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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (2 page)

BOOK: El juego de Ripley
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Tampoco en Hamburgo hacía demasiado frío y Reeves añadió que él también tenía un jardín, dado que su petite maisonse encontraba junto al Alster, lo cual era agua, es decir, una especie de bahía donde muchas personas tenían sus hogares con jardín y agua, es decir, que podían tener embarcaciones pequeñas si así lo deseaban.

Tom sabía que a Heloise no le gustaba Reeves Minot, que desconfiaba de él, que Reeves era la clase de persona que Heloise quería que Tom evitase. Lleno de satisfacción, Tom pensó que aquella noche, sin faltar a la verdad, podría decirle a Heloise que se había negado a cooperar en el plan propuesto por Reeves. A Heloise siempre le preocupaba lo que su padre diría. Jacques Plisson, su padre, era fabricante de productos farmacéuticos, millonario, gaullista, la esencia de la respetabilidad francesa. Y nunca había simpatizado con Tom. «¡Mi padre no lo aguantará más!», Heloise advertía con frecuencia a Tom, aunque él sabía que a ella le interesaba más la seguridad de su marido que seguir recibiendo la asignación que su padre le pasaba y que a menudo, según Heloise, amenazaba con retirarle. Una vez a la semana, generalmente los viernes, Heloise almorzaba en casa de sus padres, en Chantilly. Si alguna vez su padre dejaba de pasarle la asignación, no podrían seguir viviendo en Belle Ombre; Tom lo sabía.

El menú de la cena consistió en médaillons de boeuf precedidos por alcachofas frías con una salsa inventada por la propia
madame
Annette. Heloise había cambiado el mono por un vestido sencillo de color azul cielo. A Tom le pareció que su mujer se daba cuenta de que Reeves no había conseguido sus propósitos. Antes de retirarse a descansar, Tom comprobó que Reeves tuviera todo lo necesario y le preguntó a qué hora deseaba que le subieran el té o el café a su habitación.

—Café a las ocho —dijo Reeves.

Reeves ocupaba el cuarto para huéspedes que había en la parte centro-izquierda de la casa, por lo que le correspondía el cuarto de baño que Heloise solía utilizar.
Madame
Annette ya había sacado el cepillo de dientes de Heloise y lo había dejado en el cuarto de baño de Tom, contiguo a la habitación de éste.

—Me alegra que se marche mañana. ¿Por qué está tan tenso? — preguntó Heloise mientras se cepillaba los dientes.

—Siempre lo está —Tom cerró la ducha, salió de ella y rápidamente se envolvió con una enorme toalla amarilla—. Seguramente por esto está tan delgado.

Hablaban en inglés porque a Heloise no le daba vergüenza hablarlo con él.

—¿Cómo le conociste?

Tom rodeó con un brazo la cintura de Heloise; apretándole el camisón contra el cuerpo. Le besó una mejilla; estaba fría.

—Algo imposible. Le dije que no. Ya lo habrás notado. Se ha llevado un chasco.

Aquella noche se escuchó un búho, un búho solitario que llamaba desde algún lugar situado entre los pinos del bosque comunal que se extendía detrás de Belle Ombre. Tom yacía con el brazo izquierdo debajo del cuello de Heloise, pensando. Heloise se había dormido y su respiración se hizo lenta, acompasada. Tom suspiró y siguió pensando. Pero no pensaba de manera lógica, constructiva. La segunda taza de café le tenía desvelado. Recordaba una fiesta a la que asistiera un mes antes, en Fontainebleau, una fiesta sin protocolo para celebrar el cumpleaños de una tal
madame
… ¿quién? Era el nombre del marido lo que interesaba a Tom, un nombre inglés que tal vez recordaría en cuestión de segundos. El hombre, el anfitrión, tendría unos treinta años y pico, y la pareja tenía un hijo de corta edad. Vivían en una casa de tres pisos, con un jardín en la parte posterior, en una calle residencial de Fontainebleau. El hombre se dedicaba a enmarcar cuadros; por esto Píerre Gauthier, propietario de una tienda de material artístico de la Rue Grande, donde Tom solía comprar sus pinturas y pinceles, le había llevado a la fiesta. "Venga usted conmigo,
monsieur
Ripley. ¡Tráigase a su esposa! A él le gusta tener mucha gente a su alrededor. Está algo deprimido… Y, como se dedica a hacer marcos, quizá pueda proporcionarle usted un poco de trabajo.»

Tom parpadeó en la oscuridad y apartó un poco la cabeza para que sus pestañas no rozaran el hombro de Heloise. Recordaba a un inglés alto y rubio, lo recordaba con cierto resentimiento y desagrado, porque en la cocina, aquella cocina con el suelo de linóleo desgastado y el techo ennegrecido por el humo, con un bajorrelieve del siglo XIX, el hombre había hecho un comentario desagradable ante Tom. El hombre ¿Trewbridge? ¿Tewksbury?— había dicho con tono casi despreciativo: «Ah, sí, ya he oído hablar de usted». Tom le había dicho que se llamaba Tom Ripley y que vivía en Belle Ombre y estaba a punto de preguntarle cuánto tiempo llevaba en Fontainebleau, pensando que quizás a un inglés casado con una francesa le gustaría conocer a un americano cuya esposa también era francesa y que vivía no muy lejos de allí, pero la iniciativa de Tom había sido recibida con escasa cortesía. ¿Trevanny? ¿No se llamaba Trevanny? Rubio, pelo lacio, parecía holandés, aunque la verdad era que a menudo los ingleses parecían holandeses y viceversa.

En lo que Tom pensaba en este momento, sin embargo, era en lo que Gauthier había dicho algo más tarde aquella misma noche: «Está deprimido. No quería mostrarse antipático. Padece una enfermedad de la sangre… leucemia, creo. Muy grave. Además, como habrá adivinado al ver la casa, las cosas no le van demasiado bien» Gauthier llevaba un ojo de cristal de un curioso color verdeamarino, intento obvio de parecerse al ojo auténtico, aunque no lo conseguía. El ojo postizo de Gauthier hacía pensar en el de un gato muerto. Uno evitaba mirarlo directamente, pero los ojos se veían atraídos hipnóticamente hacia él, por lo que las palabras sombrías de Gauthier, unidas a su ojo de cristal, habían causado una fuerte impresión en Tom, una impresión de muerte que aún recordaba.

«Ah, sí, ya he oído hablar de usted»
¿Significaba esto que Trevanny o como se llamase le creía responsable de la muerte de Bernard Tufts y, con anterioridad, de la de Dickie Greenleaf? ¿O se trataba simplemente de que el inglés se sentía amargado contra todo el mundo a causa de su enfermedad? ¿Dispéptico, como un hombre con un dolor de estómago constante? Tom recordó que la esposa de Trevanny, una mujer que no era guapa pero sí interesante, con el pelo castaño, amistosa y extrovertida, se había esforzado en aquella fiesta celebrada en la pequeña salita de estar y en la cocina, donde nadie se había sentado en las pocas sillas disponibles.

Lo que pensaba Tom era: ¿aceptaría aquel hombre un encargo como el que Reeves proponía? A Tom se le ocurrió una forma interesante de abordar a Trevanny. Era una forma que podía dar resultado con cualquier hombre, si antes se preparaba el terreno, pero en este caso el camino ya estaba allanado. A Trevanny le preocupaba seriamente su salud. Tom pensó que su idea no era más que una broma pesada, una broma desagradable, pero también el hombre se había mostrado desagradable con él. Puede que la broma no durase más de un día o así, hasta que Trevanny pudiera consultar a su médico.

A Tom le hicieron gracia sus pensamientos y se apartó cuidadosamente de Heloise, para no despertarla si empezaba a temblar al reprimir la risa. ¿Y si Trevanny era vulnerable y llevaba a cabo el plan de Reeves como un soldado, como en sueños? ¿Valía la pena probarlo? Sí, porque Tom no tenía nada que perder. Y Trevanny tampoco. Trevanny podía salir ganando. También podía salir ganando Reeves, al menos eso mismo decía él, aunque a Tom lo que Reeves quería le resultaba tan extraño como sus anteriores actividades con microfilmes, relacionadas seguramente con el espionaje internacional. ¿Estarían los gobiernos al corriente de las payasadas insensatas de algunos de sus espías? ¿De aquellos hombres caprichosos, medio locos, que iban de Bucarest a Moscú y a Washington con pistolas y microfilmes, hombres que con el mismo entusiasmo quizás habrían aplicado sus energías a la guerra internacional entre filatélicos o a adquirir secretos sobre los trenes eléctricos en miniatura?

2

Y fue así como al cabo de unos diez días, el 22 de marzo, Jonathan Trevanny, que vivía en la Rue Saint Merry, en Fontainebleau, recibió una curiosa carta de su amigo Alan McNear. Alan, representante en París de una empresa electrónica inglesa, había escrito la carta poco antes de salir para Nueva York en viaje de negocios y, curiosamente, un día después de visitar a los Trevanny en Fontainebleau. Jonathan esperaba —o mejor dicho, no esperaba— una carta de Alan agradeciéndole a él y a Simone la fiesta de despedida que habían dado en su honor y, desde luego, Alan escribió algunas palabras de agradecimiento, pero el párrafo que desconcertó a Jonathan decía:

«Jon, me consternó la noticia referente a la enfermedad de la sangre y todavía confío en que no sea cierta. Me dijeron que lo sabías pero que no se lo habías dicho a ninguno de tus amigos. Muy noble de tu parte, pero ¿para qué son los amigos? No irás a suponer que te evitaremos o que pensaremos que te pondrás tan melancólico hasta el punto de que no queremos verte. Tus amigos (y yo soy uno de ellos) están aquí… siempre. Pero no puedo escribir nada de lo que quiero decirte. Lo haré mejor la próxima vez que nos veamos, dentro de un par de meses, cuando me tome unas vacaciones. Perdona, pues, estas palabras inadecuadas.»

¿De qué estaría hablando Alan? ¿Acaso su médico, el doctor Perrier, habría dicho a sus amigos algo que a él le ocultaba? ¿Tal vez que no viviría mucho? El doctor Perrier no había asistido a la fiesta en honor de Alan, ¿pero le habría dicho algo a alguna otra persona?

¿Habría hablado con Simone? ¿Y estaría ella ocultándole algo también?

Mientras pensaba en estas posibilidades, Jonathan se encontraba en su jardín, a las ocho y media de la mañana, aterido bajo el jersey y con los dedos sucios de tierra. Lo mejor sería hablar con el doctor Perrier hoy mismo. No valía la pena intentarlo con Simone. Seguramente habría fingido no saber nada.
Pero, cariño, ¿de qué estás hablando?
Jonathan no estaba seguro de poder adivinar si fingía o no.

¿Y el doctor Perrier? ¿Podía fiarse de él? El doctor Perrier siempre rebosaba optimismo, lo cual estaba muy bien si uno padecía algo de poca importancia: te hacía sentirte mejor en un cincuenta por ciento, curado incluso. Pero Jonathan sabía que su enfermedad no era de poca importancia. Padecía leucemia mieloide, caracterizada por un exceso de materia amarilla en la médula ósea. Durante los últimos cinco años le habían hecho por lo menos cuatro transfusiones de sangre cada año. Se suponía que cada vez que se sintiera débil debía acudir a su médico o al hospital de Fontainebleau para que le hicieran una transfusión. El doctor Perrier le había dicho (y así se lo había confirmado un especialista de París) que llegaría un momento en que el empeoramiento posiblemente sería rápido, en que las transfusiones ya no servirían para nada. Jonathan había leído suficientes cosas sobre su enfermedad para saberlo sin necesidad de que se lo dijeran. Ningún médico había descubierto todavía la forma de curar la leucemia mieloide. Por término medio, el paciente moría al cabo de seis a doce años, incluso de seis a ocho. Jonathan estaba entrando en el sexto año de la enfermedad.

Jonathan guardó la horca en la pequeña construcción de ladrillo que en otros tiempos había sido un retrete exterior y que ahora servía como cobertizo para guardar aperos y herramientas; luego se dirigió hacia la entrada posterior de la casa. Se detuvo con un pie en el primer escalón y aspiró el aire fresco de la mañana, pensando: «¿Cuántas semanas me quedan para disfrutar de mañanas como ésta?»

Recordó que ya había pensado lo mismo la primavera pasada. Se dijo que había que animarse, que desde hacía seis años sabía que tal vez no llegaría a cumplir los treinta y cinco. Jonathan subió los ocho escalones de hierro con paso firme, pensando ya que eran las nueve menos ocho de la mañana y que tenía que estar en la tienda a las nueve en punto o unos minutos más tarde.

Simone había ido con Georges a la Ecole Maternelle y la casa estaba vacía. Jonathan se lavó las manos en el fregadero y utilizó el cepillo de fibra vegetal, lo cual a Simone no le hubiese parecido nada bien, pero dejó el cepillo limpio. En la casa sólo había otro lavamanos: el del cuarto de baño del último piso. No tenían teléfono. Llamaría al doctor Perrier en cuanto llegase a la tienda.

Jonathan caminó hasta la Rue de la Paroisse y dobló hacia la izquierda, luego siguió andando hasta la Rue des Sablons, que cruzaba la anterior. Al llegar a la tienda marcó el número del doctor Perrier; se lo sabía de memoria.

La enfermera le comunicó —cosa que Jonathan ya se esperaba— que el doctor no tenía ningún momento libre en todo el día.

—Pero es que se trata de una urgencia. Es algo que no llevará mucho tiempo. Sólo una pregunta, en realidad… Pero tengo que verle.

—¿Se siente usted débil,
monsieur
Trevanny?

—Sí —contestó Jonathan en el acto.

La enfermera le dio hora para las doce del mediodía. Había cierto aire de presagio en aquella hora.

Jonathan se dedicaba a enmarcar cuadros. Cortaba orlas y cristales, construía marcos y elegía entre los que tenía en existencia para los clientes indecisos; y muy de vez en cuando, al comprar marcos antiguos en las subastas, con el marco se llevaba una pintura que tenía cierto interés, una pintura que podría vender después de limpiarla y exponerla en el escaparate. Pero su negocio no era lucrativo. Sacaba lo suficiente para ir tirando. Siete años antes había tenido un socio, otro inglés, de Manchester por más señas, con el que había montado una tienda de antigüedades en Fontainebleau, comerciando principalmente con trastos viejos que restauraban y vendían. Pero el negoció no daba suficiente para dos y Roy lo había dejado para entrar como mecánico en un garaje de las proximidades de París. Poco después un médico de la capital repitió lo que un doctor de Londres ya le había dicho a Jonathan: «Es usted propenso a la anemia. Será mejor que se someta a chequeos con frecuencia y que se abstenga de hacer trabajos pesados.» Así, pues, de cargar con armaduras y sofás, Jonathan había pasado a manipular cosas más ligeras como eran los marcos y los cristales. Antes de casarse con ella, Jonathan le había dicho a Simone que quizá no viviría otros seis años, ya que por aquellas mismas fechas, cuando conoció a Simone, dos médicos le habían confirmado que su periódica debilidad era consecuencia de la leucemia mieloide.

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