien. Tiene esposa y un hijo pequeño, ¿no es así? ¿No le gustaría dejarles algo cuando se vaya?

Jonathan sintió que la sangre desaparecía de su rostro. ¿Cómo podía Wister saber tantas cosas? Entonces se dio cuenta de que todo estaba relacionado, que quien le había dicho a Guthier que moriría pronto conocía a aquel hombre, estaba relacionado con él de alguna forma. Jonathan no pensaba mencionar a Gauthier. Gauthier era un hombre honrado y Wister era un criminal. De pronto el whisky escocés de Jonathan perdió parte de su buen sabor.

—Recientemente corrió un rumor insensato…

Ahora fue Wister quien meneó la cabeza..

—No se trata de un rumor insensato. Puede ser que su médico no le haya dicho la verdad.

¡Y usted sabe más que mi médico? Él no me miente. Es verdad que padezco una enfermedad de la sangre, pero… ahora no estoy peor que… —Jonathan se interrumpió—. Lo esencial es que me temo que no puedo ayudarle, mister Wister.

Wister se mordió el labio inferior y su larga cicatriz se movió desagradablemente, como un gusano vivo.

Jonathan apartó la mirada ¿Sería verdad que el doctor Perrier le había mentido? Jonathan pensó que debía llamar al laboratorio de París al día siguiente por la mañana y hacer algunas preguntas, o sencillamente presentarse allí y exigir otra explicación.

—Lamento decirle, mister Trevanny, que es usted quien no está informado, evidentemente. Al menos ha oído eso que usted llama el rumor, de modo que no soy el portador de malas noticias. Es usted muy libre de elegir, pero pienso que, dadas las circunstancias, una suma considerable como ésa resulta bastante atractiva. Podría dejar el trabajo y gozar de sus… Bueno, por ejemplo, podría hacer un crucero alrededor del mundo con su familia y, pese a ello, dejarle a su esposa…

Jonathan se sintió ligeramente mareado, se puso en pie y aspiró hondo. La sensación desapareció, pero prefirió seguir de pie. Wister seguía hablando, pero él apenas le escuchaba.

—… mi idea. En Hamburgo hay unos cuantos hombres que contribuirían a reunir los noventa y seis mil dólares. El hombre o los hombres que queremos quitar de en medio son de la Mafia.

Jonathan sólo se había recobrado a medias.

—Gracias, pero no soy un asesino. Será mejor que deje correr el asunto.

Wister persistió.

—Pero es que es justamente lo que buscamos: alguien que no esté relacionado con ninguno de nosotros ni con Hamburgo. Aunque al primer hombre, que no es más que un sicario, hay que liquidarlo en Hamburgo. La razón de ello es que queremos que la policía piense que dos bandas de la Mafia se están enfrentando en la ciudad. De hecho, queremos que la policía intervenga a favor nuestro —siguió paseando arriba y abajo, sin apenas apartar los ojos del suelo—. Al primer hombre se le debería eliminar en medio de una multitud, en medio de la aglomeración del U-Bahn, es decir, en el metro. El asesino se desprendería del arma inmediatamente, se mezclaría con la multitud y se esfumaría. Un revólver italiano, sin huellas dactilares. Ni una sola pista.

Jonathan volvió a sentarse en la silla; necesitaba descansar unos segundos.

—Lo siento, pero no.

Se dirigiría a la puerta en cuanto recuperase las fuerzas.

—Mañana estaré aquí todo el día, y puede que me quede hasta el domingo a media tarde. Me gustaría que se lo pensara. ¿Otro whisky? Le sentaría bien.

—No, gracias —Jonathan se levantó trabajosamente—. Ya es hora de irme.

Wister asintió con la cabeza; parecía decepcionado.

—Y gracias por la copa.

—No se merecen.

Wister le abrió la puerta y Jonathan salió. Se había figurado que Wister le haría coger una tarjeta con su nombre y dirección. Se alegró de que no lo hiciese.

Los faroles de la Rue de France ya estaban encendidos. Eran las siete y veintidós minutos. ¿Le había pedido Simone que comprase algo? ¿Tal vez el pan? Jonathan entró en una boulangerie y compró una barra larga. Aquella obligación cotidiana le pareció reconfortante.

La cena consistió en una sopa de verduras, un par de rodajas de
fromage de tête
sobrante y una ensalada de tomates y cebollas. Simone le dijo que en una tienda próxima a donde trabajaba vendían papel pintado rebajado. Por un centenar de francos podrían empapelar el dormitorio, y había visto uno muy bonito, con dibujos de color malva y verde, muy pálidos y de estilo art nouveau.

—Como sólo hay una ventana, el dormitorio resulta muy oscuro, Jon.

—Me parece bien —dijo Jonathan—. Sobre todo si está rebajado.

—¡Vaya si lo está! No se trata de una de esas rebajas tontas donde reducen el precio un cinco por ciento… como hace el tacaño de mi Jefe —rebañó el aceite de la ensalada con un trozo de pan y se lo metió en la boca—. ¿Te preocupa algo? ¿Te ha pasado alguna cosa hoy?

Jonathan sonrió repentinamente. No le preocupaba nada. Se alegraba de que Simone no hubiese reparado en que llegaba algo tarde y que se había tomado un buen vaso de licor.

—No, querida. No ha pasado nada. Es el final de la semana, supongo. O casi el final.

—¿Estás cansado?

Lo preguntó como lo haría un médico, rutinariamente.

—No… Tengo que telefonear a un cliente esta noche, entre las ocho y las nueve —eran las ocho y treinta y siete minutos—. Será mejor que lo haga ahora, querida. Puede que después tome un poco de café.

—¿Puedo ir contigo? — preguntó Georges, dejando el tenedor y disponiéndose a levantarse corriendo.

—Esta noche no,
mon petit vieux
. Tengo prisa y tú lo único que quieres es jugar con los futbolines. Te conozco.

—¡Goma de mascar «Hollywood»! — gritó Georges, pronunciándolo a la francesa: ¡Ollyvú!

Jonathan se estremeció mientras descolgaba la chaqueta. La goma de mascar «Hollywood», cuyos envoltorios verdes y blancos llenaban los bordillos de las aceras y a veces su propio jardín, ejercía un atractivo misterioso sobre los retoños de la nación francesa.


Oui, m’sieur
—dijo Jonathan y salió.

El número de teléfono del domicilio del doctor Perrier venía en la guía y Jonathan esperaba que el doctor estuviese en casa aquella noche. Cierto
tabac
donde había teléfono quedaba más cerca que la tienda de Jonathan. El pánico empezaba a apoderarse de él, así que apretó el paso y se dirigió hacia el cilindro rojo de neón que señalaba el
tabac
dos calles más allá. Insistiría en conocer la verdad. Jonathan saludó con la cabeza al joven detrás del mostrador, al que conocía superficialmente, y señaló el teléfono y el anaquel donde estaban las guías.

—¡Fontainebleau! — gritó Jonathan.

En el estanco había mucho ruido y además alguien había puesto en marcha el tocadiscos tragaperras. Jonathan buscó el número y luego lo marcó.

El doctor Perrier se puso al aparato y en seguida reconoció la voz de Jonathan.

—Me gustaría mucho que me hicieran otro análisis. Incluso esta misma noche. Ahora mismo… si puede usted recoger una muestra.

—¿Esta noche?

—Puedo ir a verle en seguida. Dentro de cinco minutos.

—¿Se siente… se siente usted débil?

—Pues… pensé que si la muestra llegaba a París mañana… —Jonathan sabía que el doctor Perrier acostumbraba enviar varias muestras a París los sábados por la mañana—. Si pudiera sacarme una muestra esta noche o mañana a primera hora…

—Mañana por la mañana no estaré en el consultorio. Tengo que hacer unas cuantas visitas. Si tan preocupado está,
monsieur
Trevanny, pásese por mi casa ahora.

Jonathan pagó la llamada y justo antes de salir del
tabac
se acordó de comprar dos paquetes de goma de macar Hollywood; se los metió en el bolsillo de la chaqueta. Perrier vivía bastante lejos de allí, en el Boulevard Maginot; tardaría casi diez minutos en llegar.

Jonathan se encaminó hacia allí a buen paso. Nunca había estado en casa del doctor.

Era un edificio grande, sombrío, y la
concièrge
era una mujer vieja, lenta y delgada que estaba mirando televisión en una pequeña garita acristalada llena de plantas de plástico. Mientras Jonathan esperaba que el ascensor llegase a la planta baja, la
concièrge
salió al vestíbulo empujada por la curiosidad y le preguntó:

—¡Su esposa está a punto de tener un hijo,
monsieur
?

—No, no —dijo Jonathan, sonriendo y recordando que el doctor Perrier ejercía la medicina general.

Subió en el ascensor.

—Vamos a ver. ¿Qué le ocurre? — preguntó el doctor Perrier, indicándole que cruzase el comedor—. Entre en esta habitación.

El piso estaba poco iluminado y en algún lugar había un televisor en marcha. Entraron en una habitación que parecía un consultorio pequeño, lleno de anaqueles con libros de medicina y un escritorio sobre el que reposaba el maletín negro del doctor.

—Mon dieu, cualquiera diría que está usted al borde de un colapso. Salta a la vista que ha venido corriendo. Tiene las mejillas encarnadas. ¡No me diga que ha oído otro rumor y que se cree con un pie en la sepultura!

Jonathan se esforzó en hablar con calma.

—Es sólo que quiero estar seguro. Si quiere la verdad, no me encuentro demasiado bien. Ya sé que han pasado únicamente dos meses desde el último análisis, pero… como el próximo no está previsto hasta finales de abril, ¿qué hay de malo en… —se interrumpió y encogió los hombros—. Como es fácil sacar un poco de médula y dado que puede enviarla a París mañana a primera hora —Jonathan era consciente de que su francés resultaba torpe en aquel momento, consciente de la palabra moelle, médula, que se le había hecho repugnante, especialmente cuando recordaba que la suya era anormalmente amarilla. Adivinó que el doctor Perrier estaba dispuesto a seguirle la corriente.

—Sí, puedo sacar la muestra. Probablemente el resultado será el mismo de la última vez. Nunca puede recibir una seguridad total de los médicos,
monsieur
Trevanny… —el médico siguió hablando mientras Jonathan se quitaba el suéter y, obedeciendo la indicación del doctor Perrier, se tumbaba en un viejo sofá de cuero. El doctor le inyectó la anestesia—. Pero me hago cargo de su inquietud —dijo el doctor Perrier al cabo de unos segundos, apretando y dando leves golpecitos en el tubo que estaba penetrando en el esternón de Jonathan.

A Jonathan le desagradaba el crujido que hacía el tubo, pero el dolor era leve y podía soportarlo muy bien. Quizás esta vez sabría algo. Antes de marcharse no pudo contenerse y dijo:

—Tengo que conocer la verdad, doctor Perrier. Usted no creerá que el laboratorio no nos da un resumen apropiado, ¿verdad? Estoy dispuesto a creer que sus cifras son correctas…

—¡Este resumen o predicción es lo que usted no puede ver, mi querido joven!

Jonathan regresó andando a casa. Había pensado decirle a Simone que venía de casa del doctor Perrier, que volvía a sentirse angustiado, pero decidió no hacerla: Simone ya había sufrido bastante por él. ¿Qué podía contestar ella si él se lo decía? Sólo conseguiría inquietarla aún más, igual que él. Georges ya estaba acostado en su dormitorio, en el piso de arriba, y Simone le estaba leyendo en voz alta. Astérix otra vez. Georges, reclinado sobre las almohadas, y Simone, sentada en un taburete bajo, a la luz de la lámpara, eran como un cuadro viviente que representase la vida hogareña. Jonathan pensó que, de no ser porque Simone llevaba pantalones, la escena hubiera podido pertenecer al año 1880. Bajo la luz de la lámpara, el pelo de Georges parecía amarillo como el trigo.

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