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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (5 page)

BOOK: El juego de Ripley
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Así que Tom, aunque estaba ocupado como de costumbre con la pintura, los estudios de alemán y francés (ahora les tocaba el turno a Schiller y Moliere), plantando en el jardín como todas las primaveras, y supervisando a los tres albañiles que construían un invernadero en el jardín posterior de Belle Ombre, seguía contando los días que pasaban e imaginando lo que podía haber ocurrido después de aquella tarde de mediados de marzo, cuando le dijo a Gauthier que le habían dicho que Trevanny no pasaría mucho tiempo en este mundo. No era probable que Gauthier se lo dijese directamente a Trevanny, a menos que fuesen más amigos de lo que Tom se figuraba. Probablemente Gauthier se lo diría a un tercero. Tom contaba con el hecho (estaba seguro de que era un hecho) de que la posible muerte inminente de alguien resultara un tema de conversación fascinante para todo el mundo.

Cada dos semanas o así, Tom se iba a Fontainebleau, que sólo distaba unos diecinueve kilómetros de Villeperce. Fontainebleau era mejor que Moret para ir de compras, hacerse limpiar las chaquetas de ante, adquirir pilas para la radio y las cosas raras que
madame
Annette necesitaba para sus guisos. Jonathan Trevanny tenía teléfono en la tienda, pero, al parecer, no en su casa de la Rue Saint Merry. Tom lo había observado en el listín después de buscar en vano el número correspondiente al domicilio. Pero pensó que reconocería la casa cuando la viese. Hacia finales de marzo Tom sintió curiosidad por ver de nuevo a Trevanny, desde lejos, por supuesto, así que, aprovechando una visita que hizo a Fontainebleau un viernes por la mañana, día de mercado, para comprar dos floreros de terracota, y después de dejar sus compras en la parte posterior del Renault, Tom pasó por la Rue des Sablons, donde estaba la tienda de Trevanny. Era casi mediodía.

La tienda necesitaba una buena mano de pintura y resultaba un poco deprimente, como si perteneciese a un anciano. Tom no era cliente de Trevanny porque en Moret, que estaba más cerca, había un buen fabricante de marcos. La pequeña tienda, con las letras rojas y descoloridas que decían «Encadrement» sobre la puerta, se hallaba junto a varias más: una lavandería, un zapatero remendón, una agencia de viajes modesta. La puerta estaba a la izquierda, y a la derecha un pequeño escaparate mostraba un surtido de marcos y dos o tres cuadros con el precio escrito a mano en un papel. Tom cruzó la calle sin prisas, miró de reojo hacia el interior del establecimiento y vio la figura alta y nórdica de Trevanny detrás del mostrador, a unos seis metros de donde él se encontraba. Trevanny le estaba mostrando un listón a un hombre, golpeándose la mano con él y hablando. Luego dirigió la mirada hacia el escaparate y vio a Tom unos instantes, pero siguió hablando con el cliente sin cambiar de expresión.

Tom siguió su camino. Estaba seguro de que Trevanny no le había reconocido. Dobló hacia la derecha y se metió en la Rue de France, la segunda calle en importancia después de la Rue Grande, y siguió andando hasta llegar a la Rue Saint Merry; allí volvió a doblar hacia la derecha. ¿O era a la izquierda donde estaba la casa de Trevanny? No, la derecha.

Sí, ahí estaba la casa estrecha, destartalada y gris, con la frágil barandilla junto a los escalones de la entrada. A ambos lados de los escalones, el suelo era de cemento y ninguna maceta con flores alegraba la vista. Pero Tom recordó que había un jardín en la parte de atrás. Aunque estaban muy limpias, las ventanas mostraban unas cortinas bastante lacias. Sí, allí era adonde le había llevado Gauthier aquella noche de febrero. A la izquierda de la casa había un pasaje angosto que seguramente llevaba al jardín posterior. Había un cubo de plástico para la basura ante la puerta de hierro, cerrada con un candado, que daba al jardín. Tom se imaginó que los Trevanny utilizarían siempre la puerta de la cocina para salir al jardín. Recordaba haber visto aquella puerta.

Tom caminaba lentamente por la otra acera, pero procurando no dar la impresión de estar merodeando, ya que ni siquiera podía estar seguro de que la esposa de Trevanny u otra persona no le estuviera observando en aquel momento.

¿Necesitaba comprar alguna otra cosa? Sí, pintura blanca. Se le estaba terminando. Eso le llevaría a la tienda de Gauthier, el vendedor de materiales para artistas. Apretó el paso, felicitándose porque necesitaba realmente un tubo de pintura blanca, de manera que entraría en el establecimiento de Gauthier sin falsas excusas y al mismo tiempo podría satisfacer su curiosidad.

Gauthier estaba solo en la tienda.

—¡
Bonjour
,
monsieur
Gauthier! — dijo Tom.

—¡
Bonjour
,
monsieur
Ripley! — contestó Gauthier, sonriendo—. ¿Qué tal está usted?

—Muy bien, gracias, ¿y usted?. Necesito varios tubos de pintura blanca.

—Pintura blanca —Gauthier abrió un cajón del armario que había junto a la pared—. Aquí están. Creo recordar que prefiere la marca «Rembrandt», ¿no es así?

Así era. También había pintura blanca y de otros colores marca Derwatt, en tubos adornados con la firma decidida e inclinada hacia abajo de Derwatt, escrita en negro sobre la etiqueta, pero Tom no quería pintar en casa con el nombre de Derwatt llamándole la atención cada vez que cogiera un tubo. Pagó y, mientras le daba el cambio y la bolsita con los tubos, Gauthier le dijo:

—Ah,
monsieur
Ripley, ¿se acuerda usted de
monsieur
Trevanny, el de la tienda de marcos de la Rue Saint Merry?

—Sí, claro que le recuerdo —dijo Tom, que desde hacía rato buscaba la forma de sacar a Trevanny a colación.

—Pues el rumor que oyó usted, que se iba a morir, no es verdad —Gauthier sonrió.

—¿No? ¡Estupendo! Me alegra saberlo.

—Sí
Monsieur
Trevanny hasta fue a ver a su médico. Creo que estaba algo preocupado. ¿Y quien no? ¿Eh?!Ja, ja!… Pero usted me dijo que alguien se lo había dicho, ¿verdad,
monsieur
Ripley?

—Sí. Un hombre que estaba en la fiesta… en febrero. La fiesta de cumpleaños de
madame
Trevanny. Así que supuse que era verdad y que todo el mundo lo sabía.

Gauthier puso cara pensativa.

—¿Habló usted con
monsieur
Trevanny?

—No, no. Pero sí hablé con su mejor amigo una noche, otra noche en casa de los Trevanny, este mismo mes. Evidentemente él habló con
monsieur
Trevanny. ¡Hay que ver cómo corre la voz en casos así!

—¿Su mejor amigo? — preguntó Tom con aire de inocencia.

—Un inglés. Alain no sé qué. Se iba a América al día siguiente. Pero… ¿recuerda usted quién se lo dijo a usted,
monsieur
Ripley?

Tom meneó la cabeza lentamente.

—No recuerdo su nombre, ni siquiera qué aspecto tenía. Había tanta gente allí.

—Porque… —Gauthier se acercó un poco más y bajó la voz como si hubiera otras personas en la tienda—. Verá, es que
monsieur
Trevanny me preguntó quién me lo había dicho y yo, por supuesto, no le dije que había sido usted. Estas cosas se prestan a malas interpretaciones. No quise causarle problemas a usted. ¡Ja!

El reluciente ojo de cristal de Gauthier no reía, pero miraba fijamente, osadamente, desde su cabeza, como si detrás de él hubiera un cerebro que no fuese el de Gauthier, una especie de cerebro-computadora capaz de saberlo todo en un instante, si alguien se encargaba de programarlo adecuadamente.

—Se lo agradezco, porque no está bien hacer comentarios que no son verdad acerca de la salud de la gente, ¿eh? — Tom sonrió y se disponía a marcharse, pero agregó—: De todos modos, es verdad que
monsieur
Trevanny padece una enfermedad de la sangre. ¿No me lo dijo usted?

—Sí, así es. Me parece que es leucemia. Pero a eso ya está acostumbrado. Una vez me dijo que hacía años que la padecía.

Tom asintió con la cabeza.

—De todos modos, me alegra que no corra peligro A bientôt,
monsieur
Gauthier. Muchas gracias.

Tom se dirigió hacia su coche. El susto de Trevanny, aunque sólo durase unas horas, hasta ver al médico, al menos debió de abrir una pequeña brecha en su confianza en sí mismo. Unas cuantas personas, puede que el mismo Trevanny, habían creído que no iba a vivir más de unas pocas semanas. Y si lo habían creído, era porque no podía descartarse tal posibilidad en un hombre que padecía la enfermedad de Trevanny. Lástima que ahora ya se hubiese tranquilizado, pero quizá la pequeña brecha era todo lo que Reeves necesitaba. El juego podía entrar en la segunda fase. Probablemente Trevanny le diría que no a Reeves. En tal caso, se habría acabado el juego. Por otro lado, Reeves le abordaría como si realmente fuese un hombre desahuciado. Resultaría divertido que Trevanny cediera. Aquella tarde, después de almorzar con Heloise y con su amiga parisiense Noëlle, que iba a quedarse por la noche, Tom dejó a las damas y redactó una carta a Reeves con su máquina de escribir.

«28 de marzo de 19…

Querido Reeves:

Tengo una idea para ti en caso de que todavía no hayas encontrado lo que buscas. Se llama Jonathan Trevanny, treinta años y pico, inglés, en-marcador de cuadros, casado con una francesa y padre de un chico de corta edad. [Aquí dio Tom las direcciones de la tienda y del domicilio de Trevanny, así como el número de teléfono de la tienda.] A juzgar por su aspecto, le iría bien un poco de dinero y, aunque puede que no sea el tipo que quieres, parece la viva imagen de la inocencia y la decencia, y lo que es más importante para ti: sólo le quedan unas semanas o meses de vida. Lo he averiguado. Tiene leucemia y acaba de enterarse de la mala noticia. Puede que esté dispuesto a encargarse de un trabajo peligroso para ganarse algún dinero ahora.

No conozco a Trevanny personalmente y no hace falta que insista en que no quiero conocerle ni deseo que tú menciones mi nombre. Lo que sugiero, en el caso de que decidas sondearle, es que vengas a F'bleau, te hospedes en una encantadora hostelería llamada Hotel de l'Aigle Noir durante un par de días, te pongas en contacto con Trevanny llamándole a su tienda, os entrevistéis y habléis del asunto. ¿Y necesito decirte que no le des tu nombre verdadero?»

De pronto Tom se sintió optimista en relación con el proyecto. La imagen de Reeves con su aire encantador de incertidumbre y ansiedad, casi de probidad, exponiéndole su idea de Trevanny, que parecía recto como un santo, le hizo reír. ¿Se atrevería a ocupar otra mesa del comedor o el bar del Hotel de l'Aigle Noir cuando Reeves se entrevistase con Trevanny? No, eso sería demasiado. Entonces se acordó de otra cosa y la añadió a la carta:

«Sí vienes a F’bleau, te ruego que no me llames por teléfono ni me escribas bajo ninguna circunstancia. Y haz el favor de destruir esta carta.

Saludos,

Tom»

4

El teléfono sonó en la tienda de Jonathan a primera hora de la tarde del viernes 31 de marzo. Precisamente en aquel momento Jonathan estaba pegando papel de embalar en la parte posterior de un cuadro grande y tuvo que buscar unas pesas adecuadas —una vieja piedra arenisca que decía «LONDRES», el tarro de la cola y un mazo de madera— antes de poder descolgar el aparato.

—¿Diga?


Bonjour, m’sieur
. ¿Hablo con
monsieur
Trevanny?… Creo que habla usted inglés. Me llamo Stephen Wister, W-i—s-t—e-r. Voy a permanecer en Fontainebleau un par de días y me pregunto si podría dedicarme unos minutos para hablar de algo… de algo que me parece que le interesará.

El hombre tenía acento americano.

—No compro cuadros —dijo Jonathan—. Solamente les pongo el marco.

—No quería verle por nada relacionado con su trabajo. Se trata de algo que no puede explicarle por teléfono… Me hospedo en el Aigle Noir.

—¿Y?

—Me preguntaba si dispondría usted de unos minutos después de cerrar la tienda. ¿Sobre las siete? ¿Las seis y media? Podríamos tomarnos una copa o un café.

—Pero… me gustaría saber para qué quiere verme.

Una mujer acababa de entrar en el establecimiento —¿
madame
Tissot, Tissaud?— para recoger un cuadro. Jonathan le dedicó una sonrisa pidiendo disculpas.

—Tendré que explicárselo cuando nos veamos —dijo la voz dulce y sincera—. Sólo nos llevará diez minutos. ¿Dispone de un rato, a las siete, por ejemplo? Jonathan cambió de postura.

—Las seis y media me iría bien.

—Me reuniré con usted en el vestíbulo. Llevo un traje gris. Pero ya hablaré con el conserje. No le resultará difícil localizarme.

Jonathan solía cerrar alrededor de las seis y media. A las seis y cuarto se encontraba ante el fregadero, lavándose las manos con agua fría. El día era templado y Jonathan llevaba un jersey con cuello de cisne y una vieja americana de pana. No era un atuendo lo suficientemente elegante como para ir al Aigle Noir y la adición de su gabardina vieja no habría hecho más que empeorar las cosas. Pero ¿a qué venía preocuparse por ello? El hombre quería venderle algo. No podía tratarse de otra cosa.

De la tienda al hotel se tardaban solamente cinco minutos andando. Delante del hotel había un pequeño patio rodeado de una verja de hierro bastante alta, y unos cuantos peldaños llevaban hasta la puerta principal. Jonathan vio que un hombre delgado y de aspecto tenso, con el pelo muy corto, se dirigía hacia él con cierto titubeo.

—¿Míster Wister? — dijo Jonathan.

—Sí —Reeves sonrió nerviosamente y le ofreció la mano—. ¿Vamos a tomar una copa en el bar del hotel o prefiere ir a otro sitio?

El bar era agradable y tranquilo. Jonathan se encogió de hombros.

—Como quiera.

Observó que una cicatriz espantosa cruzaba una de las mejillas de Wister.

Cruzaron la amplia puerta del bar del hotel, que estaba vacío a excepción de un hombre y una mujer sentados ante una mesita.

Wister dio media vuelta, como si le repeliera tanta quietud, y dijo:

—Probemos en otra parte.

Salieron del hotel y doblaron hacia la derecha. Jonathan conocía el bar de al lado, el Café du Sport o algo así, que a esa hora estaría lleno de mozalbetes ruidosos jugando al futbolín y obreros acodados en el mostrador. Al llegar al umbral, Wister se detuvo en seco, como si inesperadamente hubiese llegado a un campo de batalla en plena acción.

—¡Le importaría subir a mi habitación? — dijo Wister, girando sobre sus talones—. Allí se está tranquilo y podemos pedir que nos suban algo.

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