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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (23 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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Me habían cambiado a la Annette que yo conocía. Ahora era una chica llena de pasiones distintas y contradictorias que la llevaban de un extremo a otro. La Annette de antes era más simple y fácil de soportar, pues sólo se preocupaba por ella misma y por su mundo de comodidades. Ahora, sin embargo, emergía una Annette seria, que no paraba de hacer preguntas incómodas.

—¿Cómo puede ser que siendo tan amigas —me dijo una vez—, no haya estado nunca en tu casa?

—Mi piso es muy pequeño, no te sentirías a gusto.

—Pero si eso no me importa.

—Ya, pero a mi madre sí. De todos modos, le preguntaré si puedes venir, ¿vale?

Supuse que con aquello había calmado su curiosidad y que, poco a poco, se olvidaría del asunto. Sin embargo, años más tarde, Annette me demostró que estaba equivocada: nunca se le olvidó.

A Annette le costaba entender que mi silencio podía ser una forma de protegerme. No había nada que se pudiera hacer para cambiar mi vida, así que llorar no me serviría de mucho. Por otra parte, si hablaba con ella de mis problemas sólo conseguiría mostrar mi infelicidad a la fría luz del día, y confirmar, tanto a mi amiga como a mí misma, que la única forma de soportar ciertas cosas es manteniéndolas en la oscuridad. No podía exponerme de ese modo, ni siquiera por Annette.

En cierto sentido, poner teléfono en casa sólo sirvió para empeorar las cosas. Una vez, cuando estaba trabajando en la biblioteca, Annette se pasó para hacerme una visita y empezó a hablarme de una tarea de sociales, una asignatura que compartíamos aquel curso. Estaba preparando una redacción titulada: «Marx y Aristóteles, la naturaleza de la moralidad». Yo no había tenido tiempo de empezar mi trabajo y ni tan siquiera había escogido el tema.

—Ayer por la tarde intenté llamarte —me dijo, colocándose un mechón detrás de la oreja—. ¿Por qué nunca estás en casa después de clase?

Intenté poner cara de inocente mientras pensaba en una excusa.

—¿A qué te refieres?

—A que nunca me coges el teléfono hasta la noche. ¿Adónde vas?

—A ningún sitio. A veces tardo en volver a casa.

Annette frunció los labios.

—Kimberly, ¿somos o no somos amigas?

Abatida, la miré a los ojos y contesté:

—Pues claro que somos amigas.

—No soy tonta —dijo con una mirada seria.

—Ya lo sé —dudé un poco, pero finalmente le confesé—, pues la verdad es que ayudo a mi madre en su trabajo.

—¿En Chinatown? ¿Las tiendas abren hasta tan tarde?

Una ocasión le había dicho a Annette que mi madre trabajaba en Chinatown y le hice creer que era dependienta de una tienda. Decidí contarle parte de la verdad.

—¿Recuerdas que una vez te dije que estuvimos trabajando en una fábrica?

—Puede ser, algo me suena —de repente, Annette alzó la voz—. ¿En serio? ¡Pero si eres demasiado joven! ¿No es ilegal?

—Annette, calla. —Miré a mi alrededor. En la biblioteca sólo había otro alumno sentado al fondo de la sala—. Esto no es una de esas ideas abstractas que tienes en la cabeza, esto es mi vida. Si se te ocurre hacer algún tipo de protesta, mi madre y yo podríamos perder nuestro trabajo.

Me detuve y contemplé mis manos callosas. Luego, volví a mirarla a los ojos y le dije:

—Necesitamos el trabajo.

—Sabes que no haré nada que tú no quieras. Pero, dime, ¿estás bien?

—Sí, en serio. El trabajo no está tan mal —mentí—. Hay una máquina de refrescos.

—Vaya, genial —dijo con gran sarcasmo—. Si tienen máquina de refrescos, debe de ser el paraíso.

Me eché a reír.

—Hasta tiene té helado.

Annette soltó una risita.

—Ahora sí que me has convencido —recobró la calma y añadió—: Gracias por contármelo. Puedes confiar en mí.

Observé atentamente a Annette: había crecido y tenía menos pecas, pero seguía siendo la misma niña, mi amiga fiel desde aquellos días en clase del señor Bogart.

—Hay algo más.

No le había contado nada sobre las sospechas que tenían en el instituto de que copiaba, más que nada porque la historia me resultaba tan desagradable que no podía soportar hablar de ello. Se lo conté todo, empezando por lo que había sucedido el curso pasado con Tammy y terminando con el examen oral que tenía que hacer.

—Kimberly, no me puedo creer que no me lo hayas contado antes. ¿Por qué no dijiste que era Tammy la que estaba copiando?

—Bueno, no debo de ser tan lista.

—No, lo que pasa es que no eres una chivata. ¿Recuerdas que una vez, en el colegio, me dijiste eso?

Volvimos a reírnos, pero recordé dónde estábamos y bajé la voz.

—Todo va a salir bien —me animó Annette—. Tú puedes con todo lo que te echen.

—Eso espero —dije, aunque no estaba tan segura—. Pero me temo que el examen va a ser difícil.

Cuando volvíamos a casa de la fábrica, mi madre se ponía a preparar la comida del día siguiente para que pudiéramos llevárnosla al trabajo. Después, si no hacía demasiado frío, tocaba un poco el violín. Era mi momento preferido de la jornada. Luego, si no se había traído trabajo a casa, luchaba contra el cansancio para estudiar un poco de inglés. Había empezado a prepararse para el examen de obtención de la ciudadanía. Igual que yo, estudiaba con un rollo de papel de váter al lado para aplastar las cucarachas que intentaban cruzar las páginas de su cuaderno. Mientras mi madre estudiaba, yo terminaba mis deberes y repasaba algunos libros que había sacado de la biblioteca para preparar mi examen.

Como sólo tenía catorce años, no podía presentarme al examen de ciudadanía, pero si mi madre lo aprobaba yo adquiriría automáticamente la nacionalidad estadounidense. Esto era algo fundamental si quería aspirar a las becas que ofrecían las universidades. Mi madre se había comprado un radiocasete barato y un libro de texto con cintas de audiciones. Después de escuchar las preguntas varias veces, memorizaba lo que tenía que responder aunque no entendiera el significado. Eché un vistazo a las notas que tomaba y vi que eran apuntes fonéticos, como una partitura musical. Estaba segura de que mi madre no comprendía lo que querían decir aquellas frases. Cuando intentaba explicarle la gramática y el significado, me escuchaba con cortesía, pero nunca vi un atisbo de comprensión en sus ojos.

—¿Es usted comunista? —se preguntaba mi madre en inglés.

El libro dejaba claro que sólo había una respuesta posible: «¡No!». Por mucho que Annette dijera, sabía que si contestabas afirmativamente a aquella pregunta tendrías problemas para obtener la nacionalidad. Nosotras no habíamos nacido en los Estados Unidos como ella, a nosotras nos podían echar.

Después de haberle confesado a Annette mis problemas en clase, comprendí que tenía que hablar también con mi madre. Antes de irnos a la cama, le conté toda la historia. Ofendida, puso la cabeza muy tiesa sobre su esbelto cuello y, con los ojos brillantes de la rabia, dijo:

—Una hija mía jamás copiaría.

—Se piensan que llevo tiempo copiando.

—Si eres tan recto como una flecha, acabarás mendigando para poder vivir —dijo mi madre tras soltar un suspiro, citando un refrán cantonés sobre los peligros de ser demasiado sincero—. ¿Quieres que vaya a hablar con esa profesora?

No, Ma —le agradecí, sin mentar las barreras del idioma—.

Nadie puede convencerla de que soy inocente más que yo. Tengo que pasar ese examen.

Una semana antes de mi gran examen oral, Annette decidió que necesitaba concederme un poco de descanso. Aunque protesté y le dije que tenía que dedicar todo mi tiempo libre al estudio, ella insistió en llevarme a Macy's. Desde nuestra primera expedición a por sujetadores un par de años antes, mi madre y yo habíamos vuelto a la tienda unas cuantas veces para comprar ropa interior, pero siempre nos sentíamos tan incómodas que nos marchábamos a toda prisa. No comprendía de qué manera una visita a aquel lugar iba a relajarme, pero, como de costumbre, confié en mi amiga.

Siempre tenía que mentir en casa cuando quería salir con Annette, porque para mi madre cualquier cosa que no tuviera que ver con los estudios carecía de importancia, y temía que me ocurriera algo peligroso ahí fuera. Además, sabía que si le contaba lo que hacíamos, se sentiría obligada a devolver los favores.

En aquella ocasión, permanecí detrás de Annette mientras mi amiga se acercaba a las dependientas que ofrecían muestras de perfume y les mostraba su rechoncha muñeca con mucha confianza. Yo la imitaba. Cuando me rociaban con el perfume sentía frío en la piel. Luego nos llevábamos el brazo a la nariz, y a la nariz de la otra, aunque podíamos habernos olido desde la otra punta de la tienda.

Cuando hubimos visitado a todas las dependientas, recorrimos los relucientes mostradores, cogiendo los frascos de muestra y poniéndonos colonia en un nuevo punto. Llegó un momento en el que nos costaba encontrar un lugar expuesto en nuestro cuerpo al que no hubiéramos rociado con perfume: empezamos por las muñecas, seguimos por los brazos, el cuello e incluso el pecho. Nos reíamos como tontas, y cuando nos marchamos me sentía tan glamurosa como las mujeres de los anuncios.

Cuando, un par de horas más tarde, me presenté en el taller, Matt se apartó de la plancha y empezó a reírse agitando su mano frente a la nariz. Me quedé de piedra. A pesar de las nubes de vapor que lo rodeaban, podía olerme. Fui al cuarto de baño y me lavé, frotándome con esmero, pero era imposible quitarse el olor. Cuando me acerqué a mi madre, me dijo:

—¡Ay, ay, ay!
Ah-Kim
.... ¿Qué has hecho?

—Annette tenía un frasco de perfume y me ha puesto un poco.

—¿Un poco? ¡Pero si parece que te has dado un baño en colonia!

Por suerte, mi madre no le dio más importancia al asunto.

Pero, aquella noche, encorvada sobre mis libros, todavía podía oler el persistente perfume en mi ropa y en las muñecas, y me sentí envuelta en el calor que me proporcionaba la amistad de Annette y su confianza en mí. Me pregunté si esa habría sido su intención desde un principio.

Cuando obtuve mi permiso de trabajo, el señor Jamali me ofreció hacer más horas en la biblioteca. Como superaba el tiempo de trabajo exigido por mi beca, me empezaron a pagar por estas horas extra. Me aseguré de distribuirlas en los huecos que tenía libres entre clases, para poder seguir ayudando a mi madre en el taller por las tardes. Abrí una cuenta en un banco a nombre de mi madre y fuimos ahorrando dinero para la universidad.

Casi había perdido todo mi interés por el maquillaje. No es que no me preocupara mi aspecto, porque sí que me importaba, pero sabía que no podía aspirar a ser popular o guapa. No comprendía el funcionamiento de todo ese mundo. Daba igual los colores que Annette me pusiera en la cara, me di cuenta de que por debajo seguía siendo la misma. Además, estaba muy ocupada trabajando en la biblioteca y en la fábrica mientras seguía el ritmo de las clases y hacía los trabajos, deberes y exámenes. Aparte de la prueba oral que me esperaba, siempre temía encontrarme de repente con algo que no pudiera manejar. Si no comprendía una tarea o un tema en clase, mi madre no podría ayudarme. Nunca se le dio bien la escuela, sólo la música. Además, teniendo en cuenta que en América se usaban métodos distintos y que apenas entendía el idioma, le resultaba imposible serme de utilidad. Mi madre me contó que mi padre había sido un brillante estudiante, con un gran talento para los idiomas y las ciencias, y que yo había heredado su inteligencia. Esto me daba ánimos, pero en aquel momento deseé poder tenerlo junto a mí para ayudarme.

Lo único que quería era tomarme un descanso del agotador ritmo de vida que llevaba, ahuyentar la permanente ansiedad que me perseguía a todas partes: miedo de mis profesores, miedo de los deberes, miedo de la tía Paula, miedo a que no consiguiésemos escapar nunca. Un día, en la biblioteca, cogí la revista
Car and Driver.
Al ojear las fotos de los lujosos descapotables, sentí que algo se liberaba en mi mente. Las revistas de coches y motos se convirtieron en una válvula de escape. Deseaba recorrer la noche en un Corvette en lugar de tener que rellenar la declaración de la renta de mi madre y ser la responsable de todo lo que tuviera algo que ver con el inglés. Siempre temía que algo me saliera mal y que apareciera un inspector ante nuestra puerta con preguntas incomprensibles para mí.

Un día, en la biblioteca, estaba echando un vistazo a un número antiguo de la revista
Cycle
que me había regalado el señor Jamali. Un artículo sobre una determinada moto me llamó la atención. Al principió, no entendía por qué ese modelo me resultaba tan familiar, hasta que reconocí la cabeza del indio en el depósito de gasolina. Se parecía a la réplica de juguete que Park llevaba siempre consigo.

Aquella tarde, en la fábrica, busqué a Park. Se había apartado de su madre, cosa que solía hacer, pero como no molestaba a nadie, la gente lo ignoraba. Se encontraba junto a una de las costureras, contemplando fijamente la rueda de su máquina. Parecía hipnotizado por sus chirridos. Como siempre, tenía su moto de juguete en la mano.

—¡Este crío me da unos sustos de muerte! —se quejó la costurera a la compañera que tenía al lado, sin dejar de trabajar. Las prendas pasaban por su máquina a la velocidad del rayo—. Podría ponerse a mirar otra cosa.

—Pues que no sea a mí —se burló la otra mujer.

—Me alegro de no tener un hijo así, con la enfermedad blanca.

Con esa expresión china estaba llamando a Park retrasado. Me molestó su comentario, pero me pregunté si Park tendría un problema más profundo que una simple sordera. Más por fastidiar a las mujeres que por otra cosa, lo llamé en voz alta:

—Park, tengo un artículo sobre tu moto.

Para mi sorpresa, se giró con cara de interés. Las dos costureras se quedaron de piedra.

—Toma —le dije.

El pequeño agarró la revista, se la acercó a unos centímetros del rostro y empezó a darle vueltas, cambiando la posición de la foto de la moto. Con cuidado, aparté sus manos del texto del artículo y empecé a leer:

—La Indian Chief de 1934 es todo un clásico, con su famoso logo de las plumas de indio en el tanque de gasolina. La gigantesca fábrica de la empresa en Springfield se llamaba Wigwam...

Cuando terminé de leer, tanto Park como las mujeres me observaban con atención. Las costureras murmuraron algo y volvieron a su trabajo. Le entregué la revista a Park.

—Matt puede leerte el resto más tarde.

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