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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (11 page)

BOOK: El sueño de los justos
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La Hermandad votó un retozón y unánime sí.

Estimulado por la respuesta,
Basilio
prosiguió, muy excitado, en un tono que se iba acelerando a medida que leía.

—Hay una lista con los números premiados de la lotería de la Sociedad Económica. Si alguien tiene el 555, sepa que se ha ganado mil pesos. Don Federico Laguardia anuncia que ha recibido bacalao de Terranova y lomos de salmón y de lenguado. Y al almacén de don Joaquín La-ríos, padre —dijo haciendo una reverencia a Joaquín—, ha llegado un surtido de Saint-Emilion, Chateau Laffi-te, Chateau Margot, trufas, coñac, champagne y vino de barril. ¡Salud!

Joaquín frunció el ceño.

—¡Exijo que se calle ese bufón! —se dirigió, muy molesto, al presidente—. ¡No se puede hablar nada en serio cuando este payaso abre la boca!

Basilio
le devolvió por respuesta una máscara: las cejas a mitad de la frente, los ojos casi fuera de las órbitas y las comisuras de los labios extendidas hasta el límite. Una mueca que podría ser asesina o burlona según el ojo de quien la observase y que la barra celebró con otra escandalosa bullanga.

Basilio
mantuvo unos segundos el gesto y, sin dar respuesta al insulto, prosiguió con su minuto de gloria.

—También se anuncia la reedición de la novena «Jesús desmayado al pie de la columna» y una oferta de fijador.

—¡Lo dicho! —interrumpió
Saint-Just
—. ¡Ni una noticia, ni un comentario político!

—¿Y qué más puede usted pedir por un real? —dijo
Basilio.

El hermano
Hiram
esperó a que se apagara el nuevo vendaval de risas y siguió con sus razones.

—Pues si lo que cuenta el hermano
Sebastián
ocurrió hace dos días, y ni
La Semana
ni
La Gaceta
dicen una palabra de Cruz, eso confirma que el Gobierno quiere ocultar la «invasión» y que está al acecho para ver por dónde salta la liebre.

—Eso es algo que no sé, pero si nosotros no salimos a la calle, serán otros quienes lo hagan —dijo
Sebastián
con inflexión heroica—. De momento, la gente del partido liberal ha dispuesto manifestarse esta noche frente al Teatro de Carrera y nosotros deberíamos unirnos a ellos.

—Dudo que el partido haga tal cosa —dijo
Basilio
—. No son tan brutos.

Hiram
hizo como que no había escuchado.

—Cuando Cruz se rebeló en Sanarate, hace dos años, decían lo mismo. Y todos sabemos lo que ocurrió después: acabó huyendo a México. ¿Qué habría sucedido si hubiésemos salido a la calle?

—Cruz ha aprendido de la experiencia —razonó
Sebastián
—. Y sí, es cierto, tiene pocos hombres, pero en menos de un mes tendrá más de mil.

—Mil hombres no son suficientes para botar a Cerna —dijo Joaquín, comentario que fue corroborado por buen número de asistentes con cabezadas y murmullos.

—¿Y las armas? —cuestionó
Basilio
—. ¿O es que piensan sacar a los conservadores del poder con escopetas mecheras?

—Se comprarán con el dinero que les enviemos nosotros y todos los que están con nosotros.

—Será el de usted, porque yo no pienso dar un real, entre otras razones porque no lo tengo.

Nueva interrupción aprobatoria y nuevo rumor de golpes de bastón en el suelo.

—Hermano
Basilio,
por favor, respete el orden.

—El Gobierno acabará con Cruz en la primera escaramuza —dijo, enfático, Joaquín.

De un lado del salón brotó un abucheo. El grupo de jacobinos fieles al hermano
Saint-Just
se dejaba oír con fuerza.

-—Me da que eso no va a suceder —dijo
Sebastián
—. La idea de Cruz es resistir, golpear y salir corriendo, moverse con rapidez de un sitio a otro, por Nebaj, Chiantla, Joyabaj y otros pueblos. Cada golpe de mano, cada emboscada, será una victoria que irá mermando la moral del

Gobierno hasta que se pueda reunir la fuerza necesaria para atacarlo de frente.

—Pues a mí me parece bien eso de salir a la calle y hacer ver al Gobierno que lo de Cruz no es un movimiento aislado —terció
Saint-Just.

Basilio
se echó materialmente encima de Néstor y, en tono confidencial, le murmuró al oído:

—Me huele que esto ya estaba cocinado y que los radicales nos quieren meter a los demás en su olla. Por cierto, qué raro. No ha venido
Eneas,
el pendolista.

—¡Cállate,
Basilio\

—Te lo he dicho alguna vez. No debería pertenecer al club. Un calígrafo que, además de escribir cartas y hacer invitaciones de boda, se dedique a falsificar documentos y firmas, no es persona de fiar.

Saint-Just
vociferó:

—¿Se puede hablar aquí sin interrupciones o tendremos que hacerlo en el potrero?

—Se puede —replicó
Basilio
—. Pero en lo que a mí respecta, prefiero ser confesor en vez de mártir, así que no esperen que me una a
Tata Lapo.

—Un respeto —le reprochó Joaquín—. No se llama
Tata Lapo.
Se llama
Serapio Cruz.

—Se llame como se llame, ese hombre está mal de la azotea. Sigue resentido porque Carrera eligió a Cerna, y no a él, como sucesor. Y desde entonces no hace otra cosa que machadas.

Volvió el pateo al salón. El hermano Hiram golpeó la mesa con un mallete, al tiempo que recordaba a todos lo peligroso que era hacer tanto ruido y el perjuicio que podrían causar al dueño de
Las Acacias.

El hermano
Juliano,
un protestante dueño de una tienda de tejidos situada en la calle Mercaderes y quien había adoptado tal apodo en memoria del emperador apóstata, pidió la palabra.
Juliano
tenía semblante de hombre antiguo. Llevaba un lazo de seda negra que parecía bufanda, el cabello aplastado y con raya en medio y, para darse respetabilidad e importancia, se quitaba los anteojos de tanto en tanto, se pasaba los dedos por la frente y soltaba alguna frase profunda, como por ejemplo:

—Salir a la calle hoy sería un suicidio.

—Así creo yo —dijo
Hiram
—. Lo prudente es esperar y ver si progresa lo de Cruz.

—En política, hay oportunidades que no se repiten —dijo
Saint-Just
, con petulancia—. Por eso debemos apoyar la idea del hermano
Sebastián.

—Aquí no se apoya nada ni se deja de apoyar, porque no se va a votar sobre este asunto —replicó
Hiram
—. Vamos a reunir todo el dinero que se pueda para ayudar a Cruz. Vamos a multiplicar las hojas clandestinas y a extender nuestro repudio al régimen. Pero con discreción y prudencia, como hacemos todas las cosas.

—Eso no es prudencia, hermano. ¡Eso es cobardía! —dijo
Saint-Just
en tono de reto.

Un silencio espeso cayó sobre el salón.
Saint-Just
se había encaprichado con la idea del bochinche y, cuando a
Saint-Just
se le metía algo en la cabeza, era de temer. Su porte se tornaba altanero, su expresión, antipática, y su boca ardía al hablar.

Basilio
tocó con el bastón la pierna de Néstor y farfulló:

—Tiene la lengua un poco gorda. Para mí que se ha tomado antes de entrar un par de tragos de ese raspalalma que vende don Jaime. Eso o no duerme por las noches.

Viendo que el hermano
Hiram
estaba a punto de perder el control de la asamblea, Joaquín resolvió intervenir.

—En el tiempo que nuestra hermandad tiene de vida —dijo, dirigiéndose a
Sebastián
y a
Saint-Just
—, nunca nos hemos manchado las manos con acciones como la que ustedes proponen. La violencia es el arma de los ineptos. Y ése no es nuestro estilo.

—¡Nuestro estilo, nuestro estilo! ¿Cuál es nuestro estilo, si se puede saber? ¿El de la metafísica, el de la parusía o el de la collonería? —dijo
Saint-Just.

La cohorte de radicales golpeó el piso con los pies en señal de aprobación.

—Ninguna de esas tres cosas —saltó
Basilio
—. ¡Es la paja que mastica usía!

Nueva rechifla, nuevo alboroto y más golpes de mallete en la mesa.

—¡No me alce usted la voz, que no estamos en la plaza de toros! —replicó, airado,
Saint-Just.

—¡Yo se la alzo a quien me place! ¡A usted y a la campana mayor, si hace falta! ¿Está claro?

—No, señor, no está claro. Las cosas sólo están claras cuando usted deja de hablar.

El barullo volvió al salón y Néstor Espinosa pidió la palabra. Esperó a que la tranquilidad regresara y, cambiando su viso natural por otro más petulante, y su voz por la de un orador engolado, se metió los pulgares en el chaleco, miró al techo unos segundos, como si quisiera recordar algo, y peroró de esta guisa:

—Veamos, hermano
Saint-Just.
Su propuesta puede no ser mala y puede no ser buena. Si no es buena, entonces también es inútil. Y si no es mala, ¿por qué habríamos de darle nuestra aprobación?

Saint-Just
quedó perplejo ante la pregunta, pero Néstor no aguardó a que respondiera. En vez de eso, continuó soltando frases de Shakespeare a la tarabilla.

—¡Ah, vasallos revoltosos, siempre dispuestos a mancharos las manos con la sangre de vuestros congéneres! ¡Qué fácil es llamar cobardía a la mesura, y necedad a la inteligencia! ¡Oh pueblo zoquete y vulgar! ¿Podrás entender cuando menos que todo lo que está más allá de la prudencia es el abismo? Pero, silencio... la dulce Ofelia...

El último ademán de Néstor, señalando con una mano la entrada del salón, hizo girar las cabezas hacia donde no había Ofelia ninguna y la carcajada fue general.

A
Saint-Just
se le descompuso el gesto y levantó el brazo, pidiendo la palabra, pero Joaquín se le adelantó.

—Nos ha llamado cobardes a quienes no estamos de acuerdo con su plan —dijo sosteniendo la mirada de
Saint-Just
—. Ahora le toca escuchar a usted. ¿Qué es lo que nos pasa? —agregó en tono de queja—. Somos personas comprometidas, es verdad, pero no beligerantes. La nuestra es una filosofía de moderación y de templanza. ¿O estoy equivocado? Queremos libertad, igualdad, fraternidad, unión. Esa es nuestra divisa. Inducimos la acción, no intervenimos en ella. Somos la levadura, no la masa. Rechazamos los métodos de la plebe. Lo nuestro es la persuasión y la presión, no la provocación. Queremos una patria distinta, pero no podremos avanzar mucho en tanto vivamos sumidos en la ignorancia. Es preciso antes promulgar leyes positivas, educar, enseñar a nuestro pueblo a ser libre...

—¡Pajas, señor licorero, puras pajas! —le interrumpió
Saint-Just
—. Lo que usted propone no es una revolución, es un pasatiempo. Y en el sentido más estricto de la palabra. Un jueguecito para que pasen los años y no se haga lo que se debe hacer.

—Saint-Just, el jefe de la policía de Robespierre, tenía veintisiete años cuando murió en la guillotina. ¿Cuántos tiene usted?

—Eso ni le va ni le viene.

—Más o menos los de él, calculo. Saint-Just era persona valerosa, pero poco inteligente. Pudo haber sido más tiempo útil a su patria, pero murió joven por ser un exaltado. Lo mismo nos ocurrirá a nosotros si nos dejamos llevar por improvisadas aventuras como ésta que usted y el hermano
Sebastián
proponen. Nuestra revolución no puede ser popular, la plebe no la entendería.

Joaquín había callado a
Saint-Just,
y Néstor no pudo por menos de sentir orgullo por quien, con un argumento tan sencillo, había dejado sin palabras al líder radical.

—Sólo unos pocos ilustrados pueden hacer una revolución como la que usted propone y me...

Joaquín no pudo concluir. De improviso, todos se pusieron a hablar a la vez.

—¡No pasaremos de la esquina, si salimos a la calle! —decía Arcadio, señalando a
Saint-Just
con el dedo.

—¡Entonces nunca veremos la luz!

—¡Usted es quien no quiere verla! ¡Usted sólo quiere brillar!

Abanicándose con el panamá,
Basilio
mascullaba en voz baja:

—Esto se ha vuelto un gallinero. Propongo que nos vayamos a comer.

El hermano
Juliano
creyó necesario intervenir, pero esta vez, en lugar de quitarse los anteojos y pasarse los dedos por la frente, alzó los brazos al cielo y soltó otra de sus frases escogidas:

—¡Creemos en la fuerza de la razón, no en la razón de la fuerza!

—¡Pues yo no pienso quedarme aquí, papando moscas mientras el partido recalcitrante y los curas mantienen su poder sobre los humildes, y los aristócratas se empeñan en decir que no hay nada que cambiar! —exclamó
Sebastián.

—Entonces las paparemos nosotros, que en este lugar hay bastantes —dijo
Basilio.

El sector ácrata de la hermandad volvió a soltar la carcajada y a aporrear el piso con los bastones.

—¡Ya estuvo bueno de bromas! —tronó
Saint-Just.

El delgado cuerpo del estudiante de medicina parecía un sobretodo colgado de una percha, pero el brillo de sus pupilas, aunado a su ronco vozarrón, imponían al más templado.

—¡Hay que derribar este gobierno de aristócratas y frailes, eso es lo que hay que hacer! El país perdió la ocasión de hacerlo hace treinta años. Recuperaron el poder, rompieron el lazo federal y nadie pudo moverles de donde están ahora. ¿De qué nos sirvió la independencia de España, si el sistema no se movió un tanto así? Erigieron a un caudillo-rey, le dieron ese título a perpetuidad, enmudecieron a la prensa y se amancebaron con la Compañía de Jesús. ¡Y nosotros haciendo bromitas y perdiendo el tiempo!

Basilio
pidió la palabra con el bastón, pero
Saint-Just
no estaba por dar a nadie la oportunidad de interrumpirle.

—¡Hay que romper el sepulcro en el que el partido retrógrado nos enterró! —siguió perorando—. ¡Debemos levantarnos al llamado de la civilización moderna! ¡Eso es lo que hay que hacer, en lugar de contar chistes! ¡Seremos otra generación perdida, si no empezamos ahora!

—¡Lo que hay que hacer es reformar el país, no ponerlo del revés!—replicó Joaquín Larios.

—¡Qué del revés ni qué india envuelta! ¡Este gobierno se cae en dos días, no más se le empuje un poco!

—¿En dos días? Bien se ve que no conoce los métodos de Cruz. ¿Sabe, por casualidad, qué les ha dicho a los indios de San Marcos?

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