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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (39 page)

BOOK: El sueño de los justos
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—¿A qué te refieres?

—A que no me convence que el corregidor de Retalhuleu, haya abandonado el pueblo con su tropa y haya dicho pasen adelante, están ustedes en su casa.

—¿Cuánto falta para Retalhuleu? —preguntó alguien cerca.

—Cosa de media hora —respondió
Basilio.

Saint-Just
se había aproximado a la pareja y
Basilio
lo metió en la conversación.

—Una pregunta, doctorazo. ¿Usted cree que la gente de este pueblo nos quiera hacer una chulada?

—No, no lo creo. San Marcos se rindió así. El corregidor y sus tropas se largaron y aquí vuelve a ocurrir lo mismo. El corregidor Cárdenas y el alcalde Sologaistoa sabían lo que les esperaba si no entregaban el pueblo. Se arralaron y dieron el piojo. Y no hay más.

Lo dijo en el tono petulante que le era peculiar. La guerra y el exilio habían acentuado los huesos de su rostro y se veía más flaco. También su extremismo se había afilado y, debido a que dominaba como pocos la retórica radical, se había alejado de García Granados para convertirse en consejero de Rufino.

Su explicación tenía, no obstante, fundamento. La política del presidente Cerna de permitir a los rebeldes entrar con libertad en los pueblos de tierra fría, a fin de evitar daños a personas y bienes, parecía refrendarse en tierra caliente. Guadalupe Sologaistoa, alcalde de Retalhuleu, se había acercado al general García Granados la noche antes con el fin de rendirle el pueblo. Y aunque hasta Rufino había visto el gesto con buen ojo, a Néstor le parecía rara una táctica tan benévola en un gobierno que no se andaba con finuras a la hora de castigar y reprimir. Pero no podía explicar su suspicacia de otro modo que no fuese aquella misteriosa punzada que se le ponía de vez en cuando por debajo del esternón.

—De todos modos, no me huele bien —dijo—. Esto de dejarnos entrar en los pueblos como Pedro por su casa debe de obedecer a una estrategia.

—No busque pelos donde no los hay —replicó
Saint-Just
—. Cárdenas no podía defender la villa. Su tropa estaba mal armada y, llevándosela de Retalhuleu, evitaba que se uniera a la nuestra.

—Puede, pero Sologaistoa no me parece de fiar. Decir que entregaba Retalhuleu por haber leído el manifiesto de García Granados y sentirse entusiasmado con las ideas del general es algo que no puedo creer. Yo no me fiaría un pelo de un tipo que, siendo conservador, se convierte en liberal de la noche a la mañana.

—El general le creyó.

—El general se fía demasiado de la gente.

—¿Y Rufino? El es quien manda la tropa, ¿piensa que también es confiado?

—El problema de Rufino es que confía demasiado en sí mismo, un peligro parecido, si no mayor, al de confiar demasiado en la gente.

Saint-Just
y
Basilio
tenían ganas de seguir hablando, no así Néstor quien azuzó el caballo y se separó de ellos. Ganó la otra orilla del Nil, trepó el talud del río y allí se detuvo unos momentos.

Desde aquella posición, la columna rebelde causaba una impresión magnífica. Luego de casi mes y medio reclutando hombres, tomando pueblos y haciendo proclamas de libertad, justicia y democracia, el esfuerzo se había traducido en aquella tropa de unos doscientos cincuenta infantes y cincuenta jinetes. La mayoría era gente de los Altos a la que costaba un triunfo adiestrar en el uso de los rifles, aldeanos enjutos y duros, hechos a las privaciones y las penurias, pero que formados en fila de a dos, uniformados de azul y con el
Remington
colgado al hombro, parecían una moderna fuerza de combate. La mandaban los oficiales vencedores en Tacaná y algunos soldados de fortuna, como el español Del Riego y un francés de apellido Buché, desarraigados de la expedición europea que había desembarcado en Veracruz años antes para cobrar la deuda externa de México.

Algo más atrás marchaba un puñado de indios con fardos a cuestas, mulas con municiones y pertrechos, el pequeño cañón obsequiado por el subprefecto de San Juan Bautista, al que habían bautizado con el nombre de
El Niño
, y media docena de vacas, regalo de los Ospina, dueños de la hacienda en que la tropa había pernoctado la noche anterior.

La hueste avanzaba a paso tardo. Ni García Granados ni Rufino parecían tener prisa en llegar. Y entre eso y que era domingo, la columna no divisó Retalhuleu hasta una hora después.

Se detuvieron en las goteras de la villa. El motivo, les dijeron, era esperar a los exploradores que Rufino había enviado por delante. Aquellos hombres eran sus mapas y su brújula, gente avezada a la marcha que conocían de memoria la montaña y la costa, los senderos menos transitados, las fuentes de agua y los vados de los ríos, individuos tan pegados a la naturaleza que, por el vuelo de las aves o el trote de algún venado, podían calcular la distancia a la que se hallaba la fuerza enemiga.

—Demasiado tranquilo —dijo Néstor a
Saint-Just,
quien se había detenido a su lado.

—¿Y qué esperaba de un lugar como éste?

Nada. A decir verdad no esperaba nada. Retalhuleu era uno de los tantos pueblos de la costa del Pacífico, un lugar inmóvil y aletargado por el sol del trópico. Ranchos miserables, alzados con tablones y techados con hoja de palma, le daban forma a sus calles, y buen número de solares vacíos, protegidos con estacas de izote o tupidos con una espesa fronda de guarumos, amates y cañas, revelaban su condición de pueblo a medio hacer.

Los exploradores regresaron media hora más tarde con noticias. No había ni rastro de Cárdenas. La guarnición había abandonado el pueblo, en efecto, y sólo una que otra mujer con un cántaro de agua en la cabeza, algún campesino desnudo de la cintura hacia arriba, algún perro vagabundo, deambulaban a esa hora por las calles.

La hueste recibió la orden de aprestar los rifles y dividirse en tres secciones, cada una de las cuales debía tomar una calle por la que progresaría con cautela hasta la plaza del pueblo.

Néstor tomó la del centro, mandada por Julio García Granados, el sobrino del general, pero su aprensión no cedía. Las ventanas y las puertas de las casas estaban cerradas y nadie se asomaba a ellas, siquiera por curiosidad.

Varias cuadras adelante, alcanzó a ver la blanquísima cúpula de la iglesia de San Antonio, emergiendo por encima de los ranchos, pero, cuando pudo ver la fachada, reparó, con más recelo del que había sentido hasta ese instante, que las puertas del templo estaban cerradas a pesar de que era domingo.

La plaza de Retalhuleu consistía en un cuadrado de unas cien yardas de lado, sin más ornamentos que la iglesia, el lavadero público, una fuente, una ceiba descomunal y una cruz de pino inserta en una peana de piedra. Lo demás era un terral rodeado de ranchos y sin otra construcción digna de tal nombre que el edificio municipal, un caserón de un solo piso y techumbre de teja, protegido en el frente por un antepecho de mampostería.

Cuando Néstor llegó a la plaza, ya había movimiento en ella. Varios oficiales y soldados se aprestaban a organizar la vigilancia, en tanto el grueso de la tropa se dispersaba por el pueblo en busca de alojamiento y provisiones.

De la puerta del edificio municipal, vio salir a Rufino, seguido por Guadalupe Sologaistoa, el alcalde, quien iba y venía tras él, en actitud servil, acompañado por tres concejales.

García Granados llegó poco después.
Chico
Andreu iba a su lado. El sol había tostado su rostro y, a diferencia de Rufino, quien aún sufría de vez en cuando calenturas, parecía pletórico de salud.

Néstor le hizo una señal con el sombrero e hizo ademán de acercarse. Sólo había podido hablar con él un par de veces, desde que la tropa se había reunificado en San Marcos, debido a que
Chico
, convertido en secretario general del ejército libertador, no se separaba del general. Quería platicarle a solas, pedirle que el general le diera unos minutos. El mensaje era muy simple: no quería seguir siendo subalterno de Rufino. Deseaba apartarse de su hostilidad latente y de sus cambios intempestivos de humor. Rufino era un jefe incómodo, difícil y de limitada perspicacia con las personas, a las cuales solía juzgar por la barba, el tono de voz o la estatura, más que por su valía o sus virtudes.

La señal de Néstor, sin embargo, llegó tarde. El alcalde Sologaistoa se le había adelantado y, por sus gestos, Néstor dedujo que expresaba al general la bienvenida y le ofrecía el edificio municipal. García Granados aceptó de inmediato. Su magra constitución no era la más adecuada para una campaña militar tan agotadora y, a sus sesenta y dos años, necesitaba para reponerse más tiempo del que invertía en la marcha.

Néstor dispuso esperar una ocasión mejor. Se apeó del caballo y lo llevó de la rienda hasta el abrevadero.

El calor empezaba a arreciar. Las chicharras asfixiaban el aire con sus sonsonetes y el resol invitaba a la indolencia. Bebió unos tragos de agua y se lavó el rostro. Se abrió la camisa, posó el rifle en el suelo y se sentó a la sombra de la ceiba que dominaba la plaza con su imponente altura.

De una de las esquinas vio salir a Rufino quien atravesó la plaza en diagonal y se dirigía a grandes pasos a la iglesia, seguido por Andrés y
Goyo,
sus dos lugartenientes. Con toda seguridad, quería poner al cura bajo vigilancia. Siempre lo hacía cuando tomaban un pueblo. Pero su marcha quedó interrumpida cuando algunas detonaciones aisladas le dejaron clavado en el atrio, inmóvil, como una imagen devota.

No era fácil identificar el origen del tiroteo. Los disparos parecían venir de los cuatro puntos cardinales, excepto el sur, pero, en instantes, se volvieron un fuego nutrido que impulsó a Néstor a ponerse en pie.

De las calles que desembocaban en la plaza fluían soldados rebeldes a toda carrera. Uno de ellos se detuvo frente al juzgado, con la cintura doblada, tratando de recobrar la respiración.

Rufino le gritó:

—¡Melesio! ¡Melesio, aquí! ¿Qué sucede?

Melesio de León, un joven de Malacatán recién ascendido a sargento, corrió hacia la iglesia.

—¡No se habían ido!

—¿Cómo que no se habían ido? ¿Quiénes?

—¡Los soldados de Cárdenas! ¡Estaban escondidos tras los ranchos y en los predios vacíos del pueblo! Nos dejaron pasar y, cuando nuestros hombres llamaron a las puertas de las casas pidiendo comida, les recibieron a tiros. Muchos están subidos en los techos de palma y desde allí cazan a los nuestros como venados.

—¡Voy para allá ahorita mismo!

—No se puede, Rufino. Estamos cercados. Un batallón del Gobierno ha tomado las entradas del pueblo y no hay más salida que el sur. Y tampoco estoy muy seguro.

—¿Un batallón? El más próximo está en Quetzaltenan-go, a un día de aquí.

—Alguien nos ha debido delatar.

—¿Y los centinelas que dejamos a la entrada del pueblo?

—Todos muertos.

—¿Todos? ¿Los cinco?

El sargento asintió con gesto preocupado.

—¿Cuántos son, tienes idea?

—No lo sé. Unos cuatrocientos, digo yo.

—¡Julio! —gritó Rufino, al ver al sobrino del general—. ¡Que el trompeta de órdenes toque generala! ¡Tenemos que resistir aquí! ¡Sitúe a los hombres en las calles y coloque el cañón en esta esquina de la iglesia!

No eran órdenes sencillas de cumplir, pues los estampidos sonaban cada vez más cerca. Las fuerzas gubernamentales avanzaban como émbolos hacia la plaza, siguiendo el mandato de una lejana trompeta que ejecutaba, siniestra y nerviosa, el toque de degüello.

A Néstor se le hizo evidente que aquél no era el tipo de combate que mejor dominaba Rufino. Su pericia estaba en la sierra, entre barrancas y lomas, no en ratoneras como aquélla. La efectividad de los
Remington
sería allí limitada, ya que, salvo que se produjera un milagro, ambos bandos se enzarzarían muy pronto en el cuerpo a cuerpo.

—Son demasiados Rufino —le dijo Andrés—. No podremos resistir.

—¡Claro que podemos! ¡Pero primero tengo que ver qué ocurre ahí fuera! ¡Mariano!—gritó en tono conminatorio.

Mariano Aguilar, a quien decían
Coyote
, era el último oficial reclutado por Rufino, y había organizado en San Marcos una compañía de jóvenes, de entre dieciséis y dieciocho años de edad, a quienes llamaban
Los Duendes
por su astucia y su sigilo para moverse en combate.

—¡Usted y Melesio —le ordenó—, traigan a sus hombres! ¡Que entren en las casas de la plaza y saquen todo lo que pueda arder, ocote, fósforos, retazos, y nos sigan! ¡Y usted, licenciado, véngase conmigo!

Rufino corrió hacia el tanque de lavado, seguido por Néstor, y se acurrucó allí unos momentos. Observó las calles que desembocaban en la plaza y, tras comprobar que no había nadie en dos de sus esquinas, corrió calle abajo, en busca de la vereda que circundaba la villa.

Tres cuadras adelante giró a la izquierda y, sin dejar de correr, tomó el rumbo por donde suponía que se acercaban las tropas gubernamentales. Como a la mitad del pueblo, se detuvo en una esquina y dio un súbito paso atrás. Con un gesto de la mano detuvo la carrera de Néstor y pegó la espalda a la pared de bajareque.

—Son santarroseños —dijo, en voz baja.

Néstor hizo un gesto de no entender.

—Los hombres mejor entrenados de las milicias de Cerna. El alcalde nos mintió. Debieron de decirle que los santarroseños venían hacia acá y nos tomaron el pelo. Entre él y el corregidor planearon la comedia de abandonar la villa para unirse al batallón que nos venía siguiendo y emboscarnos en la plaza.

Sus ojos se movieron hacia el alero del rancho. Una brisa procedente del sur agitaba la palma de la techumbre.

—Alguien le avisó al Gobierno —dijo.

Después agregó, furibundo:

—¡Ese piojoso hijo de su madre...!

Melesio y
Coyote
llegaron a la esquina, seguidos por sus hombres. Traían atadijos de ocote, pedazos de manta y dos latas de petróleo que habían conseguido en el ayuntamiento.

—Vamos a impedir que esas ratas continúen avanzando hacia la plaza —les dijo Rufino—. Para eso, hay que cortar el pueblo en dos con una barrera de fuego. Una parte de los santarroseños quedará atrapada entre las llamas y la plaza. La otra, de este lado de las llamas y aislada de la otra. Distribúyanse a lo largo de esta calle y empiecen a quemar ranchos. Quiero ver la barrera de fuego en diez minutos, ¿entendido? Y cuando los santarroseños pretendan cruzarla, se los abrochan a balazos. Nosotros tenemos que regresar ahora. Vamos, lie, yo iré delante. Usted cúbrame las espaldas.

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