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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (8 page)

BOOK: El río de los muertos
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—Ha sido un gesto generoso por vuestra parte, gobernador Medan —dijo Laurana, que se había acercado junto a él. Hablaba en voz baja para no molestar a Gilthas—. Enviar lejos al joven para que esté a salvo. Porque no creeréis realmente que los Caballeros de Solamnia acudan en nuestra ayuda, ¿verdad?

—No, no lo creo —contestó Medan manteniendo también el tono bajo—. No porque no quieran, sino porque no pueden. —Su mirada se dirigió más allá del jardín, a las lejanas colinas que se alzaban al norte—. Tienen sus propios problemas. El ataque de Beryl significa que el llamado Pacto de los Dragones se ha roto. Oh, no me cabe duda de que lord Targonne está haciendo todo lo posible por aplacar a Malys y a los otros, pero sus esfuerzos no servirán de nada. Son muchos los que creen que Khellendros el Azul está jugando al ratón y al gato. Finge no ser consciente de lo que ocurre alrededor, pero es sólo para apaciguar a Malys y a los demás y que se duerman en los laureles. De hecho, creo que hace tiempo que ha puesto los ojos en Solanthus, que no ha lanzado el ataque por miedo de que Beryl lo considerara una amenaza a su propio territorio, situado al sur. Pero ahora considerará que puede apoderarse de Solanthus con total impunidad. Y a partir de ahí pasará igual con el resto del mundo. Puede que seamos los primeros, pero no seremos los últimos.

»
En cuanto a Gerard, devuelvo a la caballería solámnica un buen soldado. Espero que sus superiores tengan el sentido común de darse cuenta de ello.

Hizo una breve pausa mientras observaba a Gilthas. Cuando el rey llegó al final de una frase, Medan habló.

—Siento interrumpir a vuestra majestad, pero se ha presentado un asunto que debe atenderse cuanto antes. Un asunto un tanto desagradable, me temo. —La mirada del gobernador se desvió a Laurana—. Gerard me informó que vuestro sirviente, Kalindas, espera abajo. Al parecer se ha enterado de que os encontráis en palacio y estaba preocupado por vos.

Medan observó atentamente a Laurana mientras hablaba, y vio que palidecía, que su mirada preocupada se dirigía fugazmente hacia el otro lado de la sala, donde Kelevandros aun dormía.

«Lo sabe —se dijo el gobernador—. Aunque ignore cuál de ellos es el traidor, sabe que uno de los dos lo es. Bien. Eso facilitará las cosas.»

—Enviaré a Kelevandros a buscarlo —anunció Laurana, que tenía los labios pálidos.

—No creo que eso sea prudente —argumentó Medan—. Sugiero que pidáis a Planchet que conduzca a Kalindas a mi cuartel general. Mi segundo al mando, Dumat, se ocupará de él. Kalindas no sufrirá daño alguno, os lo aseguro, señora, pero hay que retenerlo en lugar seguro y bajo vigilancia, para que no pueda comunicarse con nadie.

—Milord, no creo que... —Laurana miró tristemente al gobernador—. ¿Es necesario?

—Lo es, señora —contestó el hombre con firmeza.

—No lo entiendo —intervino Gilthas, cuya voz tenía un timbre de ira. Se puso de pie—. ¡Se encarcela a un sirviente de mi madre! ¿Por qué? ¿De qué crimen se lo acusa?

Medan iba a responder, pero Laurana se le adelantó.

—Kalindas es un espía, hijo mío.

—¿Un espía? —Gilthas estaba estupefacto—. ¿De quién?

—De los caballeros negros —contestó Laurana—. Informa directamente al gobernador Medan, a menos que me equivoque.

El rey lanzó una mirada de indescriptible desprecio a Medan.

—No voy a disculparme por eso, majestad —dijo sosegadamente el humano—. Como tampoco espero que vos os disculpéis por los espías que habéis introducido en mi casa.

—Un trabajo sucio —murmuró Gilthas, sonrojado.

—Cierto, majestad. Esto le pone fin. En lo que a mí respecta, me alegrará lavarme las manos. Planchet, encontrarás a Kalindas esperando abajo. Condúcelo a...

—No, Planchet —ordenó Gilthas en tono perentorio—. Tráelo aquí, ante mí. Kalindas tiene derecho a responder a las acusaciones.

—No lo hagáis, majestad —pidió encarecidamente Medan—. Cuando Kalindas me vea aquí con vos, sabrá que ha sido desenmascarado. Es un hombre peligroso, si se encuentra acorralado y desesperado. No le importa nadie. No se detendrá ante nada. No puedo garantizar la seguridad de vuestra majestad.

—Aun así, la ley elfa estipula que Kalindas tiene la oportunidad de defenderse contra esos cargos —insistió firmemente Gilthas—. Hemos vivido demasiado tiempo bajo vuestras leyes, gobernador Medan. La ley del tirano no es ley. Si he de ser rey, entonces ésta será mi primera acción como tal.

—¿Señora? —Medan se volvió hacia Laurana.

—Su majestad tiene razón —contestó la elfa—. Habéis presentado vuestras acusaciones y las hemos escuchado. Kalindas debe tener su turno para contar su versión de los hechos.

—No os resultará una historia agradable. De acuerdo —accedió Medan, encogiéndose de hombros—. Pero debemos estar preparados. Si se me permite sugerir un plan de acción...

* * *

—Kelevandros —llamó Laurana mientras sacudía por el hombro al dormido elfo—. Tu hermano espera abajo.

—¿Kalindas está aquí? —Kelevandros se incorporó de un salto.

—Los guardias no le permiten entrar —siguió Laurana—. Baja y diles que tienes mi permiso para traerlo aquí.

—Sí, señora.

Kelevandros abandonó apresuradamente la estancia. Laurana volvió la cabeza para mirar a Medan. Tenía el semblante muy pálido, pero mantenía la compostura, muy serena.

—¿Ha sido satisfactorio?

—Perfecto, señora —contestó Medan—. No sospechó nada en absoluto. Sentaos a la mesa. Majestad, deberíais volver a vuestro trabajo.

Laurana soltó un profundo suspiro y se sentó a la mesa donde estaba el desayuno. Planchet seleccionó la mejor fruta para ella y le sirvió una copa de vino.

El gobernador jamás había admirado tanto el valor de Laurana como en ese momento, viéndola tomar trocitos de fruta, masticarlos y tragarlos, aunque la comida debía de saberle a ceniza. Medan abrió uno de los ventanales que daban al balcón y salió, dejando la puerta entreabierta para poder ver y oír lo que pasaba en la sala sin ser visto.

Kalindas entró detrás de su hermano.

—Señora, he estado muerto de preocupación por vos. ¡Cuando ese despreciable gobernador os sacó de aquí, temí por vuestra vida!

—¿De veras, Kalindas? —dijo suavemente Laurana—. Lamento haberte causado tanta angustia. Como verás, estoy a salvo. Por el momento, al menos. Tenemos noticias de que el ejército de Beryl marcha contra Qualinesti.

—Cierto, señora, he oído ese horrible rumor —convino Kalindas mientras avanzaba hasta situarse cerca de la mesa—. Aquí no os encontráis a salvo, señora. Debéis huir inmediatamente.

—Sí, señora —intervino Kelevandros—. Mi hermano me ha contado que corréis peligro. Vos y el rey.

Gilthas había acabado de escribir. Con el papel en la mano, el monarca se levantó de la silla del escritorio, preparado para marcharse.

—Planchet, trae mi capa —pidió.

—Hacéis bien en actuar rápidamente, majestad —dijo Kalindas, interpretando erróneamente la intención de Gilthas—. Señora, me tomaré la libertad de ir a por vuestra capa, también...

—No, Kalindas —lo interrumpió Gilthas—. No es ésa mi intención.

Planchet regresó con la capa del monarca, sujetando la prenda sobre el brazo derecho, y se adelantó para situarse junto a Gilthas.

—No tengo intención de huir —continuó el rey—. Voy a dirigir un discurso a mi pueblo. Empezamos de inmediato con la evacuación de la población de Qualinost y a hacer planes para defender la ciudad.

—Entiendo. —Kalindas se inclinó ante el rey—. Vuestra majestad pronunciará su discurso y luego os conduciré a vos y a vuestra honorable madre a un lugar seguro. Tengo amigos esperando.

—Apuesto que sí, Kalindas —dijo Medan mientras entraba por la puerta del balcón—. Amigos de Beryl que esperan para asesinar a ambos, al rey y a la reina madre. ¿Y dónde están esos amigos tuyos?

Los ojos de Kalindas pasaron rápidamente, con recelo, de Medan a Gilthas y de nuevo al gobernador. El elfo se lamió los labios. Su mirada se desvió hacia Laurana.

—No sé qué se ha dicho de mí, señora...

—Yo te diré qué se ha dicho, Kalindas —lo interrumpió el monarca—. El gobernador te ha acusado de ser un espía a su servicio. Tenemos pruebas que parecen indicar que es cierto. Según la ley elfa, tienes derecho a hablar en tu defensa.

—No le creéis, ¿verdad, señora? —gritó Kelevandros. Conmocionado y ofendido, se aproximó a su hermano para quedarse junto a él, impasible—. ¡Sea lo que fuere lo que ese humano os haya dicho de Kalindas, es mentira! ¡El gobernador es un caballero negro y un humano!

—Soy ambas cosas, en efecto —replicó Medan—. Y también soy el que paga a tu hermano para que espíe a la reina madre. Apuesto que si lo registras, encontrarás una buena reserva de monedas de acero con la cabeza de lord Targonne estampada en ellas.

—Sabía que alguien de la casa me había traicionado —intervino Laurana. Su voz estaba preñada de tristeza—. Recibí una carta de Palin Majere advirtiéndome de ello. Así fue como el dragón supo dónde y cuándo esperarlos a él y a Tasslehoff. La única persona que podría haber advertido a Beryl era alguien de la casa. Nadie más lo sabía.

—Estáis equivocada, señora —insistió desesperadamente Kelevandros—. Los caballeros negros nos estaban vigilando. Así fue como se enteraron. Kalindas no os traicionaría jamás, señora. ¡Jamás! Os quiere demasiado.

—¿De veras? —inquirió quedamente el gobernador—. Mira su cara.

Kalindas estaba lívido, la tez más blanca que el papel. Sus labios se atirantaban sobre los dientes en una mueca, y sus azules ojos centelleaban.

—Sí, tengo una bolsa con monedas de acero —espetó, salpicando gotitas de saliva—. Monedas que me pagó este cerdo humano que cree que traicionándome quizá tenga oportunidad de meterse en vuestro lecho. A lo mejor ya lo ha conseguido. Tenéis fama de que os gusta copular con humanos. ¿Quereros yo, señora? ¡Fijaos cuánto os quiero!

Kalindas metió velozmente la mano bajo la túnica y, al sacarla, la hoja de una daga centelleó con la luz del sol.

Gilthas gritó. Medan desenvainó su espada, pero se había situado cerca del rey para protegerlo y se encontraba demasiado lejos de Laurana para salvarla.

La reina madre cogió un vaso de vino y arrojó el caldo a la cara de Kalindas. Medio cegado por el escozor del vino en los ojos, el traidor arremetió con furia pero sin precisión, y la cuchillada dirigida al corazón de Laurana la alcanzó en el hombro.

Maldiciendo, Kalindas enarboló el arma para descargar otro golpe.

Soltó un grito horrible y la daga cayó de su mano. La hoja de una espada sobresalía por su estómago; la sangre empapó la pechera de la camisa.

Con las lágrimas corriéndole por las mejillas, Kelevandros sacó de un tirón la espada del cuerpo de su hermano. Luego la dejó caer para coger a Kalindas y tenderlo en el suelo, donde lo acunó en sus brazos.

—¡Perdóname, Kalindas! —musitó. Alzó la vista, suplicante—. Perdonadlo, reina madre...

—¡Perdonar! —Los labios de Kalindas manchados de sangre, se torcieron—. ¡No! —Sufrió un ahogo, y las últimas palabras salieron estranguladas—. ¡Los maldigo! ¡Maldigo a los dos!

Se puso rígido en los brazos de su hermano y su rostro se crispó. Intentó hablar de nuevo, pero la sangré salió a borbotones por su boca, y con ella, la vida. Aun en el momento de la muerte, sus ojos siguieron clavados en Laurana; se oscurecieron, y cuando la luz de la vida se apagó en ellos, esa oscuridad siguió alumbrada por el frío brillo del odio.

—¡Madre! —Gilthas corrió a su lado—. ¡Estás herida! Ven, tiéndete aquí.

—Me encuentro bien —dijo Laurana, temblorosa la voz—. No te preocupes...

—Reaccionasteis con una gran rapidez mental, señora, al arrojarle el vino. A todos nos cogió desprevenidos. Dejadme ver eso. —Medan apartó la tela desgarrada de la manga, empapada de sangre. Sus dedos tantearon con la mayor suavidad posible—. La herida no parece grave —informó, tras un rápido examen—. La daga rebotó en el hueso. Me temo que os quedará una cicatriz, señora, pero la herida es limpia y debería curar bien.

—No será la primera cicatriz que tengo —contestó Laurana con una débil sonrisa. Entrelazó las manos para que no le siguieran temblando. Sus ojos se desviaron involuntariamente hacia el cadáver.

—¡Echadle algo encima! —ordenó ásperamente Medan—. Tapadlo.

Planchet cogió la capa que sostenía en el brazo y la extendió sobre Kalindas. Kelevandros seguía arrodillado junto a su hermano, asiendo con una mano la del muerto y con la otra la espada con la que lo había matado.

—Planchet, llama a un sanador... —empezó Gilthas.

—No —dio la contraorden Laurana—. Nadie debe enterarse de esto. Ya has oído al gobernador. La herida no es grave. Además, ya ha dejado de sangrar.

—Majestad —dijo Planchet—. La reunión del Thalas-Enthia... Ya pasa de la hora.

Como para hacer hincapié en sus palabras, una voz llegó desde abajo, quejosa y exigente.

—¡Os digo que no seguiré esperando! ¿De modo que se permite a un sirviente ver a su majestad y a mí se me posterga? No me intimidáis. No os atreveréis a poner la mano encima a un miembro del Thalas-Enthia. Veré a su majestad, ¿me oís? ¡No permitiré que se me prohiba el paso!

—Palthainon —dijo Medan—. Tras el último acto de la tragedia, salen los bufones. —El gobernador se encaminó hacia la puerta—. Le entretendré todo lo posible. ¡Que se limpie esto!

Laurana se puso de pie con rapidez.

—No debe verme herida. No debe saber que algo va mal. Esperaré en mis aposentos, hijo.

Gilthas se mostraba reacio a marcharse, pero sabía tan bien como ella la importancia de su discurso ante el senado.

—Iré al Thalas-Enthia —dijo—. Pero antes, madre, he de hacer una pregunta a Kelevandros y quiero que estés aquí para oírlo. Kelevandros, ¿conocías el abyecto plan de tu hermano? ¿Formabas parte de él?

El sirviente estaba mortalmente pálido y cubierto de la sangre de su hermano, sin embargo miró al monarca con dignidad.

—Sabía que era ambicioso, pero jamás imaginé... Nunca creí... —Hizo una pausa, tragó saliva y luego añadió quedamente:— No, majestad. No estaba enterado.

—Entonces lo lamento por ti, Kelevandros —dijo Gilthas, suavizado su tono duro—. Por lo que tuviste que hacer.

—Lo quería —musitó el elfo—. Era toda la familia que me quedaba. Sin embargo, no podía permitir que hiciese daño a nuestra señora.

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