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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (17 page)

BOOK: El sueño de los justos
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»Pero la magia dura lo que dura. Y pasado su efecto inicial, el sargento empezó a dar muestras de no tenerlas todas consigo. A paso descuidado, se fue entrando en la biblioteca, donde la tía cubría con una frazada a Néstor, en tanto que un
perejil
iba iluminando los anaqueles donde se apilaban los libros prohibidos.

»No eran, sin embargo, los libros lo que más me preocupaba, sino el morral que colgaba detrás de la puerta y en el que Néstor guardaba los potingues y postizos que solía llevar al teatro. Así que la abrí del todo, hasta hacerla tocar el muro, y me quedé apoyada en ella.

»La angustia no duró mucho. Los desesperados gritos del
perejil
que, olvidado, aún guindaba en las sombras del pozo llamaron la atención del sargento quien abandonó rápidamente la biblioteca. Minutos después, dos de los gendarmes sacaban a la superficie un bulto mojado, temblando de frío y tosiendo.

»Antes de irse, los gendarmes hicieron otra ronda de registros, esta vez acompañados de la tía, quien no dejaba de parlotear acerca de las cosas terribles que estaban ocurriendo en el país a causa de tanto hereje que pretendía arrebatarnos la paz tan duramente conquistada. Pero el discurso no debió de ser muy convincente, pues el sargento, en prueba de que debíamos andarnos con cuidado y de que el estado de sitio, fijado de seis a seis, podía significar la ejecución
in situ
de quien lo intentara violar, no quitó los centinelas de las esquinas de la cuadra, a pesar de que la tía les obsequió el tacuazín para que lo cocinaran esa noche.

»La frialdad y el histrionismo de Néstor y la tía, y más que nada, la oscuridad, nos habían salvado, pero la excitación tardó en atenuarse. Y nos quedamos hablando hasta la madrugada, tomando chocolate y sorbiendo anisado de Mallorca. Lo habíamos pasado mal, pero no creo haberme reído nunca tanto como en las horas que siguieron, al evocar la insólita comedia con gozosa lentitud y rehaciendo sus escenas hasta en los más prolijos detalles. Néstor, sobre todo, nos hizo reír hasta el dolor, impostando la voz del anciano e imitando la del sargento. No tenía maquillaje ni postizos, pero aún seguía envuelto en la sábana, y cada vez que se ponía de pie para revivir algún detalle, la tía y yo nos retorcíamos en el asiento, víctimas del gozoso llanto de la risa.

»Se había salvado y nos había salvado. Y no dejaba de hablar. Era la primera vez que lo hacía ante mí con una fluidez cautivadora, sin errar una palabra, como si estuviese leyendo. Toda su turbación del mediodía, todos sus reparos para expresarse con claridad, en lugar de con metáforas, se habían disipado. Se dirigía a mí casi siempre, no dejaba de sonreír cuando posaba su mirada en la mía y, a la luz de las candelas, sus ojos brillaban como carbones encendidos.

»Esa noche nos contó que había nacido el año del cometa, cuando un reguero de luz cruzó el cielo de Guatemala, anunciando calamidades. Fue el día en que regresaron de La Habana los despojos del obispo fray Ramón Casaus y Torres, expulsado del país por los viejos liberales. Doña Genoveva de Espinosa había tomado la coincidencia de ambos sucesos, el paso del cometa y el regreso del patriarca, como señales del cielo y había encomendado a Néstor a la Virgen del Rosario. Y cuando el niño cumplió seis años, la buena señora lo llevó a Santo Domingo. Quería que viese la calavera de fray Ramón con la mitra puesta. La tenían en exhibición, frente a la caja de caoba que guardaba los restos del obispo.

»También nos habló de sus años en Londres, de sus viajes a Escocia y a París, de su recordado mister Ross y de lo que había aprendido sobre el teatro. La imagen y la actuación son poderosas, nos dijo. Paralizan y sorprenden, pero también son fugaces. Sin la fuerza de las palabras, ambas se esfuman enseguida, por más que quienes miren sean gente impresionable o vulgar. Y usted debe de saber de estas cosas, le dijo riendo a la tía Emilia. Dos minutos más haciendo el payaso, recitando a Shakespeare y Zorrilla, y el sargento se habría dado cuenta del engaño.

»Yo estaba deslumbrada. Aquella conversación, que a mí me pareció inflamada de promesas sin decir y deseos sin satisfacer, me pareció el preludio de una vida feliz a su lado. Y esa noche decidí que, ocurriera lo que ocurriese y costara lo que costase, Néstor sería el hombre con quien habría de pasar el resto de mi vida, una de esas cosas que piensas cuando sólo tienes diecinueve años. ¿Qué horas son, Elenita?

»—Falta poco para las once. Debes de estar cansada, ¿quieres recostarte ahora?

»—Me pregunto si la fatigada no eres tú con toda esta larga historia. Tienes fiambre, me decías.

»—También hay chocolate hecho. Puedo calentar un poco.

»—Espera, voy contigo... No estoy cansada. Hablar tanto me ha hecho bien, pero no puedo olvidar lo ocurrido hoy. ¿Recuerdas a doña Manuela Matute?

»—Cómo no voy a acordarme. Siempre me regalaba bolitas de miel cuando iba de visita a nuestra casa.

»—También está detenida.

»—¡Dios mío, pero si es una anciana!

»—Según pudo averiguar don Ernesto, está presa por haber mandado a bordar una bandera para los que planeaban asesinar al presidente.

»—¡Pobrecita! No soportará la prisión. ¿Quién pudo ser tan desalmado para denunciarla?

»—No lo sé, Elena. Está todo tan confuso. ¡Hum, qué bien huele aquí!

»—Las mucamas hicieron unos dulces.

»—¡Y ese olor a chocolate! Dios mío, creo que voy a llorar otra vez...».

8. Marcado

—Buenos días, doña Emilia —saludó el sacerdote en voz baja.

—Buenos días, padre.

—¿Dónde puedo hablar con él?

—En la biblioteca, por ese pasillo

El padre Vidal Sanabria cruzó a paso rápido el zaguán y se dirigió, corredor adelante, hacia el segundo patio. No tuvo que caminar mucho. Néstor Espinosa había oído los golpes en el portón y salió a su encuentro.

—¡Qué alegría verte! —dijo Néstor, abrazando al cura—. Estaba preocupado por ti.

— Salimos con bien, gracias a Dios.

—¿Cómo están los demás? ¿Qué sabes de Joaquín y de
Saint-Just!

—Joaquín logró orillar el barranco y regresó a la ciudad bordeando el cerro del Carmen.
Saint-Just,
como es tan necio, se apartó de Joaquín y, hasta donde sabemos, tomó un desvío y se perdió por Matamoros. Pero está bien. Oculto, como los demás.

El rostro de Néstor se ensombreció.

—¿Qué ha sido del cuerpo de Arcadio?

—Hasta ayer logré que me entregaran el cadáver. Le hemos dado sepultura hoy. El arzobispo se negaba a enterrarlo en tierra sagrada y no sabes lo que me costó obtener de él permiso para hacerlo. Estaba convencido de que era masón.

—¿Y don Jaime?

—En una bartolina del Castillo de San José. Le han cerrado
Las Acacias y
la tienda de sombreros.

—Le habrán torturado.

—Imagino que sí.

—¿Y los demás?

—Esperando la oportunidad de huir. Algunos lograron salir de la ciudad, jugándose la vida por los barrancos. Estarán camino de México, Honduras, El Salvador. O tal vez ocultos en alguna finca. El Gobierno tiene al parecer una lista con algunos nombres de los miembros del club.

—¿Una lista? ¿De todos nosotros?

—Hasta donde sabemos, es incompleta. Sólo contiene los nombres y apellidos de diez o doce.

—Eso quiere decir que, quienquiera que haya sido el delator, no nos conocía a todos.

—No lo sé. Para mí esa lista es un misterio. Manos anónimas la dejaron ayer en la curia, pero también se conoce en otros círculos.

Néstor miró, inquieto, a
Sarastro.

—¿Está mi nombre en esa lista?

El sacerdote asintió en silencio.

—¿Y quién más?


Hiram, Lucio, Eneas, Juliano, Turgot, Sebastián, Saint-Just, Juliano, Basilio...
diez o doce, ya te digo. Parece ser que la escribieron con prisa.

—Y tú no estás en ella.

—No.

—¿Y Joaquín?

—Tampoco.

—¿Y qué piensan los demás, los que no están en la lista?

—Creen que es una trampa del Gobierno.

—No entiendo.

—Piensan que si el Gobierno ha hecho circular esa lista es para que, los que no están en ella, se confíen y salgan de su escondite. Pero también corre otra versión.

—¿Cuál?

—Que lo de la lista es sólo una pantalla, porque el Gobierno sólo quería detener a uno de nosotros.

—¿A uno sólo? ¿Y quién es?

El sacerdote dudaba.

—¿Quién,
Sarastro,
por todos los demonios?

—Tú.

Néstor le dirigió una expresión atónita.

—¿Qué dices?

—El plan era detenernos a todos. Nos habrían encarcelado, nos habrían dado unos cuantos azotes y luego nos habrían ido soltando. No nos consideran gente peligrosa. A ti, en cambio, te habrían enviado al exilio. Ese era el arreglo.

—¿El arreglo? ¿Qué arreglo?

—Un rumor que corre desde ayer.

—En la curia.

—Sí, claro, en la curia.

—Tú sabes algo que no quieres decirme. ¿A quién se le ocurrió ese arreglo?

—Tranquilízate, es sólo un rumor. Pero si
Sebastián
estuviese aquí, te diría que fui yo, un clérigo con dos caras, quien delató a la hermandad.

—También pudo haber sido él. ¿No te parece raro que haya querido marcharse tan pronto y que lo de la manifestación contra el Gobierno tuviese como fin no estar ya en el salón cuando llegaran los soldados? ¿Y por qué no
Saint-Justi
También se quería marchar, ¿no es así?

—También. Pero ése es sólo un exaltado. ¿Viste a Mauricio o a Hernán? No llegaron esa noche. Pudo haber sido también cualquier cliente del mesón que el Gobierno había puesto allí para espiarnos. Y quién quita que haya sido
Eneas,
el pendolista, que tampoco estaba. Es doloroso pensar en
Basilio,
en
Hiram,
en Arcadio, en
Sebastián,
en
Juliano.
Pero todo es posible. Incluso pudo haber sido un familiar de cualquiera de nosotros.

Se habían sentado junto a la ventana donde la brisa hinchaba suavemente la cortina e impedía en ocasiones que ambos se vieran la cara.

Néstor apartó la tela de un manotazo.

—¿Qué me quieres decir con eso de algún familiar?

El sacerdote tragó saliva.

—Qué difícil es todo esto —murmuró.

—Estoy esperando,
Sarastro.

—De acuerdo, te diré lo que sé. Alguien que conocía tus pasos, te denunció. Nos denunció, pues. Ese es el rumor que corre desde la mañana en el arzobispado. Según parece, un jesuita estuvo ayer por la mañana en el palacio de Gobierno y habló con el coronel Leocadio Ortiz, jefe de los servicios secretos de Cerna.

—¿Y tú piensas que ese jesuita es mi hermano Rafa?

—No he dicho eso, Néstor. No lo sé, por Dios vivo que no lo sé. Pero el rumor se ha extendido y los jesuitas no lo desmienten.

—Lo desmentirán.

—Me sabe mal llevarte la contraria, pero si conozco bien a la Compañía, no lo harán. Ni por tu hermano ni por nadie.

—¿Cómo saben que era mi hermano Rafa el que entró esa mañana en palacio?

—Lo ignoro. Sólo repito lo que dicen en la curia.

—Tuvo que ser otro. Mi hermano no es capaz de hacer una cosa así.

—No los conoces. Aunque Rafa no haya tenido nada que ver en la denuncia, no saldrán a aclarar el asunto. Les interesa que se sospeche que han sido ellos quienes descubrieron ese foco de conspiración. La gente dirá en la calle que aquí no se puede hacer nada sin que lo sepan los jesuítas y que nadie que pretenda ir contra el Gobierno o contra ellos saldrá indemne, si lo hace. Ni siquiera el hermano de un jesuíta. Eso es lo que quieren que se sepa y, si el rumor es o no verdad, eso no importa. Tu hermano va a tener que callarse.

Néstor escudriñaba las pupilas de
Sarastro
, buscando algún destello revelador de que el clérigo mentía.

—¿Y tú, hermano
Sarastro
? —le dijo con sorna—. ¿Cómo es que andas por la calle, así, como si nada hubiese ocurrido?

—¿Sospechas acaso de mí?

Néstor no respondió. Sólo se limitó a mantener, con dureza, la mirada de su amigo.

—Nadie está seguro estos días —dijo
Sarastro
—. Ni siquiera yo. Pero la sotana me protege. Dudo que el Gobierno se atreviera a detener a un cura. Así que, mientras pueda, seguiré ayudando a los que están escondidos y a los que quieran huir del país.

—Y para eso has venido.

—Mi consejo es que te vayas cuanto antes. Las cosas no han podido ir peor. La manifestación frente al teatro fue un fracaso. Llegaron unos pocos y los dispersaron con facilidad. También sabemos que la invasión de Cruz no va por ahora a ninguna parte. Se tuvo que regresar a México, perseguido por el corregidor de San Marcos. No hay nada qué hacer aquí. No por ahora.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiero irme?

—Han cateado esta casa, tienen vigilada la tuya.

¿Adonde crees que puedes ir? Estás en la misma situación que los otros de la lista. Estáis marcados. Debéis iros. No podéis volver a la vida normal, no tenéis ningún futuro aquí. ¿Qué otra salida os queda, sino el exilio?

El sacerdote depositó sobre la pequeña mesa que separaba a ambos un cinturón de cuero, aparentemente más pesado de lo normal, y que emitió un inconfundible sonido de monedas en su interior.

—No es mucho, pero te ayudará a sobrevivir fuera del país mientras vemos qué se hace.

Néstor se desentendió del cincho.

—¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó a cara de perro.

—Veo que no consigo convencerte.

—No me llevo bien con mi hermano Rafa, y mi madre no me deja en paz, pero ninguno de los dos sería capaz de denunciarme. Ahora contesta, ¿cómo lo supiste?

El clérigo suspiró.

—El Gobierno ha detenido a un grupo de liberales bajo sospecha de contubernio con Cruz: Gabriel Valenzuela, Pedro Gómez, Ildefonso Alfaro, Eligió Solano, Rafael Al-morza y otros. Los tienen en los calabozos del castillo de San José.

—No es eso lo que quiero saber.

—Los liberales han cerrado filas y, con ellos, familias afectadas por la dictadura de Cerna, pequeños comerciantes a quienes el monopolio del Consulado de Comercio no deja respirar, abogados, médicos, grupos insumisos, clubes de señoras. Doña Emilia ha sido de las personas que más se ha movido. De todos ellos ha salido la plata para sacarte a ti y a otros del país. Yo sólo soy un mensajero, por ser el que menos sospechas puede infundir. Me llamaron y aquí estoy.

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