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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (38 page)

BOOK: El sueño de los justos
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El corregidor no podía creer lo que estaba viendo. Una descarga de carabinas solía producir un tableteo irregular, debido a los fallos en el encendido de algunas y a la explosión desigual de la pólvora en otras. Pero aquellas detonaciones eran ciertamente aterradoras. Jamás había presenciado ni oído nada semejante. Sólo una máquina podía producir un ruido así. O un batallón de tiradores apostados en la cima de la loma.

—¡Atrás, atrás! —gritó fuera de sí—. ¡Corneta, toca retirada! ¡Retirada!

Se sentía indignado y confuso. Por primera vez en su vida de militar, el viejo principio napoleónico según el cual la potencia de un ejército consistía en multiplicar el número de hombres por la velocidad del avance, y del que eran ejemplo asaltos como los de El Alamo o la colina de Chapultepec, había fracasado. Algo no funcionaba en el esquema. Aquellos tipos disparaban con una precisión insólita y desde una distancia a la cual las carabinas de mecha no eran más útiles que palos de escoba.

Cuando la tropa logró refugiarse en el bosque de pinabetes, Búrbano estalló, iracundo:

—Dígame, Guillén, por su madre, ¿quién le dijo que eran solo veinte o treinta?

—El
cuije
, mi coronel, el que tenemos en Comitán de las Flores. Y el pastor. También él dijo que eran muy pocos.

—¡Pues ahí debe de haber cuatrocientos!

El capitán estaba también desconcertado.

—No suenan como carabinas, mi coronel. Tienen que ser rifles de última generación.

—¿Qué es eso de última generación?

—Rifles modernos, mi coronel, armas muy nuevas.

—¿Y por qué no informó el
cuije
de eso?

—Parece que no es militar, señor.

—¿No es militar? ¡Ah, la gran púrpura! ¡Por eso estamos como estamos! ¡Y ustedes —les gritó al corneta y al tambor—, dejen ya de tocar esa mierda!

Néstor inspiró hasta que el aire hinchó totalmente sus pulmones. La táctica Mclnnery había funcionado a la perfección. En pocos minutos, los
Remington
habían disparado unos quinientos tiros, en tanto las carabinas de Búrbano sólo habían hecho veinte o treinta, la mayoría al aire. No había ni un rebelde herido. En cambio los cuerpos de los soldados caídos yacían diseminados, como ropa puesta a secar, en las faldas de la loma.

Miró hacia donde estaba Rufino. Por primera vez desde que Búrbano lanzó el ataque, lo veía quieto. Tenía los ojos puestos en el bosque de pinabetes y el airecillo de la tarde hacía flamear en su costado la garibaldina roja. Y al recordar el ataque, largo mientras lo vivió, corto al evocarlo ahora, le pareció que aquel hombre que gritaba y encendía de entusiasmo a sus hombres, no era el guerrillero tosco y brutal que había imaginado, sino uno de esos predestinados que aparecen de manera inesperada en la historia de los pueblos.

Los ayes y los lamentos llegaban hasta donde Néstor se hallaba, pero eso le importaba menos que la agitación que sentía y que era semejante a la experimentada en el Grijal-va. Su esternón había vuelto a vibrar con la reciedumbre del tiroteo y, mientras éste había durado, todo alrededor de él había dejado de existir: Tacaná, el volcán, el frío, los cerros, las torrenteras. Incluso el recuerdo de Clara se había esfumado. Su vida se había centrado en la mira y en el dedo que tiraba del gatillo. Cada disparo había sido para él un instante ganado a la muerte, y cada hombre que derribaba, una nueva oportunidad de seguir viviendo.

En aquella hora límite, la esencia de la vida se había reducido a algo tan simple como matar para vivir. Y ahora, mientras tomaba aliento, pensaba que quizás no hubiera conmoción más fuerte ni sacudida interior tan poderosa como la de jugarse la vida en combate.

Media hora después, la tropa de Búrbano intentaba de nuevo el asalto a la colina, sólo que con todos sus hombres, incluida la compañía de refresco que aguardaba en el bosquecillo.

El enjambre de soldados asaltó la posición rebelde con renovados bríos, pero el cuerpo a cuerpo no llegó nunca a producirse. Las descargas de los
Remington
azotaron la formación como un mal viento y, una vez más, la acometida perdió fuelle a mitad de la pendiente.

Los soldados de Búrbano estaban otra vez en el suelo. No había manera de saber cuántos muertos y heridos había costado el asalto, pero la ladera parecía no tener vida. El abanderado yacía abrazado al estandarte, junto al capitán Mariano Guillén, quien respiraba angustiado y con la boca muy abierta a causa de un plomazo en el vientre.

—¡Alto el fuego! —ordenó Rufino—. ¡No usen los cartuchos con tanta alegría! ¡Y no disparen hasta que se pongan de pie otra vez!

Se había percatado de que la puntería de sus hombres no era todo lo buena que hubiese deseado y que era la potencia de fuego, más que el pulso de los tiradores, lo que tenía a los soldados de Búrbano comiendo tierra.

Néstor paseó la mirada por el escenario del combate. Algo más allá del bosquecillo de pinos, en una milpa situada a unas trescientas yardas, alcanzó a divisar un militar a caballo. Intuyó que debía de ser alguien importante y, levantándose del suelo, puso una rodilla en tierra, afirmó el codo en la otra, dirigió el rifle hacia el blanco e hizo fuego.

—¡Puta, licenciado! —gritó Rufino—. ¿Es que está sordo? ¡He dicho que alto el fuego!

Fue un tiro limpio y sin eco. Todos lo pudieron ver. También Rufino. El caballo alzó las patas delanteras, agitó las crines y cayó sobre el jinete.

Néstor hizo un gesto de contrariedad. Desde que la bala salió del Remington, supo que había matado al caballo, no al jinete. La cabalgadura no se movía y sólo se alcanzaban a ver los brazos de quien la montaba, haciendo esfuerzos por librarse del animal.

Dos soldados corrieron a la milpa con el fin de ayudar al caído, pero Néstor no lo permitió. Continuó haciendo disparos y obligó a los dos hombres a refugiarse otra vez en el bosquecillo.

Finalmente, el oficial logró zafarse de la montura y escapó cojeando hacia el bosque.

—¡Es el coronel Búrbano!—gritó Julio García Granados.

—¿De veras? —quiso saber Néstor.

—Sí, es él —refunfuñó Rufino.

La niebla se había empezado a posar sobre el valle. Muy pronto las colinas, las hondonadas y los caminos quedarían ocultos bajo una espesa bruma. Y eso pesó sin duda en el ánimo de Búrbano, pues, minutos más tarde, el sonido de un clarín tocaba de nuevo retirada y los soldados corrieron a refugiarse en el bosque de pinabetes.

Rufino decidió no acosarlos y permitió que se llevasen los heridos y los muertos. Y poco después, la desmoralizada tropa volvía a aparecer en formación de a dos por el lado Este de la arboleda. El corregidor de San Marcos debía de haber concluido que era prácticamente imposible desalojar a los rebeldes de la loma, peor con aquella niebla cuyos primeros mechones agrisaban ya el verdor de los cerros.

Cuando Rufino comprobó que el coronel se retiraba, camino arriba, en dirección a Ixchiguán, corrió a dar vivas junto a sus oficiales y sus hombres. Tomó por los hombros a Néstor y, zarandeándolo con fuerza, acertó a decirle:

—¡Sabía que era usted un tipo jodido!

Le brillaban los ojos y tenía la respiración agitada. Y Néstor quiso pensar que, después de tantas derrotas y traspiés, aquél debía de ser el triunfo más importante en la vida de Rufino. Ni un soldado del Gobierno había logrado alcanzar la cima de la loma. La causa de la libertad estaba a salvo, siquiera por el momento, y con ella el prestigio de un hombre que hasta aquel Lunes Santo quizás había pensado alguna vez que alguien había torcido las rayas de su mano.

Pero no fue más allá de aquella breve efusión. Su carácter le impedía permitir que la alegría le embriagara, como si con ello temiera revelar flaquezas o perder el control de sí mismo. Los descorches los dejaba para la reprensión, la mordacidad o la cólera. Expresar con espontaneidad el gozo por la victoria hubiese sido mostrar su personalidad al desnudo. Rufino era un hombre extremadamente hábil para dirigir, inspirar a sus hombres o hacerse temer, pero, al mismo tiempo, era un lisiado emocional, una persona incapaz de mostrar sus sentimientos más nobles.

Con todo, debió de pensar que tenía una deuda con Néstor. Y como una concesión, que de otra parte desviaba sus emociones hacia un asunto menos importante, y que de paso le evitaba enfrentar el júbilo cara a cara, dijo una vez más con los labios tensos:

—¡Voy a encontrar al
piojoso
que nos delató, licenciado! ¡Y cuando lo encuentre, le juro que voy a romperle el alma!

Néstor comprendió que Rufino tenía la necesidad de mostrarse fuerte y punitivo a toda hora, incluso en la más venturosa de su vida. Lo importante ya no era el momento, la victoria que acababa de alcanzar, sino el futuro, lo que había que hacer en adelante, fuera encontrar al
piojoso
, reclutar más hombres en la sierra o entrar como vencedor en la capital. La inconformidad con el presente y la prisa por cambiarlo era el signo más revelador de su carácter. Y ésa era sin duda la causa de su perenne hosquedad y de que no pudiera mostrarse nunca como una persona feliz.

9. Esperando a los bárbaros

«La noticia llegó a la capital con los caballos de
Don-Chema
Samayoa. El Gobierno había bajado los brazos, tras lograr que el gobernador de Chiapas desarmara y encarcelara a los rebeldes, y la correspondencia volvió a fluir a través de doña Soledad Moreno, la mensajera del club.

»No puedes imaginarte el efecto que surtió aquella victoria. Un pequeño grupo de valientes había clavado una lanza en el costado conservador y el reconocimiento hacia ellos se volvió un callado estruendo. ¿Hay algo más excitante que un guerrero victorioso? Sí, Elena: que ese guerrero sea tu enamorado y tu héroe.

»Tacaná había sido sólo una escaramuza, pero su nombre, el de un pueblo ignorado y remoto, perdido en las estribaciones de la Sierra Madre, se volvió para nosotros tan grande como para los ingleses Trafalgar o Waterloo. Pronunciado en voz alta, enardecía a los sofocados, engendraba vehemencia en los más fríos y convencía a los conservadores de que, en efecto, los bárbaros estaban a las puertas de la ciudadela.

»En medio del desaliento en que me hallaba, sin saber qué había sido de Néstor ni si seguía en prisión, ocurría lo que menos hubiera podido esperar. Pero no quería hacerme ilusiones. Se me habían disipado tantas que no deseaba abrigar otras nuevas.

»Pasado un mes de aquel hecho, doña Cristina de García Granados reunió a las amigas en su casa, so pretexto de celebrar el cumpleaños de una nieta. Dejó las puertas del zaguán abiertas para que los
orejas
del Gobierno viesen que era una fiesta infantil y a nosotras nos encerró en el cuarto del segundo patio donde nos refería noticias y nos contaba secretos. Allí nos dijo, muy excitada, que su esposo había cruzado la frontera y tomado el mando de la revolución. Las armas confiscadas por el gobernador de Chiapas habían sido, al fin, devueltas gracias a las gestiones de don Miguel con Benito Juárez quien, además, le había proporcionado más armas. Y ahora el general se dirigía a la Costa Sur con una fuerza de trescientos hombres, bien armada y entrenada.

»Con mucho sigilo, puso entonces ante nosotras una proclama clandestina, firmada por el propio García Granados, en la que, desde lo que él llamaba su
Cuartel General en marcha,
había escrito un manifiesto dirigido a la nación donde anunciaba su intención de derrocar una dictadura «torpe e ignorante», y de plantar en su lugar la libertad, así como un gobierno de leyes. , decía el papel, .

»No me pude contener y pregunté a doña Cristina si Néstor había sido también liberado. Me dijo que sí con sonrisa cómplice y que don Miguel aspiraba a establecer lo antes posible un gobierno provisional. No quería combatir al Gobierno en las sierras ni dirigir una guerrilla nómada, como la de Serapio Cruz. Quería organizar un ejército en regla y, para esa tarea, Néstor, uno de los héroes de Tacaná, jugaba un papel decisivo. Y lo que don Miguel se proponía ahora era tomar una ciudad o un pueblo importante, pues su estrategia consistía en convertir el país en una república bicéfala, a fin de sacar a Cerna de la capital y combatir en campo abierto.

»Era un día de mayo, luminoso y azul. Y a doña Cristina le asfixiaba el júbilo. Todo lo veía tan fácil. En El Salvador había caído el gobierno conservador de Miguel Dueñas y el liberalismo avanzaba en el istmo de manera incontenible.

»Pero la vanidad nacida de algún golpe de fortuna puede hacer estragos en el ánimo engreído. Sucede algo semejante a cuando juegas toda la noche a las cartas y no ganas una mano. De pronto te viene una buena y ganas. Una miseria, un pellizco, pero ganas. La confianza muestra su inclinación al exceso y, por mínima que sea la ganancia, ese triunfo es capaz de borrar todas tus derrotas anteriores. Nadie te advierte que debes tener prudencia y lo absurdo que es pensar que en la siguiente mano puedas hacer saltar la banca, salvo que la pasión por jugar te haya trastornado el juicio».

10. Deuda de vida

Retalhuleu,

domingo 14 de mayo de 1871

La columna rebelde vadeó el río Nil a hora temprana con la misma tranquilidad que los venados bajaban a abrevar en sus aguas, ajenos a la mirada de los cazadores. El día prometía ser caluroso, pero el sol, una deslumbrante y rojiza patena, era todavía benigno. Quizá por eso la hueste rebelde marchaba de buen talante. Se podía percibir en la animación que reinaba entre ellos mientras cruzaban el tupido bosque que el Nil dividía en dos. Los abruptos caminos de la sierra, las nieblas, la humedad, el frío, habían quedado atrás, y los hombres agradecían ahora el aire cálido y cargado de fragancias de la Costa Sur.

Néstor Espinosa, empero, cabalgaba acuciado por uno de los intraducibies pálpitos que de vez en cuando le asaltaban.
Basilio
, quien marchaba junto a él inmerso en un atropellado monodiálogo en voz alta que competía a esa hora con el ruidoso parloteo de urracas, loros y otros moradores de la arboleda, se percató de la escasa atención que Néstor le prestaba e interrumpió la cháchara.

—¿Te ocurre algo, estás bien?

—Sí, estoy bien. Es sólo que esto no me gusta.

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