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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (10 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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— Ah-Kim,
si vas muchas veces a su casa, estaremos obligadas a invitar a tu amiga a venir a la nuestra algún día y entonces, ¿qué? Corazoncito, ya tenemos demasiadas deudas por pagar.

Los días de paga, era muy fácil distinguir quién tenía permiso de residencia y quién trabajaba de modo ilegal. Los que no tenían papeles cobraban en metálico en la oficina del tío Bob. A los demás se les convertía el número de prendas acabadas en un salario por horas y se les entregaba un cheque. A nosotras no daban un cheque, pero también teníamos que ir a la oficina. Cada día de pago, el tío Bob se acercaba cojeando a nuestro puesto de trabajo y nos acompañaba a la oficina del encargado, donde canjeaba nuestro cheque y dividía el dinero en nuestras narices.

—Quiero asegurarme de que las cuentas están totalmente claras —decía el tío Bob, con voz resignada. Escribía las distintas cantidades en un cuaderno y separaba los billetes verdes en fajos—. Bien, esto es por los medicamentos de cuando estuviste enferma en Hong Kong; esto, por los billetes de avión; esto, por los visados; esto, por los intereses de la cantidad total; esto, por el alquiler del piso (por supuesto, sin intereses); esto, por el agua, el gas y la electricidad; y esto es para vosotras.

Y nos entregaba el montón más pequeño soltando un suspiro.

La primera vez que sucedió aquello, me sorprendió el poco dinero que quedaba para nosotras. Por suerte, no teníamos teléfono, porque sino también hubiéramos tenido que pagarlo. No sabía que teníamos que devolverles todo lo demás, y no me había dado cuenta de lo caro que había sido el tratamiento para la tuberculosis de mi madre y los gastos de inmigración. Esta era la razón por la que no podíamos permitirnos un piso mejor, aunque habría deseado que la tía Paula nos hubiera dado algo más de tiempo para saldar nuestras deudas. El tío Bob cogía su parte todas las semanas, y nosotros pagábamos el alquiler y lo demás a plazos.

Un día, mi madre se atrevió a hablar con el tío Bob sobre el piso.

— Ah-
Kim siempre está enferma, en esa casa hace muchísimo frío. ¿Cuándo podremos mudarnos a otro piso?

El tío me miró, fijándose en mi nariz, que siempre estaba colorada. Su rostro denotaba comprensión.

—Es difícil de decir. La tía Paula se ocupa de todo ese asunto. Pero vamos, os invito a un té helado. ¿Lo habéis probado?

El tío Bob nos llevó a la máquina de refrescos y me compró mi primer té helado americano mientras un grupo de niños nos observaba con envidia. Estaba fresquito y sabía a limón. Era la mejor bebida que había probado en mi vida.

—Gracias, hermano mayor Bob —dijo mi madre—. ¿Estarás atento por si hay una nueva casa para nosotras?

—¿Eh?... Ah, sí... Claro, claro —contestó.

Para celebrar la Navidad, en la escuela colgaron lucecitas y espumillón, y cantamos canciones en grupo. Sabía que Annette me tenía preparado un regalo, porque se pasó semanas pidiéndome que adivinara lo que era. Sólo se me ocurrían cosas como estuches o libros para el colegio, así que nunca acertaba, para deleite de mi amiga.

Si Annette iba a regalarme algo, yo tendría que comprarle alguna cosa también. Fui con mi madre a Woolworth's para buscar un regalo. Mi madre pasó del departamento de juguetes porque todo era o demasiado caro o demasiado pequeño. No tenía ni idea de qué se podía regalar a una persona blanca. Aunque no teníamos mucho dinero, quería que el regalo fuera bastante grande para que pareciese que nos había costado una cantidad decente. Finalmente, se decidió por una enorme planta de plástico que costaba un dólar y noventa y nueve centavos, es decir, ciento treinta y tres faldas. En la tienda nos la envolvieron gratis. Me moría de ganas de dársela a Annette.

El último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, me encontré a Annette bajando del coche de su madre. Corrí hacia ella, cargando el paquete.

—¡Kimberly! —gritó mi amiga—. ¿Qué es eso?

Lo solté en sus manos.

—Es para ti.

—Hola, Kim —me saludó la señora Avery desde el coche.

Annette ya estaba rasgando el papel del envoltorio. Cuando aparecieron las hojas verdes con motas rojas, estiró los brazos para contemplar mejor la planta y, muy sorprendida, me preguntó:

—¿Hace música?

Yo estaba en mitad de otro resfriado, y me soné la nariz con un trocito de papel de baño mientras intentaba adivinar qué habría querido decir con aquello. ¿Cómo iba a hacer música una planta? Sólo más adelante fui consciente de que Annette se había pensado que era un juguete y no podía comprender por qué le regalaba algo así.

La voz de la señora Avery nos interrumpió:

—¡Qué planta más bonita, Annette! La pondremos en el
más-cetero
de tu habitación. Muchas gracias, Kimberly.

—Sí, gracias —farfulló Annette. Luego su rostro se iluminó de nuevo y sacó un paquetito de su bolsillo—. Esto es para ti.

Lo abrí y descubrí que era un llavero con un pequeño panda de peluche, parecido a los animalitos que ella llevaba enganchados en su mochila. Tenía los ojos de color marrón claro y las orejas negras, dobladas hacia abajo con timidez. En sus pezuñas había unas diminutas zarpas que se agarraban a tu dedo. Siempre deseé tener un osito de esos, incluso antes de haberlos visto por primera vez, aunque creo que a mi madre le sentó un poco mal que nos hubieran dado algo tan pequeño en comparación con nuestro regalo.

Aquel último día de clase antes de las Navidades, mi madre hizo una cosa que me sorprendió. En lugar de ir directamente a la fábrica, como todas las mañanas, me acompañó al colegio.

—Llegarás tarde —le dije.

—Hoy la tía Paula estará fuera cobrando los alquileres —contestó ella—, así que tengo algo de tiempo antes de que salga el pedido.

—Pero no puedes estar segura de que vaya a estar fuera.

Ya habíamos visto a la tía Paula soltando un correctivo a otras trabajadoras por pequeñas faltas como llegar tarde. A veces, hasta las despedía al momento.

—Lo sé.

Intenté atraer su atención, pero mi madre tenía la vista fija en el colegio, que ya se vislumbraba en la distancia.

—¡Ma! —grité, dando un tirón de la manga de su chaqueta. Estaba poniendo en riesgo su trabajo y nuestra supervivencia. Yo tenía la certeza de que la tía Paula nos despediría también si se enfadaba. En el helador aire de la mañana, salían nubes de vaho de mi boca—. ¿Qué estás haciendo?

No me contestó. Me fijé en que llevaba en el brazo una bolsita de plástico con una tartera dentro. ¿Tendría esto algo que ver con mis problemas con el señor Bogart? ¿Iba a tirarle comida podrida? A cada paso que daba, el sonido de mis botas contra la acera se acompasaba con los asustados latidos de mi corazón.

Cuando llegamos al colegio, intenté despedirme de ella en la puerta, pero entró directamente y me siguió por el pasillo de la escuela, donde formábamos las filas. El señor Bogart estaba en un rincón hablando con la señorita Kumar, la otra profesora de sexto. Mi madre se acercó a ellos y yo fui detrás, deseando tener poderes para hacernos desaparecer a las dos.

—¿Sí? —preguntó el señor Bogart, con un gesto de seriedad en su rostro.


Felices
Navidad —dijo mi madre en inglés con voz temblorosa, mientras le ofrecía al profesor la tartera.

El señor Bogart enarcó las cejas y, lentamente, abrió el envase para descubrir un enorme muslo de pollo en salsa de soja. Era peor de lo que me esperaba. Para nosotras, aquello era un lujo que en escasas ocasiones nos podíamos permitir, pero regalarle al señor Bogart algo tan vulgar como un muslo de pollo...

La expresión del hombre vacilaba entre el desdén y algo más que no supe identificar —podría ser sorpresa, o incluso gratitud—. Pensé que iba a soltar uno de sus sarcásticos comentarios, pero debido a la extraña naturaleza del regalo o a la presencia de la señorita Kumar, el señor Bogart permaneció atónito y en silencio.

La señorita Kumar, por el contrario, sonreía descaradamente.

—Vaya, Nick, y tú siempre quejándote porque nadie aprecia tu trabajo —comentó. Luego, dirigiéndose a mi madre, añadió—: Señora Chang, Kimberly se está integrando muy bien.

Por supuesto, mi madre no entendió ni una palabra de lo que le acababan de decir, pero supo lo que tenía que contestar:

— Glacias.

El señor Bogart saludó nervioso a mi madre inclinando la cabeza, y luego reunió a nuestra clase. La mayoría de los niños contemplaban boquiabiertos cómo nuestro odiado profesor recibía un regalo.

Mi madre se marchó corriendo. En efecto, la tía Paula estaba fuera aquella mañana, así que no nos despidieron. Aquel incidente no hizo que el señor Bogart fuera más amable ni más duro conmigo, por lo que tenía que estar agradecida.

Comprendí que mi madre hacía todo lo que podía para ayudarme con mi profesor.

Un día, cerca de las Navidades, vi en el taller a Matt trabajando junto a su madre y froté con los dedos la frente del osito panda que llevaba en el bolsillo. Me acerqué a él y lo saludé:

—Felices Pascuas.

Luego, saqué el osito y se lo di. Llevaba tiempo dándole vueltas a aquello. Aunque Tyrone me gustaba mucho, nunca había hablado con él. Matt, por su parte, se había portado muy bien conmigo, y además era el único amigo que sabía cómo era mi vida en realidad, porque la suya era igual. Quería hacerle un regalo casi tanto como quedarme el panda, porque era el único juguete que poseía.

Matt lo lanzó al aire y lo recogió con un rápido giro de muñeca.

—Y esto, ¿por qué? —preguntó.

—Porque me has ayudado mucho —contesté, y me quedé con las ganas de añadir «y porque me gustas mucho».

Sonrió, y me fijé en que tenía la marca de un moratón en el pómulo.

—Me parece que este panda prefiere estar contigo —dijo, devolviéndolo con cariño a mi mano.

Por una parte, me sentí aliviada de recuperar el osito, pero por otra, decepcionada porque Matt había rechazado mi regalo. Bajé la vista al suelo unos instantes y luego le pregunté, señalando el cardenal:

—¿Qué te ha pasado?

—No es nada. Unos imbéciles que se metieron con mi hermano.

Se encogió de hombros, fingiendo indiferencia, pero parecía tan enclenque y delgaducho que me dio pena.

Ya conocía la respuesta, pero no pude evitar preguntarle:

—¿Te metes a menudo en peleas?

—No mucho —contestó, sonriéndome de nuevo—. No te preocupes, pequeña.

—No soy pequeña, soy tan alta como tú.

—Espera un par de años y verás —dijo, marchándose con paso altanero.

En Hong Kong, había oído hablar del mito de Papá Noel, aunque teníamos asumido que no visitaba los países de climas cálidos. Como su presencia no era muy evidente allí, y no se hablaba mucho de él, no sabía que no era real, al contrario que la mayoría de los niños de mi edad. Ahora que estaba en los Estados Unidos, pensaba que aparecería igual que las otras cosas raras de las que había oído hablar pero que nunca había visto, como los pelirrojos o las manoplas de lana.

Le regalamos al señor Al un pequeño elefante de madera de Chinatown, para que le trajera dinero y una larga vida. A mi madre no le preocupaba comprarle a nuestro vecino cosas que a ella le gustaban, porque sabía que el señor Al estaba chiflado por todo lo chino. Su esposa había muerto hacía muchos años y no paraba de repetir que terminaría casándose con una hermosa mujer china. Siempre me hacía preguntarle a mi madre si tenía alguna amiga resultona, y me pedía que le enseñara a decir cosas como «te quiero» en chino.

—Voy a poner esto junto a la caja registradora, para que me traiga buena suerte —dijo el señor Al.

Nos regaló una lamparita roja de su tienda. La pusimos en la mesita en la que hacía los deberes.

No teníamos árbol de Navidad ni lucecitas en el piso, pero mi madre hizo todo lo que pudo por decorarlo. Compró un libro de villancicos de segunda mano y los cantábamos juntas. Algunos los conocía de haberlos oído en el colegio. Aunque mi madre no entendía el inglés, sabía leer las notas. Ella entonaba la melodía mientras yo desafinaba con la letra. Intentó acompañarnos con el violín, pero hacía demasiado frío y no podía tocar con los guantes puestos.

Como no tenía medias, en Nochebuena dejé un calcetín de mi madre, que era más grande que uno mío, sobre la mesita en la que hacía los deberes. Cuando me levanté, encontré una naranja y un sobre de color rojo con dos dólares en su interior. ¡Toda una fortuna! Comprendí al instante que Papá Noel no era de verdad, que la que realmente existía era mi madre, pero ya me bastaba con ella.

Un poco después del Año Nuevo occidental, encontramos un regalo de verdad. En nuestro camino de todos los días al metro, pasábamos frente a un gran edificio. Una mañana, nos fijamos en que unos hombres sacaban algo a los contenedores de basura. Cuando se marcharon, nos acercamos a ver lo que habían tirado: varios rollos de felpa de la que se utiliza para hacer muñecos de peluche. Seguramente el edificio era una antigua fábrica de juguetes. Nos quedamos de piedra, fascinadas ante la visión de un tejido tan cálido.

—Si nos damos prisa... —dijo mi madre.

—No, Ma. No podemos arriesgarnos a llegar tarde, si se entera la tía Paula... —comenté—. Mejor venimos a la vuelta.

Durante toda la jornada en el taller mi madre no paró de hacerme preguntas: «¿piensas que alguien podría llevarse algo así?», «¿hoy pasan a recoger la basura?». La única respuesta que podía darle era que no lo sabía. Sería mí culpa si ya no estaba allí cuando saliéramos de la fábrica por la noche.

Cuando por fin salimos corriendo del metro y llegamos a la fábrica de juguetes, vimos que todo seguía allí. Mi madre rio de alegría ante aquel magnífico hallazgo. Metros y metros de un material que podría darnos calor. Aunque se trataba de tejido sintético de color verde lima y picaba, era mejor que lo que teníamos. Las calles estaban desiertas por frío que hacía, pero hicimos varios viajes llevándonos tantos rollos como pudimos de la basura y arrastrándolos hasta casa.

Mi madre me hizo faldas, jerseys, pantalones y mantas con aquella tela de la fábrica de juguetes. También la utilizó para cubrir partes del suelo y de las ventanas. Incluso hizo manteles. Tenía que ser gracioso vernos, vestidas en casa como dos enormes peluches, pero no podíamos permitirnos el lujo de que nos importara. Desde entonces, siempre me he preguntado si habríamos sobrevivido a aquel invierno sin aquel regalo de los dioses. La felpa era muy pesada, como la tela de las alfombras. No había sido pensada para confeccionar ropa. Cuando dormía bajo nuestras nuevas mantas, me despertaba con dolor en el cuerpo por el peso. Pero por lo menos nos tapaban enteras, en vez de los montones de ropa que usábamos antes, y eran muy calentitas.

BOOK: El silencio de las palabras
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