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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (41 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Néstor giró con disimulo sus pupilas hacia Rufino. El guerrillero escuchaba con un gesto en el que se confundían la curiosidad y la desconfianza.

—Tras un sangriento combate —prosiguió Néstor—, el líder rebelde y los suyos fueron vencidos, y en castigo, el amo los desterró de la patria.

Rufino enderezó el cuerpo. La historia se parecía demasiado a la suya, a su fracaso al lado de Cruz y a su forzado exilio en México.

—Durante un tiempo, el líder no supo qué hacer. La derrota le tenía confundido. Vivía en absoluta soledad y no quería hablar con nadie. Hasta que un día dispuso reunir de nuevo a sus hombres. Había concebido un plan.

Los oficiales sentados en torno al fuego escuchaban absortos. También
Hiram, Saint-Just
y
Juliano.
Sus rostros enrojecidos por las brasas parecían flotar en la oscuridad.

—El amo, les dijo el líder rebelde, nos ha enviado a esta prisión que es el destierro, lejos de la luz y de la patria, por haber osado alzarnos en su contra. Pero nunca logrará que me doblegue, pues soy tan fuerte como él. Organizaré un nuevo ejército y, desde las sombras, le declararé una guerra permanente. Crearé el caos, la anarquía, el dolor. Si éste es el lugar donde habremos de vivir, si el amo nos ha condenado a este pozo de tinieblas, que así sea. Esta será nuestra patria desde hoy. No es la mejor, excuso decirles. Pero aquí al menos tendremos libertad, aquí podremos gobernar seguros, por más que esto un infierno sea, pues más vale en el Infierno gobernar, que ser esclavos en el Cielo.

Rufino dejó escapar una carcajada. Sólo él había desentrañado la metáfora, pero su curiosidad seguía insatisfecha.

—Eso último del Cielo y el Infierno me gustó —dijo con socarronería—. ¿Y qué sucedió después? ¿Cómo terminó la guerra?

—No lo sé —replicó Néstor con parecida malicia—. Aún no he terminado de leer el libro.

11. Los idus de junio

«Llevo a junio en el corazón, Elena. El calor da paso a las lluvias, el agua desempaña los cielos y el rostro del valle se hermosea con una inesperada lozanía. Cada aurora, la araña teje su encaje de rocío, los barrancos esfuman sus vahos con pereza y el sol se vuelve una antorcha ansiosa de vida que esparce su claridad desde Chinautla a los volcanes. Junio, junio, tibio asilo de la indolencia, en que la dulzura del clima invita a malversar la virtud. La vida cambia con las primeras lluvias y una siente que todo se renueva alrededor.

»Pero algo más que el clima había alterado la ciudad aquel junio que dividiría nuestra historia en pasado y presente. La Plaza de Armas brillaba como el jaspe. La fuente de Carlos III se erguía solitaria y altiva en mitad del empedrado, y las champas y los cajones habían desaparecido, luego de anunciarse que el nuevo mercado iba a ser inaugurado en los primeros días del mes. Vivíamos a oscuras, sin saber lo que ocurría fuera de la capital. El ejército libertador, contaban, se desplazaba sin rumbo, perseguido por las tropas del gobierno. Se habían enfrentado en Retalhuleu, en Escuintla, creo recordar, y en Laguna Seca, cerca de San Martín Jilotepeque, pero nadie podía decir si los combates habían concluido en victorias o derrotas. La casa del general García Granados estaba muy vigilada y doña Cristina había dejado de informarnos acerca de lo que ocurría.

»Un día 7 de aquel mes, la Plaza de Armas amaneció repleta de soldados. Unos seis mil, según cuentas, una milicia improvisada de indios sin entrenar y armados con viejas carabinas. En la plaza se decía de todo. Que si García Granados se había proclamado presidente en Patzicía, que si había tomado Quetzaltenango, que si Cerna, harto de tantos traspiés, había decidido dar en persona jaque mate a los rebeldes.

»Antes de partir al Altiplano, el presidente se asomó al balcón del homenaje y, desde allí, agitando en el aire un bastón forrado de plata, espetó a la tropa uno de sus aburridos discursos del que sólo pude alcanzar a oír sus familiares gritos de <¡viva nuestro absolutismo!) y <¡viva yo, mis ministros y mis comandantes!). Luego, la tropa enfiló la Calle Real y se dirigió al Calvario. Allí torció hacia el paseo de El Amate y, cuando empezaban a subir la calzada que conduce al Guarda Nuevo, se topó con el centenar de estudiantes que había estado organizando Joaquín.

»Ya puedes imaginarte la sorpresa del presidente cuando los muchachos se pusieron a cantar La Marsellesa en español:

Marchemos hijos de la Patria,

glorioso día luce ya.

Otra vez el sangriento estandarte

los tiranos se atreven a alzar...

»Cerna no pudo soportar el insulto y ordenó cargar contra ellos. Algunos lograron escapar hacia el Calvario, pero Joaquín aguantó a pie firme la embestida y trató de descabalgar al oficial que dirigía la carga.

»Fue poco menos que un suicidio. El oficial le lanzó un mandoble, buscando el cuello que por fortuna aterrizó en el hombro de Joaquín. Sus amigos le llevaron al hospital San Juan de Dios. Allí le fui a ver. Estaba vendado e inconsciente. El profundo corte del sable le había astillado la clavícula y tenía otras heridas en el rostro y en el pecho.

»Pocos, sin embargo, dudaban de la victoria de Cerna. Los conservadores estaban convencidos de que aquella prueba que el Cielo les enviaba sería resuelta a su favor porque Dios estaba de su lado. Cerna era para ellos el valeroso San Miguel,
y
García Granados, el mismísimo Satán. Pero los enterados se reían a sus espaldas ya que el nombre del general rebelde era precisamente ése, Miguel.

»Fueron días de noticias contradictorias, de combates sin decidir y victorias sin aclarar. La noticia de un triunfo incierto nos elevaba el espíritu a las nubes, al tiempo que el de una derrota inventada nos lo sumergía bajo tierra. Ocurrían cosas inexplicables y extrañas. Se hablaba de compras de voluntades, de traiciones en uno y otro bando. ¡Ay junio, junio, mes de idus cordiales, de buenos augurios que anunciaban una nueva patria y de otros no tan dulces que nos la querían negar!

»En los últimos días del mes, Totonicapán fue un nombre en boca de todos. Hasta allí se habían movido los rebeldes y en los llanos de Agua Blanca se libraba la batalla que muchos consideraban definitiva. Pero los nuestros eran sólo ochocientos contra los seis mil de Cerna. Y eso nos tenía muy angustiados.

»Finalmente, el 29, día de San Pedro y San Pablo, cuando las iglesias llamaban a campana herida para colectar el óbolo que se enviaba cada año a Roma, supimos que la milicia de Cerna huía hacia la capital en desbandada. No se podía creer que tan pocos hubiesen derrotado a tantos. Tres días llevaba Cerna huyendo de las fuerzas rebeldes y todos esperábamos con ansia el desenlace.

»El ejército libertador le alcanzó finalmente en las inmediaciones de San Lucas. Cerna subía a toda carrera de La Antigua, por la Cuesta de las Cañas, con el propósito de salir a Bárcenas y regresar cuanto antes a la capital, para hacerse fuerte aquí. No lo consiguió. En el cerro de
La Embaulada
le atacaron los rebeldes y sólo por milagro pudo escapar a la frontera de Honduras.

»El desastre había sido monumental. La milicia del Gobierno se entregó a puñados, con el rifle culata arriba,
y
se unió a la tropa vencedora. No era un ejército, Elena, era un armatoste. Y se derrumbó al primer empujón.

»La libertad había librado su último y definitivo combate. Hasta la guarnición del Castillo de San José, muestra Bastilla), como la llamaba mi padre, se había entregado gracias a las maniobras, y los dineros de doña Cristina de García Granados.

»El viejo orden, en fin, había muerto y los bárbaros estaban a escasas horas de la ciudadela».

El ejército libertador inició por Villalobos el ascenso al Llano de la Virgen la mañana del 30 de junio de 1871. Poco después, cruzaban las primeras alquerías, los campos de maíz y de frijol, los pastizales de jaraguá, las veredas flanqueadas de caña de Castilla. Y al aspirar la intensa fragancia del valle, en la mente de Néstor se agolparon memorias de infancia y adolescencia asociadas a aquel espacio poblado con frondosos bosques de cedros y pinos. Había cruzado el mar, sobrevivido a la selva, al frío, a la prisión, a una guerra, a las heridas. Y había superado la muerte.

Nada de eso, sin embargo, le parecía ahora costoso. Un ciclo de su vida había terminado, volvía a la tierra prometida, a la patria. La rueda de su fortuna había salido del pozo en que había caído el día que abandonó aquel valle con la vida rota y su vida empezaba a recuperarse, luego de más dos años a la deriva.

En un claro de la floresta pudo ver a un grupo de indios que, apoyados en sus azadones, observaban el paso de la tropa y se le ocurrió pensar si aquellos hombres tenían noción de la guerra que acababa de librarse y cómo enseñarles en palabras sencillas lo que habían ganado o lo que él había aprendido. ¿Entenderían qué significaba para ellos aquella libertad recién ganada o sería un esfuerzo inútil tratar de explicarles esas y otras cosas, como decía
Saint-Justi
¿Sería posible llevar hasta aquellas gentes de mente sencilla la complejidad del nuevo orden que los vencedores deseaban imponer?

Tenía veintisiete años, pero creía tener la experiencia de un hombre mayor. Tantas cosas habían cambiado en su existencia que le era imposible verse como el ingenuo pasante, con algo de actor y mucho de iluso, que confiaba en el buen juicio de las personas y repudiaba la violencia y las armas para cambiar el mundo.

Lo único que no había cambiado era su amor por Clara Valdés. Seguía tan enamorado de ella como el día en que se habían dicho adiós. Esa era su recompensa hoy, no quería otra. Y le bastaba recordar su beso de despedida y su rostro aún no desdibujado en su memoria para sentirse feliz.

La columna se detuvo en el Guarda Nuevo, a poca distancia de la capital. Allí la tropa se dividió. Los que no vestían uniforme tomaron el camino de los llanos de Ciudad Vieja, cerca de los baños, con el fin de tranquilizar a los vecinos de la capital y asegurarles de que no habría saqueos ni abusos. Los hombres de uniforme azul, en cambio, siguieron su marcha por la calzada que concluía en El Amate.

A medida que la cabalgata progresaba, Néstor empezó a ver más gente a la orilla del camino. Y ya cerca de la aldea de San Gaspar, una multitud integrada por personas de toda condición jaleó a los vencedores. Muchos lloraban, probablemente sin saber por qué. Otros se acercaban a los caballos, tomaban a los guerreros de las manos y se las besaban.

La súbita aparición de la ciudad le dejó sin aliento. Guatemala era una deslumbrante acuarela de casas blancas y techos rojos que parecían rendir honores a la imponente procesión de sus templos. Hizo entonces memoria de su travesía, desde México a Nueva York y desde Nueva Orleans a los pantanos de Tabasco, desde las sierras de Chiapas al valle de Tacaná, desde la sabana húmeda de Retalhuleu al Altiplano. Comparado con un mundo tan extenso, Guatemala era poca cosa. Y sin embargo, para él lo era todo, pues allí, en aquel valle tan apartado, pero tan querido, un grupo de hombres de bien se proponía construir la Gloria.

«Cuando supe que venían por San Gaspar, no esperé un minuto y me fui a la casa de doña Soledad Moreno, cuyos balcones daban a la Calle Real. Todavía no asomaba la tropa, pero la gente había tomado la calle desde la Iglesia del Calvario hasta el Palacio de Gobierno. Las tiendas habían cerrado sus puertas y los cohetes restallaban sin cesar. ¿Qué te puedo decir, Elenita? Dos años se me hacían un santiamén, comparados con los últimos minutos de la espera. Mis mejillas eran un ardor, ¿puedes creerlo? Me sentía ero tizada. La historia de la monja portuguesa no se repetía en mi persona, como alguna vez supuse. Mi caballero volvía y, con él, la alegría de vivir. Y mientras desde el balcón de la casa de doña Soledad, en medio de aquel alboroto, trataba de identificar a lo lejos, con el fondo del Calvario, la llegada del ejército libertador, me preguntaba si Néstor habría cambiado tanto como había cambiado yo y si no me vería muy distinta a la Clara Valdés que había dejado en Guatemala una madrugada de 1869. Yo había dejado de ser aquella muchachita sin vida interior que sólo sabía tocar el piano. Me sentía más segura, había leído, había madurado. Era una mujer, aunque incompleta, pues me faltaba el amor carnal. Y eso, creo, era lo que tenía mis mejillas encendidas. ¡Oh junio, junio! ¿Cómo no voy a amar este mes dedicado a la esposa de Júpiter, la más noble encarnación del amor humano? En las casas había colgaduras de colores y en los edificios públicos, banderas blancas. La gente cantaba y saltaba en la calle, arrastrada por el placer de ese desorden que surge de modo espontáneo cuando el poder está débil o ha dejado de existir, aunque sólo sea por un rato. En aquella bendecida hora de aquel inolvidable junio, el viejo poder huía y el nuevo no acababa de llegar. Y eso se notaba en las calles y en el hormigueo que bullía en la ciudad.

»De pronto, la multitud lanzó un grito. Por el extremo sur de la Calle Real asomó la columna de soldados y el gentío se desbandó calle adelante, a su encuentro. Venían en fila de a cuatro. Delante de ellos, en un carruaje tirado por cuatro caballos y acompañado de doña Cristina, el general García Granados respondía, feliz, a los vítores y a los aplausos.

Custodiando el vehículo, marchaba su guardia personal y, unos pasos atrás, los miembros del cuerpo diplomático que habían salido a pedir a los vencedores garantías para los vecinos.

»Una banda de tambores y trompetas taladraba los oídos y hacía vibrar los cristales de las casas. Y en el Castillo de San José, lo mismo que el fuerte de Matamoros, retumbaban las salvas.

»Todos los ojos estaban puestos en el carruaje del general, pero los míos buscaban a Néstor, sólo a Néstor.

»Cuando la cabalgata pasó ante nuestro balcón, doña Cristina tocó el brazo de don Miguel y éste se volvió hacia nosotras, las
Damas del Buen Coraje y el Amor Hermoso, y
cruzó los brazos sobre el pecho, en un gesto de gratitud. Y como soy así de llorona, se me saltaron las lágrimas.

»Atrás del general venía un hombre de edad mediana, con una barba muy oscura, sombrero peruano y una gari-baldina roja. Luego venían oficiales y soldados, pero no pude identificar a Néstor entre ellos.

»Empecé a ponerme nerviosa, temiéndome lo peor. Pensé que podía haber muerto en la última batalla y el aire no llegaba a mi pecho. La ansiedad me afligía ya de manera horrorosa, cuando alcancé a ver un hombre espigado, revólver en la cadera, cuchillo de monte al cinto y el rostro muy quemado por el sol. Antes de detenerme en sus facciones, vi que llevaba un pañuelo rojo al cuello. Y mira, Elena, me puse a gritar como una loca. Grité, vaya si grité, pero no me oyó. ¡Qué me iba a oír en medio de aquel estruendo de gritos, cohetes y tambores!

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