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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (10 page)

BOOK: El sueño de los justos
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ambas se arraigan.

»Don Jaime había dividido su propiedad en dos partes. La primera constaba de un corralón donde se recibían los carruajes y las cabalgaduras, y una casona que hacía las veces de comedor, caballeriza y pensión para viajeros.

«Separada por una tapia de adobe, había otra fracción del terreno con una pequeña tienda en cuya fachada se podía leer:

El bonito sombrero colorado
Sombreros de fieltro y junco, de terciopelo y de paja.

Gorras para caballeros
y
niños. Fuetes, botas y pañuelos.

Se reforman y limpian sombreros pasados de moda.

»A don Jaime, como buen masón, le gustaban los simbolismos y las metáforas, y tenía el nombre de la tienda por su creación más ingeniosa, ya que
El bonito sombrero colorado
era la sutil transposición del gorro frigio, el capuz rojo que los esclavos de la antigua Roma se ponían al ser manumitidos por sus amos. Y allí estaba aquel letrero, a la vista de quien lo quisiera ver, sin que ni el Gobierno ni los jesuítas ni el partido conservador se hubiesen percatado de que, en realidad, era la sede de un club de ideas revolu-cionarias.

»A espaldas de la tienda de sombreros, había un huerto de naranjos plantados en torno a las acacias. Y en el límite del terreno, camuflada tras los árboles, se alzaba una pequeña construcción que daba al potrero de Rubio por la parte de atrás.

»Entre la vivienda y el mesón, don Jaime había excavado una bodega donde almacenaba salazones de carne, barriles de aceitunas y pescado seco. Los miembros del club llegaban a la hora en que más gente acudía al establo, caminaban con disimulo hasta las caballerizas y cruzaban

al otro terreno por la galería subterránea.

En la pequeña construcción, embozada tras una densa buganvilla, la hermandad mantenía sus reuniones. Allí debatían la situación del país, redactaban panfletos y pasquines, organizaban auxilios para los detenidos y planchaban sus diferencias. No resolvían gran cosa, pero mientras otros jóvenes de su edad llevaban una vida superflua, ellos al menos pensaban y trataban de entender. Y al término de las sesiones, regresaban al mesón y celebraban allí un animado ágape, invitados por el dueño del establo».

Joaquín, Néstor y Arcadio cruzaron el comedor del mesón, pero no llegaron hasta donde se encontraba el mesonero. Néstor le interrogó de lejos con la mirada y don Jaime asintió en señal de que todo estaba en orden.

—Por ahí llego en cuanto me desocupe —les dijo a los tres en voz baja.

Se dirigieron a los establos donde un mozo les condujo hasta una cuadra vacía bajo cuya camada de heno había una trampa de madera con una anilla. El mozo tiró de esta última y dejó al descubierto un boquete del que partía una escalera por la que descendieron los tres jóvenes.

El túnel estaba alumbrado por dos candelas de sebo y apestaba a pescado y a salmuera. Al final, había una puerta con herrajes que Joaquín aporreó tres veces.

Del otro lado se oyó un cerrojo. La puerta se abrió y, ante ellos, llevando en la mano una palmatoria, apareció el hermano
Sarastro.

—Llegan tarde —dijo en tono de reproche.

—Nos avisaron muy tarde —protestó Arcadio, quien deseaba salir cuanto antes del lugar, pues el túnel le causaba claustrofobia.

El hermano
Sarastro
era clérigo, pero iba vestido de seglar y cubría la tonsura con un sombrero de junco. Hacía las veces de vigilante de la hermandad y había tomado el nombre del noble y sabio sacerdote de
La flauta mágica.
Panfletista rematado,
Sarastro
gustaba escribir octavillas y anónimos subversivos y se regocijaba de que su liberalismo provocara encendidos comentarios entre los conservadores. También le gustaba pintar. Hacía retratos en miniatura y ayudaba a restaurar los cuadros antiguos que colgaban de las iglesias.

Pero Arcadio no le quería bien.
Sarastro
era un apasionado del abate Siéyes y torturaba a todo el mundo con su monserga del Tercer Estado y la necesidad de que las clases que el buen cura denominaba subalternas asumieran el poder. En opinión de Arcadio, la
Hermandad del Gorro Frigio
no debía admitir miembros de una casta que, como la sacerdotal, les obligaba a reunirse en las catacumbas.

Un ruido en el túnel les hizo volver la cabeza a los cuatro.

—Soy yo —dijo una voz en las sombras.

Sarastro
puso otro gesto de fastidio cuando reconoció a Pedro Morales, un costurero que presumía de poder confeccionar una levita en menos de doce horas y a quien todos apodaban
Lucio.

—¡Vamos, vamos, apúrense, que ya empezó la sesión!

Traspasaron la puerta, subieron los escalones del túnel y salieron al terreno de los naranjos y las acacias.

Al ver la vestimenta de Pedro,
Sarastro
no pudo contener un comentario chusco.

—Con esos pantalones blancos y ese chaquetón de botones dorados sólo le falta a usted el viento de popa y el velero.

—No me dio tiempo a cambiarme. Me había vestido así para ir al teatro cuando me avisaron de la reunión, así que no me fastidie.

Antes de entrar al salón, Arcadio se encasquetó un pa-samontañas de lana roja en la cabeza.

—¿Qué es eso? —preguntó, sorprendido,
Sarastro.

—Esta es la
Hermandad del Gorro Frigio
, ¿no?

—Sí, claro.

—Pues alguien tiene que dar ejemplo.

«Mientras ellos se reunían esa noche en
Las Acacias
, la sorpresiva retirada de Cerna sembraba la inquietud en el público que ocupaba los palcos y la platea del teatro. Me di cuenta de ello cuando las divas terminaron el
Ecco le trombe y
el aplauso fue más débil de lo habitual. Era obvio que la mayoría de los asistentes tenían la cabeza en otra parte. Los conservadores, sobre todo. Cuchicheaban entre sí, miraban a la puerta, abrían los brazos o alzaban las cejas en actitud de no entender.

«Todavía ignoraban lo de Cruz, pero la inseguridad volvía a ellos luego de treinta años pensando que su régimen no tendría fin. Creían vivir en un paraíso inmutable y estaban convencidos de que les habían puesto allí como a los querubines apostados a la entrada del Edén: para evitar que los mortales se acercaran al árbol de la vida. Siempre ha sido así, supongo. El paraíso es la patria del linaje humano a la que todos queremos volver, pero donde siempre hay guardianes que no nos dejan entrar. Sin advertir que el tiempo les había dado alcance y que no podrían contener a la multitud que llamaba a las puertas del Edén exigiendo libertad, nuestros ángeles custodios se resistían tenazmente a abrirlas. ¡Libertad, libertad!, decían en son de burla, ¿cómo pueden exigir que lo que está prohibido en casas y cuarteles, y es herejía en conventos, se vuelva dogma de Estado? Libertad, ¿para qué? ¿Para que vivamos como bestias en la selva? ¿Para hacer de la opinión pública la reina del mundo y que se venda por ahí como se venden las prostitutas, y de la libertad de imprenta una deyección salida de personas indigestas a causa de filosofías putrefactas? ¿Qué es la democracia—clamaban— sino un armario maloliente donde se amontonan zapatos sucios, viejas polainas, levitas malolientes, chalecos resobados, pantalones, calcetines y chisteras? Ustedes nos llaman serviles porque servimos a Dios y a la Fe y porque deseamos conservar la religión que recibimos de nuestros padres. Pues muy bien, que así sea. ¡Serviles seguiremos siendo para mayor gloria de Dios y de la Patria!

»En cuanto a nosotros, éramos aún lo bastante simples como para creer que las puertas del Cielo se abrirían por la vía de la razón, del progreso y de la ciencia. Yo, cuando menos, al igual que Néstor y tantos otros, ignoraba todavía que lo que abunda en la vida no es la verdad y la confianza, sino la mentira y la traición. Pero no lo descubriría hasta mucho más tarde.

»Los miembros de la hermandad, en cambio, lo sabrían aquella noche, pues ninguno de ellos alcanzó a intuir el peligro que les acechaba. Se habían entregado con fervor a la causa, creyendo que sus actividades no serían descubiertas. Nunca se les ocurrió sospechar que habían sido infiltrados por el Gobierno servil y menos aún imaginar lo que éste había tramado ese día contra ellos».

5. La Hermandad del Gorro Frigio

El hermano
Sarastro
abrió sigilosamente la puerta del salón y entró en él de puntillas, seguido por Arcadio, Néstor,
Lucio
y Joaquín. Con ademanes que delataban su pesar por el retraso, se dirigieron a las sillas alineadas a lo largo de dos de las paredes de la pieza. Media docena de bujías alimentadas con aceite de higuerillo daban a las manos y a los rostros una palidez lunar.

La única decoración del recinto era el escudo de la Federación de Centro América. Aquel sello pintado en madera era el orgullo de la hermandad. Sus miembros lo veneraban como prueba de que la verdadera independencia de España había sido obra del espíritu que alentaba por igual a masones y liberales. Y el propio escudo contaba la historia. Flotando sobre un sol naciente, había un gorro frigio, emblema de la libertad. Un refulgente triángulo equilátero, representaba la igualdad.

Y cinco volcanes unidos por su base, simbolizaban la fraternidad y la unión de las cinco provincias centroamericanas.

Néstor se sentó junto a un joven de cabello abundante y cara de picaro, frac azul oscuro y pantalones gris marengo, quien, sin mover la barbilla que apoyaba en un bastón de bambú, cuchicheó:

—Llegan como el correo del Golfo.

—No nos avisaron a tiempo.

—Desde que se inventaron las excusas se acabaron los babosos —replicó impávido el otro—. Por cierto, llevas la botica abierta.

Néstor se echó una mirada rápida a las ingles con el gesto de quien ha sido sorprendido en un delito.
Basilio
, pues tal era el apodo del granuja, el cual había tomado del personaje que interpretaba en la
La vida es sueño
, miró para otro lado con cara de ángel.

Néstor movió la cabeza, enojado.
Basilio
era un tipo sin filtros ni frenos, saboteador por vocación, extravertido y botarate. Decía lo primero que se le venía a la cabeza, sin preocuparse si ofendía a quien hablaba. No destacaba por su talento, sino por sus bromas y sus ganas de incordiar. Criaba gusanos de seda en una pequeña finca del Llano de la Virgen, actuaba en el teatro de aficionados como actor suplente y andaba siempre al tres menos cuartillo. Pero nadie le negaba una cerveza o un cigarro con tal de gozar de su compañía. Tenerlo al lado en las reuniones del club, no obstante, era como tener un zancudo en la oreja.

Néstor se quitó el sombrero, depositó el morral en el piso y dirigió su atención al hermano
Hiram,
un joven de gesto adusto, hijo del dueño de una fábrica de candelas. A su lado, sobre una tarima de pino, había otras dos personas sentadas a una mesa detrás de la cual colgaba un severo cortinaje negro.

—¿Y con cuántos hombres ha entrado Cruz al país? —preguntaba en ese momento
Hiram.

El interpelado era también un muchacho joven a quien todos conocían por
Sebastián
y que regentaba un negocio de botas, bridas y correajes de cuero.

—Como treinta, digo yo —respondió
Sebastián.

—¡No lo puedo creer! —exclamó
Hiram,
forzando la ironía—. ¡Un militar fracasado invade el país con una fuerza ridicula y usted quiere hacernos creer que será capaz de botar el Gobierno!

—Ésos son sus planes, hermano.

—A ver si he entendido bien. El partido liberal nos pide que salgamos a la calle a protestar y a hacer bulla y a enardecer a la gente.

—Así es.

—¿Para qué? ¿Para que nos suceda lo que a Rubio y a los demás el mes pasado?

—Lo del licenciado Rubio fue una imprudencia. Por eso lo mataron. No debió salir a la calle. Había más de tres mil soldados protegiendo la Cámara de Representantes cuando reeligieron a Cerna.

—Mejor diga el día que lo volvieron a sentar en el trono sin pedir permiso al pueblo —comentó una voz rasposa.

El que así había hablado era el hermano
Saint-Just
, un estudiante de último año de medicina, suelto de palabra, escéptico y anticlerical. Tendría veinticinco años, el rostro huesudo, bolsas bajo los ojos, labio inferior desafiante y erguido y una despectiva sonrisa que solía remarcar cuando el interlocutor no era de su agrado. Si el club era una ensalada,
Saint-Just
era su vinagre. Pero tenía talento y sabía de lo que hablaba.

Hiram
hizo caso omiso al comentario del médico y siguió encarando a
Sebastián.

—¿Y usted cree que el Gobierno no sabe ya que Cruz ha ingresado al país?

Sebastián
se encogió de hombros.

—¡Por supuesto que lo sabe! —se apresuró a decir
Hiram
—. El ministro Echeverría debe tener ya a sus hombres en estado de alerta para sofocar cualquier vínculo de los rebeldes con la capital. A estas horas, la ciudad ha de estar ya cercada y el Castillo de San José, sobre las armas. No son tontos, hermano. No de balde llevan treinta años en el poder.

—Están gastados y viejos, es verdad, su seguridad en sí

mismos es lo que les vuelve débiles.

—Eso habría que probarlo. ¿Ha dicho
La Gaceta
algo acerca de la insurrección?

Hiram
había dirigido la pregunta a los asistentes, pero la mayoría respondió con gestos de no saber.

—¡Qué puede decir un papelucho del gobierno que asegura publicarse dos veces por semana y sale cada diez días! —exclamó
Saint-Just.

Basilio
dejó el bastón en el asiento, se puso de pie y, sacando del bolsillo un ejemplar de
La Gaceta
, preguntó muy serio:

—¿Puedo informar de lo que dice su último número?

En la fraternidad se produjo un murmullo de risas en voz baja. El hermano
Basilio
era un zascandil irredento, pero sus intervenciones aliviaban la tensión y auguraban alguna chanza.

—En primera página, cartas de adhesión y felicitación de los serviles al presidente. Segunda página, más de lo mismo. Tercera, informes de los corregidores diciendo que el país es un edén. Siguen remates, velorios, ventas de fincas. También viene un anuncio de un tónico oriental contra la caspa, otro de zarzaparrilla de Bristol, para curar el cáncer, y un tercero de los afamados productos del doctor Bernardini. ¿Sigo?

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