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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (22 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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—No hay nada que podamos hacer. Matt es un buen chico, estará bien.

—Kimberly no es mala —dijo mi madre, echándome una mirada cariñosa—. El problema es que son jóvenes e impulsivos. Tenemos que darles tiempo.

Las dos madres se miraron.

—Estos chicos... —se lamentó la señora Wu.

Regresé corriendo a mi puesto de trabajo, pero sus palabras se habían grabado en mi mente. ¿Había sugerido la señora Wu que Matt podía estar interesado en mí, aunque fuera un poco? Sentí un escalofrío sólo de pensarlo, pero al mismo tiempo noté un dolor, como un navajazo en el pecho.

Matt no sólo nos llevó a mí y a mi madre a ver a la Diosa de la Libertad. Nos recogió en Times Square, la famosa plaza de Tay Um See. Salimos de la enorme estación de metro, arrastradas por la marea humana, y me alegré de ver a Matt en el Burger King de la esquina, donde había dicho que nos esperaría. Cuando nos reunimos con él, miramos a nuestro alrededor: por fin, la Nueva York con la que tanto había soñado. Una larguísima limusina blanca pasó frente a nosotros, rodeada por decenas de taxis amarillos. Paseamos junto a cines, restaurantes, letreros luminosos en los que se leía «Chicas, chicas, chicas», y enormes carteles anunciando los espectáculos de Broadway. Aunque resulte extraño, me sentí como en casa. Las calles atestadas de gente y el bullicio de la ciudad me recordaron a algunas partes de Hong Kong, aunque la plaza de Tay Um See era mucho más grande y lujosa. La gente vestía de todos los modos que te puedas imaginar. Algunas mujeres iban especialmente elegantes, con tacones altos y trajes con hombreras. Casi todo el mundo era blanco, pero vi a un indio con turbante, a algunos negros con trajes tradicionales africanos, y a un grupo de monjes budistas que iban cantando con sus faldones anaranjados. Mi madre juntó las manos e hizo una reverencia a su paso. Un monje se detuvo para devolverle el saludo.

—¡Oh! Mirad eso —dijo mi madre, señalando una enorme tienda de instrumentos musicales.

Me protegí los ojos del sol para poder ver a través del escaparate: había un montón de grandes pianos, chelos y violines. Al fondo se veían unos cajones llenos de partituras.

—Entremos —propuso Matt.

—Oh, no. No podemos comprar nada —se lamentó mi madre.

—Ma, no pasa nada por mirar —dije, porque sabía lo mucho que le apetecía entrar.

Matt y yo la obligamos a pasar por la puerta doble.

Nada más entrar nos recibió una ráfaga de aire acondicionado. Sentía que había llegado al cielo. Había muchos clientes curioseando, examinando los instrumentos y mirando las partituras, así que mi madre se relajó. Algunos estaban sentados en los pianos, probándolos. Envidié esa vida limpia y alfombrada. Mi madre tenía los ojos abiertos como platos. Estaba emocionada como una adolescente. Empezó a ojear unas partituras de Mozart, completamente absorta, mientras Matt y yo nos dábamos una vuelta por la tienda.

—No sabía que a tu madre le gustara tanto la música —dijo Matt.

—Era profesora de música... —hice una pausa—, en Hong Kong. Y a tus padres, ¿qué les gusta hacer en su tiempo libre?

—Mi madre siempre está muy ocupada cuidando de Park, y mi padre no está, así que tengo que ocuparme yo de todos.

Sonreí. Matt siempre se tomaba muy en serio sus responsabilidades. Era la primera vez que le oía hablar de su padre.

—¿Quieres decir que tu padre murió?

Matt asintió sin mirarme a los ojos, y luego añadió:

—¿Dónde está tu madre?

Me giré para buscarla y la encontré observando un gran piano. Con un gesto de la cabeza, le indiqué dónde estaba y nos acercamos a ella.

—¡Qué piano más bonito! ¿Verdad? —comentó mi madre, repasando la partitura que alguien había dejado en el instrumento—. Seguro que tiene un sonido precioso.

—Pruébelo —propuso Matt—. No pasa nada porque toque un poco.

—Oh, no —rechazó mi madre.

—Por favor —le pedí.

Deseaba con todas mis fuerzas que tocara algo para Matt, que le demostrara que valíamos no sólo para trabajar en el taller.

Mi madre se sentó al piano muy despacio y, pasando los dedos sobre las teclas, dijo:

—A tu padre le encantaba esta pieza.

Y empezó a tocar el nocturno de Chopin en La bemol mayor. Matt se quedó boquiabierto. Cerré los ojos, escuchando y recordando los tiempos en que teníamos nuestro propio piano en casa y los delicados dedos de mi madre se movían con gracia sobre las teclas. Tocó el principio y lo dejó. Para entonces, ya habíamos atraído la atención de un vendedor, a pesar de nuestro sencillo atuendo.

—Señora, toca usted como los ángeles —dijo el hombre—. El piano tiene un tono precioso, ¿verdad?

Me pregunté cómo podríamos librarnos de él con cortesía, pero fue Matt el que habló:

—Pues sí. Gracias, pero sólo estamos mirando.

Por primera vez en mucho tiempo, alguien me quitaba ese peso de encima.

Salimos y nos dimos una vuelta por la plaza de Tay Um See, observando los rascacielos.

—¡Buf! Tengo que mirarlos tres veces para llegar a ver el final de estos edificios —comentó mi madre, riéndose mientras alzaba la vista ante una torre especialmente alta.

—Puedo abarcarlo entre mis brazos —dijo Matt, retrocediendo y haciendo como que lo medía.

Esto me recordó algo de lo que no quería hablar, pero tenía que saberlo.

—¿Qué le va a pasar al señor Pak? —le pregunté a Matt.

Como él vivía en Chinatown y conocía a la mayoría de los empleados de la fábrica, se sabía todos los cotilleos.

—No va a volver al taller. Sus quemaduras son muy graves y su mujer piensa que el trabajo es demasiado peligroso.

—Entonces, ¿qué va a hacer?

—Su mujer trabaja en la fábrica de joyas de las calles Centre y Canal, así que supongo que, cuando se cure, la ayudará con el trabajo.

—¿Qué hacen allí?

—Hacen bisutería, pulseras de cuentas y cosas por el estilo. Si quieres, puedes trabajar desde casa, pero pagan peor incluso que en nuestra fábrica. Además, necesitas ser muy rápida con las manos.

Miré de reojo a mi madre. ¿Sería aquella la solución para escapar de la fábrica textil? Pero ella meneó la cabeza y dijo:

—No te olvides del frío que hace en casa,
Ah-Kim
.

Asentí. En nuestro piso sin calefacción, nunca seríamos capaces de enhebrar cuentas con hilo y aguja.

Por fin nos dirigimos a ver a la Diosa de la Libertad. Mi madre intentó pagar los billetes del metro, pero Matt fue más rápido.

—No nos vamos a bajar en la Diosa de la Libertad —dijo Matt—. Los barcos son demasiado caros. Lo que haremos es coger el ferry de Staten Island, que sólo cuesta veinticinco centavos, y las vistas son mejores.

—Perfecto —aceptó mi madre.

Nos montamos en el gran barco amarillo, que me recordó a los ferris del puerto de Kowloon. Matt nos condujo a la cubierta. Mi madre dijo que hacía tanto viento que prefería bajar a sentarse dentro.

Fue maravilloso estar apoyada en la barandilla junto a Matt mientras el viento nos refrescaba y el océano se extendía ante nosotros.

—Pronto tendremos unas vistas de primera —dijo Matt, y bajó a buscar a mi madre. Me fascinaba el hecho de que, a pesar de ser un chico duro, era muy atento.

Contuve el aliento cuando por fin pasamos ante la Diosa de la Libertad. ¡La teníamos tan cerca! Era maravillosa. Mi madre y Matt estaban a mi lado.

—Cuánto tiempo llevábamos soñando con este momento —me recordó mi madre, cogiéndome de la mano.

—Ya estamos aquí —dije—, ahora estamos por fin en América.

Matt observaba la estatua, pensativo, y nos preguntó:

—¿No os recuerda un poco a Kuan Yin?

Las dos movimos la cabeza, asintiendo.

Más tarde, cuando volvimos a nuestra casa, mi madre me dijo:

—Estaba equivocada con ese chico de los Wu. No sólo es guapo, además tiene un corazón humano.

Esa expresión china significaba que era generoso y listo. No contesté y hundí mi rostro en la almohada, pensando en Matt.

El noveno curso significaba el paso de la escuela al instituto. La mayoría de nosotros ya habíamos hecho séptimo y octavo en Harrison, pero aquel curso llegaron nuevos alumnos y las clases comenzaron con unas pruebas de matemáticas y ciencias para determinar el nivel de los grupos. Mis compañeros, sobre todo los mejores y los más competitivos, se pusieron muy nerviosos ante estos exámenes, porque había pocas plazas en el programa avanzado de ciencias y matemáticas y estaban muy codiciadas. Aunque se suponía que las pruebas eran una simple evaluación de nuestras aptitudes, muchos tenían profesores particulares que los ayudaban a prepararlas. Circulaban rumores de que muchas universidades sólo aceptaban a estudiantes que hubieran cursado los programas avanzados.

Comparado con el trabajo físico y el polvo del taller, el mundo de las ciencias constituía un paraíso de limpieza y lógica en el que me sentía a salvo. Por placer, había empezado a leer libros de la biblioteca sobre temas que habíamos visto en clase: aminoácidos, mitosis, procariotas, genética, cariotipos, cruces monohíbridos, reacciones endotérmicas... Las matemáticas eran el único lenguaje que comprendía a la perfección, porque era puro, ordenado y predecible. Me producía una gran satisfacción trabajar con puzles matemáticos y olvidarme de mi vida real en casa y en la fábrica. Seguramente fui la única alumna que tenía ganas de que llegaran las pruebas de nivel y que disfrutó haciéndolas.

Cuando me dieron las notas, hasta a mí me parecieron unos resultados demasiado altos. Estaba exultante de alegría. Sin embargo, pasadas unas semanas en el programa avanzado de ciencias y matemáticas, la doctora Copeland, la directora del departamento de ciencias, me llamó a su despacho. Sentí un nudo en la garganta. No tenía buenos recuerdos de aquel lugar.

—Kimberly, estoy preocupada por tu rendimiento en clase —me dijo.

La respiración se me atascó en la garganta. ¿Qué fallaba esta vez? Hasta ese momento, casi todos los exámenes me habían salido perfectos. En clase de biología hice una tarea extra: inventar un experimento de laboratorio que mereció el aplauso de mi profesor, utilicé un zumo deshidratado para identificar solutos, solventes, solución y concentración, y para estimular la actividad de las encimas.

—¿Hay algún problema con mis notas?

—Para serte sincera, lo estás haciendo demasiado bien.

La doctora Copeland me miró entrecerrando los ojos para evaluar mi reacción. Entonces lo entendí todo. No se había olvidado del incidente con Tammy del año pasado. Se me hizo un nudo tan grande en la garganta del temor, que me costó replicar:

—No estoy copiando.

—Espero que no. Todos los profesores están convencidos de tu inteligencia, y me gustaría creerles. Sin embargo, ningún alumno de tu edad ha obtenido antes las notas que tú has sacado en las pruebas de nivel. Lo estás haciendo muy bien, pero tus notas del colegio eran menos consistentes. No sé si lo sabrás, pero alguna vez ha habido alumnos que robaron exámenes. —Su rostro manifestaba sospecha. Se acercó a mí y cuando habló, lo hizo tan bajito que me costó oírla—. Yo también fui una buena estudiante, lista donde las haya, pero creo que no habría sido capaz de aprender tan rápido y con tan buenos resultados como, aparentemente, tú lo haces. Si me demuestras que estoy equivocada, me alegraré de tener a una alumna tan brillante en mi departamento. Pero, bueno... tienes que comprender que necesitamos asegurarnos. Te vamos a hacer un nuevo examen combinado de nivel. Será una prueba oral realizada por todo el personal del departamento. Cada profesor te hará sus propias preguntas.

No contesté. Estaba aterrorizada ante la idea de perder todo aquello por lo que mi madre y yo habíamos trabajado tanto. ¿Y si no podía entender bien su inglés, ya que la prueba iba a ser oral? ¿Y si cometía errores, o me salía peor que los otros exámenes? Entonces supondrían que había copiado y me echarían del instituto. Contemplé a la profesora, pero de la tensión ya no fui capaz de ver su rostro. Se había convertido en una imagen borrosa.

—No lo hacemos para pillarte, Kimberly. Si hasta ahora has sido honesta, no tienes de qué preocuparte —dijo, volviendo a su mesa.

Salí lentamente de su despacho. ¿Por qué no podía ser como los demás?

—¿Todo bien? —me preguntó Curt, que pasaba cogido de la mano de Sheryl.

La muchacha se giró, frunciendo el entrecejo. Estaba tan sorprendida como yo de que el chico me hubiera dirigido la palabra. Quizás él también se acordaba de la última vez que estuvimos en aquel despacho.

—Sí —respondí, y parpadeé un par de instantes antes de añadir—: Gracias.

—Nos vemos —dijo Curt, alejándose.

9

Intenté entablar amistad con algunas compañeras, pero al llegar a determinado punto, siempre nos chocábamos contra un muro invisible. Por ejemplo, una temporada me relacioné con Samantha, que era un poquito esnob. Una vez, en el comedor, le pedí a la cocinera un
croissant
de queso, pronunciándolo con mi cuidado inglés, y Samantha me corrigió con un exagerado acento francés:
«Crua-sán,
se pronuncia
crua-sán.
Es de ignorantes pronunciar la "t" final». En cuanto a Tammy, ya había perdido cualquier esperanza de ser su amiga, pues por aquel entonces se dedicaba a hacer como si yo no existiera. A veces también quedaba con Lucy, una compañera a la que le pirraban los chicos y que decía cosas como: «Ey, tengo una idea súper: pongámonos nuestras minifaldas más cortas y vayamos de compras al centro. Estuve el pasado viernes y a los tíos se les caía la baba detrás de mí».

En resumidas cuentas, que Annette era mi única amiga. En noveno, le dio por el compromiso político, como ella misma decía. Empezó a llevar chapitas en la ropa y a recoger firmas. Ese activismo vino acompañado de nuevas amistades, principalmente los chicos que trabajaban en un periódico antirracista que habían montado: un grupo de becarios, un estudiante sueco de intercambio y algunos de los alumnos con pelo punki. Me pidió que firmara contra el
apartheid
en Sudáfrica, y firmé; me pidió que la acompañara a una manifestación feminista, pero no pude. Se fue volviendo más extremista, usando su periódico para denunciar el escaso número de estudiantes de color que había en Harrison. Empezó a decir que era comunista pero, dada la historia de mi familia, ¿cómo iba a creer yo en el comunismo? Además, con todos los esfuerzos que empleaba por parecer una norteamericana normal, era consciente de los peligros que suponía exponerme tanto.

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