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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (11 page)

BOOK: El juego de Ripley
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La enfermera buscó inmediatamente en una caja llena de sobres de diversos tamaños, todos ellos precintados, y sacó uno del formato de una carta comercial con el nombre de Jonathan escrito en él.

—¡…Y el doctor Wentzel? ¿Es posible verle? — preguntó Jonathan a la enfermera.

—¿El doctor Wentzel? — la enfermera consultó un libro, apretó un botón y descolgó un teléfono. Luego habló en alemán durante un minuto, colgó el aparato y, dirigiéndose a Jonathan, le dijo en inglés—: Dice su enfermera que el doctor Wentzel estará ocupado todo el día. ¿Quiere usted que le dé hora para mañana a las diez y media?

—Sí —contestó Jonathan.

—Muy bien. Tomaré nota. Aunque su enfermera dice que encontrará usted mucha… información en el sobre.

Luego Jonathan y Rudolf regresaron al coche. A Jonathan le pareció que Rudolf se sentía decepcionado. ¿O serían imaginaciones? De todos modos, él, Jonathan, tenía en la mano el grueso sobre, el informe auténtico.

Ya en el coche, Jonathan pidió disculpas a Rudolf y abrió el sobre. Dentro había tres hojas mecanografiadas y Jonathan comprobó en seguida que muchas de las palabras eran iguales que los términos franceses e ingleses con los que estaba familiarizado. La última página, sin embargo, consistía en dos largos párrafos escritos en alemán. Había la misma palabra larga que hacía referencia a los componentes amarillos. El pulso de Jonathan fallaba a los 210.000 leucocitos, una cifra mayor que la del informe francés y más alta de lo que fuera jamás. Jonathan no se esforzó por entender la última página. Al doblar las hojas de nuevo, Rudolf dijo algo con tono cortés y extendió la mano. Muy a su pesar, Jonathan le entregó el informe. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Y qué más daba? Rudolf ordenó a Karl que siguiera conduciendo.

Jonathan miró por la ventanilla. No pensaba pedirle a Rudolf que le explicase lo que decía el informe. Prefería descifrarlo él mismo con la ayuda de un diccionario, o pedirle a Reeves que se lo tradujese. Las orejas empezaban a zumbarle. Se reclinó en el asiento y trató de respirar hondo. Rudolf le miró de reojo y se apresuró a bajar la ventanilla.


Meine Herrn, Herr
Minot —dijo Karl por encima del hombro—, les espera a los dos para almorzar. Luego quizás el zoo.

Rudolf profirió una carcajada y replicó en alemán.

Jonathan pensó pedir que lo llevasen nuevamente al hotel. Pero, ¿qué iba a hacer allí? ¿Sudar con el informe, incapaz de entenderlo? Rudolf quería apearse en alguna parte. Kart lo dejó junto a un canal y Rudolf extendió una mano y estrechó con firmeza la de Jonathan. Luego Karl siguió conduciendo hacia el domicilio de Reeves Minot. La luz del sol centelleaba sobre las aguas del Alster. Las pequeñas embarcaciones ancladas allí se balanceaban alegremente y otras dos o tres navegaban de un lado a otro, sencillas y limpias como juguetes nuevos.

Gaby le abrió la puerta. Reeves estaba hablando por teléfono, pero terminó pronto.

—¡Hola, Jonathan! ¿Qué noticias trae?

—No demasiado buenas —dijo Jonathan, parpadeando. La luz del sol resultaba cegadora en la habitación pintada de blanco.

—¿Y el informe? ¿Puedo verlo? ¿Usted lo entiende todo?

—No, no todo.

Jonathan le entregó el sobre.

—¿Ha podido ver al doctor?

—Estaba ocupado.

—Siéntese, Jonathan. Quizá le sentaría bien una copa.

Reeves fue a coger una de las botellas que había en una de las estanterías. Jonathan se sentó en el sofá y echó la cabeza hacia atrás. Se sentía vacío y desanimado, pero al menos de momento no parecía que fuese a desmayarse.

—¿El informe es peor de los que le han dado en Francia? — preguntó Reeves, acercándose a él con un vaso de whisky con agua.

—Más o menos —dijo Jonathan.

Reeves echó un vistazo a la última página, a la prosa.

—Tiene que vigilar las heridas pequeñas. Eso es interesante.

«Y nada nuevo», pensó Jonathan. Sangraba fácilmente. Jonathan esperó el comentario de Reeves. De hecho, esperaba que le tradujese el informe.

—¿Rudolf se lo ha traducido?

—No. Aunque la verdad es que no se lo pedí.

—«…no puedo decir si esto representa o no un empeoramiento de su estado, ya que no he visto ningún… diagnóstico anterior… bastante peligroso en vista del período transcurrido… etcétera». Se lo traduciré palabra por palabra, si así lo desea —dijo Reeves—. Necesitaré el diccionario para traducirle algunas palabras, pero entiendo lo esencial.

—Entonces dígame solamente lo esencial.

—La verdad es que se lo podían haber redactado en inglés —dijo Reeves. Y volvió a recorrer la página con los ojos—, «…una considerable granulación de las células así como… de la sustancia… amarilla. Dado que ya se ha sometido a un tratamiento con rayos X, no es aconsejable que vuelva a someterse a él por el momento, toda vez que las células leucémicas se vuelven inmunes a él…».

Reeves siguió leyendo en voz alta durante unos instantes. Jonathan reparó en que el informe no predecía el tiempo que le quedaba de vida; ni hacía la menor insinuación en tal sentido.

—En vista de que no ha podido ver a Wentzel hoy, ¿quiere que le pida hora para mañana?

Reeves parecía sinceramente preocupado.

—Gracias, pero ya lo he hecho yo mismo. A las diez y media.

—Muy bien. ¿Y dice que su enfermera habla inglés? Entonces no necesitará a Rudolf… ¿Por qué no se echa un rato?

Reeves colocó uno de los cojines en el extremo del sofá. Jonathan se recostó con un pie en el suelo y el otro colgando por encima del brazo del sofá. Se sentía débil y amodorrado, como si pudiera dormir varias horas. Reeves se acercó a la ventana soleada, hablando del zoo. Dijo algo sobre un animal raro —Jonathan se olvidó de cuál casi al instante— que en el zoo habían recibido poco antes de Sudamérica. Una pareja de ellos. Reeves dijo que tenían que verlos. Jonathan pensaba en Georges tirando de su carrito lleno de guijarros.
Cailloux
. Sabía que no viviría para ver crecer a Georges; que no llegaría a oír cómo cambiaba de voz. De pronto se incorporó, apretó los dientes y trató de recobrar fuerzas.

Gaby entró con una enorme bandeja.

—Le pedí a Gaby que preparase un almuerzo frío. Así podremos comer cuando sienta apetito —dijo Reeves.

Hubo salmón frío con mayonesa. Jonathan no pudo comer mucho, pero el pan moreno, la mantequilla y el vino tenían buen sabor. Reeves hablaba de Salvatore Bianca, de la conexión entre la Mafia y la prostitución, de su costumbre de emplear prostitutas en sus establecimientos de juego, y de quedarse con el noventa por ciento de las ganancias de las chicas.

—Extorsión —dijo Reeves—. El dinero es su objetivo… el terror es su método. ¡Ahí tiene Las Vegas! Los chicos de Hamburgo, por el contrario, no quieren nada de prostitutas —dijo Reeves con aire de santurronería—. Desde luego hay chicas, unas cuentas, ayudando en la barra, por ejemplo. Puede que sean asequibles, pero no en el mismo local. ¡Desde luego que no!

Jonathan apenas le escuchaba y ciertamente no pensaba en lo que Reeves decía. Jugueteó con la comida, sintió que la sangre le subía a las mejillas y en silencio inició un debate consigo mismo. Probaría lo del asesinato. Y no porque creyese que iba a morir en el plazo de unos días o semanas, sino simplemente porque el dinero era útil. Porque quería dárselo a Simone y a Georges. Cuarenta mil libras o noventa y seis mil dólares o… Supuso que sería solamente la mitad si no había que cometer otro asesinato o si le atrapaban después del primero. — Pero creo que lo hará, ¿verdad? — preguntó Reeves, limpiándose los labios con una servilleta blanquísima. Se refería a disparar el revólver aquella noche. — Si algo me pasa —dijo Jonathan—, ¿se encargará de que mi esposa reciba el dinero? — Pero… —la cicatriz de Reeves se movió al sonreír—. ¿Qué puede pasarle? Sí, claro, me encargaré de que su esposa reciba el dinero.

—Pero si algo ocurre… si solamente hay que cometer un asesinato…

Reeves apretó los labios como si no tuviera ganas de contestar.

—Entonces recibirá sólo la mitad del dinero. Pero lo más probable es que sean dos, si he de serie franco. El pago completo después del segundo. ¡Pero eso es espléndido! — sonrió y fue la primera vez que Jonathan veía una sonrisa auténtica en su cara—. Ya verá qué fácil es lo de esta noche. Y después lo celebraremos… si está usted de humor.

Alzó las manos sobre la cabeza y dio unas palmadas. Jonathan se figuró que era un gesto de júbilo, pero se trataba de una señal para Gaby.

La asistenta entró a recoger los platos.

—«Veinte mil libras», pensó Jonathan. No resultaban tan impresionantes como las cuarenta mil, pero siempre era mejor que morirse dejando sólo los gastos del entierro.

El café. Luego el zoo. Los animales que Reeves quería enseñarle eran dos criaturitas de color claro, parecidas a osos. Había bastante gente contemplándolos y Jonathan no consiguió verlos bien. Tampoco le interesaban demasiado. En cambio, sí pudo ver perfectamente unos leones que parecían estar libres de verdad. A Reeves le preocupaba la posibilidad de que Jonathan se fatigase. Eran casi las cuatro.

Ya de vuelta en casa de Reeves, éste insistió en darle a Jonathan una píldora diminuta, de color blanco, diciendo que se trataba de un «ligero sedante».

—¡Pero si no necesito ningún sedante! — dijo Jonathan. Se sentía bastante tranquilo, incluso se encontraba bien.

—Será mejor que se lo tome. Por favor, hágame caso.

Jonathan se tragó la píldora. Reeves le dijo que se echase un rato en el cuarto de los huéspedes. Así lo hizo, aunque no se durmió.

Reeves entró a las cinco para decirle que Karl no tardaría en pasar a recogerle para llevarle al hotel. El abrigo estaba en el hotel de Jonathan. Reeves le dio una taza de té azucarado que no tenía mal sabor. Jonathan supuso que en la taza solamente había té. Reeves le dio el revólver y volvió a mostrarle cómo funcionaba el seguro. Jonathan se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.

—¡Hasta la noche! — dijo alegremente Reeves.

Karl le llevó al hotel y le dijo que le esperaría. Jonathan calculó que disponía de unos cinco o diez minutos. Se lavó los dientes con jabón porque el dentífrico lo había dejado en casa para Simone y Georges y aún no había comprado otro tubo; después encendió un Gitane y permaneció un rato mirando por la ventana, hasta que se dio cuenta de que no veía nada, que ni siquiera pensaba en nada. Entonces abrió el armario y sacó el abrigo holgado. Estaba usado, pero no demasiado. ¿De quién habría sido? Pensó que era apropiado, porque así, vistiendo ropa ajena, podría fingir que se trataba de una comedia, que el revólver era de fogueo. Pero Jonathan sabía qué era exactamente lo que estaba haciendo. No sentía la menor piedad por el mafioso al que iba a matar (o al menos eso esperaba). Se dio cuenta de que tampoco sentía piedad por sí mismo. La muerte era la muerte. Aunque por motivos distintos, su vida y la de Bianca ya no tenían ningún valor. El único detalle interesante era que a Jonathan le iban a pagar por matar a Bianca. Se metió el arma en el bolsillo de la chaqueta y luego hizo lo mismo con la media de nilón. Comprobó que moviendo los dedos, podía enfundarse la mano con la media. Con gestos nerviosos limpió el revólver con la media, para eliminar huellas dactilares, reales o imaginarias. Al disparar, tendría que apartar un poco el abrigo del costado; de lo contrario, la bala se lo agujerearía. No tenía sombrero. Resultaba curioso que a Reeves no se le hubiese ocurrido proporcionarle uno. Pero ya era demasiado tarde para preocuparse por ello.

Jonathan salió de la habitación y cerró firmemente la puerta.

Karl le esperaba de pie en la acera, junto al automóvil. Abrió la portezuela para que Jonathan subiese. Jonathan se preguntó cuánto sabría Karl. ¿Y si estaba enterado de todo el asunto? Se disponía a decirle a Karl que lo llevase a la estación Rathaus del U-bahn, cuando el chófer, hablando por encima del hombro, le dijo:

—Tiene que reunirse con Fritz en la estación Rathaus. ¿No es así, señor?

—Sí —dijo Jonathan, aliviado.

Se arrellanó en un rincón y sus dedos rozaron ligeramente el arma. Se entretuvo quitando y poniendo el seguro, recordando que para quitarlo había que empujarlo hacia adelante.


Herr
Minot me sugirió este lugar, señor. La entrada está en la acera de enfrente —Karl abrió la portezuela, pero no se apeó, porque la calle estaba llena de automóviles y gente—.
Herr
Minot me dijo que fuera a recogerle en su hotel a las siete y media, señor —agregó Karl.

—Gracias.

Durante unos instantes, al oír el golpe de la portezuela que se cerraba, Jonathan se sintió perdido. Buscó a Fritz con la mirada. Jonathan se encontraba en un cruce importante cuyos rótulos rezaban «Gr. Johannesstrasse» y «Rathausstrasse». Al igual que en Londres, Piccadilly por ejemplo, la estación de U-bahn, al parecer, tenía cuatro entradas debido al gran número de calles que se cruzaban en aquel punto. Buscó la figura bajita de Fritz con la gorra sobre la cabeza. Un grupo de hombres, como jugadores de fútbol con abrigo, bajó corriendo los escalones del U-bahn y entonces vio a Fritz, apostado tranquilamente junto a la barandilla de metal de las escaleras.

El corazón le dio un salto como si acabara de encontrarse con una amante en el punto secreto de reunión. Con un gesto, Fritz le indicó los escalones y él mismo empezó a bajar por ellos.

Jonathan no quitaba ojo de la gorra de Fritz, aunque ahora habría unas quince personas o más entre ellos. Fritz se puso a un lado del gentío. Evidentemente Bianca aún no había hecho su aparición en escena y tendrían que esperarle. Alrededor de Jonathan se oían voces que hablaban en alemán, alguna carcajada, y alguien gritó:

«¡Wiedersehen, Marx!»
.

Fritz se encontraba junto a la pared, a unos tres o cuatro metros de él, y Jonathan se dejó llevar hacia allí, aunque procurando mantenerse a una distancia prudente. Pero antes de que Jonathan llegase a la pared, Fritz asintió con la cabeza y se apartó diagonalmente de ella, dirigiéndose hacia una de las taquillas. Jonathan compró su billete. Fritz siguió avanzando, confundido entre la multitud. Les taladraron los billetes. Jonathan sabía que Fritz acababa de avistar a Bianca, pero él no alcanzaba a verle.

Había un tren parado en la estación. Fritz echó a correr hacia uno de los vagones y Jonathan le imitó. En el vagón, que no iba demasiado lleno, Fritz se quedó de pie, sujetándose a una barra vertical de metal cromado. Luego se sacó un periódico del bolsillo e hizo un gesto con la cabeza, sin mirar a Jonathan.

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