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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (12 page)

BOOK: El juego de Ripley
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Entonces Jonathan vio al italiano, más cerca de él que de Fritz: era un hombre moreno, de rostro cuadrado, que llevaba un elegante abrigo gris con botones forrados de cuero marrón y sombrero del mismo color; miraba hacia adelante, como si estuviera sumido en sus pensamientos, y en su mirada había cierta expresión de enojo. Jonathan volvió a mirar a Fritz, que fingía leer el periódico, y cuando sus ojos se cruzaron Fritz movió la cabeza afirmativamente y le dirigió una leve sonrisa de confirmación.

En la parada siguiente, Messberg, Fritz se apeó. Jonathan volvió a mirar al italiano, brevemente, aunque no parecía probable que su mirada sacara al italiano de su ensimismamiento. ¿Y si Bianca, en vez de apearse en la estación siguiente, permanecía en el vagón hasta alguna estación remota en la que apenas bajara nadie más?

Pero Bianca se acercó a la puerta cuando el convoy comenzó a aminorar la marcha. Steinstrasse. Jonathan tuvo que hacer un esfuerzo, sin empujar a nadie, por permanecer justo detrás del italiano. Había un tramo de escalones que subían. La multitud, unas ochenta o cien personas, se apiñó, haciéndose más densa, ante los escalones y empezó a subir lentamente. El abrigo gris de Bianca se hallaba justo enfrente de Jonathan y todavía les faltaban un par de metros para llegar a los escalones. Jonathan pudo ver algunas canas entre los cabellos negros que cubrían la nuca del italiano, donde había también una especie de hoyo, como la cicatriz dejada por algún grano.

Jonathan empuñaba el revólver con la mano derecha, ya fuera del bolsillo de la chaqueta. Quitó el seguro. Apartó el abrigo hacia un lado y apuntó al centro del abrigo gris.

Se oyó una fuerte detonación.

Jonathan dejó caer el arma, se detuvo y retrocedió hacia la izquierda al mismo tiempo que de la multitud surgía una exclamación colectiva. Jonathan fue tal vez uno de los pocos que permanecieron callados.

Bianca se había desplomado y un grupo de personas se apiñaba a su alrededor, formando un círculo irregular.


… Pistole…


… erschossen…!

El revólver se encontraba en el suelo de cemento. Alguien se dispuso a recogerlo, pero tres o cuatro personas se lo impidieron. Mucha gente, por indiferencia o porque tenía prisa, empezó a subir los escalones. Jonathan se desplazó un poco a la izquierda para dar la vuelta al corro de gente que rodeaba a Bianca. Llegó a la escalera. Un hombre gritaba llamando a la «¡Polizei!». Jonathan apretó el paso, aunque no más que las otras personas que subían hacia la calle.

Jonathan llegó a la calle y sencillamente siguió andando hacia adelante, sin importarle adónde iba. Caminaba a paso moderado y como si supiera adónde iba, aunque no lo sabía. A su derecha vio una inmensa estación de ferrocarril. Reeves la había mencionado. A su espalda no se oían pasos ni otro indicio de que le estuvieran persiguiendo. Moviendo los dedos de la mano derecha, se quitó la media. Pero no quiso tirarla tan cerca de la estación del metro.

—¡Taxi!

Acababa de ver uno libre que se dirigía hacia la estación del ferrocarril. El vehículo se detuvo y Jonathan subió a él. Indicó al taxista el nombre de la calle en que se encontraba su hotel. Se acomodó en el asiento, pero de pronto se dio cuenta de que no paraba de mirar a diestra y siniestra, como esperando encontrar un policía gesticulando, señalando el taxi y ordenando al conductor que se detuviera. ¡Absurdo! Estaba totalmente libre de sospecha.

Sin embargo, tuvo la misma sensación al entrar en el Victoria, como si la ley hubiese encontrado su dirección en alguna parte y le estuviese aguardando en el vestíbulo. Pero no. Jonathan entró silenciosamente en su habitación y cerró la puerta. Hurgó en el bolsillo, el bolsillo de la americana, buscando la media, pero no la encontró. Se le habría caído en alguna parte.

Las siete y veinte minutos. Jonathan se quitó el abrigo, lo dejó caer sobre una silla tapizada y se fue a buscar los cigarrillos que se había olvidado de llevar consigo. Inhaló el humo consolador de un Gitane. Dejó el cigarrillo sobre el borde del lavabo, se lavó la cara y las manos, luego se desnudó de cintura para arriba y se lavó con una toalla y agua caliente.

Se estaba poniendo un suéter cuando sonó el teléfono.


Herr
Kart le espera abajo, señor.

Jonathan bajó al vestíbulo. Llevaba el abrigo sobre el brazo. Quería devolvérselo a Reeves, quitárselo de la vista de una vez por todas.

—¡Muy buenas tardes, señor! — dijo Karl, sonriendo de oreja a oreja, como si hubiese oído la noticia y la considerase buena.

Ya en el coche, Jonathan encendió otro pitillo. Era la noche del miércoles. Le había dicho a Simone que quizás estaría de vuelta en casa aquella misma noche, aunque probablemente ella no recibiría su carta hasta la mañana siguiente. Pensó en los dos libros que debía devolver el sábado a la «Bibliothéque pour tous» junto a la iglesia de Fontainebleau.

Jonathan volvió a encontrarse en el cómodo piso de Reeves. Prefirió entregarle el abrigo a éste que a Gaby. Jonathan se sentía embarazado.

—¿Qué tal está, Jonathan? — preguntó Reeves, tenso y preocupado—. ¿Cómo ha ido?

Gaby les dejó, y Jonathan y Reeves entraron en la sala de estar.

—Creo que bien —dijo Jonathan.

Reeves sonrió un poco, e incluso aquel poco hizo que su cara pareciese radiante.

—Muy bien. ¡Estupendo! No tenía noticia, ¿sabe?… ¿Puedo ofrecerle champán, Jonathan? ¿O whisky escocés? ¡Siéntese!

—Whisky escocés.

Reeves se inclinó ante las botellas y en voz baja preguntó:

—¿Cuántos?… ¿Cuántos disparos, Jonathan?

—Uno.

De repente Jonathan se preguntó qué iba a pasar si el italiano no había muerto. ¿Acaso no era muy posible que así fuera? Jonathan cogió el whisky que Reeves le ofrecía.

Reeves tenía en la mano una copa de champán y la levantó para brindar por Jonathan.

—¿Ninguna dificultad? ¿Fritz lo hizo bien?

Jonathan asintió con la cabeza y miró al soslayo hacia la puerta por donde entraría Gaby si volvía.

—Esperemos que haya muerto. Acaba de ocurrírseme que… quizá no lo esté.

—Oh, lo que ha hecho servirá, aunque no esté muerto. ¿Le vio caer?

—Sí, sí.

Jonathan suspiró y al instante se dio cuenta de que apenas respiraba desde hacía varios minutos.

—Puede que la noticia ya haya llegado a Milán —dijo alegremente Reeves—. Una bala italiana. No es que la Mafia utilice siempre armas italianas, pero ha sido un bonito toque. Pertenecía a la familia Di Stefano. Un par de tipos de la familia Genotti están también en Hamburgo y tenemos la esperanza de que las dos familias se líen a tiros una con otra.

Reeves ya se lo había dicho antes. Jonathan se sentó en el sofá. Reeves empezó a dar paseos de un lado a otro. Se le veía muy satisfecho.

—Si le parece bien, pasaremos una velada tranquila aquí mismo —dijo Reeves—. Si alguien llama, Gaby le dirá que no estoy en casa.

—¿Gaby y Karl…? ¿Saben algo del asunto?

—Gaby, nada. En cuanto a Karl, no importa que lo sepa. Sencillamente no le interesa. Trabaja para otras personas además de para mí, y está bien pagado. Le interesa no saber nada, si usted me entiende.

Jonathan le entendía. Pero la información que Reeves acababa de darle no le hizo sentirse más tranquilo.

—A propósito… me gustaría regresar a Francia mañana.

Lo cual significaba dos cosas: que Reeves podía pagarle o disponer que se le pagase allí mismo y que cualquier otro encargo tendrían que discutirlo aquella misma noche. Jonathan tenía intención de negarse a cumplir otra misión, fuese cual fuese el precio que le ofrecieran, pero pensó que tenía derecho a la mitad de las cuarenta mil libras por lo que acababa de hacer.

—¿Por qué no, si así lo desea? — dijo Reeves—. No olvide que tiene que ir al hospital mañana por la mañana.

Pero Jonathan no quería volver a ver al doctor Wentzel. Se humedeció los labios. Su informe era malo y su estado peor. Y había otro elemento: el doctor Wentzel con sus bigotes de morsa representaba la «autoridad», y Jonathan pensaba que correría peligro si volvía a encontrarse ante el doctor. Era consciente de que no pensaba con lógica, pero esa era la impresión que tenía.

—En realidad, no veo ningún motivo para verle otra vez… ya que no me quedaré en Hamburgo. Cancelaré la cita mañana a primera hora. El doctor tiene mi dirección de Fontainebleau para enviarme la factura.

—No puede mandar francos desde Francia —dijo Reeves con una sonrisa—. Envíeme la factura cuando la reciba y no se preocupe más por eso.

Jonathan lo dejó correr, aunque no quería en modo alguno que el nombre de Reeves constase en el cheque que recibiría el doctor Wentzel. Se dijo que había llegado el momento de ir al grano, es decir, de hablarle a Reeves de su dinero. En vez de ello, se reclinó en el sofá y con acento bastante amable dijo:

—¿Qué hace usted aquí? Me refiero a en qué trabaja.

—Trabajo… —Reeves titubeó, aunque la pregunta no pareció turbarle lo más mínimo—. En varias cosas. Por ejemplo, busco cosas para los tratantes de arte de Nueva York. Todos los libros que ve allí —señalo una de las estanterías— son de arte, principalmente de arte alemán, con los nombres y direcciones de los individuos que poseen algo interesante. En Nueva York hay demanda de cuadros de pintores alemanes. Luego, por supuesto, también busco entre los pintores jóvenes de aquí y los recomiendo a galerías de arte y coleccionistas de Estados Unidos. Texas compra muchas cosas. Se llevaría usted una sorpresa.

Jonathan estaba sorprendido. Si lo que decía era verdad, Reeves Minot debía de juzgar los cuadros con la frialdad de un contador Geiger. ¿Era posible que Reeves fuera un buen juez? Se había dado cuenta de que el cuadro que colgaba sobre la chimenea —una cama color rosa en la que yacía una persona anciana, ¿hombre o mujer?— era un Derwatt auténtico. Pensó que debía de ser valiosísimo y que evidentemente era propiedad de Reeves.

—Una adquisición reciente —dijo Reeves, observando que Jonathan contemplaba el cuadro—. Regalo… de un amigo agradecido, por decirlo de algún modo.

Daba la impresión de querer añadir algo pero, al mismo tiempo, de pensar que no debía hacerla.

Durante la cena, Jonathan quiso abordar de nuevo el asunto del pago, pero no se sintió capaz, y Reeves se puso a hablar de otras cosas. Del patinaje sobre hielo que en invierno practicaba en el Alster, de trineos a vela, raudos como el viento y que a veces chocaban unos con otros. Luego, casi una hora más tarde, sentados en el sofá tomando café, Reeves dijo:

—Esta noche no puedo entregarle más de cinco mil francos, lo cual es absurdo. Nada más que calderilla, como si dijéramos —Reeves se acercó a su escritorio y abrió uno de los cajones—. Pero al menos son francos. — Volvió junto a Jonathan con el dinero en la mano—. Podría darle una cantidad igual en marcos también esta noche.

Jonathan no quería marcos, no quería tener que cambiarlos en Francia. Advirtió que los francos eran billetes de cien, agrupados en fajos de diez, tal como los entregaban en los bancos franceses. Reeves dejó los cinco fajos sobre la mesita de café, pero Jonathan no los tocó.

—Verá, no puedo reunir más en tanto los otros no aporten su parte. Cuatro o cinco personas —dijo Reeves—. Pero no hay ninguna duda de que puedo pagarle los marcos.

Jonathan pensó, un tanto vagamente, ya que no era precisamente lo que se dice un buen regateador, que Reeves estaba en una posición débil al tener que pedir el dinero a otra gente después de cometido el acto. ¿No hubiera sido mejor que sus amigos reunieran el dinero antes, formando con él una especie de fideicomiso o, cuando menos, que hubieran proporcionado más dinero?

—No lo quiero en marcos, gracias —dijo Jonathan.

—Claro, desde luego. Me hago cargo. Esa es otra cuestión: su dinero debería ingresarse en una cuenta secreta en Suiza, ¿no le parece? No le conviene ingresarlo en su cuenta en Francia. ¿O es que piensa guardarlo en un calcetín como los franceses?

—Ni pensarlo… ¿Cuándo podrá reunir la mitad? — preguntó Jonathan, como si estuviera seguro de que el dinero estaba en camino.

—En el plazo de una semana. No olvide que podría haber un segundo encargo… para que el primero resultara útil. Tendremos que estudiarlo.

Jonathan se sintió incomodado y trató de disimularlo.

—¿Cuándo lo sabrá?

—También en el plazo de una semana. Puede que en sólo cuatro días Estaré en contacto con usted.

—Pero… para serle franco… Me parece que lo justo sería algo más de lo que me ha dado esta noche, ¿no cree?

Jonathan sintió que le ardían las mejillas.

—Desde luego. Por esto le he pedido disculpas al entregarle una suma tan pequeña. Haremos una cosa. Haré cuanto pueda y la próxima noticia que tendrá de mí… a través de mí… será la agradable noticia de que se le ha abierto una cuenta bancaria en Suiza. Recibirá también un estado de cuentas correspondiente a la misma.

Eso parecía mejor.

—¿Cuándo? — preguntó Jonathan.

—En el plazo de una semana. Palabra de honor.

—Es decir… la mitad? — preguntó Jonathan.

—No estoy seguro de poder reunir la mitad antes… Ya se lo he explicado, Jonathan: éste ha sido un pacto por partida doble. Y los chicos que están dispuestos a pagar tanto quieren que el resultado sea el que ellos buscan.

Reeves le miró y Jonathan comprendió que le estaba preguntando en silencio si iba o no a cometer el segundo asesinato. Y en el caso de que la respuesta fuese negativa, que lo dijera ahora mismo.

—Lo entiendo —dijo Jonathan.

Un poco más, incluso una tercera parte del dinero, no estaría mal. Unas catorce mil libras, por ejemplo. Para el trabajo que había hecho, la suma no era nada despreciable. Jonathan decidió no discutir más por el momento.

Volvió a París al día siguiente, en el avión del mediodía. Reeves le había dicho que cancelaría la cita con el doctor Wentzel y Jonathan había dejado el asunto en sus manos. Reeves también le había dicho que le telefonearía el sábado, pasado mañana, en su tienda. Reeves, al acompañarle al aeropuerto, le había enseñado el periódico de la mañana, que traía la foto de Bianca en el andén del Ubahn. Reeves tenía aire triunfal, aunque no dijera nada. No había más pista que el revólver italiano y se sospechaba que el crimen era obra de un asesinato de la Mafia. El periódico calificaba a Bianca de «soldado» o sicario de la Mafia. Aquella mañana, al salir a comprar cigarrillos, Jonathan había visto la primera página de los periódicos en los quioscos, pero no había tenido ganas de comprar uno. Ya a bordo del avión, la azafata sonriente le entregó un periódico. Jonathan lo dejó doblado sobre las rodillas y cerró los ojos.

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