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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (27 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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Se apagó el brillo de sus ojos y llegó el momento de empezar nuestra clase.

En undécimo curso, Annette se volvió una enamorada del teatro. Todo empezó un día, en la biblioteca, mientras me soltaba uno de sus discursos sobre Simone de Beauvoir:

—... escribió que a las mujeres se les discrimina porque se les ve como el Otro misterioso, y eso ha conducido a una sociedad dominada por los hombres. Esta definición se puede aplicar a grupos humanos de distintas razas y culturas. Las clases dominantes siempre han practicado esa discriminación.

Annette gesticulaba con las manos, como siempre hacía cuando hablaba de algo que le apasionaba.

El señor Jamali apareció detrás de mí, y comentó:

—Mírate, mira esos gestos... Todo en ti es tan expresivo, tan dramático... Deberías dedicarte al teatro.

—¿En serio? —Annette se llevó la mano a las caderas, pensativa—. Nunca se me había ocurrido.

—En un par de semanas hacemos las pruebas para el grupo de teatro. Podrías explorar tu relación con la otredad probando a salir de ti misma mediante la interpretación.

Aquello bastó para picar la curiosidad de Annette. Aunque comenzó con pequeños papeles, el señor Jamali tenía razón: mi amiga poseía un don para el teatro. Su pelo exuberante y su carácter apasionado y curioso se combinaban para hacerla irresistible en el escenario. El señor Jamali dijo que tenía un montón de talento, pero que hacía falta canalizarlo y pulirlo. Siempre estaba ahí, con sus túnicas bordadas, animándola: «Muy bien, lo has hecho casi perfecto. Ahora, vamos a repetirlo conteniéndote un poco más, pero sin perder esa intensidad, ¿de acuerdo?».

Me sentía muy orgullosa, sentada en la oscuridad del patio de butacas, observando los ensayos de Annette. Como las representaciones eran por la tarde o a primera hora de la noche, nunca podía ver más que los ensayos.

Mi primo Nelson entró en el equipo de debate de su instituto. Estaba convencido de que era el mejor de la competición, así que nos invitaron a ir a admirarlo. La familia al completo nos pasó a recoger con su monovolumen. Mi madre y yo íbamos en los asientos de atrás, pero podíamos oír todo lo que sucedía delante.

—Es la mejor camisa que tengo —se disculpaba el tío Bob, que se había puesto una camisa de seda para la ocasión—. La traje de China. Sólo intentaba...

—¡Me vas a dejar en ridículo delante de mis amigos! —le cortó Nelson.

—¡Es verdad! —exclamó Godfrey, que ya tenía trece años—. Vaya camisa más estúpida.

—Pareces un gay —dijo Nelson—. Un chulo de playa.

Al final, tuvimos que dar la vuelta y regresar a casa para que el tío Bob se cambiase de ropa. Nelson también obligó a su madre a quitarse las joyas de oro que llevaba porque decía que eran una horterada, sobre todo ese oro chino de veinticuatro quilates.

—¡Ay estos chicos! Tienen unos gustos propios —comentó la tía Paula—. Y tú, Kimberly, ¿qué tal? ¿También estás apuntada a un montón de actividades extraescolares?

—No tengo tiempo —contesté.

—¡Qué pena! Es algo que las universidades tienen muy en cuenta.

La tía Paula todavía pensaba que me iba tan mal como cuando entré en el Instituto Harrison. Mi madre y yo no nos habíamos preocupado por corregir aquella impresión, ya que parecía disminuir su odio y sus celos.

—¿Y qué tal te va con los exámenes?

—Bien.

No me iba mal, pero mi madre, por el contrario, había suspendido su examen de ciudadanía, como me esperaba.

Antes de ponernos de nuevo en marcha, Nelson miró de arriba a abajo la sencilla indumentaria de mi madre. Abrió su boca para hacer un comentario, pero me planté delante de él y le dije en inglés:

—Ni se te ocurra, Nelson.

—¿Qué? —preguntó sorprendido.

—Ya me has oído.

Así que se quedó callado.

Su instituto privado, en Staten Island, era mucho más pequeño que Harrison. Nelson se encogió cuando subió al estrado, convirtiéndose en un chico tímido y colorado. Su equipo de debate perdió.

Tendríamos que haber supuesto que el horno no aguantaría encendido día y noche invierno tras invierno, pero cuando finalmente se estropeó fue toda una conmoción. El frío se extendió por los suelos, congelando el agua del lavabo y espesando la capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas. Nos pasábamos las noches acurrucadas en el colchón de mi madre, intentando darnos calor, tapándonos con todo lo que poseíamos.

Mi madre trajo a un hombre que le había recomendado una de las mujeres que se encargaba de coser botones. Le habían dicho que era barato, que trabajaba bajo mano y que tenía algún tipo de diploma obtenido en China, lo que venía a significar que no tenía ningún permiso en los Estados Unidos.

El hombre se presentó con una camisa sucia y un peto que le quedaba demasiado grande, como si lo hubiera robado. Arrastró su caja de herramientas por el suelo, rayando el vinilo. Me estremecí al verle golpear la válvula de control con el martillo. Sabía que era una pieza muy delicada. Después de hacer un montón de ruido, cuyo fin supongo que era impresionarnos con su esfuerzo, salió de detrás del horno para decirnos que era irreparable y que su visita nos iba costar cien dólares.

—¡No tengo tanto dinero! —dijo mi madre, llevándose la mano a la mejilla.

Entonces, intervine:

—¡Pero si lo has estropeado más de lo que estaba! Tú lo que quieres es rompernos los huesos de la pierna.

Era una expresión china que significaba que se estaba intentando aprovechar de nosotras. De hecho, el hombre había destripado el horno y algunas de las piezas de sus entrañas se encontraban ahora en el fregadero de la cocina. Se acercó a mí, amenazante. Su acento era del norte de China.

—He perdido el tiempo aquí, quiero mi dinero.

Mi madre intentó mantenerme al margen:

—Déjame solucionar esto, Kimberly.

—Eso, márchate, niña —dijo el hombre.

Temí que mi madre terminara cediendo y aceptara pagarle más adelante. Por aquel entonces tenía dieciséis años y la confianza de una adolescente que llevaba mucho tiempo teniendo que actuar como un adulto. No conocía lo suficiente la vida como para tener miedo, pero sabía que había ayudado a ganar nuestro dinero y que no iba a tirarlo tan fácilmente. Cien dólares eran diez mil faldas, una fortuna.

—Si quieres tu dinero, enséñame primero tus papeles —le dije.

—¿Para qué?

—Tu pasaporte, por favor.

Ante mi amenaza implícita, se infló como un pez globo.

—¡¿Quieres mis papeles?!

Estaba cerca del teléfono, así que de una zancada me aparté de su lado y cogí el aparato. Marqué el número de Annette.

—¿A quién llamas? —preguntó el hombre.

—A la policía.

Sus ojos permanecieron quietos, sin saber qué hacer. Escuché al hermano pequeño de Annette responder al otro lado de la línea.

—Buenos días —dije en inglés—. ¿Podrían enviar una patrulla a la calle...?

Al oír esto, el hombre recogió sus cosas y echó a correr por las escaleras, no sin antes lanzarme una última mirada torva. Nos pareció que el tiempo se había detenido hasta que oímos la puerta de la calle cerrándose de un golpazo. Mi madre se hundió aliviada en un sillón.

—Lo siento, me equivoqué al marcar —dije al aparato y colgué, esperando que el hermano de Annette no hubiera reconocido mi voz.

—¡Tenía la cabeza y el cerebro de un ladrón! —comentó mi madre con voz apagada.

—¡Y el corazón de un lobo! ¡Y los pulmones de un perro! —dije yo, insultos chinos con los que quería decir que no era de fiar y era un malvado.

El corazón todavía me latía acelerado, como si tuviera una rana saltando en el pecho. Por lo menos habíamos conseguido que se marchara. Pero el horno seguía estropeado y se preveía que en los próximos días la temperatura iba a bajar de cero.

11

Llamé a la Compañía de Gas de Brooklyn y nos mandaron a un técnico a casa. Era un corpulento afroamericano que llevaba un uniforme azul de cuerpo entero, con un cinturón anudado a la altura de la barriga. Cuando entró en nuestro piso, miró a su alrededor y sus ojos, pequeños como los de un oso de peluche, pusieron de manifiesto la pena que le dábamos.

—Voy a hacer lo que pueda, ¿vale? —nos dijo—. Pero no puedo prometer nada. El tío que estuvo antes que yo se cargó el cacharro.

—Por favor —le supliqué, intentando contener el pánico en mi voz—. Por favor, haga algo.

Mi aliento producía nubes de blanco vaho. No sabía cómo íbamos a conseguir sobrevivir a esa noche si no lograba arreglar el horno. El piso se había vuelto más frío cada día que pasaba. Estaba oscureciendo en la calle y ya podía oír el viento golpeando las paredes.

—Lo intentaré, preciosa —dijo el técnico—. Tranquilizaos mientras procuro encontrar una forma de arreglar este estropicio.

Lo consiguió. Con sus bastos dedos logró volver a poner las piezas en su sitio. Cuando el horno revivió con su llama azulada, mi madre aplaudió de alegría. Intentó dar una propina al hombre, nada más que un dólar, pero el técnico dobló el billete y se lo devolvió cortésmente.

—Quédeselo —dijo con su voz pausada y profunda—, y cómprense algo bonito.

Me gustaría haber tenido un padre como aquel hombre.

Matt abandonó el instituto para poder trabajar a jornada completa. Ahora que podía empezar más temprano, a veces terminaba sus tareas pronto y se marchaba antes que nosotras. Por aquel entonces, me habían concedido un permiso especial para asistir a clases de los primeros cursos de Medicina en la Universidad Politécnica de Brooklyn. Los días que iba a la universidad, generalmente acababa a última hora de la tarde, y cuando llegaba al taller a veces veía a Vivian esperando a Matt en la puerta.

Una tarde de primavera, llegué a la fábrica y, como de costumbre, me encontré a Vivian en la entrada esperando a que Matt terminara. Como solía suceder, había un grupo de adolescentes de Chinatown rondándola. Me sorprendió ver que uno llevaba un tiesto con una enorme planta trepadora. El chico con la cara llena de acné que sostenía la planta se inclinó hacia Vivian, arrastrando las hojas por encima de sus bonitas botas. Ella le dijo algo y el muchacho levantó el tiesto para que las hojas no barrieran la acera. Estaba claro que la planta era de Vivian y que el chaval sólo estaba sujetándosela.

Los chicos se encontraban muy ocupados intentando impresionar a Vivian y no se fijaron en mí. Oí que hablaban en inglés, para parecer más modernos.

—Hola, Kimberly —me saludó Vivian cuando me acerqué a la puerta.

—Hola.

Algunos chicos me miraron, pero pasaron de mí y volvieron a centrarse en ella. La puerta se abrió de repente y apareció Park. Como siempre, iba mirando al suelo y no me vio, así que se chocó conmigo. El grupo de chavales se echó a reír. El pequeño llevaba unos pantalones de color naranja brillante y una camisa de cuadros escoceses que se arrugaba a la altura del cuello porque estaba mal abotonada.

—¿Estás bien? —le preguntó Vivian a Park.

El niño no contestó e intentó seguir adelante, pasando por en medio del grupo de muchachos. Uno de ellos, que llevaba un pañuelo rojo anudado a la cabeza le cortó el paso. Imitando a los malos de las películas de gánsteres, le dijo en un inglés con marcado acento chino:

—La señorita te ha hecho una pregunta —luego, añadió en chino—: ¡Condenado niño de la enfermedad blanca!

—¡No le llames eso! —dije.

—¿Qué pasa? ¿Ahora eres su protectora? —replicó el del pañuelo rojo.

—Está bien, chicos, no pasa nada —intervino Vivian, forzando una sonrisa. No sabía muy bien qué hacer.

El chico, pensando que así ganaría puntos a ojos de Vivian, dio un empujón a Park.

—¡Di algo!

—¡Déjalo! —protesté, pero el chaval siguió metiéndose con Park.

—¡Venga! La señorita te ha preguntado algo... Contéstale... ¡Vamos! —el chaval remarcó cada palabra con un empujoncito.

Park miraba en todas direcciones, con los ojos desconcertados y desorientados. Vivian estaba helada. Me planté enfrente del muchacho del pañuelo y le grité:

—¡Ya vale!

Le arranqué el pañuelo de la cabeza, dejando al descubierto los mechones revueltos de su cabello.

—Por lo menos Park no es tan feo como tú, que pareces hecho con esencia de mono.

Todos los chavales se rieron del pelo despeinado del chaval, cuyo rostro se puso colorado de rabia.

—¡Devuélveme eso!

Se lo lancé a la cara, cogí a Park del brazo y le grité:

—¡Corre!

Dimos unas zancadas y me giré para ver si chaval nos perseguía, cuando Matt, que acababa de salir de la fábrica, lo agarró por el pescuezo y lo obligó a girarse.

—¿Qué le estabas haciendo a mi hermanito, pedazo de culo sin agujero?

Con los puños cerrados y los brazos en tensión, Matt parecía el doble de grande. Lanzó al muchacho del pañuelo rojo al suelo sin demasiado esfuerzo.

—¿Es tú hermano? Lo siento, Matt, no lo sabía.

Matt lo levantó tirando de su camisa.

—Sí que lo sabías, deshecho de ser humano.

Los otros chicos gritaban a coro:

—¡Tranquilo, Matt! No era más que un juego, nada más. Estaba de broma.

Parecía que Matt iba a pegarle, pero al final lo que hizo fue tirarlo de golpe al suelo.

—No sirves ni para plantarte en la tierra.

Con esa expresión china, Matt quería decir que no valía la pena el esfuerzo. El del pañuelo rojo se levantó a trompicones y salió corriendo, seguido por todo su grupo. Vivian permanecía allí, con cara de compungida.

Park y yo habíamos regresado y nos manteníamos a una prudente distancia.

—¿Estáis bien? —dijo Matt, agachándose a recoger una horquilla que se me había caído mientras intentábamos escapar.

Con mucho tacto, me la colocó en el pelo. Me pareció que su mano se entretenía un segundo más de lo necesario. Miró a Vivian con frialdad. La chica estaba a punto de echarse a llorar.

—Vivian también intentó detenerlos —dije en su defensa.

—Sí, seguro —se burló Matt, que todavía tenía la respiración acelerada.

Casi podía sentir la adrenalina emanando de su cuerpo. Miró la planta que los chicos habían dejado en el suelo, y le dijo a Vivian:

—Tu admirador se marchó sin devolverte la planta.

—Matt... —se disculpó su novia.

—Déjalo —la interrumpió él, recogiendo la planta y pasando un brazo por su cintura—. Vámonos.

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