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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (4 page)

BOOK: El juego de Ripley
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El único éxito de toda su vida era su matrimonio con Simone. La noticia de su enfermedad se la habían dado el mismo mes en que conociera a Simone Foussadier. Había empezado a sentir una debilidad extraña, y románticamente se había imaginado que era cosa del estar enamorado. Procuró descansar más que de costumbre, pero la debilidad no desapareció y en una ocasión se había desmayado en plena calle de Nemours, por lo que había ido al médico, un tal doctor Perrier de Fontainebleau. El médico, sospechando que se trataba de alguna dolencia de la sangre, le había enviado a un especialista, un tal doctor Moussu de París. Después de dos días de análisis, Moussu le había confirmado que se trataba de leucemia mieloide y le había dicho que posiblemente le quedaban de seis a ocho años de vida, doce con un poco de suerte. Se produciría un ensanchamiento del bazo, cosa que en realidad ya había sucedido sin que Jonathan se diera cuenta. Así, pues, al confesar a Simone que la quería, su declaración había sido de amor y de muerte a la vez. Habría bastado para alejar a cualquier otra joven o para hacerle decir que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo. Simone le había dicho que sí, que ella también le quería: «Lo importante es el amor, no el tiempo.» Ni rastro del espíritu calculador que Jonathan asociaba con los franceses y con los latinos en general. Simone le confesó que ya había hablado con su familia a las dos semanas escasas de que ambos se hubieran conocido. De repente, Jonathan se sintió en un mundo más seguro que cualquier otro que hubiera conocido jamás. El amor, en un sentido real y no meramente romántico, un amor que él no podía controlar, le había salvado milagrosamente. En cierto sentido le parecía que el amor le había salvado de la muerte, pero comprendió que, en realidad, lo que el amor había hecho era disipar el terror que la muerte le inspiraba. Y aquí estaba de nuevo la muerte después de seis años, tal como el doctor Moussu de París había predicho. Quizás. Jonathan no sabía qué pensar.

Se dijo que tenía que visitar otra vez a Moussu en París. Tres años antes, bajo la supervisión del doctor Moussu, a Jonathan le habían practicado un cambio completo de sangre en un hospital de París, sometiéndose a tratamiento de Vincainestina. Su finalidad, o su esperanza, consistía en que el exceso de glóbulos blancos con los glóbulos amarillos que los acompañaban no volviera a la sangre. Pero el exceso de glóbulos amarillos había vuelto a aparecer al cabo de unos ocho meses.

Antes de pedir hora para que le viera el doctor Moussu, sin embargo, Jonathan prefirió aguardar la carta de Alan McNear. Estaba seguro de que Alan le escribiría a vuelta de correo. Alan era una persona con la que se podía contar.

Antes de salir de la tienda, Jonathan dirigió una mirada de desespero hacia aquel interior dickensiano. En realidad no había polvo, era simplemente que las paredes necesitaban otra capa de pintura.

Se preguntó si debía hacer un esfuerzo y arreglar la tienda, empezar a desplumar a sus clientes como hacían tantos otros fabricantes de marcos, a vender artículos de latón lacado a precios exorbitantes. Jonathan se estremeció. El no era de ésos.

Aquel día era miércoles. El viernes, mientras se hallaba inclinado ante una armella roscada que tal vez llevaba ciento cincuenta años en su marco de roble y no tenía la menor intención de ceder ante sus tenazas, Jonathan tuvo que dejar de pronto la herramienta y buscar un sitio donde sentarse. El asiento fue una caja de madera contra la pared. Se levantó casi en seguida y fue a mojarse la cara en el fregadero, inclinándose tanto como pudo. Al cabo de unos cinco minutos, el mareo se le pasó y a la hora de almorzar ya ni se acordaba de él. Tenía momentos así cada dos o tres meses y se alegraba cuando no le pillaban en la calle.

El martes, seis días después de enviar la carta a Alan, recibió la contestación del Hotel New Yorker.

«Sábado, 25 de marzo

Querido Jon:

Créeme, ¡me alegro de que hablaras con tu médico y que te diese buenas noticias! La persona que me dijo que estabas grave fue un individuo bajito y calvo, con un ojo de cristal y bigote, de unos cuarenta años y pico. Parecía verdaderamente preocupado y quizá no deberías tenérselo en cuenta, ya que puede que él recibiese la noticia de otra persona.

Lo estoy pasando muy bien aquí y me gustaría que tú y Simone estuvierais conmigo, especialmente en vista de que tengo una cuenta de gastos…»

El hombre al que Alan se refería era Pierre Gauthier, propietario de una tienda de material artístico en la Rue Grande. Pierre no era amigo de Jonathan, sólo un conocido. Con frecuencia Gauthier enviaba gente a Jonathan para que éste les enmarcase sus cuadros. Gauthier había asistido a la fiesta de despedida de Alan, Jonathan lo recordaba claramente, y seguramente habría hablado con Alan entonces. Quedaba descartado de Gauthier hubiese hablado con mala intención. A Jonathan sólo le sorprendió un poco de Gauthier estuviese enterado de su enfermedad, aunque seguramente habría corrido la voz. Jonathan pensó que lo que tenía que hacer era hablar con Gauthier y preguntarle dónde se había enterado del asunto.

Eran las nueve menos diez de la mañana y, al igual que el día anterior, Jonathan había esperado que llegase el correo. Sintió el impulso de ir directamente a la tienda de Gauthier, pero se dijo que no debía mostrar una ansiedad excesiva y que lo mejor sería serenarse un poco, yendo primero a su tienda y abriéndola como cada día.

Por culpa de tres o cuatro clientes, Jonathan no tuvo un momento libre hasta las diez y veinticinco. Salió tras dejar un cartelito en el cristal de la puerta indicando que volvería a abrir a las once.

Al entrar en el comercio de material artístico, Jonathan vio a Gauthier ocupado atendiendo a dos clientas. Jonathan se entretuvo examinando unos muestrarios de pinceles hasta que Gauthier quedó libre. Entonces dijo:

—¡
Monsieur
Gauthier! ¿Qué tal vamos?

Jonathan le tendió la mano y Gauthier se la estrechó entre las suyas, al tiempo que sonreía.

—¿Y usted, amigo mío?

—Bastante bien, gracias…
Ecoutez
. No quiero hacerle perder tiempo… pero hay algo que me gustaría preguntarle.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

Por señas, Jonathan indicó a Gauthier que se alejase un poco más de la puerta, ya que ésta podía abrirse de un momento a otro. No quedaba mucho espacio en la pequeña tienda.

—Me ha dicho un amigo… mi amigo Alan, ¿se acuerda de él? El inglés. En la fiesta que di en casa hace unas semanas.

—¡Sí! Su amigo el inglés. Alain.

Gauthier le recordaba y puso cara de atención.

Jonathan procuró no mirar, siquiera al soslayo, el ojo de cristal de Gauthier y concentrarse en el otro.

—Bueno, parece ser que le dijo usted a Alan que había oído decir que yo estaba muy grave, que tal vez no viviría mucho más.

La cara blanda de Gauthier adoptó una expresión solemne. Asintió con la cabeza.

—Sí,
m’sieur
, eso oí decir. Espero que no sea verdad. Recuerdo a Alain porque usted me lo presentó como su mejor amigo. Así que di por sentado que él lo sabría. Quizá no debía haber dicho nada. Lo siento, puede que fuese una falta de tacto. Pensé que usted estaría poniendo al mal tiempo buena cara… al estilo inglés.

—No es nada serio,
monsieur
Gauthier, porque, que yo sepa, ¡no es verdad! Acabo de hablar con mi médico. Pero…

—¡Ah, han! Eso es distinto. ¡Me alegra mucho oír eso,
monsieur
Trevanny! ¡Ja, ja!

Pierre Gauthier soltó una carcajada como si acabase de ahuyentar un fantasma y comprobara que no sólo Jonathan, sino también él mismo, volvían a hallarse entre los vivos.

—Pero me gustaría saber dónde lo oyó decir. ¿Quién le dijo que yo estaba enfermo?

—¡Ah… sí! — Gauthier se apretó los labios con un dedo y se puso a pensar—. ¿Quién? Un hombre. Sí… ¡desde luego!

Había dado con la respuesta, pero hizo una pausa. Jonathan esperó.

—Pero recuerdo que dijo que no estaba seguro. Dijo que lo había oído decir. Que se trataba de una enfermedad incurable de la sangre.

Jonathan volvió a sentirse lleno de ansiedad, como ya le había ocurrido varias veces durante la semana pasada. Se humedeció los labios.

—¿Pero quién fue? ¿Cómo se entero? ¿No se lo dijo? Gauthier volvió a titubear.

—Dado que no es verdad… ¿no sería mejor olvidarlo?

—¿Se trata de alguien a quien conoce bien?

—¡No! En absoluto, se lo aseguro.

—Un cliente.

—Sí. Eso es. Un hombre agradable, todo un caballero. Pero como dijo que no estaba seguro… De veras,
m’sieur
, no debería enfadarse con él, aunque comprendo que un comentario así le haya molestado.

—Lo que me lleva a formular una pregunta interesante: ¿Cómo se enteró el caballero en cuestión de que yo estaba muy grave? — prosiguió Jonathan, riéndose ahora.

—Sí. Exactamente. Bueno, lo importante es que no es cierto, ¿no le parece?

Jonathan vio en Gauthier la cortesía francesa, el deseo de no indisponerse con un cliente y la aversión a hablar de la muerte, cosa que ya era de esperar.

—Tiene usted razón. Eso es lo principal.

Jonathan estrechó la mano a Gauthier y se despidió de él. Los dos sonreían ahora.

Aquel mismo día, durante el almuerzo, Simone le preguntó si había recibido noticias de Alan. Jonathan contestó que sí.

—Fue Gauthier quien le dijo algo a Alan.

—¿Gauthier? ¿Él de la tienda de material para artistas?

—Sí —Jonathan estaba encendiendo un cigarrillo mientras tomaba el café. Georges había salido al jardín—. Fui a verle esta mañana y le pregunté dónde había oído el comentario. Me dijo que se lo había hecho un cliente. Un hombre. Es curioso, ¿verdad? Gauthier no quiso decirme de quién se trataba y en realidad no puedo culparle por ello. Ha sido un malentendido, por supuesto, Gauthier se hace cargo de ello.

—Pero es escandaloso —dijo Simone.

Jonathan sonrió, a sabiendas de que Simone no se sentía escandalizada de verdad, ya que adivinaba que el doctor Perrier le había dado noticias bastante buenas.

—Como se suele decir: no hay que hacer una montaña de un granito de arena.

A la semana siguiente Jonathan se tropezó con el doctor Perrier en la Rue Grande. El doctor andaba con prisas porque quería entrar en la Société Générale antes de que cerrasen a las doce en punto. Pero se detuvo para preguntarle a Jonathan cómo se encontraba.

—Bastante bien, gracias —dijo Jonathan, que en aquel momento sólo pensaba en que tenía que comprar un desatascador para el lavabo en una tienda que había a unos cien metros y que también cerraba al mediodía.


Monsieur
Trevanny… —el doctor Perrier se detuvo con la mano apoyada en el voluminoso tirador de la puerta del banco. Se apartó de la puerta para acercarse más a Jonathan—. A propósito de lo que hablamos al otro día… ningún médico puede estar seguro, lo que se dice seguro, ¿sabe? En una situación como la suya. No quiero que piense que le di una garantía de salud perfecta, de inmunidad durante años. Usted mismo sabe…

—¡Oh, no imaginé que me la diera! — le interrumpió Jonathan.

—Entonces se hará usted cargo —dijo el doctor Perrier, apresurándose a entrar en el banco.

Jonathan siguió su camino en busca del desatascador. Recordó que era el fregadero de la cocina el que se había atascado y no el lavabo, y Simone había prestado su desatascador a una vecina hacía unos meses y… Jonathan estaba pensando en lo que acababa de decirle el doctor Perrier. ¿Sabría algo, sospecharía algo después de ver el resultado del último análisis, algo que no estaba suficientemente definido como para hablarle de ello con seguridad?

En la puerta de la
droguerie
Jonathan encontró a una chica morena y sonriente que estaba cerrando con llave después de quitar el tirador de la puerta.

—Lo siento. Ya son las doce y cinco —dijo la chica.

3

Durante la última semana de marzo Tom estuvo ocupado pintando un retrato de cuerpo entero de Heloise echada en el sofá de raso amarillo. Y Heloise raras veces se mostraba dispuesta a posar. Pero el sofá permanecía quieto y Tom lo reprodujo satisfactoriamente sobre la tela. También había hecho siete u ocho bosquejos de Heloise con la cabeza apoyada en la mano izquierda y la mano derecha reposando sobre un voluminoso libro de arte. Guardó los dos bosquejos que le parecieron mejores y tiró los demás.

Reeves Minot le había escrito una carta preguntándole si se le había ocurrido alguna idea útil… sobre la persona que Reeves andaba buscando. La carta había llegado un par de días después de que Tom hablara con Gauthier, a quien solía comprar sus tubos de pintura. Tom había contestado a Reeves: «Trato de pensar, pero mientras tanto deberías seguir adelante con tus propias ideas, si es que tienes alguna.» Lo de «trato de pensar» era pura cortesía, incluso falso, al igual que muchas frases que servían para engrasar la maquinaria de las relaciones sociales, como tal vez diría Emily Post. No podía decirse que Reeves mantuviera Belle Ombre engrasada desde el punto de vista financiero, ya que lo que pagaba a Tom por sus esporádicos servicios como intermediario y receptor apenas daba para abonar las facturas de la lavandería. Pero no estaba de más mantener unas relaciones amistosas con Reeves. Este había proporcionado a Tom un pasaporte falso y se lo había enviado rápidamente a París cuando Tom lo necesitaba para ayudar a defender la industria Derwatt. Algún día Tom podía necesitar a Reeves de nuevo.

Pero el asunto de Jonathan Trevanny era un simple juego para Tom. No lo hacía con la intención de proteger los intereses de Reeves en el mundillo del juego. De hecho, a Tom le desagradaba el juego y no sentía el menor respeto por la gente que se ganaba la vida, o siquiera parte de ella, jugando. Era una especie de alcahuetería. Tom había iniciado el juego de Trevanny por curiosidad y porque en una ocasión éste le había hablado desdeñosamente; también quería ver si su palo de ciego daba en el blanco y hacía.que Trevanny, a quien Tom tenía por mojigato y santurrón, lo pasaba mal durante una temporada. Luego Reeves ofrecía su cebo e insistiría, por supuesto, en que Trevanny no tardaría en morir de todos modos. Tom dudaba que Trevanny picase, pero, desde luego, pasaría una temporada incómoda. Por desgracia, Tom no sabía cuánto tardaría el rumor en llegar a oídos de Jonathan Trevanny. Gauthier era bastante chismoso, pero podía darse el caso de que, aunque se lo contase a dos o tres personas, nadie tuviera valor para hablarle del asunto al propio Trevanny.

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