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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (6 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Majestad —dijo una voz.

La aurora. Y con ella, la muerte. Gilthas se volvió.

—Gobernador Medan —saludó con un leve dejo de frialdad en el tono. Su mirada fue del cabecilla de los Caballeros de Neraka a la persona que se encontraba junto a él, su sirviente de confianza—. Planchet. Según parece, ambos traéis noticias. Oiré primero las vuestras, gobernador Medan.

Alexius Medan era un humano bien entrado en la madurez, y aunque inclinó la cabeza con deferencia ante el rey, él era el verdadero dirigente de Qualinesti, como lo había sido desde que los Caballeros de Neraka tomaron el reino durante la Guerra de Caos. A Gilthas se lo conocía en todo el mundo como «el rey títere». Los caballeros negros habían dejado en el trono al joven y aparentemente débil y enfermizo monarca a fin de aplacar al pueblo elfo y dar la falsa impresión de que el control estaba en manos elfas. En realidad era el gobernador Medan quien manejaba los hilos que movían los brazos del títere Gilthas, y el senador Palthainon, un poderoso miembro del Thalas-Enthia, quien tocaba el son con el que bailaba la marioneta.

Pero como el gobernador había descubierto el día anterior, había sido engañado. Gilthas no era un títere, sino un actor consumado. Había interpretado el papel de monarca débil y vacilante a fin de enmascarar su verdadero personaje, el de cabecilla del movimiento de resistencia elfa. Gilthas había embaucado completamente a Medan. El rey títere había cortado las cuerdas y bailaba al son tocado por su propia majestad.

—Os marchasteis después del anochecer y habéis estado ausente toda la noche, gobernador —comentó Gilthas, que miraba al hombre con suspicacia—. ¿Dónde habéis estado?

—En mi cuartel general, majestad, como os dije antes de irme —contestó Medan.

Era alto y fornido. A pesar de su edad —o quizá por ello— se ejercitaba para mantenerse en plena forma. Sus ojos grises contrastaban con el cabello y las cejas oscuros, y le daban una expresión circunspecta que ni siquiera se suavizaba cuando sonreía. Tenía la tez muy curtida. Había sido jinete de dragón en sus años mozos.

Gilthas lanzó una fugaz ojeada a Planchet, que respondió con una discreta y ligerísima inclinación de cabeza. Tanto la mirada como el cabeceo no pasaron inadvertidos a Medan, que parecía más serio que nunca.

—Majestad, no os culpo por no confiar en mí. Siempre se ha dicho que los reyes no pueden permitirse el lujo de confiar en nadie... —empezó el gobernador.

—Especialmente en el conquistador de nuestro pueblo, que nos ha dominado con mano férrea durante casi cuatro décadas —lo interrumpió Gilthas. Por las venas del joven monarca corría sangre elfa y humana, aunque la primera dominaba—. Habéis soltado la mano que nos agarraba por el cuello para tenderla en señal de amistad. Entenderéis, señor, si os digo que todavía siento la presión de vuestros dedos en el gaznate.

—Por supuesto, majestad —contestó el gobernador con un atisbo de sonrisa—. Como decía, apruebo vuestra cautela. Ojalá dispusiera de un año para demostrar mi lealtad...

—¿A mí? —lo atajó de nuevo Gilthas, con cierta sorna—. ¿Al «títere»?

—No, majestad. Mi lealtad a la tierra que he llegado a considerar como mi hogar. Mi lealtad a un pueblo que he llegado a respetar. Mi lealtad a vuestra madre. —No añadió «a la que he llegado a amar», aunque podría haber pronunciado las palabras en su corazón.

El gobernador se había pasado en vela toda la noche de la víspera, trasladando a la reina madre a un lugar seguro, fuera del alcance de los asesinos de Beryl que estaban en camino. Tampoco había dormido en todo el día la víspera, llevando a Laurana en secreto a palacio, donde se reunieron los dos con Gilthas. Le había correspondido a Medan la desagradable tarea de informar al rey que el ejército de Beryl marchaba contra Qualinesti, con intención de destruir el país y a sus habitantes. Y tampoco había dormido la noche previa. Sin embargo, las únicas señales visibles de cansancio se reflejaban en el rostro demacrado del gobernador, no en sus ojos claros y alertas. La tensión de Gilthas cedió y sus sospechas disminuyeron.

—Sois inteligente, gobernador. Vuestra respuesta es la única que habría aceptado de vos. Si hubieseis intentado adularme, habría sabido que mentíais. Mi madre me ha hablado de vuestro jardín, que os habéis esforzado por hacerlo hermoso, que no sólo os complace contemplar las flores sino plantarlas y cuidarlas. He de decir que me resulta difícil entender que un hombre así pueda haber jurado lealtad antaño a alguien como lord Ariakan.

—Y a mí me resulta difícil entender que un joven pudiera dejarse embaucar para huir de unos padres que lo adoraban e ir a caer en la telaraña tejida por cierto senador —repuso fríamente Medan—. Una telaraña que condujo claramente a la destrucción del joven así como la de su pueblo.

Gilthas enrojeció al oír su historia.

—Hice mal. Era joven.

—También lo era yo, majestad. Lo bastante joven para creer las mentiras de Takhisis. No es por adularos si os digo, Gilthas, que he llegado a respetaros. El papel que interpretasteis de soñador indolente, más interesado en su poesía que en su pueblo, me engañó por completo. Sin embargo —añadió Medan en tono seco—, he de decir que vos y vuestros rebeldes me habéis causado un sinfín de problemas.

—Y yo he llegado a respetaros, gobernador, e incluso a confiar en vos hasta cierto punto —contestó Gilthas—. Aunque no del todo. ¿Os basta con eso?

—Me basta, majestad. —Medan le tendió la mano.

Gilthas la aceptó y el apretón fue firme y breve por parte de ambos.

—Bien, quizás ahora vuestro sirviente les diga a sus espías que dejen de seguirme a todas partes —manifestó Medan—. Necesitamos a todo el mundo centrado en la tarea que nos aguarda.

—¿Qué noticias tenéis, gobernador? —dijo Gilthas, sin afirmar ni negar.

—Relativamente buenas, majestad, considerando las cosas en conjunto. Los informes que nos llegaron ayer son ciertos. Las tropas de Beryl han cruzado la frontera de Qualinesti.

—¿Qué tiene de bueno esa noticia? —demandó Gilthas.

—Que Beryl no va con ellas, majestad —respondió Medan—. Y tampoco ninguno de sus dragones subordinados. No tengo ni la más remota idea de dónde se encuentran y por qué no acompañan al ejército. Tal vez los retiene por alguna razón.

—Para tomar parte en la última matanza —sugirió amargamente Gilthas—. En el ataque a Qualinost.

—Quizá, majestad. En cualquier caso, no van con el ejército, y hemos ganado tiempo con eso. Es un ejército grande, con la carga de carretas de suministros y torres de asedio, y le está resultando difícil avanzar a través del bosque. Según los informes llegados de nuestras guarniciones de la frontera, no sólo sufren el acoso de las bandas de elfos que operan a las órdenes de
La Leona,
sino que los propios árboles, las plantas y hasta los animales se enfrentan al enemigo obstaculizando su avance.

—Sí, desde luego —contestó quedamente Gilthas—. Pero todas esas fuerzas son mortales, como nosotros, y sólo aguantarán hasta un punto.

—Cierto, majestad. No aguantarán el fuego de los dragones, eso es seguro. Sin embargo, hasta que los dragones lleguen, tenemos un tiempo de respiro. Aun cuando los grandes reptiles incendiasen los bosques, calculo que al ejército le costará diez días llegar a Qualinost. Eso debería daros tiempo suficiente para poner en marcha el plan que nos explicasteis en líneas generales anoche.

Gilthas suspiró profundamente y desvió la vista del gobernador al cielo que empezaba a iluminarse. Sin responder, contempló en silencio la salida del sol.

—Los preparativos para la evacuación deberían haber comenzado anoche —manifestó Medan en tono severo.

—Por favor, gobernador —intervino Planchet en voz baja—. No lo entendéis.

—Tiene razón. No lo entendéis, gobernador Medan —convino Gilthas mientras se volvía—. Es imposible que lo entendáis. Decís que amáis esta tierra, pero no podéis amarla como nosotros. Nuestra sangre corre por cada hoja y cada flor. La savia de cada álamo fluye por nuestras venas. Oís el canto de la alondra, pero nosotros entendemos las palabras de ese canto. Las hachas y las llamas que acaban con los árboles nos cortan y nos abrasan. El veneno que mata a los pájaros hace que parte de nosotros muera. Esta mañana tengo que decirle a mi pueblo que abandonen sus hogares, los mismos que temblaron con el Cataclismo y sin embargo aguantaron firmes. Deben dejar sus enramadas y sus jardines, sus cascadas y sus grutas. Tienen que huir, y ¿adonde irán?

—Majestad, yo también tengo buenas noticias que daros al respecto —dijo Planchet—. Durante la noche, un mensajero de Alhana Starbreeze me trajo información. El escudo ha caído. Las fronteras de Silvanesti están de nuevo abiertas.

Gilthas lo miró con incredulidad, sin atreverse a albergar esperanzas.

—¿Será posible tal cosa? ¿Estás seguro? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?

—El mensajero no tenía los detalles, milord. Se puso en camino para transmitirnos la buena nueva en cuanto los elfos confirmaron que era cierto. El escudo ha caído. La propia Alhana Starbreeze cruzó la frontera. Espero la llegada de otro mensajero con más información pronto.

—Es una noticia maravillosa —exclamó Gilthas, eufórico—. Nuestro pueblo irá a Silvanesti. Nuestros parientes no pueden negarnos la entrada. Una vez allí, uniremos nuestras fuerzas y lanzaremos un ataque para reconquistar nuestra tierra. —Al ver que Planchet lo observaba seriamente, Gilthas suspiró—. Lo sé, lo sé. No tienes que recordármelo. Me estoy adelantando a los acontecimientos. Pero esta grata noticia me trae la primera esperanza que tengo desde hace semanas. Vamos —añadió, dejando el balcón y entrando en sus aposentos—, debemos decírselo a mi madre...

—Aún duerme, majestad —informó Planchet en voz baja.

—No, no es así —dijo Laurana—, pero si estuviera durmiendo, despertaría de buen grado para oír una buena noticia. ¿Qué decías? ¿Que el escudo ha caído?

Exhausta tras la huida de su hogar en medio de la noche y un día entero oyendo sólo noticias infaustas, por fin habían convencido a Laurana para que se acostara y descansara. Tenía su propio cuarto en palacio, pero Medan, temeroso de los asesinos de Beryl, había dado órdenes para que se marchara toda la servidumbre, damas de compañía, nobleza elfa, funcionarios y cocineros. Había apostados guardias elfos alrededor de palacio, con órdenes de no permitir el paso a nadie, con excepción de él y su ayudante. Medan ni siquiera habría confiado en su ayudante si no hubiera sabido que era un Caballero de Solamnia y leal a Laurana. El gobernador había insistido en que la reina madre durmiera en un diván de la sala de estar de Gilthas, donde podía vigilarse su descanso. Cuando Medan se marchó a su cuartel general, había dejado al solámnico, Gerard, y a su hijo la tarea de velar por su seguridad durante la noche.

—Es cierto, madre —contestó Gilthas mientras salía a su encuentro—. El escudo ha caído.

—Parece
maravilloso —comentó cautamente Laurana—. Trae mi bata, Planchet, y así no heriré la sensibilidad del gobernador. Desconfío de esas noticias, hijo. Lo oportuno del suceso me resulta inquietante.

El camisón de Laurana era de color lila claro, con puntilla en el cuello. El cabello se derramaba sobre sus hombros como miel dorada. Sus ojos rasgados eran luminosos, tan azules como las nomeolvides. Aunque tenía muchos más años que Medan, parecía notablemente más joven que él ya que la plenitud de la madurez de los elfos decaía en el invierno de la vejez mucho más despacio de lo que lo hacía en los humanos.

Gilthas observó al gobernador, y vio en su rostro no la fría reserva de un caballero oficial, sino el dolor del amor, un amor imposible que jamás sería correspondido, que nunca podría mencionarse siquiera. A Gilthas seguía sin agradarle Medan, pero aquella expresión suavizó sus sentimientos hacia el hombre e incluso despertó su compasión. El gobernador continuó mirando a través del ventanal hasta que logró recobrar su estricta compostura habitual.

—Pongamos que la coincidencia es fortuita, madre —instó Gilthas—. El escudo cae justo cuando más necesitamos que desaparezca. Si hubiese dioses, supondría que están velando por nosotros.

—Pero es que no hay dioses —replicó Laurana mientras se ceñía la bata—. Nos abandonaron. De modo que no se me ocurre qué decir sobre esta noticia salvo que seamos cautos y que no bases tus esperanzas en ella.

—Tengo que decirle algo a la gente, madre —repuso impaciente el joven monarca—. He convocado una reunión en el senado esta mañana. —Lanzó una rápida ojeada a Medan—. Veréis, milord, no he estado ocioso la noche pasada. Debemos empezar la evacuación hoy si queremos tener una mínima oportunidad de desocupar la ciudad de sus miles de habitantes. Lo que tengo que comunicar a nuestro pueblo será un golpe tremendo, madre. Necesito algo que les dé esperanza.

—La esperanza es la zanahoria que se agita delante del hocico del caballo de tiro para engatusarlo y que siga caminando —musitó Laurana.

—¿Qué dices, madre? —preguntó Gilthas—. Hablas tan bajo que no te oigo.

—Recordaba algo que me dijo alguien hace mucho tiempo. En aquel momento pensé que era cínico y estaba amargado, pero ahora creo que quizás era perspicaz. —Laurana suspiró y sacudió la cabeza como para desechar los recuerdos—. Lo siento, hijo. Sé que así no te ayudo.

Un caballero, el ayudante de Medan, entró en la estancia. Guardó un respetuoso silencio, pero su postura tensa ponía de manifiesto que intentaba llamar su atención. Medan fue el primero que lo vio.

—Sí, Gerard, ¿qué ocurre? —preguntó.

—Un asunto trivial. No quiero molestar a la reina madre —contestó Gerard al tiempo que hacía una inclinación de cabeza—. ¿Podemos hablar en privado, milord? Con el permiso de su majestad.

—Lo tenéis —dijo Gilthas, y se volvió para seguir intentando persuadir a su madre.

Medan inclinó la cabeza y se dirigió hacia el balcón que se asomaba al jardín para hacer un aparte con su ayudante.

Gerard vestía la armadura de un Caballero de Neraka, aunque se había quitado el pesado peto por comodidad. Había limpiado la sangre y otros indicios de su reciente lucha con un draconiano, pero quedaban huellas de la noche anterior que le daban un aspecto desastroso. Nadie habría calificado de apuesto al joven solámnico. Su cabello tenía el color amarillo del maíz, su rostro estaba marcado por la viruela, y las numerosas contusiones recientes en todos los colores —azuladas, verdosas y amarillentas—, no contribuían precisamente a mejorar su aspecto. Su mejor rasgo lo constituían los ojos, de un intenso y deslumbrante color azul. Su expresión seria, sombría, desdecía su afirmación sobre la índole trivial de su interrupción.

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