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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (7 page)

BOOK: El sueño de los justos
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»La tía Emilia saltaba de gozo. Tomaba los libros en sus manos, los besaba, los apretaba contra el pecho y los acariciaba como gatitos. Y cuando por último extrajo del piano
La dama de las Camelias y Madame Bovary,
dos novelas que la censura había tachado de pornográficas y peligrosas, se dejó caer en el sofá muerta de risa.

»La tía era una mujer muy especial. Gozaba como una niña cada vez que burlaba la vigilancia del Gobierno. Había sobrevivido a tres décadas de censura conservadora, pero nadie había sido capaz de amargarle la vida. Tenía el talento suficiente para no dejarse derrotar por nada. Nunca permitió que las prohibiciones la subyugaran al punto de anular su libertad y jamás la asfixiaron los reveses. Resolvía los problemas haciendo punto de cruz y tenía la virtud del buen humor. Comparaba la vida con un carrusel de feria. Al cabo de muchas vueltas, ya sabes más o menos lo que va a venir, decía. No importa dónde te bajes del carrusel, en qué país o en qué siglo. Siempre encontrarás las mismas cosas. La tierra seguirá temblando cuando cambie de postura, los volcanes escupirán ceniza cada vez que se sientan mal del estómago y los hombres seguirán cometiendo toda clase de infamias. No hay experiencia más gloriosa, me decía, que un hombre te bese y te toque.

»Y a pesar de que su esposo había muerto hacía más de diez años, todavía valoraba esa vivencia como lo mejor de su vida. Tenía una gran energía vital, tanta que, una vez extraídos los libros del piano, empezó a meterme prisa para que me arreglara y nos fuéramos al teatro a escuchar el recital de dos sopranos, venidas de Italia con la compañía de Tomasso Passini y organizado por la
Asociación de Damas del Buen Coraje y el Amor Hermoso
, a la cual pertenecía.

»Era un recital benéfico y sin muchas pretensiones, pero hacía meses que no actuaba en Guatemala ningún cantante extranjero y la asociación de damas había logrado vender todas las entradas para esa noche, gracias a la colaboración del empresario del teatro, don Manuel de Lorenzo. Y la tía Emilia no podía faltar. Necesitaba compartir con sus amigas la llegada de los libros y el éxito de la función benéfica.

»Por tu gesto, intuyo que nunca oíste hablar de las
Damas del Buen Coraje y el Amor Hermoso.
No te culpo, siempre fueron... fuimos, muy reservadas. Pero, si te lo puedes creer, era un grupo de amigas que recaudaba fondos para la causa liberal. Se reunían en diferentes casas para evitar suspicacias, portando siempre sus bolsas de costura. Se hacían, para disimular, las santurronas, yendo a triduos y novenas. Y el dinero que lograban reunir en actividades como la del recital lo invertían en auxiliar a los liberales en prisión, a financiar la edición de hojas clandestinas o a sostener a las familias de los condenados por el régimen conservador.

»Cuando mi tía me contó por primera vez estas cosas, me vino ese cosquilleo que se siente cuando entras de golpe en la vida y en los secretos de la gente adulta. Y entre eso y que deseaba volver a ver a Néstor, decidí acompañar a la tía Emilia a pesar de que me sentía como un trapo.

»Y así fue que dio comienzo la aventura de una noche que ni el genio de Ponson du Terrail hubiera sido capaz de imaginar para su famoso y celebrado Rocambole».

3. Una noche en la ópera

—Ave María Purísima.

—Sin pecado... pero... mama, ¿qué haces aquí?

—Tenía que hablar contigo, hijo mío.

—Ahora no puedo, mama. Tengo a varias personas en la fila. Aguarda a que las confiese y hablamos después.

—Esto es urgente, Rafa.

—Por favor, mama, en otro momento.

—Tienes que hablar con Néstor hoy mismo.

—Siento tener que decirlo así, pero no soy el guardián de mi hermano. Mejor dicho, estoy harto de serlo.

—Sigue yendo a
Las Acacias,
ese antro de impíos.

—¿Sabes qué me dijo la última vez, cuando le advertí que podía dar con sus huesos en una bartolina o un barranco, si seguía yendo a ese lugar?

—No, no lo sé.

—Me llamó corifeo de
Huevosanto,
mira qué forma de tratar al presidente, y sicofante de los serviles. Y cuando le dije que si ése era el veneno que le habían metido en el cuerpo en Londres, me contestó que no, que ése era el antídoto.

—Se ha vuelto un cínico, es verdad, pero en el fondo no es malo.

—Le he dicho todo cuanto tenía que decirle, mama. Le he advertido, le he suplicado. Pero como si le hablara a la pared de enfrente. Todo le resbala: las amenazas, los consejos, todo. ¿Qué más quieres que haga por él?

—Escucha, hoy andaba con un papel sedicioso. Lo leí.

Aparte de las burlas y las blasfemias habituales, había una noticia que debes saber.

—Esos papeles son pura propaganda, mama.

—No estás bien informado, hijo. La hoja anunciaba cambios radicales y una inminente invasión al país. Están tramando algo muy grave, Rafa. Y mucho me temo que quieran hacer aquí las barrabasadas que Benito Juárez hizo en México.

—Llevan años intentándolo, pero no te preocupes. No tienen la organización ni las armas ni la plata para derrocar a don Vicente.

—Este es un país niño, Rafa. Necesita tutela y disciplina.

—Descuida, mama. No vamos a tirar estos años de paz a la basura, pero hay que hacerlo con inteligencia, no a lo bruto.

—Parece mentira que seas tan simple. Esa gente quiere educación laica, libertad de conciencia y de imprenta, matrimonio civil, divorcio, separación de Iglesia y Estado. Y contra semejantes atrocidades lo único que vale es el palo, no la inteligencia.

—Mama, por favor, hablemos de eso más tarde. No es éste el momento ni el lugar. Hay personas esperando. Debo confesarlas.

—Las madres tenemos un sexto sentido. Y el mío no suele equivocarse. Temo por la vida de tu hermano. Debemos impedir que siga asistiendo a esa sinagoga de Satán que es
Las Acacias.

—No insistas, mama. No hay manera de hacerle razonar. Tiene convicciones muy arraigadas. Y tiene veinticuatro años. Recuerda la que armó cuando hiciste desaparecer algunos de los libros que trajo de Londres.

—Eres su hermano mayor.

—¿Acaso te escucha a ti, y eres su madre?

—No me hables en ese tono, Rafa.

—Mama, he hecho por mi hermano todo lo que podía hacer. Punto.

—Sabes que la gente con que anda es un peligro. Que ejercen en el país una labor disolvente. Que quieren acabar con nosotros. Por Dios, Rafa, ¡no podéis ser tan tolerantes!

—Es sólo un club, mama, unos pocos liberales desfasados y uno que otro masón.

—¿Unos pocos? ¡Son la bestia del Apocalipsis, Rafa, una peste de idólatras de la libertad que debe ser acogotada cuanto antes!

—No es así de sencillo, mama. Hay liberales que están con la Iglesia, pero no con el Gobierno. Hay conservadores volterianos y también hay curas masones. Hay jóvenes liberales de familias conservadoras. Y viceversa. Todo está mezclado, mama. No podemos cortar por lo sano sin correr el riesgo de hacer alguna barbaridad.

—Me cuesta entender vuestra pasividad con esa gente. Se dedican a romper la unidad del país y vosotros, ¡tan tranquilos! Sabéis que ésta es una batalla entre las dos únicas elites que piensan en el país: vosotros y los masones. Os parecéis tanto que, si ellos dijeran misa, seríais la misma cosa.

—Hay otros poderes con los que es preciso contar.

—Los otros poderes no piensan, Rafa. Sólo vosotros lo hacéis. La inteligencia de este país está dividida y si vosotros no acabáis con los liberales, los liberales acabarán con vosotros. ¿Es que no lo ves?

—Sí, mama, claro que lo veo.

—¿A qué esperáis entonces para aniquilar a esa partida de rojos?

—Mama, eso no se puede hacer así nomás.

—¡Pues si no tomáis medidas, un día de éstos pondrán una guillotina en la Plaza de Armas y serán ellos quienes os corten la cabeza a todos!

—Baja la voz, mama.

—El año pasado, el gobernador de Cuba fusiló sin juicio previo al Gran Maestre de La Habana junto a una docena de liberales y masones. ¡Eso es lo que hay que hacer aquí, acabar con esa epidemia! Pero antes, tienes que sacar a tu hermano de ese círculo de perdición.

—Sé a qué te refieres, mama, pero eso no lo voy a hacer.

—Tienes la obligación de salvarle. Pide que le detengan hoy mismo, cuando salga del despacho. Hay que darle un susto, encerrarlo o sacarlo del país antes de que sea demasiado tarde. No veo otra forma de apartarlo de esa canalla.

—No insistas, mama. No denunciaré a mi hermano. Eso significaría romper para siempre con él, si llegara a enterarse.

—No tiene por qué enterarse.

—Sería un cargo de conciencia muy pesado que no podría llevar en mis espaldas. Además, no creo siquiera que surta efecto. Míralo de esta manera, mama. Néstor está encandilado con la idea de una sociedad más justa y fraterna. Busca la armonía universal, la belleza, la sabiduría, el progreso. Es un idealista mama, no un político.

—¡Los idealistas son los más peligrosos!

—Si le conozco bien, Néstor no es un hombre dañino. Sólo anda desorientado.

—Su alma corre peligro, Rafa, ¡y yo prefiero que un castigo lo reforme a que se condene eternamente!

—No grites, mama. La gente nos está mirando.

—No puedo soportar esta situación, Rafa, no puedo. Si no lo haces por él, hazlo siquiera por tu madre.

—Lo voy a pensar, mama, pero ahora, por favor, vete a casa. Tengo que dirigir el rosario.

El teniente coronel Leocadio Ortiz, hombre de estatura mediana, hombros anchos, uniforme impecable y bigote ampuloso, pertenecía a ese género de personas que no podía leer nada en silencio y que, cuando lo hacía, mascullaba entre dientes un runrún ininteligible. Por su condición de jefe de los servicios secretos del Gobierno, invertía en esa tarea más tiempo del que habría sido su gusto, de ahí que leyera casi siempre entre líneas y se saltara los formulismos.

Lo que no solía hacer tan a menudo era interrumpir la lectura con palabrotas y exclamaciones o que detuviese aquélla, sorprendido, mirando al techo con la boca abierta. Pero esos eran los gestos y las poses de Leocadio Ortiz aquella tarde de marzo de 1869, luego de que un ordenanza le trajera al despacho una misiva urgente que le fue resecando el cielo del paladar a medida que tomaba conciencia de lo que el texto decía.

—En San Marcos a tantos de tantos de mil ochocientos tantos...
pin, pin, pin...
Señor teniente coronel Leocadio Ortiz...
pun pun pun...
para informarle de que el brigadier don Serapio Cruz se introdujo en el territorio nacional el 16 del corriente con una gabilla de veintiocho hombres a caballo i asaltó los efeztos de comercio depositados en los almacenes de Nentón...
puta...
Le acompañan sus hijos, y un tal Salvador Monzón, prófugo de la cárcel de Huehuetenango...
a este cabrón lo conozco...
un desertor, llamado Nicolás Mazariegos...
y a este desgraciado también...
Evaristo Cano, otro prófugo...
ah, la gran puerca...
Del asalto al pueblo se podría deducir que el propósito del brigadier es el pillaje, pero las arengas de don Serapio nos azvierten de otra cosa. Su objetivo es derribar el Gobierno con el auxilio de los indios que pueda alzar...
¡hijo de su reverenda madre!
La Taltuza
estaba en lo cierto...
Les ha prometido tierras i permiso para fabricar aguardiente si le ayudan a derrivar al gobierno conservador...
viejo chiflado.
..ala fecha, ha logrado reunir tresientos desharrapados i a donde llega hace llamados a las fuerzas progresistas del país para que se alcen i se le unan i he oído que en la capital preparan un alboroto esta noche. Dado en la villa de...
pin, pin, pun...
Firmado: coronel Antonio Búrbano, corregidor de San Marcos.

Leocadio Ortiz se alzó del sillón como un resorte. Todo encajaba, de repente, como cuando el jugador coloca la última ficha de dominó sobre la mesa y cierra. Todo coincidía con el informe que le había dado esa mañana
La Taltuza,
su informante más mañoso, quien, una vez más, había dado en el clavo. Algo se estaba cocinando ese día en la capital y la confirmación estaba allí, en la carta de Búrbano.

Se dirigió a la puerta, salió al corredor y gritó:

—¡Cáceres! ¡Mardoqueo Cáceres!

Un militar bajito y de tez aberenjenada se le acercó al trote.

—¡A sus órdenes, mi teniente coronel!

—¿Tiene a la gente lista?

—Sí, señor. Lista y presta.

—Mardoqueo —le dijo, mientras se ajustaba el correaje y se retocaba el quepis—, el problema es más grave de lo que yo había pensado. Cruz quiere organizar una revolución como Dios manda. Bueno, como Dios manda, no, pero que la organiza, la organiza. Si no detenemos ahorita a la chusma liberal, volverán a envenenar el agua, a saquear las iglesias, a violar a nuestras hijas y a instalarse en el Gobierno. ¿Entiende?

—Sí, mi teniente coronel.

—Los rojos están preparando movilizaciones para esta noche con el fin de desestabilizar el Gobierno, así que proceda con el plan de inmediato. Pero lleve el doble de gente. Entre a saco en la sede del partido liberal y detenga a todo el que encuentren dentro. Envíe refuerzos al teatro. Y en cuanto a esos muchachitos de
Las Acacias,
me los trae por las orejas. A todos. Quiero
hablar
con ellos esta misma noche.

Abrió una gaveta de su escritorio y sacó un papel.

—En esta lista están los nombres de los diez o doce más destacados. ¡Que no se le escape ni uno, Mardoqueo! ¡Ni uno solo!

—Descuide, mi teniente coronel. Eso se lo arreglo yo de dos pijazos.

—Ahora tengo que avisar al presidente. Estaré en el teatro para cualquier cosa.

«En los alrededores del Teatro de Carrera había esa noche más animación que de costumbre. Más mendigos, más melcocheras, más vendedoras de almendras garapiñadas, más atoleras y más policías a pie y a caballo que impedían la entrada a los jardines a todo el que tenía mal aspecto. Buen número de curiosos se aglomeraba en la entrada de carruajes para presenciar la llegada de los señores de pisto y postín. Incluso la banda que en la escalinata de la entrada daba al público la bienvenida, tocaba una música menos desvaída de lo habitual.

»En el
foyer,
sin embargo, las caras eran menos risueñas, sobre todo las de los conservadores, lo que hizo crecer mis sospechas de que algo raro sucedía o estaba a punto de suceder. Ni uno solo reía, aunque eso no tenía nada de extraño, pues si algo distingue a los conservadores es su falta de humor. Siempre lloran lo perdido en lugar de celebrar lo ganado. Tampoco vivían sus mejores horas, ya que la cochinilla y el nopal, negocio del que muchos habían vivido hasta entonces, se hallaba por esos años en vías de extinción.

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