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Authors: Jean Kwok

Tags: #Drama

El silencio de las palabras (25 page)

BOOK: El silencio de las palabras
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Matt las cogió y me pasó una. Nunca antes había bebido alcohol. Di un sorbo. Sabía amargo y se me humedecieron los ojos, pero conseguí no poner cara de asco. Después de ese primer trago, sólo tomé pequeños sorbitos. Matt bebía como si estuviera acostumbrado.

Los hombres siguieron con su juego. Tenían copas de licor y repartieron más cartas. Matt se acercó al que se sentaba frente a nosotros y le dio unos golpecitos en el hombro. Aquel tenía que ser su padre. Se giró con cara de enfado por haber sido interrumpido en medio de la partida. Matt le entregó un sobre que llevaba en la chaqueta. Para mi sorpresa, su padre lo abrió, hizo un gesto de aprobación y acto seguido añadió su contenido al montoncito de dinero que tenía en la mesa. Era más pasta. Luego despachó a Matt apartándolo con un empujoncito. Sin saludos ni agradecimientos de por medio.

Matt volvió a mi lado con la cabeza gacha. No se atrevía a mirarme a los ojos. Me levanté y le acaricié el brazo con cariño. Luego, para disimular ese gesto impulsivo, tiré de él hacia la silla vacía.

—Siéntate tú, quiero ver mejor.

Desde esa posición aventajada, podía ver las cartas que echaban sobre la mesa. La cabeza empezó a darme vueltas del alcohol y el humo, pero estaba fascinada ante aquel juego chino, distinto a todos los que había visto en occidente. Después de un rato, pensé que podía empezar a establecer una pauta para las cartas.

Unos minutos más tarde, sonó el teléfono y el camarero dijo:


Ah-Wu
, es para ti.

El padre de Matt se levantó y el hombre le entregó el aparato, que estaba unido a la pared por un largo cable negro. Empezó a andar de un lado a otro mientras hablaba y, por primera vez, pude fijarme bien en su cara. Estaba claro a quién se parecía Matt. Su padre era guapo, y sus espesas cejas añadían un toque de malévolo encanto a unos rasgos que, por otra parte, eran demasiado delicados para un hombre. Tenía un aire temerario. Gesticulaba con los brazos de un modo descontrolado, como si no le importara romper todo lo que hubiera a su alrededor. Me fijé en que llevaba un traje que habría sido caro cuando lo compró, y que se había preocupado de sacar brillo a sus zapatos. Me pregunté que habría aprendido Matt de un hombre así. Seguramente, nada bueno.

—Louisa —decía al teléfono—, se me ha hecho tarde. No te preocupes, cielo, ahora mismo estoy allí. No, no te preocupes, no estoy jugando.

Guiñó el ojo a sus amigos al pronunciar esa última frase. Ante mi mirada interrogante, Matt dijo con cierto aire desafiante:

—Es su novia. Vive con ella.

Comprendí que el dinero que Matt le había dado a su padre no era de su madre. Lo habría sacado de su propio sueldo, probablemente lo que ganaba con su trabajo de repartidor, ese por el que no iba a la escuela. Lo entendí todo. Yo también habría hecho cualquier cosa para proteger a mi madre, y le perdonaría cualquier pecado. Quizás mis ojos dejaron al descubierto mis sentimientos, porque Matt apartó la vista de nuevo, como si no fuera capaz de soportar mi mirada de compasión.

Cuando el padre de Matt volvió a la mesa, donde le esperaban los otros, pareció verme por primera vez. Se giró y puso sus cartas delante de mis narices.

—¿Cuál echarías tú, chavalita? A ver si me das suerte. —El ruidoso parloteo de la mesa se detuvo. El padre de Matt se burló—: La suerte de las señoritas.

—Pa, déjala tranquila —dijo Matt, levantándose.

—No pasa nada —le dije.

Sabía que aquello no tenía nada que ver con el azar. Prefería las probabilidades estadísticas a la suerte. Sin dudarlo, señalé la reina de picas y el siete de diamantes.

—¿En serio? —comentó el padre de Matt, pensativo—. Extraño, muy extraño... Pero podría ser... si...

Cogió lentamente las dos cartas que le había indicado y las echó sobre la mesa. Se oyó un rugido entre los otros jugadores, que se quedaron mirándome. Cuando se apagó la agitación, el padre de Matt recogió el montón de dinero que había en el centro de la mesa y sonrió de oreja a oreja, mostrando un diente de oro. Echó un trago a su bebida y se nos acercó. Me dio unas torpes palmadas en la cabeza, como si fuera un perro.

—Esta chavala —dijo—, esta chavala vale. El hijo del viejo Wu se merece a una chica así.

Aunque el comentario venía de un ludópata borracho, me pareció una especie de bendición. Matt parecía orgulloso, aunque cambiaba su peso de una pierna a otra, como si no supiera si teníamos que echar a correr o no antes de que los otros jugadores reaccionaran. Y, de hecho, el coro de voces no tardó en empezar:

—¡Ven a sentarte con nosotros! —decían—. También queremos ganar algo.

—No. La chica se queda conmigo.

Matt sólo tenía quince años, pero se plantó delante de mí y se encaró con el grupo de jugadores. Estaba tan cerca de él que noté cómo su cuerpo temblaba. Por primera vez, sentí miedo, pero entonces alguien se echó a reír.

—De acuerdo, pero tráela más por aquí. Siempre viene bien que nos den suerte.

Matt nunca volvió a llevarme. Creo que fue porque ya había visto lo que él quería que viese. Me había mostrado su vergonzoso secreto, y yo lo había aceptado. Fue un punto de inflexión para nuestra relación, una promesa de confianza y sinceridad, e incluso de amor.

Aquello sucedió antes de que la otra hiciera su aparición.

10

En décimo, fui una de las mejores alumnas del instituto, a pesar del lastre que suponía mi constante retraso en inglés. Al contrario de los demás estudiantes, escondía los resultados de las notas en cuanto me los entregaban y nunca hablaba de ellos.

Annette era mi fuente de información sobre los cotilleos del instituto. Una tarde, me dijo por teléfono:

—No te creerías la cantidad de rumores que circulan sobre ti. El otro día oí a Julia Williams contándole a otra chica que tú nunca duermes ni estudias.

Era cierto que no dormía demasiado, pero no me imaginaba cómo Julia Williams, una rubita con tirabuzones dorados, se habría enterado. Los únicos momentos en los que podía aprovechar para hacer los deberes eran los descansos en el taller y los trayectos en metro. Casi siempre volvía a casa pasadas las nueve de la noche y, cuando conseguía terminar las tareas, estaba tan agotada que me dejaba caer en el colchón y me quedaba dormida.

Hubo un silencio durante el que pude escuchar el ruido de fondo de la línea.

—Ahora en serio —dijo Annette—, ¿cómo lo haces?

—¿El qué?

—Pues sacar esas notas. Por ejemplo, el último examen de historia... Sé que casi no habías estudiado. El día antes del examen me dijiste que ni siquiera te habías leído los temas...

Me miré las manos y contesté:

—No lo sé, es como si hubiera nacido con una cabeza de más, o algo así...

Pero, en cierto sentido, ahora que mi inglés era bastante más fluido, mis logros académicos no me parecían tan admirables. Simplemente, hacía lo mejor que podía lo que pedían los profesores, vomitando en los exámenes lo aprendido. A veces tenía que prepararlo todo en el último momento porque no me quedaba otra elección, pero siempre lo conseguía. Los estudios eran mi única vía de escape y no me conformaba con estar en aquel instituto tan elitista. Necesitaba conseguir una beca para una universidad de prestigio, y sacar buenas notas en la carrera para lograr hacerme con un buen trabajo.

En décimo, entré en el programa avanzado de créditos pre-universitarios, aunque por lo general estaba reservado para los alumnos de cursos superiores. Mas tarde, a final del semestre, saque un cinco —la nota máxima— en todos los exámenes del programa. Por este tipo de cosas, el resto de estudiantes de Harrison me miraban con una mezcla de envidia y respeto, pero no con lo que yo deseaba: con simpatía. Aunque tenía a Annette, me sentía una solitaria. Quería formar parte de las cosas, pero no sabía cómo.

En aquella época se me quitaron los granos y, con permiso de mi madre, me dejé por fin crecer el pelo. Ya vestía una treinta y cuatro, así que podía llevarme muestras del taller, con lo que mi atuendo se volvió un poco más normal. Pero mis obligaciones para con mi madre y la fábrica no dejaban tiempo para mis ambiciones sociales. Y aunque dispusiera de él, mis compañeros me tenían —puede que con razón— por una chica demasiado seria que nunca iba a fiestas ni a bailes.

En las raras ocasiones en las que me invitaban a salir, ponía excusas sin siquiera pedir permiso a mi madre. Mantenía deliberadamente las distancias con las demás chicas porque sabía que, de lo contrario, acabarían invitándome a sus casas, y yo no podría ir. Ya me había escapado un par de veces para salir con Annette, no podría hacerlo con más gente.

Por lo menos tenía a Annette, que comprendía y aceptaba las cosas que yo no podía hacer, aunque no tuviera ni idea de la auténtica realidad de mi vida. Venía a menudo a la biblioteca cuando yo estaba trabajando, y se convirtió en una gran admiradora del señor Jamali. En privado, no paraba de repetirme lo increíblemente sabio y atractivo que era el profesor de teatro. Annette siempre se sentía fuertemente atraída por alguien, aunque sus romances fueron pasajeros y no dejaron una gran impronta en su corazón. Incluso estuvo interesada por Curt, que había roto con Sheryl aquel verano. Durante un período de un par de semanas, Annette había estado poniéndolo por las nubes: era todo un artista, tan creativo y libre... En algún momento del curso pasado, el muchacho había abandonado las ropas de marca y ahora siempre llevaba pantalones desgastados de algodón y camisetas viejas bajo la americana azul. Pero a los pocos meses de su enamoramiento, Annette empezó a decir que Curt era un aburrido porque a otras muchas chicas les gustaba. Todo esto sucedió sin ninguna interacción real con el propio Curt, por supuesto. Para Annette, enamorarse consistía en una actividad más que en un sentimiento. Disfrutaba mucho cuando yo fingía que me gustaba el mismo chico, porque podíamos hablar de él, igual que cuando la gente comparte la pasión por alguna afición, como el béisbol.

No me importaba. Disfrutaba fingiendo que mi vida era normal cuando hablaba con Annette. Me permitía el lujo de imaginar que era más rica y feliz de lo que era en realidad. Además, resultaba difícil contarle a alguien cómo vivíamos cuando teníamos tan pocas posibilidades de prosperar. Hacía ya tiempo que habíamos abandonado la idea de que la tía Paula hiciera algo para mejorar nuestra situación. Seguíamos pagándole la deuda, lo que nos dejaba poco dinero para nuestros gastos. Apenas podíamos permitirnos las cosas más necesarias, como unos zapatos nuevos cuando los que tenía se me quedaban pequeños. Nuestra única esperanza era que al derribar el edificio, tendríamos que cambiarnos a otro piso.

En mi otra vida, la del taller, podía sentir el runrún de la presencia de Matt cuando estaba en las planchas, o cuando se tomaba un descanso. Parecía caminar rodeado de un halo de luz.

Era como si cada detalle de su rostro, sus manos o su ropa estuviera impreso con fuego en mi mente.

Una vez, cometí el error de decirle:

—Tus pantalones parecen distintos.

—¿Qué dices? —me preguntó.

—No sé, hay algo extraño en cómo te quedan —balbucí, consciente de que estaba pisando sobre terreno inestable.

Me miró extrañado y luego añadió:

—Bueno, ya que te interesa saberlo, supongo que será porque hoy no me he puesto calzoncillos.

Me eché a reír con torpeza, como si fuera una broma y yo una de esas chicas que se ríen indiferentes con ese tipo de cosas, pero lo cierto era que, en secreto, me había convertido en una experta en el trasero de Matt y estaba convencida de que me había dicho la verdad. No me atreví a preguntarle el motivo del olvido de una prenda tan importante, aunque me imaginé que se debía a que se había quedado sin mudas limpias.

En las raras ocasiones en que Park, Matt y yo teníamos algo de tiempo libre, nos juntábamos durante unos preciosos momentos en la calle. Un día, cuando bajé, me encontré a Park arreglando la cadena de la bici de Matt mientras su hermano lo observaba.

—¡Qué le vamos a hacer! Tengo unas manos resbaladizas —comentó, encogiéndose de hombros y queriendo decir que era torpe. Se apresuró a añadir—: Pero sé hacer otras cosas con mi cuerpo que te harían subir al cielo.

Esos flirteos de Matt me emocionaban, pero al mismo tiempo me hacían sentirme más a disgusto con él de lo que ya estaba. Fingí no haber oído aquella broma sobre su cuerpo y me arrodillé junto a Park frente a la rueda. El pequeño era muy manitas y muy diestro, así que colocó y ajustó la cadena en muy poco tiempo.

—¿Me enseñarás algún día a hacerlo? —le pregunté a Park.

Como de costumbre, el niño no me miró a la cara, pero asintió. Sonreí y le palmeé el brazo.

—Bueno, mecánicos, si habéis terminado —dijo Matt—, ¿puedo llevarme la bici antes de que la pizzería se vaya a pique? ¡Ya lo tienen bastante difícil esa panda de italianos en Chinatown!

En cierto modo, me resultaba más fácil relacionarme con Park que con su hermano, aunque en realidad Matt y yo éramos amigos. Me desvivía por los momentos en los que podíamos hablar y reírnos juntos, por cortos que fuesen. Mis sentimientos eran tan intensos que asociaba estar cerca de él a una opresión en el pecho. Siempre me preocupaba por mantener las distancias, como si fuera algo prohibido y necesitara que hubiera un espacio entre nosotros. Cuando me rozaba, yo apartaba todo el cuerpo como si me hubiera picado un insecto, y lo peor era que parecía que a Matt le divertía tocarme. A menudo me ponía la mano en la espalda, o en el brazo. En cierto sentido, creo que me daba miedo que, si superábamos la distancia que nos separaba, me olvidaría de todo por lo que había estado trabajando, de todo lo que yo era.

Fui una tonta. Tenía que haberlo atrapado cuando pude haberlo tenido todo para mí, cogiéndolo como un mango maduro en el mercado. Pero ¿cómo iba a saber yo que aquello era amor?

Y de repente, un día, apareció ella, esperando a Matt a la salida de la fábrica. Representaba todo lo que yo no era: las faldas atrevidas y las uñas perfectas; las miradas ardientes que decían: «Sálvame»; el cabello negro y brillante movido por el viento, que desprendía aroma de flores silvestres. Es cierto que tenía el pelo corto, pero eso sólo acentuaba su hermoso cuello, y además lo llevaba peinado hacia delante para atraer la atención sobre sus perfectos labios. Aún hoy en día, en mis recuerdos aparece como una mujer fatal que se aprovechaba de la debilidad de Matt, cuando lo cierto es que Vivian sonreía con sincero afecto cada vez que me veía en lugar de burlarse de mis ropas baratas como las demás chicas. Seamos sinceros: cuando digo que representaba todo lo que yo no era, quiero decir que poseía todas las virtudes que yo hubiera podido tener y más.

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