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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (19 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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Por las risotadas que soltaron sus amigos al entender la broma, comprendí que lo que me había parecido una discusión espiritual era en realidad un chiste. No tenía ni idea de la relación que podía existir entre Pinocho y Jesucristo, ni qué tenía aquello de gracioso. Annette llevaba todo el rato hablando, así que no podía preguntárselo pues resultaría evidente que no la había estado escuchando.

Sin embargo, a pesar de todo, me encantaba ir a Harrison todos los días. Cuando salía de nuestro barrio lleno de grafitis en Brooklyn y llegaba al instituto, con sus enormes jardines y los pájaros aleteando por encima de mi cabeza, sentía que había entrado en el paraíso.

También era un alivio no tener que hacer más deberes «divertidos», como las maquetas o los carteles. Ahora las tareas consistían en contestar preguntas o escribir redacciones, cosas que me resultaban más sencillas y que no requerían que comprase materiales extra. A veces echaba de menos las correcciones del profesor en clase, pero no eran tan importantes porque gran parte de lo que estudiábamos se basaba en las lecturas que hacíamos en casa, así que ya iba con cierto conocimiento previo. Cuando cometía errores al escribir, los profesores eran muy considerados y no me regañaban. Evaluaban mi inglés por mis mejoras, y no comparándolo con el de mis compañeros, que eran todos hablantes nativos. Algunos profesores me marcaban en rojo los errores gramaticales que cometía al escribir mis redacciones, lo cual me resultaba de gran ayuda.

El señor Jamali apenas estaba en la biblioteca mientras yo trabajaba, aunque sabía que, si lo necesitaba, siempre podía encontrarlo en su despacho del piso de arriba o en el teatro. A veces, aparecía de repente detrás de mí. Cuando se enteró de que yo leía manuales del estilo de
Cómo mejorar tu vocabulario en noventa días
, empezó a regalarme libros y revistas viejos que iban a tirar. Eran de todo tipo:
La filosofía a lo largo de la historia, Moll Flanders, El maravilloso mundo de las plantas de interior...
Me los leía y los guardaba en un montón junto al radiador inutilizado de nuestra casa.

A finales del curso, había conseguido sacar buenas notas en casi todas mis asignaturas, excepto en sociales, pero el señor Scoggins me permitió entregar un trabajo extra para recuperar los exámenes de actualidad que había suspendido. No perdí la beca y, poco a poco, mi talento para los estudios empezó a reafirmarse. Sin embargo, mi madre y yo nos cuidamos de no contárselo a la tía Paula.

Cuando empecé octavo, la dirección del instituto me informó de que ya no necesitaba más clases de refuerzo de inglés. Iba a echar de menos los consejos de Kerry, pero me lo tomé como lo que era: un cumplido. Mi inglés había mejorado considerablemente. Sin embargo, en cierto sentido, seguía viviendo en otro mundo. La mayoría de mis compañeros de clase eran los mismos del año pasado, y apenas los conocía. Todos participaban en actividades extraescolares y tenían una vida social después de las clases, mientras que yo sólo podía limitarme a mirar. Estaban en grupos de teatro, jugaban a
lacrosse,
al baloncesto, al tenis... Había partidos de fútbol y todo un grupo de chicas encargado de animar. Al escuchar sus conversaciones, me enteré de que habían empezado a salir juntos por la noche. Pero lo que más me sorprendió fue lo relajados y felices que parecían mis compañeros juntos. A menudo veía a Tammy riéndose con sus amigas, aunque seguía siendo amable conmigo. Curt y Sheryl, los dos más populares del curso, tonteaban descaradamente delante de todos los demás.

Sheryl era admirada y envidiada por todas las chicas —a excepción de Annette, que la consideraba una superficial—. Una vez, rebasó los límites del código de vestimenta y se presentó en el instituto con la falda recogida hasta la mitad del muslo. En menos de una semana las demás alumnas la imitaron, mostrando sus pálidas piernas. Curt, por su parte, parecía un muchacho prometedor. No porque fuera especialmente guapo, sino porque se notaba que era consciente de ser alguien especial.

En cierto modo, me dije que no merecía la pena intentar acercarme a mis compañeros porque sabía que no podía formar parte de sus vidas. Tenía mis responsabilidades en la fábrica y, aunque no las tuviera, mi madre no me habría dejado salir con ellos. De acuerdo a su educación china tradicional, las chicas decentes nunca harían ese tipo de cosas.

Un día, en el descanso de la comida, iba por el pasillo justo detrás de Greg y un grupo de sus amigos, entre los que se encontraba Tammy.

—¿Vas a ir a ver
The Rocky horror
esta noche? —le preguntó Greg a Tammy.

—Pues claro —respondió—. Podéis pasaros por mi casa antes, si queréis.

Para mi sorpresa, la muchacha se giró y, sonriéndome, me preguntó:

—Kimberly, ¿quieres venir con nosotros?

—Oh, no sé —contesté, intentando ganar tiempo. Sabía que no podía ir, pero quería dar la impresión de que lo iba a pensar—. ¿A qué hora vais a quedar?

Tammy miró a Greg, que parecía tan sorprendido como yo de que me hubiera invitado a acompañarlos.

—A eso de las once, supongo.

Los contemplé, sorprendida. ¡Pero si a las once teníamos clase! Por suerte, no abrí la boca y no revelé mi ignorancia, porque luego Tammy añadió:

—Desde mi casa se tarda menos de una hora en llegar al centro, así que tenemos tiempo para estar en el Village antes de medianoche.

—¿Y por qué no quedamos antes? Yo puedo llevar algo de
priva
-dijo Greg.

Mientras discutían las cuestiones logísticas para su velada, mi cabeza daba vueltas a lo que acababa de escuchar: una película que empezaba a medianoche, y... ¿
priva
? Supuse que se refería a bebidas alcohólicas, seguramente cerveza.

Cuando bajé de las nubes, Tammy volvió a preguntarme:

—Entonces, ¿qué? ¿Te vienes?

Solté la pregunta que me rondaba la cabeza:

—¿A tus padres no les importa lo de la...
priva
?

Se encogió de hombros, un poco avergonzada.

—Mis padres están divorciados. Vivo con mi padre, que pasa mucho tiempo fuera. Casi todo está permitido en mi casa.

—Vaya —titubeé—. Esta noche no puedo, igual en otra ocasión, ¿vale?

Me ofreció una sonrisa amable y dijo:

—De acuerdo, la próxima vez será.

Sabía que no habría una próxima vez, pero me agradó su invitación. Me permitió imaginar, por un instante, que podría haber sido una chica normal.

En dos semanas teníamos un gran examen de física sobre temas como la masa, la fuerza y la aceleración. Todo el mundo estaba asustado, pero a mí me aliviaba tener una asignatura que guardaba tanta relación con las matemáticas. Un día, encontré a mis compañeros en un corro junto a las taquillas intentando hacer los deberes y quejándose de que no entendían nada.

—Ya suspendí el último examen —les contaba Sheryl a sus amigas—. Si me vuelven a catear, seguro que me castigan en casa.

—Pues dicen que este va a ser más difícil —comentó Curt—. Seguro que al final tienen que anular los resultados porque suspendemos todos.

Justo en ese momento, Sheryl me vio y, con tono seco, dijo:

—Todos, no.

Bajé la vista y seguí andando, pero noté que todo el mundo me estaba observando.

El día del examen, los pupitres se encontraban dispuestos en filas. En aquella ocasión, me tocó sentarme detrás de Tammy, con Curt a mi altura en la fila de al lado. La profesora, la señora Reynolds, empezó a pasearse por la clase repartiendo los exámenes.

Tammy se dio la vuelta y me preguntó:

—¿Tienes un bolígrafo? El mío se ha quedado sin tinta.

Asentí y le señalé uno que tenía encima de la mesa. Cuando estiró el brazo para cogerlo, se le cayó de la manga un pedacito de papel amarillo. Me agaché para recogerlo, pero cuando me incorporé Tammy ya se había girado y me daba la espalda. ¿Sería una nota para mí? Yo nunca pasaba notitas en clase, pero había visto que los demás lo hacían constantemente, entre risitas. Halagada y curiosa, empecé a abrir el papelito cuando, de repente, la señora Reynolds apareció por detrás y me lo quitó de las manos.

Lo desdobló mientras yo la contemplaba horrorizada, pensando que sería un comentario privado. La profesora estudió la nota con sus enormes gafas marrones.

—No me esperaba esto de ti, Kimberly.

Tammy miraba hacia delante, como si no hubiera hecho nada. La señora Reynolds torció los labios en un gesto de reprobación, y me entregó el papelito. Me costó leer lo que ponía, pero vi que estaba lleno de unos garabatos que parecían las definiciones de las leyes de Newton y fórmulas de cosas como la velocidad.

Comprendí lo que había pasado, y me ardió el rostro. Yo nunca copiaría, ni siquiera en las asignaturas en las que me fuera mal. Mi madre me había enseñado a ser honrada. A poco que me conocieran, no podían pensar que yo haría algo así. Tammy volvió la cabeza y, por detrás de la señora Reynolds, me rogó con la mirada que no la delatara.

—No es mío —dije.

—Por favor, ven conmigo —me ordenó la señora Reynolds, y le pidió al profesor ayudante que vigilara la clase.

La profesora salió del aula y la seguí, sintiendo los ojos de todos los alumnos clavados en mí. Me entraron náuseas mientras recorríamos el pasillo en dirección al despacho de la doctora Copeland, la directora del departamento de ciencias y matemáticas.

La doctora Copeland levantó la vista cuando la señora Reynolds llamó a su puerta abierta. La directora del departamento era una mujer de una delgadez extrema, casi enfermiza. Tenía cicatrices a ambos lados de la cara, como si hubiera sufrido un accidente en el pasado. La profesora cerró la puerta y le contó lo que había sucedido, entregándole el papelito incriminatorio. Nerviosa, entrelacé mis temblorosas manos.

—Aquí nos tomamos muy en serio el asunto de copiar en los exámenes —dijo la doctora Copeland con un tono aparentemente tranquilo, aunque sin apartar sus ojos de los míos—. Hay alumnos que han sido expulsados por copiar.

—Yo no he copiado —me defendí, con la voz temblando de miedo.

—La señora Reynolds dice que encontró esto en tu mano.

—Lo recogí del suelo.

—Me gustaría creerte, Kimberly —dijo la directora del departamento. Su rostro estaba pálido de la tensión—, porque eres una buena estudiante. Pero, si no es tuyo, ¿por qué lo tenías? Resulta difícil de rebatir el hecho de que estabas en posesión de una chuleta.

Recordé la mirada desesperada de Tammy y me quedé callada. Mi rostro y mi cuello estaban rojos de la vergüenza y el enfado, sobre todo conmigo misma. No me podía creer que me hubiera metido en un lío tan gordo. ¿Qué iba a sucederme?

Ante mi silencio, la doctora Copeland añadió:

—Si esa chuleta la hiciste tú o la hizo otro para ti, no es lo importante.

Estaba tan asustada que me costaba respirar. Sabía que me podían expulsar, aunque era completamente inocente. ¿Por qué no era capaz de abrir la boca para contarles la verdad? Mis emociones se revolvían en mi interior y me encontraba paralizada. La acusación de haber copiado me había dejado en estado de choque. Además, me sorprendía tanto que Tammy hubiese intentado copiar, que me veía incapaz de acusarla. ¿Cómo podía haber pensado que la chuleta era una nota para mí? Me moría de vergüenza. Tenía tantas ganas de ser aceptada y de pertenecer a un círculo de amigos, que había recogido un papelito en medio de un examen. ¿Qué iba decir mi madre al enterarse de que me habían expulsado, y encima por copiar?

Las dos mujeres me miraban, esperando a que dijera algo. Entonces, llamaron a la puerta. La señora Reynolds se acercó a abrir.

—¿Sí?

Para mi sorpresa, oí la voz de Curt.

—El profesor ayudante me ha dado permiso para venir. Tengo algo que contarles.

Cuando entró en el despacho, dijo en voz alta y clara:

—Yo vi a Kimberly recoger ese papel del suelo.

La doctora Copeland se palpó las cicatrices de la mejilla con un dedo.

—¿Y estaba ahí, tirado?

Curt tragó saliva. No sabía lo que yo les había contado.

—No vi nada más. Sólo que lo recogió del suelo.

—Muy bien, Kimberly Entonces, o eres muy tonta o estabas recogiendo algo que se te había caído. O puede que tu amiguito te esté intentando ayudar.

Miré a Curt y dije, sin poder controlarme:

—Este no es mi amigo.

—Tiene razón —corroboró Curt con una sonrisa irónica—. Casi nunca hemos hablado.

Vi que la doctora Copeland miraba a la señora Reynolds, que asintió levemente, confirmando que Curt y yo no éramos amigos.

—Bueno, entonces, la cuestión es: ¿por qué estabas recogiendo algo que se le había caído a otro, o a ti misma? —preguntó la doctora Copeland.

—No es mi letra.

—Es demasiado pequeña, es difícil decirlo.

Había llegado el momento de ser sincera:

—Soy demasiado inteligente para copiar —dije, sintiendo que me ardía el rostro ante mi propia arrogancia. En china, ninguna chica decente se atrevería a hablar de ese modo de sí misma—. Eso sería
bajarme.

La doctora Copeland esbozó una ligera sonrisa y me corrigió:

—Querrás decir que sería «rebajarte». De acuerdo, podéis volver a clase y hacer el examen. La señora Reynolds y yo vamos a hablar sobre lo que ha pasado.

8

En cuanto Curt y yo estuvimos fuera del alcance del oído de las profesoras, le pregunté:

—¿Por qué has venido a defenderme?

—Porque te vi coger el papel —contestó, encogiéndose de hombros—. Además, antes del examen oí cómo Sheryl le daba la idea a Tammy.

—¿La de esconderse una chuleta en la manga?

—Sí.

Lo observé durante unos instantes, antes de decir:

—Gracias.

—Además —añadió con una sonrisa maliciosa—, no me gustaría que te expulsaran porque siempre te copio en los exámenes.

Me quedé de piedra.

—¿Qué?

—Es broma —dijo, dándome un golpecito amistoso con el puño en el brazo.

Cuando entramos en el aula, todos nuestros compañeros levantaron la vista de sus exámenes, ávidos de curiosidad. Los ojos de Tammy estaban cubiertos de lágrimas. Me pregunté si se deberían al sentimiento de culpa o a que se había visto obligada a hacer el examen sin su chuleta. Estaba segura de que todo el mundo iba a pensar que yo era una copiona, y di gracias a que Curt había regresado conmigo, como una prueba indirecta de mi inocencia. Hice el examen prestando más atención de lo normal, porque sabía que la decisión final que tomaría el instituto sobre este asunto dependía en parte de cómo me saliera la prueba sin chuletas. El profesor ayudante no me quitó la vista de encima. Pasado un rato, la señora Reynolds regresó y se sentó en la mesa como si nada hubiera pasado.

BOOK: El silencio de las palabras
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