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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (13 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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—¿Podría ser en Harrison? —pregunté, pues era el instituto al que iba a ir Annette.

La señora Laguardia se echó a reír.

—Vaya, apuntas alto. Déjame hacer unas cuantas llamadas y ya te avisaré, Kimberly. Ahora vete. Y te repito que no te hagas muchas ilusiones, la cosa está difícil.

Después de salir del despacho de la directora sin ser expulsada, Luke quería pelear conmigo todos los días. Tuvimos varios intercambios de mochilazos hasta que una chica se dio cuenta de lo que sucedía antes que nadie. Se trataba de una niña que estaba empezando a desarrollarse y era mucho más guapa que yo, con el pelo castaño y ondulado y la piel lechosa. Comenzó a provocar a Luke, fingiendo que me defendía.

—Más te vale que no te metas con mi amiga —decía, acercando su rostro al del matón.

Nunca antes había hablado con ella, pero aun así le estaba agradecida. Pronto, Luke centró su atención en ella, y comenzó a preguntarle:

—¿Quieres pelear?

Sólo tuvieron que echar una pelea antes de empezar a morrearse en el patio. Entonces lo entendí todo: Luke no quería pegarse conmigo, sólo era una forma de cortejo cuyas reglas había violado al pegarle con fuerza aquella primera vez. Me sentí avergonzada. De cualquier modo, el asunto me había servido para ganar cierto respeto ante el resto de la clase y comencé a sentirme más a gusto en el colegio.

Aquella primavera hubo otros eventos notables: la Pascua (una fiesta sobre conejos y huevos) y la foto de la escuela. Como no podíamos permitirnos comprar la foto, me quedé con la muestra que nos enviaron a casa, con la palabra PRUEBA estampada sobre mi pecho. La reunión de la APA se produjo sin que mi madre tuviera conocimiento.

Después de Pascua, me enteré por la señora Laguardia de que el Instituto Harrison estaba interesado en ofrecerme una beca, y por lo que entendí aquello significaba que estaban dispuestos a pagarme los estudios si luego yo conseguía entrar en una buena universidad. Me pareció un buen trato. ¿Qué otra cosa podía ofrecerles yo?

La señora Laguardia nos consiguió una cita con la dirección del Instituto Harrison, que estaba en una parte de Brooklyn que nunca antes había visitado.

Mi madre se quedó sin aliento de la emoción cuando le di la noticia.

—¡Pero qué bien! Estoy tan orgullosa de ti.

Sin embargo, frunció el ceño al enterarse de la fecha de la cita.

—¿Tan pronto? Ese día sale un pedido.

—No pasa nada. Puedo ir sola.

—¿No podemos cambiar la fecha de la entrevista?

—Ma, me encantaría que vinieses conmigo, pero no quiero causarte problemas en la fábrica. No puedes faltar al trabajo.

—Me da pena que tengas que ir sola —comentó con tristeza—. Te encenderé incienso.

Aquel día me dieron permiso para perderme las clases. Tuve que cambiar tres veces de línea en el metro para llegar al Instituto Harrison. Luego caminé un buen rato, siguiendo el mapa que me habían entregado, hasta que llegué a una zona arbolada. Nunca me había imaginado que existiera un sitio así en Brooklyn. No se parecía a nada de lo que había visto hasta entonces, ni tan siquiera al barrio de Annette. Era un lugar tan hermoso y tranquilo que parecía que estabas en el campo.

Pensé que me encontraba en un parque, pero luego me enteré de que era parte del campus de Harrison. El instituto era tan antiguo que poseía un extenso terreno. Los árboles y los setos dieron paso a una alta valla y detrás, a lo lejos, vi a unos estudiantes jugando a algo en un césped enorme e inmaculado. Llevaban unos pantalones cortos muy anchos, casi cuadrados. Estos chicos y su juego me resultaban completamente extraños. En mi colegio, por lo menos, yo no era la única que no era blanca, ni tampoco la única pobre. Nadie hacía las cosas que hacían aquellos estudiantes, y si me quedaba allí, también tendría que correr con un palo, recoger pelotas y lanzárselas a otro que a lo lejos me hacía señales. Además estaría obligada a llevar esos pantalones cortos cuadrados y no tendría dinero para comprarlos.

Me detuve y, por un instante, pensé en marcharme, en volver a lo que en realidad era. Si descubrían que hasta las bragas me las hacía mi madre y que nos tapábamos por la noche con unas telas que habíamos sacado de la basura, seguro que me expulsaban. Yo era un fraude, una pobre que intentaba pertenecer al mundo de los niños ricos. Lo que no sabía entonces era que no tenía que preocuparme por ocultar mi pobreza: en aquel sitio no eran tontos.

Finalmente, llegué a un edificio de ladrillo que se levantaba al borde mismo del césped. La puerta era de madera tallada y tenía unos paneles de cristal de colores. Resultaba tan pesada que me costó abrirla. A través de los cristales más claros, pude ver a una mujer joven en un mostrador frente a una enorme escalera en curva. Llevaba una blusa de un blanco inmaculado y zapatos de tacón. Su cabello castaño claro estaba recogido en un moño.

Me sentí muy pequeña en aquel gigantesco vestíbulo. Un retrato de un hombre barbudo con una Biblia en la mano me observaba mientras me acercaba a la mujer. Miré el arrugado papel que tenía en la mano, aunque ya me lo conocía de memoria. Llevaba mucho tiempo pensando en cómo pasar esta entrevista.

—¿La doctora Weston, por favor? —pregunte con voz chillona.

La mujer se sorprendió un poco ante mi pregunta. Tomó aire y dijo:

—¿Tienes una cita con ella?

—Sí —dije, aliviada porque me hubiera entendido.

A partir de ahí, la mujer comprendió todo.

—Tú debes de ser Kimberly Chang.

Asentí y le entregué el montón de formularios que había tenido que rellenar para mi solicitud de admisión.

—¿Tu madre está aparcando el coche? —me preguntó, mirando detrás de mí.

—No —contesté, bajando la vista—. Está enferma y no ha podido venir.

—Entonces, alguien te habrá traído, ¿no?

Tenía que haber pensado en eso y tener preparada una respuesta. Una serie de excusas desfilaron por mi mente («me han traído pero me están esperando en el coche», «me han traído y se han ido»...).

La voz de la mujer interrumpió mis pensamientos:

—¿Has venido sola?

El motor de mi cerebro se detuvo de golpe.

—Sí.

Tras un silencio, me sonrió.

—Entonces debes de estar cansada del paseo. ¿Por qué no te sientas mientras aviso a la doctora Weston de que has llegado?

Me acompañó a una de las sillas de madera que había contra la pared y se marchó con mi pila de papeles. La mujer me había tratado con cortesía, pero todavía no las tenía todas conmigo. Sus tacones resonaron por el pasillo.

Cuando volvió pasados unos minutos, la acompañaba una mujer mayor muy bajita que llevaba un traje beis. Su rostro era como el de un bulldog, con los carrillos colgando a ambos lados de una nariz chata y unos ojos muy juntos y brillantes.

La mujer se detuvo ante mí y se presentó:

—Hola, soy la doctora Weston.

—¿Cómo está usted? —dije, contenta de haber practicado con la señora Avery lo que tenía que decir.

Le ofrecí la mano y la estrechó sin dudarlo. Su mano era muy blanca y suave, excepto por la dureza de varios anillos cuadrados y relucientes.

Una vez que estuvimos sentadas en su despacho, la doctora Weston se reclinó en su asiento. Encima de su mesa había un cuaderno de notas amarillo sobre el que descansaba un reloj y mis papeles. Me ofreció una sonrisa moviendo solamente la mitad inferior de su rostro. Sabía que lo hacía para que me sintiera cómoda, pero sólo consiguió ponerme más nerviosa.

—Normalmente este trámite lo hacemos por escrito, pero como me han dicho que tu caso es especial, te voy a hacer una serie de preguntas, ¿de acuerdo? Contéstalas lo mejor que puedas, y si no sabes la respuesta, dímelo.

Me preparé para preguntas del tipo: ¿Dónde está tu madre? ¿Por qué no te ha acompañado? ¿Qué ropa se viste en Pascua? ¿Con qué mano se coge el tenedor para comer? Agarré los brazos de mi silla.

—¿Puedes contar de uno a cuarenta, pero de tres en tres? Te voy a cronometrar. Empezamos: uno, cuatro, siete...

Parpadeé sorprendida. Eso se me daba bien.

—Diez, trece, dieciséis...

—Bien. Un chico tiene dieciséis años y su hermana el doble. Cuando el chico tenga veinticuatro años, ¿cuál será la edad de su hermana?

Seguimos así durante una hora. Fue la conversación más extraña que había mantenido nunca, pero me gustaba. Comprendí que era un examen, por supuesto, pero para mí todas las conversaciones lo eran y en aquella, por lo menos, podía entender las reglas. En un mundo de incertidumbres, por fin pisaba tierra firme. Cuando no entendía una palabra, me la explicaba. Sólo un par de veces tuve que dejar una pregunta, y ella rápidamente pasaba a otra. Finalmente, terminamos y me miró.

—Excelente —dijo—. Una cosa más.

Me entregó un folio y un lápiz.

—Dibuja algo que te guste. Lo que sea, una casa, una niña...

No quería dibujar nuestra casa, así que elegí una niña. Supuse que se refería a una que no fuese china, así que dibujé el único tipo de niña que conocía, sobre el que había leído en los libros: una princesita, con el pelo largo y rubio, una corona sobre la cabeza y un vestido de Cenicienta con volantes en las mangas y una cintura extremadamente delgada.

Cuando la doctora Weston tomó el papel y vio el dibujo, se le escapó una sonrisa. Al instante, se contuvo y ojeó sus papeles. No comprendía por qué se había reído. Me pregunté si se debería a la incongruencia entre mis ropas y el elegante vestido que había dibujado. Supongo que parecí dolida, porque me miró a los ojos y me dijo:

—Tus resultados son tan
im-personantes,
que me había olvidado de lo joven que eres. Escucha, ¿por qué no te das una vuelta para conocer el instituto, y luego hablamos?

Asentí. La mujer de la entrada vino y me enseñó el recinto. Primero, la vitrina de los trofeos, que estaba en el vestíbulo por el que había entrado. La escuché mientras me hablaba de los premios que poseía el instituto, pero estaba concentrada en las fotos de los chicos que los habían conseguido: todos llevaban americanas. En mi escuela nadie vestía así. A veces hacíamos americanas en la fábrica, pero las de las fotos eran distintas. Se veía que no eran de poliéster. Su tejido parecía resistente y se ajustaban a los hombros de los alumnos, sin ocupar más espacio del debido.

Los estudiantes sonreían mostrando unos dientes perfectos y blancos que iban a juego con su piel perfecta y blanca. ¿Iba a ser la única china en todo el instituto? ¿Por eso mostraban interés en mí? Las fotos estaban enmarcadas y ordenadas una sobre otra, con las promociones más antiguas en la parte inferior. En las clases más antiguas sólo había chicos, y luego empezaban las mixtas. A medida que las fotos avanzaban en el tiempo, se producía un ligero cambio: aparecían aquí y allá algunos rostros más oscuros, pero se trataba de raras excepciones.

Luego, para mi sorpresa, me llevaron a otros edificios, todos enormes y espaciosos, con las paredes cubiertas de madera. Había pensado que el instituto ocupaba sólo el primer bloque. En su interior, intenté no mirar a las estatuas de mujeres con los pechos desnudos cuya blancura relucía en las hornacinas. Tenían hasta pezones. Esto era algo muy occidental. Al pasar por algunas aulas, me fijé en que estaban llenas de estudiantes que se parecían a los chicos de las fotos.

Nos dimos una vuelta por el campus y me quedé boquiabierta. Estaba totalmente estupefacta. Nunca me había imaginado que pudiera haber un lugar así en Nueva York. La mujer me mostró las pistas de tenis y el campo de fútbol, como si fuera lo más natural tener acceso a esos lugares. Por todas partes brotaban hojas. Nunca había visto tantos árboles, pero lo que más me sorprendió fue lo abierto que era el espacio. Nada que ver con los solares en los que vivíamos mi madre y yo, ni con el patio de asfalto rodeado de vallas de mi colegio. Ni tan siquiera el bonito jardín de casa de Annette era parecido a aquello. No sabía mucho, pero fui consciente de que aquel lugar era especial.

6

Cuando regresamos al despacho de la doctora Weston, se encontraba hablando por teléfono. Se excusó, colgó el aparato y me hizo un gesto para que volviera a sentarme.

—¿Qué te ha parecido el instituto? —preguntó.

—Es un lugar muy tranquilo —respondí, tras pensármelo unos instantes.

—¡Pues claro que es tranquilo! —Parecía un poco molesta y supe que había metido la pata con mi comentario—. Por eso nuestros alumnos
op-tienen
unos resultados académicos tan
im-personantes.
¿No has visto los premios que hemos conseguido?

Contesté que sí aunque no me acordaba, pero no quería meter en un lío a la mujer que me había enseñado el instituto.

—Harrison es uno de los mejores institutos de
según-daria
del país,
con-parable
en términos de las
instal-acciones
que
des-ponemos
a otros centros como
Exit
o
Sand Paul,
con la ventaja de que aquí no seguimos un régimen de
entrenado.
Somos como un colegio de
entrenos
pero en el que no hace falta quedarse a dormir.

En un instante, la mujer había utilizado más palabras que no entendía que en todo el tiempo que llevaba allí. No tenía ni idea de qué me estaba hablando, sólo tenía claro que era un discurso que ya se sabía de memoria, como un actor en el teatro, y que a mí me tocaba sonreír y asentir, que fue lo que hice.

A continuación, nos quedamos en silencio mientras la doctora Weston hojeaba su cuaderno, revisando las notas que había tomado durante nuestra entrevista. Sus ojos se posaron un instante en los pantalones que me había hecho mi madre: el rojo de la pana estaba desgastado de tantos lavados y la goma de la cintura dada de sí.

—Muy bien. Antes de tomar una decisión final, tengo que
con-saltar
al comité de ayudas
final-cieras,
pero puedo asegurarte que ningún centro cometería el error de
den-hogar
tu
as-misión.

Todavía estaba intentando comprender si lo que acababa de decir era algo bueno o malo, cuando la mujer cambió de táctica. Ofreciéndome una sonrisa muy amable, dijo:

—Kimberly, queremos que formes parte de nuestro instituto. ¿Te gustaría estudiar aquí?

Respiré más tranquila, e incluso le devolví la sonrisa.

—La verdad es que me gusta mucho este instituto.

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