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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (46 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Mi hija está en Godstow —dijo Adelia—. Y mi gente.

—Lo sé, Rowley me lo dijo. Y Geoffrey lo sabe, porque yo se lo dije. Basta de tonterías. He visto muñecos de nieve más perspicaces que Wolvercote. Dejemos que el joven Geoffrey se ocupe de él.

Adelia comprendió que no tenía otra opción.

El rey miró a su alrededor.

—A propósito, ¿cómo está la pequeña Rowley-Powley? ¿Ya le ha salido algún diente? ¿Tiene talento para la medicina?

—Está bien —respondió Adelia. Enrique tenía la capacidad de serenarla. Pero habría sido bueno salir de ese lugar—. Esos hombres selectos —dijo, pensando nuevamente en Rowley—, ¿por qué no están ya aquí?

—Vienen hacia aquí, pero me temo que los aventajé —dijo el rey, regresando a la ventana—. Me dijeron que aún no la habían enterrado. Mis muchachos traen un ataúd. Los cabrones no pudieron cabalgar a la misma velocidad que yo.

Era imposible. Habrían debido cabalgar como demonios, fundiendo la nieve que tenían delante, para despedirse de esa mujer, para enmendar el ultraje del que había sido víctima.

—Llegué poco antes de que vos aparecierais aquí. Cuando oí que subíais la escalera, Dakers y yo emprendimos la retirada. Regla número uno: si el enemigo nos supera en cantidad, es preciso reconocer su superioridad —comentó Enrique.

Y también debía reconocer que Rosamunda, víctima de su estúpida ambición, lo había traicionado. Al igual que su esposa y su hijo mayor.

Adelia sintió enorme pena por él.

—Esas cartas, Majestad… Lo siento mucho.

—No debéis mencionarlas —ordenó el rey. En su voz ahora no había amabilidad. Después de cubrir el cadáver, no había vuelto a mirar a Rosamunda—. Y bien, aquí estamos —dijo Enrique, asomándose por la ventana con cautela—. Parece que no hay demasiada vigilancia, solo un par de hombres patrullan la explanada. ¿Qué demonios hacen los demás?

—Se preparan para incendiar la torre —explicó Adelia—, con nosotros dentro de ella.

—Si pretenden usar la madera apilada en la sala, no será sencillo. No arderá. —El rey se asomó un poco más y olisqueó el aire—. Están en la cocina, eso es lo que hacen… Alguien está cocinando. Cabrones incompetentes, dilapidan su tiempo para comer.

Enrique detestaba la ineficiencia, incluso en sus enemigos.

—No los culpo —dijo Adelia, que tenía un apetito voraz. Un rey mágico había transformado esa cámara mortuoria en algo tolerable. Sin gestos solidarios, sin hacer concesiones por tratarse de una mujer, considerándola un camarada, la había reanimado.

—¿Tenéis algo que pueda comer?

Enrique se frotó la frente con la palma de la mano.

—Bueno, la comida está allí abajo, y me estoy perdiendo el festejo. No tengo nada, al menos eso creo. —Con una mano, el rey vació el bolsillo interior de su chaqueta, sin dejar de mirar hacia la explanada.

Sobre el escritorio Adelia vio una cuerda, una lezna, algunas bellotas secas, una pizarra y su tiza y un pequeño trozo de queso, todos cubiertos con la avena que alimentaba a su caballo. Adelia tomó el queso y lo limpió.

Cuando se sintió más serena, pudo relacionar los hechos. Ese rey, ese hombre violento que, con intención o sin ella, había instigado a los caballeros a que desparramaran los sesos del arzobispo Becket en el suelo de su catedral, se había sentado en silencio detrás de un tapiz y había escuchado, sin emitir sonido alguno, sin moverse, el relato de la suprema traición. Y estaba armado.

—¿Por qué no salisteis del escondite? ¿Por qué no lo matasteis? —No habría deseado que lo hiciera, pero quería saber cómo había logrado contenerse.

—¿A quién? ¿Al abad, ese amigo del Papa? No, gracias. Morirá, pero no seré yo quien lo mate. He aprendido la lección.

Le había concedido el arzobispado de Canterbury a Becket porque lo estimaba, y desde ese momento el religioso se había opuesto a todas sus reformas. El asesinato del insidioso arzobispo que odiaba a los judíos, a quien la Iglesia había canonizado, había puesto a toda la cristiandad en su contra. El rey había hecho penitencia, había permitido que los monjes de Canterbury lo azotaran en público, solo para evitar que el Papa sancionara a su país con la prohibición de celebrar matrimonios, bautismos y funerales.

Ahora podía controlar su ira. Leonor, el joven Enrique, incluso el abad de Eynsham estaban a salvo de la ejecución.

Adelia pensó que, extrañamente, encerrada en una habitación con un hombre tan indefenso como ella, en la cúpula de una torre que en cualquier momento podía arder como una chimenea, se sentía tranquila.

Enrique, sin embargo, no daba muestras de tranquilidad.

—En el nombre de Dios, ¿dónde están? Jesús, si yo puedo llegar rápido hasta aquí, ¿por qué ellos no pueden?

«Porque los aventajáis. Vuestra impaciencia os hace aventajar a cualquiera: a vuestra esposa, a vuestro hijo, a Becket. Y tenéis la esperanza de que en cualquier caso os amarán. Ellos son personas de nuestra época. Vos podéis ver más allá de los límites que ellos establecen. Veis en mí lo que soy, y me utilizáis para beneficiaros, veis a los judíos, a las mujeres, incluso a los herejes como seres humanos, y a todos los utilizáis para beneficiaros. Creéis en la justicia, en la tolerancia, en cosas imposibles. Por supuesto, nadie puede estar a vuestra altura», pensó Adelia.

Por extraño que pareciera, para Adelia la única persona que poseía una mente equiparable era la madre Edyve. El mundo creía que la realidad del momento era permanente, y que así lo quería Dios. Cualquier modificación lo ofendería. Solo una mujer muy anciana y ese hombre turbulento cometían el sacrilegio de cuestionar el orden reinante y creer que las cosas podían y debían ser modificadas para bien de todas las personas.

—Dado que tenemos tiempo —dijo el rey—, hablemos. Sois mi investigadora. ¿Qué habéis descubierto?

—No me pagáis para que sea vuestra investigadora —dijo Adelia, aprovechando la ocasión para desahogarse.

—¿No? Pensaba que sí. Hablaré nuevamente con los administradores del tesoro —replicó Enrique—. Vamos al grano. —Golpeteaba el alféizar con sus dedos regordetes—. Contadme qué sucedió.

Adelia le contó lo ocurrido, desde el principio.

Al rey no le interesó la muerte de Talbot de Kidlington.

—Qué cabrón tonto. Supongo que fue el primo, ¿verdad? No debéis confiar en el hombre que maneja vuestro dinero. ¿Wolvercote? Una familia repulsiva. Todos rebeldes. Mi madre hizo ahorcar al padre en el puente de Godstow y yo haré lo mismo con el hijo. Pasemos a las cosas importantes.

Enrique se refería a la muerte de Rosamunda. Para Adelia, sin embargo, todo era importante, y no estaba dispuesta a ahorrarle ningún tramo ni detalle alguno del relato. Lo sabría todo: que ella había sido inteligente y valiente, que lo ocurrido había costado varias vidas. Al fin y al cabo, escucharla no le costaba dinero.

Adelia siguió adelante, mordisqueando el queso de vez en cuando. Sobre el alféizar caían las gotas de los carámbanos que se fundían. El rey miraba la explanada. El cuerpo de la mujer que había dado origen a todo aquello yacía en su cama pudriéndose.

Enrique la interrumpió.

—Por los cojones de los santos, ¡se lleva mi caballo!, ¡lo roba! Lo haré pedazos, haré picadillo con sus tripas…

Adelia se puso de pie para ver quién estaba robando el caballo del rey.

Una niebla cada vez más espesa ocultaba la colina e impedía ver con claridad la explanada, pero la figura que azuzaba al caballo hacia la entrada del laberinto era reconocible, aun cuando estaba agachada.

Adelia dio un grito.

—Es él. No debe escapar, detenedlo, por el amor de Dios. Debéis detenerlo.

Pero nadie podía detenerlo. Algunos de los hombres de Schwyz habían oído el ruido de los cascos y corrían inútilmente hacia el laberinto.

—¿Quién era? —preguntó el rey.

—El asesino —respondió Adelia—. Oh, Dios, no debe escapar. Quiero que sea castigado. Por Rosamunda, por Bertha…

Sin duda algo lo había asustado. De lo contrario no habría abandonado a Eynsham, renunciando a la segunda cuota de su preciado pago.

—Es el hombre que buscáis —dijo, tirando de la manga del rey—. Seguramente os oyó. Sin duda, vuestros hombres han llegado. Gritadles, decidles que lo persigan. ¿Lo atraparán?

—Será difícil que lo hagan —replicó el rey—. Es muy buen caballo.

No obstante, si los hombres de Enrique efectivamente habían llegado y el asesino los había oído y había decidido reducir las posibles pérdidas, no había señal de ellos en la explanada, y no se oían ruidos.

Adelia y el rey observaron juntos a los perseguidores, hombres de Schwyz, que regresaron encogiéndose de hombros y desaparecieron en la cocina.

—¿Sabéis con certeza que vuestros hombres vienen hacia aquí? —preguntó Adelia.

—No los veréis hasta que sea el momento apropiado. Puede que ya estén entrando por la parte trasera del laberinto.

—¿El laberinto tiene otra entrada?

El rey sonrió con suficiencia.

—Recordad al topo: su cueva nunca tiene una sola salida. Ahora, sigamos. Contadme el resto.

La huida de Jacques la había angustiado. Pensó en la pequeña tumba sin nombre en el cementerio de las monjas. Solo podía encontrar un aspecto positivo: había dejado sin transporte al hombre que lo había contratado.

Los dedos del rey golpeteaban otra vez, de modo que Adelia reanudó su relato donde lo había interrumpido.

El rey la interrumpió otra vez.

—¿Adónde va Dakers?

En un instante, Adelia estaba junto a él, intentando ver a la terrible mujer. La niebla había comenzado a bajar y fluía en espirales que producían efectos engañosos para el ojo: los montículos de nieve se transformaban en animales y hombres agazapados, pero no lograban ocultar la delgada silueta negra del ama de llaves de Rosamunda, que, encogida, se dirigía al laberinto.

—Arrastra algo, ¿qué es?

—Solo Dios lo sabe —dijo el rey—. Parece la trampa.

Era un objeto grande y anguloso, demasiado pesado para el manojo de huesos que lo arrastraba. Dakers caía una y otra vez, después de avanzar un tramo, pero inexplicablemente lograba ponerse de pie de nuevo para seguir adelante.

—Sin duda, es una loca —dijo el rey—. Siempre lo fue.

Aunque era penoso ver tanto esfuerzo, siguieron observándola. Mientras Dakers avanzaba lentamente con su carga, como una hormiga entre los arbustos grises, sus observadores se esforzaban por no perderla de vista.

«Dejad eso, sea lo que sea. No os han visto. Podéis morir en paz, como os plazca», rogó silenciosamente Adelia.

De pronto, no vieron más que niebla.

—Y bien —dijo el rey—, os habíais llevado de su alcoba una de las cartas modelo escritas por Eynsham, y una vez en Godstow se la habíais entregado al sacerdote. Adelante, seguid contando.

—Su caligrafía es fácilmente reconocible. Nunca he visto otra similar. Con muchas florituras, verdaderamente hermosa. Utiliza las mayúsculas romanas, pero las adorna con trazos curvos, y las minúsculas…

Enrique suspiró, impaciente, y Adelia prosiguió.

—La hermana Lancelyne, la bibliotecaria de Godstow, escribió una vez una carta al abad de Eynsham pidiendo prestada la copia de una obra de Boecio, la
Consolación
, para copiarla. Y él le había respondido con una negativa.

En la mente de Adelia surgió la imagen de aquella monja, anciana, pequeña e instruida, entre sus estantes vacíos.

—Si logramos salir de aquí, me gustaría que la hermana Lancelyne recibiera el libro.

—¿Eynsham tiene un tomo de la
Consolación de la filosofía
de Boecio? —exclamó el rey Plantagenet. Sus ojos brillaron. Los libros eran objetos codiciados por él y no estaba dispuesto a cederlos.

—Desearía —insistió enfáticamente Adelia— que la hermana Lancelyne lo recibiera.

—Oh, muy bien. Ella sabrá cuidarlo. Ahora, continuad con el relato.

—A propósito… —dijo ella, pensando que podía obtener algún provecho de aquella situación—, también desearía que, si Emma Bloat se convirtiera en viuda…, no la obliguen a casarse otra vez.

—Así será —prometió el rey—. Sin duda, así será.

Dueña de su propia fortuna y la de Wolvercote, Emma sería una mujer codiciada. Además, por ser la viuda de un noble, vasallo del rey, se convertiría para Enrique en un objeto valioso que podía ofrecer a los miembros de la realeza.

—¿Qué es esto, una feria de caballos? —preguntó Enrique—. ¿Estáis regateando conmigo, con el rey?

—Estoy negociando. Podéis considerar que son mis honorarios.

—Seréis mi ruina —dijo el rey—. Muy bien. ¿Podemos continuar? Necesito pruebas de la calumnia de Eynsham para llevarlas ante el Papa. Y dudo de que él considere que una hermosa caligrafía sea prueba suficiente.

—El padre Paton creía que era suficiente —observó Adelia, con un gesto de dolor—. Pobre padre Paton.

—De todos modos —comentó Enrique mirando el escritorio— aparentemente el cabrón se llevó su modelo.

—Hay otros. Lo que no podemos probar es que contrató a un asesino, a una persona que cometió el homicidio.

—No me preocuparía por eso, probablemente él nos lo diga.

Adelia pensó que había condenado al abad de Eynsham a la tortura. Se sintió súbitamente cansada y no quiso seguir hablando. De todos modos, si Schwyz lograba encender la hoguera, no tenía sentido hacerlo. Decidió resumir el resto.

—Luego llegó Rowley. Le pidió a Walt, su mozo de cuadra, que me cuidara cuando se produjera el ataque. Sin saberlo, Walt se lo dijo al asesino, que a su vez se lo dijo al abad, quien os teme y decidió huir llevándome con él. —Ahora hablaba como si relatara un cuento para niños. Adelia cerró los ojos—. Creo que eso es todo.

Los carámbanos chorreaban cada vez más, las gotas golpeteaban sobre el alféizar. En la habitación silenciosa se oía un rumor similar al de la lluvia. Agotada, la joven se quedó adormilada.

—Vesuvia Adelia Rachel Ortese Aguilar —dijo el monarca, pensativo.

Era un elogio. Ella abrió los ojos, intentó sonreírle y los cerró otra vez.

—El joven Geoffrey es un buen chico —dijo Enrique—. Muy cariñoso. Dios lo bendiga. El hijo que me dio una prostituta llamada Ykenai, un nombre extraño, tal vez los santos saben cuál era el origen de sus padres, porque ella no lo sabe. Una mujer grande, mullida. Aún la veo, de tanto en tanto, cuando estoy en Londres.

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