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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El río de los muertos (9 page)

BOOK: El río de los muertos
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La sangre empezó a calar la capa, y Kelevandros ajustó más la prenda alrededor del cadáver.

—Con vuestro permiso, majestad, me llevaré a mi hermano —manifestó con sosegada dignidad.

Planchet hizo intención de ayudarlo, pero Kelevandros rechazó su asistencia.

—No, es mi hermano. Mi responsabilidad. —Luego levantó el cuerpo de Kalindas en sus brazos y, tras un breve esfuerzo, consiguió incorporarse—. Señora —dijo sin levantar los ojos hacia los de ella—, vuestra casa era el único hogar que conocíamos, pero me temo que sería impropio...

—Lo comprendo, Kelevandros. Llévalo allí.

—Gracias, señora.

—Planchet —dijo Gilthas—, acompaña a Kelevandros. Préstale toda la ayuda que necesite. Explica lo ocurrido a los guardias.

—Vuestra honorable madre tiene razón, majestad —argumentó el criado tras una breve vacilación—. Debemos guardar en secreto lo ocurrido. Si la gente se entera de que su hermano ha cometido un atentado contra la vida de la reina madre, me temo que Kelevandros sufriría algún daño. Y si se descubre que el gobernador Medan ha estado utilizando elfos como espías...

—Es cierto, Planchet. Ocúpate de todo. Kelevandros, deberás salir por la puerta...

Al caer en la cuenta de lo que había estado a punto de decir, se interrumpió.

—La puerta trasera de la servidumbre —finalizó la frase por él Kelevandros—. Sí, majestad. Lo entiendo.

Dio media vuelta y salió con su pesada carga de la estancia. Laurana los siguió con la mirada.

—Dicen que las maldiciones de los muertos siempre se cumplen.

—¿Quién lo dice? —demandó Gilthas—. ¿Viejas abuelas desdentadas? Las metas de Kalindas no eran nobles ni elevadas. Hizo lo que hizo por codicia, exclusivamente. Sólo le importaba el dinero.

Laurana sacudió la cabeza; tenía el cabello apelmazado con su propia sangre, pegado a la herida. Gilthas empezó a dedicarle palabras de consuelo, pero se interrumpió al oír un gran alboroto al otro lado de la puerta. El gobernador Medan subía a zancadas las escaleras; había alzado la voz para advertirles que se acercaba y que tenía compañía.

Laurana besó a su hijo con unos labios tan pálidos como sus mejillas.

—Debes marcharte. Mis bendiciones van contigo. Y las de tu padre.

Salió rápidamente y caminó con premura pasillo adelante.

—Planchet, la sangre... —empezó Gilthas, pero el criado ya había puesto una pequeña mesa ornamental sobre la mancha y se plantó delante.

El senador Palthainon entró en la estancia con mucho ajetreo y alboroto. La ira ardía en sus ojos y el noble empezó a hablar en el instante en que puso el pie en el umbral.

—Majestad, se me informó que habíais convocado al Thalas-Enthia sin pedir antes mi aprobación...

El senador enmudeció en mitad de la frase, olvidando por completo la perorata que había ensayado mientras subía por la escalera. Había esperado encontrar a su rey títere caído flojamente en el suelo, enredado con sus propias cuerdas. En cambio, la marioneta caminaba hacia la puerta.

—He convocado al Thalas-Enthia porque soy el rey —replicó Gilthas mientras pasaba junto al senador, apartándolo con el hombro—. No os consulté, senador, por la misma razón. Porque soy el rey.

Palthainon lo miró de hito en hito y empezó a farfullar.

—¿Qué? ¿Cómo? ¡Majestad! ¿Dónde vais? Debemos discutir esto.

Gilthas no le hizo el menor caso, salió al pasillo y cerró la puerta tras él. El discurso tan cuidadosamente redactado se había quedado sobre el escritorio. Al final, pronunciaría las palabras salidas de su corazón.

Palthainon lo siguió con la mirada, desconcertado. Necesitando alguien a quien culpar, se volvió hacia el gobernador Medan.

—Esto es obra vuestra, gobernador. Habéis empujado a este necio muchacho a hacer esto. ¿Qué estáis tramando, Medan? ¿Qué ocurre?

—No tengo nada que ver con ello, senador —respondió el humano, divertido—. Gilthas es el rey, como él ha dicho, y lo ha sido durante muchos años. Más de los que, aparentemente, os habéis dado cuenta. En cuanto a lo que ocurre... —Medan se encogió de hombros—. Os sugiero que le preguntéis a su majestad. Tal vez se digne responderos.

—¡Que se lo pregunte a su majestad! —replicó con sorna el senador—. Yo no
pregunto
nada a su majestad. Le digo lo que debe pensar y lo que tiene que decir, como he hecho siempre. Estáis diciendo tonterías, gobernador. No os entiendo.

—No, pero lo haréis —advirtió al senador, que ya le daba la espalda, recogiendo las briznas de dignidad que le quedaban, y abandonaba la estancia.

* * *

—Planchet —dijo Medan después de que el rey y el senador se hubiesen marchado y el palacio quedó de nuevo en silencio—. Trae agua y vendas. Atenderé a la reina madre. Deberías retirar la alfombra y quemarla.

Provisto de una palangana y un rollo de vendas, Medan llamó a la puerta de los aposentos de Laurana. Ella lo invitó a entrar. El gobernador frunció el entrecejo al verla de pie, mirando por la ventana.

—Deberíais tumbaros, señora. Aprovechad este rato para descansar.

Laurana se volvió y lo miró.

—Palthainon causará problemas en el senado. No os quepa duda.

—Vuestro hijo lo ensartará como a un pollo, no con una espada, sino con palabras. Dejará tan desinflado a ese fuelle de gaita pretencioso que no me sorprendería verlo pasar zumbando por delante de la ventana. Vaya, os he hecho sonreír —añadió.

Laurana sonreía, cierto, pero al momento se tambaleó y extendió la mano para agarrarse en el brazo del sillón. Medan llegó de un salto a su lado y la ayudó a sentarse.

—Señora, habéis perdido mucha sangre, y la herida sigue sangrando. Si no os ofende... —Hizo una pausa, azorado. Tosió y siguió hablando—. Podría limpiar y vendar esa herida.

—Los dos somos guerreros, gobernador —contestó Laurana mientras sacaba el brazo de la manga de la bata—. He vivido y luchado con hombres en circunstancias en las que no podía permitirme ser pudorosa. Sois muy amable al ofreceros a curarme.

El gobernador rozó la piel caliente y vio su mano —tosca, grande, de gruesos dedos y torpe— en marcado contraste con el esbelto y blanco hombro de la elfa, la piel suave como la seda, el rojo de la sangre y el calor del irregular tajo. La retiró prestamente y apretó el puño.

—Me temo que os haré daño, señora —dijo, al sentirla encogerse con su roce—. Lo siento. Soy rudo y torpe. No sé hacerlo de otro modo.

Laurana se cogió el cabello y lo echó por encima del hombro para que no le estorbara mientras le limpiaba la herida.

—Gobernador Medan, mi hijo os explicó su plan para la defensa de Qualinost. ¿Creéis que funcionará?

—Es un buen plan, señora —contestó el hombre mientras le vendaba el hombro—. Si los enanos acceden a hacer su parte, incluso existe una posibilidad de que tengamos éxito. Sin embargo, no confío en los enanos, como advertí a su majestad.

—Se perderán muchas vidas —dijo tristemente Laurana.

—Sí, señora. Los que se queden para cubrir la retirada posiblemente no podrán escapar a tiempo. Será una batalla gloriosa —añadió al tiempo que hacía un nudo a la venda—. Como en los viejos tiempos. Yo, por lo menos, no pienso perdérmela.

—¿Daríais vuestra vida por nosotros, gobernador? —preguntó la elfa, volviéndose para mirarlo a los ojos—. Vos, un humano y nuestro enemigo, ¿moriréis defendiendo a los elfos?

El hombre fingió observar con atención la herida, para eludir la penetrante mirada. No respondió de inmediato, sino que lo pensó largos segundos.

—No reniego de mi pasado, señora —dijo finalmente—. Ni lamento las decisiones tomadas. Desciendo de plebeyos. Mi padre era siervo, y yo habría seguido el mismo camino, habría sido un analfabeto sin educación, pero lord Ariakan me encontró. Me dio conocimientos, instrucción y, lo más importante, me dio fe en un poder más grande que yo. Quizá no podáis entenderlo, señora, pero veneré a su Oscura Majestad con todo mi corazón. La Visión que me dio sigue viniendo a mí en sueños, aunque no comprendo por qué, ya que ella se marchó.

—Lo entiendo muy bien, gobernador —aseguró Laurana—. Estuve en presencia de Takhisis, la Reina de la Oscuridad. Todavía siento el mismo sobrecogimiento, el mismo respeto reverencial que experimenté entonces. Aunque sabía que su poder era maligno, resultaba terriblemente imponente su contemplación. Tal vez se debió a que, cuando osé intentar mirarla a los ojos, me vi a mí misma. Vi su oscuridad dentro de mí.

—¿Dentro de vos, señora? —Medan sacudió la cabeza.

—Era el Áureo General, gobernador —dijo seriamente la elfa—. Un bonito título. La gente me aclamaba en las calles. Los niños me regalaban ramos de flores. Sin embargo, ordené que esas mismas gentes entraran en batalla, dejé huérfanos a muchos de esos niños. Por mi culpa murieron millares de personas cuando podrían haber vivido para llevar una existencia feliz y fructífera. Tengo las manos manchadas con su sangre.

—No lamentéis vuestros actos, señora. Hacerlo es egoísta. Vuestro arrepentimiento despoja a los muertos de un honor que les pertenece. Luchasteis por una causa que sabíais que era justa y apropiada. Os siguieron a la batalla, a su muerte, si queréis, porque vieron esa causa resplandeciendo en vos. Por eso os llamaban el Áureo General —añadió—. No por vuestro cabello.

—Aun así, me gustaría resarcirlos en cierta medida.

Guardó silencio, absorta en sus reflexiones. Medan hizo intención de marcharse, pensando que ella querría descansar, pero Laurana lo detuvo.

—Hablábamos de vos, gobernador —dijo mientras posaba la mano en su brazo—. Del motivo por el que estáis dispuesto a dar vuestra vida por los elfos.

Mirándola a los ojos, el hombre habría respondido que estaba dispuesto a dar su vida por una elfa, por no lo hizo. Su amor no sería bien recibido, mientras que su amistad sí lo era. Se consideraba bienaventurado por ello y, en consecuencia, no intentó aspirar a más.

—Lucho por mi patria, señora —se limitó a contestar.

—La patria es la tierra en la que uno nace, gobernador.

—Precisamente, señora. Mi patria está aquí.

Su respuesta la complació; en sus azules ojos se reflejaba la comprensión y de repente brillaron al llenarse de lágrimas. Toda ella rebosaba calidez, dulzura y fragancia; pasaba por un momento de debilidad, estaba baja de moral, trastornada y herida. Él se incorporó bruscamente, tan deprisa que tiró la palangana con el agua que había usado para limpiarle el corte.

—Lo siento, señora. —Se inclinó para secar el líquido vertido, agradecido de tener la oportunidad de hurtar el rostro. Cuando se levantó evitó mirarla—. Él vendaje no está demasiado fuerte, ¿verdad, señora?

—No, no lo está.

—Bien. Entonces, con vuestro permiso, seño i, he de regresar al cuartel general para ver si ha habido más informes sobre el avance del ejército.

Inclinó la cabeza, giró sobre sus talones y salió apresuradamente, dejándola con sus pensamientos.

Laurana se cubrió el hombro con la manga de la bata. Flexionó los dedos y frotó con las yemas las viejas callosidades de las palmas.

—Restituiré algo —musitó.

5

Vuelo de Dragón

Los establos de los caballeros negros estaban situados a una distancia considerable de Qualinost, lo que no era de extrañar, pensó Gerard, puesto que albergaban un Dragón Azul. Nunca había estado allí, ya que no se le había presentado la ocasión, y sólo tenía una vaga idea de su ubicación. Las indicaciones facilitadas por Medan eran fáciles de seguir, sin embargo, y guiaron certeramente al caballero.

Consciente de la necesidad de actuar deprisa, avanzó al trote. No obstante, poco después empezó a faltarle el resuello. Las heridas sufridas en la lucha contra el draconiano le dolían, apenas había dormido, y la pesada armadura era un lastre más. La idea de que al final de su penoso avance tendría que vérselas con un Dragón Azul no aliviaba precisamente sus músculos doloridos ni aligeraba el peso de la armadura, sino todo lo contrario.

Olió los establos antes de verlos. Estaban rodeados por una empalizada y había guardias en la entrada. Alerta y recelosos, le dieron el alto en el momento que oyeron sus pisadas. Respondió con el santo y seña correcto y entregó las órdenes de Medan. Los guardias las miraron detenidamente y observaron de hito en hito a Gerard, a quien no conocían. Sin embargo, no había la menor duda sobre la autenticidad del sello del gobernador, de modo que lo dejaron pasar.

Los establos albergaban caballos, grifos y dragones, aunque en distintos emplazamientos. En la parte baja, unas construcciones de madera desperdigadas acogían a los caballos. Los grifos tenían sus nidos en lo alto de un risco; estos animales preferían las alturas, además de que había que tenerlos lejos de los caballos para que los equinos no se pusieran nerviosos con el olor de las bestias. El Dragón Azul, según le informaron a Gerard, estaba en una cueva situada en la base del risco.

Uno de los mozos de cuadra se ofreció a llevar a Gerard hasta el dragón, a lo que el caballero, caída el alma a los pies de manera que tenía la impresión de pisarla con cada paso que daba, accedió. No obstante, tuvieron que esperar debido a la llegada de otro Azul con su jinete. El reptil aterrizó en un claro, cerca de las cuadras, desatando el pánico entre los caballos. El guía de Gerard lo dejó solo y corrió a tranquilizar a los animales. Otros mozos de cuadra lanzaron imprecaciones al jinete del dragón, y le gritaron que había aterrizado en el lugar equivocado mientras agitaban los puños en su dirección.

El jinete no les hizo caso. Se bajó de la silla y acabó bruscamente con las recriminaciones.

—Me envía lord Targonne —anunció en tono seco—. Traigo órdenes urgentes para el gobernador militar Medan. Traed uno de los grifos para que me lleve al cuartel general y atended a mi dragón. Quiero que esté descansado y alimentado para el vuelo de regreso. Salgo mañana.

Al mencionar el nombre de Targonne, los mozos de cuadra cerraron el pico y corrieron a obedecer las órdenes del caballero. Varios condujeron al Dragón Azul a las cuevas al pie de los riscos, en tanto que otros se pusieron a la onerosa tarea de hacer bajar a uno de los grifos a base de silbidos. Les llevó un buen rato, ya que los grifos eran notorios por su mal carácter y fingirían estar sordos a una orden con la esperanza de que su amo se diera por vencido y acabara marchándose finalmente.

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